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DELFINA ACOSTA
  POESÍAS DE DELFINA ACOSTA


POESÍAS DE DELFINA ACOSTA
POESÍAS DE DELFINA ACOSTA

 
 
 
LA ROSA DURA
 
El gallo soy de la veleta roja
 
que mira al Norte porque Norte soy.
 
A mi pueblo lo barre el mismo pueblo:
 
un viento malo con que al río voy.
 
La saeta del Este cuando gira
 
da vuelta al pueblo, al lirio y al convoy
 
del caballo al que subo al ser el día
 
para saber al irme en dónde estoy.
 
He plantado una estrella en el Oeste
 
que bajará a la noche. Te la doy
 
porque subes al Este cada tarde.
 
Yo te amaría, mas veleta soy.
 
El gallo fui de la veleta roja
 
que al Sur apunta pues al Sur me voy.
 
En su frío se templa mi poesía:
 
la rosa dura que ha de abrirse hoy.

 
 
 
ENEMIGO
 
Mi peor enemigo, tú que me amas
 
como una ciega lluvia que al caer
 
escampa, arrecia, escampa. Mi enemigo,
 
yo te corono amante, pueblo y rey.
 
Con una hiedra mis cabellos atas
 
y sabes del lunar que es mi clavel.
 
Cuando el jazmín de su rocío cuelga
 
y huele a flor pisada antes de ayer,
 
con la ronda impaciente de tus pasos
 
bajo tu sombra vengo a florecer.
 
Si no te amara, nunca te odiaría.
 
No te vaya, enemigo, yo a perder.
 
¿Quién me perdonará? ¿Por quién mis versos
 
caerán de mi tristeza en el papel?
 
Tú, mi enemigo. Yo, enemiga tuya.
 
La muerte no helará nuestro querer.

 
 
 
CUARTO AZUL
 
Somos amantes. Suelen los poetas
 
con infantiles coplas y sonetos
 
celebrar el tañir de las campanas
 
como la hora nupcial de nuestro encuentro.
 
Dirían más, pero se callan porque
 
se abrevia así el relato en dulce cuento.
 
Es la sombra que atiende el buen negocio,
 
madama de aire triste; los dineros
 
pagados por el cuarto azul agrandan
 
sus ojos apagados, mas los juegos
 
de los amantes en las escaleras
 
no la dejan dormir. Se siente el cielo
 
cuando en la calle oscura y sin un ánima
 
ya somos de la acera dos silencios
 
por una tos la culpa de un ladrido.
 
¡ Qué accidente ! ¿Quién más irá a saberlo?

 
 
 
ROPAJE
 
Es el mar mi ropaje: así desnuda
 
como una enorme ola a ti yo llego.
 
Mi ocasión la tormenta y los relámpagos,
 
y es la montura de mi amor el viento.
 
No retorno: yo voy pues son mis pasos
 
como a la hierba la pasión del fuego.
 
Soy la bestia de larga cabellera
 
que lame la otra lengua que es el beso.
 
En la forma de piedra me hallo a gusto
 
porque es así tan duro mi silencio
 
que no lo vencerá el dolor del mundo,
 
ni del odio la gota de veneno.
 
Es el mar mi ropaje: así desnuda
 
como una enorme ola a ti yo llego.
 
Brotaron en mis manos de agua sucia
 
las flores venenosas de estos versos.

 
 
 
ESTATUA EN LA PLAZA VERDE
 
 
Te esperaría. Yo sería, amado,
 
la primera en llegar hasta la vía,
 
y la última en volver, con un paraguas,
 
de la estación del tren que te traería.
 
Iré hasta el mar como la lluvia, a veces,
 
y pasaré del mar a la otra cita,
 
en el muelle del puerto, frente al río.
 
Seré la gris silueta que tirita.
 
Inmensamente sola como novia
 
saldré a buscarte y volveré tardía.
 
Del balcón a la plaza partiré.
 
Seré una estatua de melancolía.
 
Y a la hora puntual de nuestras muertes,
 
si llegara primera a nuestra cita,
 
te estaré ya aguardando para darte
 
mi amor en una blanca margarita.

