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JULIÁN SOREL

  LA PESTE ESCARLATA - Por JULIÁN SOREL - Domingo, 04 de Abril de 2021


LA PESTE ESCARLATA - Por JULIÁN SOREL - Domingo, 04 de Abril de 2021

LA PESTE ESCARLATA

 

 

Por JULIÁN SOREL


juliansorel20@gmail.com

Durante los meses de mayo y junio de 1912, Jack London publicó en varias entregas una de las primeras ficciones distópicas postapocalípticas aparecidas en la literatura del siglo XX. Ambientada en un mundo salvaje y devastado, la historia comienza en 2073, sesenta años después de la propagación de una pandemia incontrolable que exterminó a la mayor parte de la población humana y produjo el derrumbe de la civilización.

Durante los meses de mayo y junio de 1912, los lectores del London Magazine devoraron en cada número de la revista un nuevo episodio de La Peste Escarlata, The Scarlet Plague, novela por entregas de Jack London, quien la había escrito en 1910. Luego de su aparición en el London Magazine, fue editada en forma de libro por Macmillan en 1915.

La Peste Escarlata empieza en el 2073, en un mundo que seis décadas atrás ha quedado despoblado por una incontrolable pandemia conocida como «la Muerte Roja». La pandemia apareció en el 2013, un año después de que «Morgan V fuera nombrado presidente de los Estados Unidos por la Junta de Magnates», se propagó rápidamente y, a pesar de la firme y generalizada fe en la ciencia y en la medicina (London retrata sin piedad ese complaciente exceso de confianza que perdura hasta hoy: «Estábamos seguros de que los bacteriólogos encontrarían la forma de superar este nuevo germen»), no se logró encontrar ninguna cura. De modo que la enfermedad siguió avanzando, exterminó a la mayor parte de la población humana, la civilización colapsó en poco tiempo y los escasos sobrevivientes de la peste, errantes, en pequeñas tribus, se vieron reducidos al más primitivo modo de vida.

En el 2073, la naturaleza ha recuperado terreno, y donde otrora hubo grandes y modernas ciudades, rascacielos, ferrocarriles, ahora crece desordenadamente la hierba. En ese paisaje desolado deambula el viejo James Smith con Edwin, Hoo-Hoo y Hare-Lip, sus tres nietos adolescentes, que lo apodan «Granser», como un pequeño grupo de cazadores-recolectores trashumantes vestidos con pieles de animales.

Pero Granser recuerda el mundo anterior a la pandemia; en esos tiempos de los que ya nada queda, él fue el respetado profesor de literatura James Howard Smith, de la Universidad de Berkeley. Una tarde, mientras impartía una clase en la universidad, el rostro de una joven alumna sentada frente a él de pronto se volvió completamente rojo. Smith calló, mirándola fijamente, por la sorpresa. La joven gritó, alarmada, salió corriendo del aula, se cayó en el pasillo y empezó a convulsionar. «Mis pies», decía, caída en el suelo, «no siento mis pies». Murió a los quince minutos, e inmediatamente el pánico se apoderó del campus. El profesor Smith regresó a su casa, pero cuando cruzó la puerta de entrada todos huyeron para nunca volver: temían que estuviera infectado, así que se quedó solo.

