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JULIÁN SOREL
  LA ÚLTIMA RISA DE LA AURORA - Por JULIÁN SOREL - Domingo, 29 de Noviembre de 2015


LA ÚLTIMA RISA DE LA AURORA - Por JULIÁN SOREL - Domingo, 29 de Noviembre de 2015

LA ÚLTIMA RISA DE LA AURORA

El adiós a Venturini


Por JULIÁN SOREL



juliansorel20@gmail.com

La poeta, novelista, cuentista, outsider y traductora de Lautréamont Aurora Venturini (La Plata, 20 de diciembre de 1922 - 24 de noviembre del 2015), la nonagenaria profesora jubilada que rompía moldes literarios cual adolescente feroz, autora, entre otros títulos, de La Trova (Buenos Aires, Colombo, 1962), Pogrom del cabecita negra (Colombo, 1969), Nicilina y las meninas. Cuentos de mongólicos (Buenos Aires, Pueblo Entero, 1995), Las primas (Madrid, Caballo de Troya, 2009), Nosotros, los Caserta (Mondadori, 2011), El marido de mi madrastra (Mondadori, 2012) y Los rieles (Mondadori, 2013), acaba de fallecer el martes en su ciudad natal.

La sinceridad perturbadora para desnudar la infamia de lo cotidiano, la sintaxis vejada, la poesía sucia, la depravada ingenuidad, la indigesta crudeza y el exceso de una de las voces más refrescantemente subversivas de la literatura actual en lengua española pasaron (fuera del modesto universo de las ediciones de autor, las plaquetas, los galardones municipales) prácticamente inadvertidos hasta que en el 2007 el diario argentino Página 12 eligió como novela revelación de la narrativa contemporánea a Las primas, y una octogenaria maestra jubilada alcanzó la fama que parecía, a esas alturas, estarle negada para siempre: el Premio Nueva Novela –pensado para revelar «una narración osada, innovadora y joven»– la puso en la mira mundial. Pero detrás de ese libro desconcertante e incómodo, la autora tenía ya más de treinta publicados, y algunos reconocimientos menores, entre los cuales el Premio Iniciación, recibido de manos de Borges en 1948, brillaba, solitaria cereza en mezquino pastel.

«Se trataba», escribió sobre Las primas en aquella ocasión, en el 2007, en El País, Enrique Vila Matas, «de una novela escrita con enfermiza genialidad por un personaje femenino que parecía sostener el monólogo faulkneriano de una persona ligeramente retrasada, tal vez enajenada, que tenía a Eva Perón de íntima amiga: una historia delirante de iniciación ambientada en unos equívocos años cuarenta, que desplegaba el mundo tortuoso de una familia disfuncional de clase media baja de la ciudad de La Plata (...) Las mitologías del barrio, la familia de medio retrasados, la sexualidad femenina y el ascenso social a través del arte aparecían desgranadas por una narradora muy frágil ante la gramática, con problemas de sintaxis: una narradora de voz ansiosa que intentaba superar su debilidad mental buscando palabras en el diccionario para completar sus frases, y luego, de forma tan desarmante como naïf, contando dónde las había encontrado». «¿Qué cree usted que va a suceder cuando lean sus libros?», le preguntó alguien del público al terminar la ceremonia de entrega del premio que en el 2007 la sacó de la penumbra. «Y... yo creo que se van a caer de culo», respondió ella.

En una fase de nuestra cultura que identifica lo nuevo con fórmulas de mercadotecnia entre cuyas principales herramientas está la idealización de la juventud, incluso en el mundo del arte y las letras (a fin de cuentas, también es una industria la industria editorial), que una persona de esa edad, edad a la que hoy todos se vuelven invisibles, capte así la atención mundial y se inserte como novedad radical en el mercado es un hecho inesperado, revelador, divertido y en el fondo probablemente molesto. El mito de la juventud como valor y no como edad biológica es un mito muy democrático: todos pasamos por ella, como por la vejez, y los privilegios que nuestra sociedad reserva a la primera, como las miserias con que pena la segunda, ni excluyen ni perdonan, respectivamente, a nadie. Quizá sea difícil pensar en la posibilidad de que los rasgos atribuidos a la juventud así idealizada no sean en realidad propios de la juventud, que no hace distinciones; que la innovación, el brillo, la libertad y la furia sean en realidad prerrogativas de contados individuos excepcionales, y no de una masa joven: es una posibilidad inequitativa, antidemocrática, y del todo contraria, claro está, al imperativo comercial de la imagen juvenil con que se promocionan obras y firmas en la industria cultural de nuestros días. En este contexto, la vejez tendría que causar inseguridad, angustia y vergüenza, y a Venturini el haber sido confundida con una joven revelación tan solo le causó risa. Bueno, eso es ser alguien diferente. Y, lo queramos o no, la diferencia, por definición, siempre será cosa de pocos.

El pasado martes, a sesenta quilómetros de Buenos Aires, en su natal ciudad de La Plata, en la que fue escribiendo a lo largo de toda su vida sus numerosos libros, murió, a los noventa y dos años, Aurora Venturini, que continuaba produciendo a un ritmo de locos. Mucho hacía ya desde que recibió de manos de Jorge Luis Borges aquel premio por El solitario. Luego vino la larga existencia opaca y fecunda que muchos llamarían el olvido, puesto que la fama suele ser tan valorada. Hasta que soltó esa risa al recibir el Premio Nueva Novela del diario Página 12, pues, por la potencia de su obra y su «originalidad desconcertante», según el dictamen del jurado (Rodrigo Fresán, Alan Pauls, Juan Forn, Guillermo Saccomanno, Juan Ignacio Boido, Juan Sasturain, Sandra Russo), este la consideraba «una joven revelación». Y fue así como, en el 2007, el Premio Nueva Novela de Página 12, un premio «juvenil», hecho para descubrir y promover nuevos talentos, y orientado a la búsqueda de las cualidades que se atribuyen a estos, fue a dar a las manos apergaminadas de una escritora que (como descubrieron al abrir el sobre con su pseudónimo, Beatriz Portinari, por afuera) resultó tener ochenta y cinco tacos. Y un vasto pasado, tenebroso como sus relatos. A nosotros nos quedan las paradojas de esa irónica historia y el molesto regalo de su sintaxis crispada; a ella, tras la tardía y, por ende, breve fama llegada a una vida próxima a su término (ocho años de ser leída, publicada, reconocida, entrevistada, como no lo había sido nunca), ahora, obviamente, ya no le queda nada, a excepción de la posteridad.



Fuente: ABC Color (Online)

Domingo, 29 de Noviembre de 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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