 
 
 
DIENTES
 
Estrella que es error, yo soy los dientes,
 
y solamente dientes, no la boca
 
que yerra, miente, injuria, a Dios calumnia,
 
y cuando su áspid guarda queda roja.
 
Ay, pobres bocas, lenguas enredadas
 
con las malas palabras que hablan solas.
 
Yo soy los dientes que castañetean
 
cuando filosos muerden a las rocas.
 
La bocas son carmín que en la intemperie
 
pierden su fuego; en su lugar, las rosas
 
en las muy frías noches, de sus frentes
 
dejan caer sobre el amor sus gotas.
 
Soy como Hefesto, dios que cojo y feo,
 
pelea doy, mas llama que se llora,
 
no sé qué frase mágica invocara
 
para una vez besarte oscura boca.

 
 
 
EL BESO
 
Voy a contarte un cuento que otras saben.
 
Las menos como tú jamás supieron.
 
Era un juego de a dos pues se enfrentaban
 
un rey hermoso y una reina a besos.
 
Y érase que ella alegre se moría
 
como última tecla en cada beso.
 
Y él riendo tomaba con su boca
 
un poco de su lengua y de su aliento.
 
Pasó el verano bajo el puente chino,
 
sopló el otoño y garuó el invierno,
 
volvió la primavera y se marchó
 
detrás de un par de niños aquel juego.
 
Y érase esa mujer que aún lo amaba,
 
y moría de pena, pero en serio.
 
Y érase la tristeza en el ciprés
 
la hora en que llovía en ese reino.

 
 
HADES
 
La primera señal: te salen lágrimas,
 
y escribes, sin querer, mejores versos.
 
Se apagan los faroles de la cuadra,
 
pero tus ojos brillan más atentos.
 
Y hay dos señales: si con él te cruzas
 
es como si te diste vuelta a verlo.
 
La cerrazón que cae sobre tu alma
 
te lleva a presumir que ya es invierno.
 
Si habré escuchado historias en mi vida:
 
Érase una que bajó al infierno
 
donde perdió a su amante. Y hubo un ánima
 
por siempre enamorada de un espectro.
 
Y hay más relatos. Y éste es muy contado:
 
Dirá que al bosque irá por un momento.
 
Te besará como quien va por más
 
cerillas. Nunca volverás a verlo.

 
 
NIÑO BELLO
 
En tu día de bodas, niño mío,
 
arrancaré las flores de tu herida.
 
Tu cutis sobre el mío hará caer
 
del cielo en esa noche lozanía.
 
Te limpiaré a la aurora con mi lengua
 
y me odiarás fielmente cada día.
 
Mi nombre harás rodar del río al mar.
 
No le amarás aunque su amor le pidas
 
a la mujer que dejará alargar
 
por ti su cabellera de llovizna,
 
y a la otra también, que trenzará
 
sus bucles con malezas y gramillas.
 
Deja niño que sea yo quien cause
 
el mal irreparable en ti. Que digas
 
que te he querido y que te quise más
 
de lo que por quererte me querías.

 
 
PERO TAN CONTENTA
 
Si ya te ha amado alguna, y luego otra
 
a quien llevaste con su hermana a fiestas,
 
y aquella a cuyo rostro te arrimaste
 
del lado en que asomó la luna llena,
 
¿por qué me distrajiste si me hallaba
 
cuando muy sola anduve tan contenta?
 
Era una triste, azul mirada fija.
 
Un beso me quitaste y me entró pena.
 
Que ya no quiero amarte bienamado
 
porque mejor amante es el poema:
 
rondando como un lobo, si la luna
 
florece entre las ramas, me despierta.
 
Que ya no quiero amarte bienamado
 
porque mejor amante es el poema.
 
Los versos tras las aves alzan vuelo.
 
Mi alma incendiada en el papel gotea.

 
 
 
DESOLADA

A Gabriela Mistral

Antes de echar mi cuerpo al ebrio río,
 
muy ebria ya, entré por las abiertas
 
puertas del templo; oí a una rata huir.
 