Los nietos de Granser, incapaces de pensar en nada que no sea cazar y llenarse el estómago, se burlan de sus recuerdos del mundo prepandémico. Ni siquiera creen en la pandemia, o al menos no del todo, pues ¿cómo puede algo invisible (un virus) matar a nadie, o, incluso, existir? Aunque el embrutecimiento de los chicos lo entristece, y lo vuelve nostálgico de la civilización, el viejo Granser sabe que el mundo de antaño era bueno para él, pero no para todos. Así, cuando los jóvenes le preguntan quiénes eran los encargados de traer la comida antes de la peste, Granser les responde: «A nuestros proveedores de comida les llamábamos “hombres libres”. Qué burla. Nosotros poseíamos toda la tierra, todas las máquinas, todo. Eran nuestros esclavos». Pero esos esclavos, mal llamados «hombres libres», habituados a acarrear enfermedades, expertos en soportar pésimas condiciones de vida y de salud, son quienes mejor afrontan el infierno pandémico, y, cuando la sociedad tal como la conocemos desaparece, se revelan como los más aptos para sobrevivir y terminan sometiendo a los que poco antes eran privilegiados. En cambio, la cultura libresca y la erudición de Granser y sus colegas se vuelven totalmente inútiles con el derrumbe de la civilización. Una civilización en medio de la cual, se lamenta tardíamente Granser, «en los barrios bajos, en los guetos, habíamos engendrado una raza de bárbaros, una raza de salvajes; que, cuando llegó nuestra hora de desgracia, se volvieron contra nosotros como lo que eran, como auténticas fieras, y nos destruyeron». Es clara la repulsión de Granser por los pobres, que percibe como seres bestiales y casi infrahumanos, y, sin embargo, las palabras de este narrador ficticio reflejan lo mismo que en otro lugar –y con otro espíritu– describe el autor real, Jack London («en las grandes ciudades, donde cientos de miles y hasta millones de individuos son segregados en guetos de barrios pobres, la miseria se convierte en bestialidad», leemos en sus escritos políticos): una preocupación por las diversas formas que puede adoptar la «degeneración» de la especie humana. En La Peste Escarlata, los ricos están debilitados por sus ventajas y prerrogativas, y los pobres, envilecidos por la miseria. Cuando la pandemia desata el caos, la lucha entre clases llega al paroxismo y unos y otros sacan a relucir sus peores instintos. Así, mientras el terror se apodera de las ciudades, en todas partes los ricos intentan salvarse huyendo en autos y aviones (en realidad, en dirigibles –recordemos que London escribió La Peste Escarlata a principios del siglo XX–), con lo cual contribuyen a propagar el contagio más rápidamente.

Pronto la muerte lo cubre todo, la civilización desaparece y los poquísimos sobrevivientes de la pandemia –una persona por millón– recorrerán monótonamente un devastado y vacío escenario en busca de alimento, abrigo y lo necesario para la subsistencia, reducidos a una vida sin nada más que lo elemental.

En realidad, el tema de La Peste Escarlata es la lucha de clases, la sorda tensión entre las clases privilegiadas y ociosas, por un lado, y, por el otro, las clases obligadas a trabajar para sostener los ocios y privilegios de las primeras. Unas clases trabajadoras que en la novela se nos presentan encarnadas en el personaje de Bill el Chófer, descrito por nuestro narrador, Granser, como un ser despreciable y brutal. Hay que decir que Granser, el antiguo profesor Smith, sesenta años después de la caída del viejo orden social, sigue siendo esclavo de sus (ya obsoletos) prejuicios clasistas: «Todo el mundo lo llamaba El Chofer; era su oficio, y así se quedó... Era un hombre violento e injusto... un monstruo inicuo, una mancha en la faz de la Tierra, impío y bestial. No sabía hablar de nada más que de automóviles, maquinaria, gasolina, garajes, y sobre todo, y con enorme deleite, de sus mezquinos robos y sórdidas estafas contra las personas que lo habían empleado en los días anteriores a la llegada de la peste». En efecto, Bill el Chofer disfruta abiertamente de ser por fin más poderoso que sus antiguos patrones. No es ningún santo: somete físicamente a la hermosa Vesta, miembro de una de las familias más ricas y poderosas en la historia del mundo prepandémico, y la toma como su mujer. Granser, de hecho, encuentra a Vesta cocinando para Bill el Chofer: «Y allí estaba ella, hirviendo caldo en una olla mugrienta, negra de hollín, con sus gloriosos ojos irritados y enrojecidos por el humo». Vesta es ahora «quien recoge la leña, quien enciende el fuego, quien cocina, quien hace el trabajo degradante, el trabajo pesado del campo; ella, que en toda su vida no había realizado jamás ni un solo acto servil». En cambio, antes de la pandemia Bill el Chofer, nos cuenta Granser, «era un sirviente» que «agachaba la cabeza ante gente como Vesta... para quien el menor contacto con alguien como él hubiera sido una contaminación».

La crisis, el caos, el colapso social desatados por la pandemia revelaron a los oprimidos su poder y su importancia. Un cambio semejante, pues, tendría que haber sido para bien. Pero en esta novela las cosas no son tan sencillas. Vemos, a través del relato del viejo Granser, el embrutecimiento de los oprimidos como el resultado de una colosal injusticia, de la cual, le guste o no a Granser, las élites a las cuales él perteneció eran cómplices. Por otro lado, sin embargo, esos oprimidos, esas clases trabajadoras, no se nos presentan precisamente como modelos de virtud. Y la cobardía, la mezquindad, el egoísmo de las élites se traslucen en el relato pese a los sesgos del narrador, Granser, de modo que cabe decir que nadie se salva y que en la sociedad de clases se envilecen sin excepción todos.

