Permanecí al lado de mi amiga Patricia, su viuda. Ella, madre ante todo, estaba atenta a sus hijos. El dolor de ellos la hacía llorar y se doblaba sobre sus espaldas con abrazos paliativos. Recibía a los deudos con esa sonrisa fresca e inocente que la caracteriza. Estaban divorciados desde hacía poco, viviendo en la misma casa tratando de conciliar un pacto de paz dentro del vínculo familiar. Patricia siempre fue muy noble, pero tenía sus luchas implacables al lado de su exmarido. Decidí quedarme toda la mañana para acompañar las pompas fúnebres hasta el camposan-to. Era mediodía cuando de pronto se levantó un griterío espeluznante, un llanto desgarrador seguido de otro, y así quedé en medio del gentío tratando de ver lo que no podía. Una parte de la gente que estaba ca-llada por efecto dominó siguió a la furibunda llora-dera. Casi todos lloramos, no por Venuciano sino por el otro muertito que partía en andas hacia su destino final. De la nada sonó el celular de uno de los deudos que caminaba detrás del féretro y no lograba salir del salón a causa de la multitud apenada:
¡¡¡No estaba muerto, estaba de parranda, no estaba muerto, estaba de parranda!!! —cantaba el timbre del celular del pobre anciano que intentaba atender la inoportuna llamada. Pasó el dedo varias veces sobre el celular inteligente, hasta que dijo:
—¡Pero qué pasa, che…, justo me llamás ahora que llevamos al muerto para el entierro! —el viejo apretaba el celular contra au oreja derecha. La cara se le desfiguró con un gesto al no entender a su interlocutor. Se metió el dedo índice en el oído izquierdo y gritó:
—¡Qué, qué… hablá más alto! ¿Me escuchás?, es-toy sacando al muerto y la gente está llorando a todo volumen ¿Qué, qué decís? —muy enojado cortó la llamada y guardó el celular en el bolsillo del saco. Segundos después volvió a sonar la canción: “No es-taba muerto estaba de parranda”, mientras el tropel dedeudos (los de aquel muertito y los de Venuciano), rodeábamos el féretro como en un vals sin dirección ni sentido. Y fue en ese instante cuando, también por efecto dominó del desgarrador llanto, pasaron todos a la risa nerviosa.
—¡¿Cómo que la vieja se murió?! Ya me voy para allá —gritaba el viejo mientras se lo llevaba la marea humana para cualquier dirección. Era un espectáculo fuera de serie. Mi miedo pasó y entendí que la gente de hoy se muere más fácilmente que de costumbre, y hasta suena bien. Pronto me ubiqué en la zona que correspondía al pobre Venuciano, y Patricia me reclamó el llanto al muerto ajeno. La comprendí, ella estaba deshecha de tristeza y de cansancio.
Hacía poco tiempo ocurrió algo premonitorio: yo estaba con ella en el segundo piso de su casa. Diva, la perrita faldera, ladraba ansiosa, con ganas de bajar al patio para “jugar su celo” con Da Vinci, el viejo pe-rrito de la familia. Da Vinci estaba lisiado y no podía complacer a Diva. Se arrastraba sobre el piso como podía, hasta que, temblequeante, lograba erguirse a cuatro patas. De pronto se oyó un grito agudo desde el patio y bajamos corriendo. Vimos a Lucinda llo-rando con mucha pena. Ella señaló la pileta donde flotaba Da Vinci. Mi pobre amiga y su hija lloraban desaforadamente, diciendo:
—¡Da Vinci se suicidó! Venuciano entró en escena. Él llegaba a la casa en ese momento. Se metió al agua y con solemnidad sacó al “perrijo” entre sus brazos.
—¡Traigan las toallas! —pidió llorando.
Secaron a Da Vinci con toda delicadeza y pronto Venuciano comenzó a cavar un pocito en una esquina del amplio empastado.
—¡¿Y Diva?! —preguntó Patricia a su hija, Lucinda.
—No sé mami, estaba contigo —contestó sollo-zante.
—¡No puede ser! —gritó mi amiga— ¡Venuciano, dejaste abierta la puerta de la calle y Diva está en celo!
—¡¿Y qué querías que hiciera si ustedes estaban llorando como locas?! —contestó Venuciano.
Dejamos a Da Vinci sobre el pasto y corrimos todos a la calle para buscar a Diva. Llegamos tarde. Diva, sin muchas condiciones había elegido al padre de sus hijos a escasas dos cuadras de la casa. No pu-dimos separarlos y debimos esperar que acabara la escena de la procreación. Regresamos. Diva mostraba su carita de pena en los brazos de mi amiga, que se lamentaba de toda la desgracia que terminó con la sepultura de Da Vinci, en medio de acusaciones sobre quién había dejado la pileta sin su cobertor.
Llegó el momento de las pompas fúnebres del po-bre Venuciano. Fue un entierro digno de un hombre del otro mundo, de un nacido en el planeta Venus. Las amantes que ahí lo esperaban se mordían con las miradas hasta que comenzó el concurso de quién llo-raba más fuerte y expresaban la fuerza de su amor:
—¡Te voy a extrañar mi amor, mi Venucito! —lloraba una.
—Mi vida, y ahora ¡¿Qué haré sin ti?! —lloraba la otra.
Abracé a mi amiga. Ella, con la altura emocional bien adiestrada me dijo al oído:
—Son unas pobres ridículas. Su “paganini” ya partió a mejor vida —se levantó y con elegancia las mandó echar del camposanto.
Me acerqué a uno de los sepultureros que acomo-daba las coronas de flores sobre el montículo de tierra; le pregunté del tiempo que llevaba trabajando en ese lugar, y me dijo que ese año cumplía ocho enterrando al menos tres difuntos al día.
—¿Con todo eso todavía sonríe? —le dije.