El atrio era una vieja madriguera.
 
Y le dije a mi Dios, en cualquier parte,
 
que pecar, no pequé, y ni siquiera...
 
Un relámpago atroz iluminó
 
las pocas velas y tronó la iglesia.
 
No supe qué decir, mas las palabras
 
fluían de mis lágrimas, sinceras.
 
Los santos parecían escucharme
 
con esa educación de gente vieja.
 
Y por si ahí estaba, a Dios le dije,
 
que amar, amé. Mis huesos di a las fieras.
 
Jesucristo en la cruz olía a herrumbre.
 
El río me aguardaba entre las piedras.

 
 
 
PORQUE SIENDO VERANO
 
Será tal vez el alma lo que duele
 
porque siendo verano paso frío.
 
Como una gota se cayó y rodó
 
mi alma en la escalera de un altillo.
 
Ayer estaba alegre y contagiosa.
 
Hoy mi ojo triste en el espejo espío.
 
Por la salud de todas tus amantes
 
hago sonar mi copa contra el piso.
 
¡Noches de amor y ni una medianoche!
 
Las penas se me van con los vestidos,
 
mi maldición en balde y el veneno
 
que bebo de mi cáliz los domingos.
 
¡ Rodó la gota por las escaleras !
 
No se me pasa el alma con suspiros.
 
La pena es ese pájaro que trina
 
sobre una rama y canta, a Dios, divino.

 
 
 
UNIGÉNITA DEL SUR
 
Tal vez es culpa mía que haga frío,
 
que rija ya el otoño, y que las hojas
 
se borren de las ramas como pájaros,
 
o se largue a llover a cualquier hora.
 
O es sólo culpa nuestra. Por querernos
 
un fuerte viento por las calles sopla.
 
¿Cuál mariposa recibió una piedra
 
y mana sangre limpia de paloma?
 
Un trébol por un beso, y un poema
 
para quedarse triste en tu memoria.
 
Me diste lo mejor de tu tristeza
 
y te clavé en el pecho una amapola.
 
Los pasos de la lluvia suenan lentos.
 
Acaso quien camina es tu persona.
 
Soy hojarasca que otro paso esparce.
 
A mi favor tan sólo el viento sopla.

 
 
 
VUELVO PRONTO
 
Tras un hombre que amé en la primavera
 
se marchó mi vestido, enamorado.
 
Él me abrazó diciendo "vuelvo pronto".
 
La flor que me dejó arrugó mis manos.
 
Mi chal de Cachemira se llevó
 
quien me acostó a la sombra del verano,
 
y mudó a sus mejillas mi color,
 
y la sal de sus besos a mis labios.
 
Mi abrigo beige que calentó un otoño
 
me lo quitó, sobre el sofá, jugando,
 
el hombre de otra, que me dijo hallar
 
de soledades llenas nuestras manos.
 
Que todo se llevaron. Fue muy fácil
 
bajar el cierre de mis dos leopardos,
 
arrugar mis vestidos, deshojar...
 
 
A veces me sangraban los costados.

 
 
 
YO, OTELO
 
Te celo de las niñas imposibles,
 
rostros de brasa y lágrimas de nieve.
 
Me encuentras a tu madre parecida,
 
y de razón mudable cuando llueve.
 
Te quiero y tú me quieres, mas no basta,
 
ni esta promesa de quererse siempre.
 
Mi amor lleva mi letra simple y triste.
 
El tuyo es una carta que se encienden
 
A veces miras sin notar el cielo
 
y dices, por ejemplo, que me quieres.
 
Yo juego a que estoy muerta y me distraigo
 
mirando cómo el pasto se oscurece.
 
Y por amarme y por besarme tanto,
 
y por morderte y luego por lamerte,
 
cayó el adiós, cayó después la lluvia,
 
en esta última tarde de diciembre.

 
 
 
BODA PATÉTICA
 
Que no sea en otoño, ni en verano.
 
Yo querría que fuese en primavera;
 
dará setiembre entonces sus primicias
 
y los jazmines abrirán las rejas.
 