Diez años antes de de la aparición de The Scarlet Plague en el London Magazine, en 1902, Jack London había llegado a Londres. Decidió escribir un reportaje sobre el East End, y en el East End pasó varios meses, haciéndose pasar por un marinero sin trabajo, para conocer desde adentro el «Abismo», como él lo llamaba. Visitó tugurios, slums, callejones donde se hacinaban cientos de personas en condiciones infrahumanas, durmió en lechos de albergues públicos, compartió cama y alimentos con los desahuciados, observó a los enfermos sin asistencia que vivían en la miseria, palpó la desesperación de los desempleados, pernoctó en los duros bancos de los parques donde, a la intemperie, soportando los rigores del clima, dormían los sin techo. Y un año más tarde, en 1903, publicó La gente del Abismo, People of the Abyss. De ese mismo año, 1903, es su ensayo Cómo me volví socialista, How I Became a Socialist, donde recuerda que durante años las oportunidades aparentemente inagotables del oeste americano lo convirtieron en creyente fiel de una ética del trabajo que no conocía más culpa que la debilidad, hasta que comprendió que el trabajo físico de baja cualificación era una trampa sin salida y sin otro horizonte que una vejez prematura y miserable. London da cuenta así de cierta forma concreta, particular, de un miedo universal –el miedo al paso del tiempo–, una forma particular de ese miedo conocida íntimamente por quienes no tienen nada en este mundo más que su fuerza de trabajo, y deja por escrito un curioso juramento:

«¿Y cuando me faltaran las fuerzas? ¿Y cuando ya no fuera capaz de seguir trabajando hombro con hombro con los futuros hombres fuertes que no eran todavía sino bebés por nacer? En ese mismo instante me hice a mí mismo un juramento. Decía algo parecido a esto: Todos los días de mi vida he trabajado duramente con los músculos de mi cuerpo, y cuanto mayor es la cantidad de días que he trabajado, tanto más cerca estoy del fondo del pozo. Saldré del pozo, pero no saldré con los músculos de mi cuerpo. No volveré a hacer este trabajo duro, y que Dios me mate si fuerzo de nuevo a mi cuerpo a hacer algo más que lo absolutamente necesario».

Como socialista, London estaba en contra de la desigualdad que en su novela se extingue, junto con la civilización, después de la pandemia, esa desigualdad que hace estragos entre las mayorías explotadas cuyo duro destino compartió desde su nacimiento; como socialista, London era enemigo de esos privilegios que en La Peste Escarlata definen el carácter y el destino de personajes como Vesta o Granser. ¿Por qué, entonces, en La Peste Escarlata, London no nos muestra el derrumbe de esa civilización destructiva y cruel tal como hasta los propios y toscos nietos cavernícolas de Granser son capaces de verlo, es decir, como algo beneficioso? ¿Acaso ese derrumbe no supone en realidad el fin de la vieja sociedad y, por ende, de la desigualdad y de la explotación sobre las cuales esa sociedad descansaba? ¿Acaso la «catástrofe» que arrasa con la «civilización» no provoca la caída de las clases dominantes desde su posición de poder, acaso esa «catástrofe» no termina con sus injustos privilegios? ¿No debió haber conducido eso a un final feliz? Hubiéramos tenido así un libro más optimista (pero el optimismo suele ser disfraz de la cobardía). El colapso pospandémico de un orden que descansaba sobre tantas subterráneas violencias cuyo horror el propio Granser reconoce, ¿no tendría que haber dado paso, en La Peste Escarlata, a la imaginación de un futuro mejor, o, cuando menos, a la pintura de su posibilidad? Estamos hablando, a fin de cuentas, de la obra de un escritor socialista. ¿Acaso La Peste Escarlata no tendría, en pocas palabras, que haber sido una utopía? Y sin embargo –y a esto debe La Peste Escarlata tanto su valor como su enigma, tanto su riqueza como su oscuridad–, no lo es.


 

Jack London (1876-1916). Portada de la primera edición de The Scarlet Plague (1915).

 

 

Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Domingo, 04 de Abril de 2021

Páginas 2 y 3

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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