Caerán besos de adiós en mis mejillas.
 
Mis ojos como lágrimas abiertas
 
se cerrarán en boca de mi amado.
 
¡ Que no será velorio, sino fiesta !
 
Un tocador con mar confeccionado
 
hará rodar sobre mi sien realeza.
 
En la brumosa esquina del salón,
 
cualquier pedido tocará la orquesta.
 
Y sonarán las notas de Gardel.
 
Se oirá este coro: "El día que me quieras..."
 
Me iré a casar. Empezará a llover
 
y los jazmines cerrarán las rejas.

 
 
COSECHA
 
Descalza peregrino debajo de la lluvia.
 
Lloro por dentro
 
un agua de oro.
 
Cuéntame, bienamado.
 
¿Dónde tu reino, tus lacayos,
 
tu ángel de la guarda, y tu bufón?
 
Mas, ¿dónde tu victoria,
 
tu cicatriz profunda,
 
tu esclava, tu corona,
 
y tu cabeza amada?
 
Mi corazón en llamas
 
es la señal callada de que aún vivo.

 
 
PIEDRA EN LLAMAS
 
¿ Y si me amaras ?
 
También si me dijeras
 
palabras que no hablan
 
en esta tarde que se va deprisa
 
por una puerta abierta hacia otro día.
 
¿ Si me quisieras ?
 
O si me permitieras ver tus ojos,
 
más, mucho más de su color de agua,
 
para encontrar en ellos lo que busco:
 
mi corazón,
 
mi propio corazón perdido.
 
Yo me imagino, a veces, convertida
 
sobre tu pecho en medallón de plata.
 
Yo me contemplo,
 
página ya escrita,
 
quemándome en tu cuerpo lentamente,
 
para brotar después,
 
para rehacerme
 
en lágrimas de un rostro maquillado.
 
Si me dijeras,
 
mejor, si no dijeras,
 
y yo supiera igual que tú también...

 
 
 
LOS MODOS DE MARCHARSE
 
Hay modos de marcharse de la vida:
 
poco a poco
 
se van de tu memoria
 
los versos más hermosos de Rimbaud.
 
Te ocurren dos fatalidades juntas:
 
se te muere la rosa
 
que al mirarla quisiste
 
con suspenso de niño,
 
con el amor de Dios,
 
y se entierran, también, en el jardín,
 
las hojas amarillas de tu alma.
 
Para llenar las horas de la tarde
 
vas y vienes del tiempo
 
en que quedó el recuerdo
 
de aquella boca tibia ayer besada.
 
Hay modos de marcharse
 
de la vida:
 
poco a poco
 
se van de tu memoria
 
los versos más hermosos de Rimbaud.

 
 
 
LA NODRIZA
 
Me quieres por ser triste y por mayor.
 
Me quieres pues no tienes aún edad
 
para llevar a una mujer a misa.
 
Te permito morder, lamer, sanar.
 
Tú bebes de los ríos de mis senos
 
el agua de las rocas frente al mar.
 
Me pides que te muerda, y al besarte,
 
te pinte mi boquita de labial.
 
Te dejo susurrarme en el oído
 
lo que otro día a otra le dirás:
 
"¡ Ay, triste mía, mía, sólo mía !"
 
El amor como el vino habla demás.
 
Ninguno como tú, entre todos dios.
 
Te enseño a ser varón y te me das.
 
Aprende niño hermoso que el amor
 
lleva en su tibia sangre la maldad.

 
 
ANTES DEL OLVIDO
 
Acaso es tarde.
 
No importa ya
 
que con favor del diablo
 
coloque mis jazmines en la acera,
 
mi zapato de tierra
 
en la ventana,
 
y me quede
 
en cuclillas,
 
aguardando,
 
que alguien golpee de una vez mi puerta.
 
No importa ya
 
que con las gotas
 
de un día que en la fiesta fue lluvioso,
 
yo moje mis cabellos y mejillas,
 
y me quede sentada,
 
parpadeando,
 
sobre el sillón de mimbre, en la penumbra.
 
Acaso es tarde.
 
Acaso el tiempo
 
me llegó de golpe
 
por andarme de madre,
 
por andarme de hija,
 
y este fuego nocturno
 
que sube por mis huesos,
 
este aullido feroz
 
que levanta mi sangre,
 
ya no son señales
 
para llamar a nadie.

 
 
LOS PASAJEROS
 
Amigo, vamos a abordar un tren.
 
Desde la ventanilla miraremos
 
a los lobos cercándole a la luna,
 
y a la lluvia apagando al firmamento.
 
Tomaremos un break en la campiña
 
donde grazna al Señor, un triste cuervo.
 
Lloverá y volveremos a subir.
 
Me habré marchado de tu abrazo lejos.
 
Sin darme cuenta de que te has quedado
 
debajo del ciprés que arquea al viento,
 
te contaré las cosas que he callado,
 
y te diré en la boca que te quiero.
 
El tren habrá parado en la comparsa
 
que de esquina en esquina va hasta el puerto.
 
Después de un rato pitará, y entonces
 
me iré con él para pasar de lejos.

 
 
NO SE LO DIGAS
 
No se lo muestres nunca a nadie,
 
ni se lo digas
 
a tu mejor amigo
 
haciéndole jurar con muchas copas
 
que nunca contará.
 
Escucha:
 
ya maduró la luz
 
en la primera fruta del parral
 
y quiero que te asombres.
 
Ni siquiera
 
te nombro,
 
y sin embargo,
 
sus versos que poseen el color de mis venas
 
te cuentan
 
a través de los vientos y del agua
 
que a ti me lleva el blanco
 
de la virginidad
 
que te debí en las noches consteladas,
 
el verde de las hojas de tu pueblo
 
donde fueron a misa los vestidos,
 
y el rosado prudente
 
de la amante que finge
 
ser la esposa en la fiesta.

 
 
ANGELUS
 
Quién pudiera aprender los largos versos
 
que saben las oscuras golondrinas;
 
ellas retornan al oír el canto
 
de lo que fue un lejano Ave María.
 
Quién dijera de pronto al recordarme:
 
delante de una lámpara encendida
 
dejaba en cada línea de papel
 
los versos que las páginas perdían.
 
Solía al ver crecidas su melena,
 
su lágrima y su uña andar sombría.
 
Y le han crecido por andarse triste
 
en vez de cualquier cosa, margaritas.
 
Y que se diga un dulce cuento al niño:
 
bajó la muerte a ella cierto día
 
en que la lluvia se volvió una gota
 
sobre la rosa que perdió la vida.

 
 
 
¿QUÉ HISTORIA CUENTA?
 
¿ Qué historia cuenta, si el ciprés se arquea,
 
y la higuera se rompe, el loco viento ?
 
¿ Si las puertas se cierran de repente,
 
es que ha estallado su terrible genio ?
 
Ya sufrir pareciera cuando el lobo
 
aterra con su aullido, desde lejos,
 
mientras la tos despierta al moribundo,
 
y ladra sin dejar dormir el perro.
 
Si las campanas suenan espantando
 
del viejo campanario a los murciélagos,
 
se diría que él sale de un garito
 
donde ha apostado el alma de los muertos.
 
En ocre caracol arrinconado
 
a nuestro oído sopla muy enfermo.
 
Como él ninguno, de los libres dios,
 
y espíritu, quien sabe, de los muertos.

 
 
 
POR LAS ROSAS
 
Me voy a maquillar para morir.
 
Por la luna sabrán si estaba loca.
 
"Era llena de lluvia", contará
 
quien cambia los amores de mi alcoba.
 
Me voy a maquillar para morir.
 
Por la luna sabrán si estaba loca.
 
Jugando a que me muero, muero.
 
Ay, camalote que en el río flota.
 
Sabré yo entonces quiénes me han amado,
 
no por llorarme bajo lluvia en contra,
 
ni por callar, o por decir de mí
 
por estar muerta y buena, o tantas rosas.
 
Alumbrarán mis noches los relámpagos.
 
La cruz mayor proyectará mi sombra.
 
Un río largo y limpio escribiré.
 
Mi verso crecerá en las verdes hojas.

 
 
MIL
 
Se llega a mil, señora, con la verja
 
que cerca a su jardín, de doce metros.
 
Las estrellas que el ojo no ha contado
 
nada quitan ni añaden a estos versos.
 
Porque casada cambia de maridos:
 
un Dios te salve y nueve Padrenuestros.
 
A tanta cifra agrego aquí los guiños
 
romances, citas, y piropos cientos.
 
Es siempre doce el número mejor.
 
Morenas doce rosas, por ejemplo.
 
Un paraguas abierto y una lluvia
 
no dejan ver a una mujer de duelo.
 
El resto es saldo de ochocientos perlas,
 
así como cincuenta y dos dineros,
 
pañuelo con que abulto mi corpiño.
 
A mil llegué señora y firmo el verso.



 
 
 
 
OTRA OBRA NARRATIVA DE DELFINA ACOSTA


PRIMO CRUEL

CUENTO DE DELFINA ACOSTA


Cuando Narcisa Ibáñez enviudó, y luego de una breve enfermedad sus ojos asustados se cerraron, en una tarde en que un jilguero picoteaba nerviosamente los vidrios de la ventana de su habitación, Clementina, su hermana, supo que debía traer a sus sobrinos Juan, Marta y Manuela, a vivir en su casa.

Eran mellizos de siete años Juan y Marta; la niña, con una cara que parecía robada de una muñeca pues sus pecas abundantes, sus bucles rubiáceos, sus ojos como botones azules, y su rubor encendido cual brasa, resultaban parecidos a la colección de juguetes “mami, mami”, que desde los escaparates conseguían que las niñas aplastaran sus narices, sus caritas enfermas de amor maternal contra el vidrio. Juan era ligeramente distinto a su hermana. Las pecas no cubrían su rostro. Una pizca de bondad, propia todavía de una edad desconcertada, cruzaba su rostro, en especial, cuando parpadeaba. Ambos coincidían en las ganas de jugar sin fatigarse.

Manuela, la mayor, sufría de alergia. El polvo de las cortinas, la cubertería de los aparadores, el hollín de los quinqués, los ácaros de las enciclopedias, la errante fragancia de las rosas que delineaban con raya de tiza roja, donde terminaba el jardín, y donde comenzaban los hierbajos que rodeaban una pequeña naciente de agua, le hacían daño. Sin embargo, le gustaba ser la “enfermiza” de los tres, debido a una confusa idea de santidad que tenía sobre su persona desde la primera crisis de asma.

Clementina instaló a los mellizos y a Manuela, en la habitación de Carlos, su único hijo.

Era el mes de agosto.

En el patio, junto a la muralla pintada con cal, un sauce cabeceaba sobre su silencio, pero su sombra, regada por migas de pan, parecía volar ruidosamente cuando los gorriones, una vez saciados, emprendían el vuelo hacia el viejo alambrado de los postes del telégrafo.

Carlos sacó del armario, para dispersar la tristeza y la penosa desorientación de sus nuevos compañeros de cuarto, sus mariposas, las doncellas de la centaurea y las blancas del majuelo, clavadas en un cartón. No les contó que las cortejaba, celoso de su amor, primeramente, hasta que ellas entraban en confianza y caían en sus manos para ser llevadas - entonces - a su “sitio de trabajo”. O “el laboratorio” instalado en el altillo. Allí, a la hora en que la luz del día se filtraba por la ventana despertando una vida fingida en el polvo del aire, las contemplaba en la belleza de su sufrimiento, en su inútil pero heroico esfuerzo por recuperar su libertad atravesada por alfileres. Se preguntaba entonces, qué sería de grande. Nunca abogado, por supuesto, como su padre pretendió cierta vez cuando leyó una composición escolar suya “La inocencia de la criminalidad”. Acaso, si viajaba al extranjero, sería científico como el tío Miguel, quien cada vez que aparecía con su olor a formol por la casa, mortificaba a sus padres cuando contaba, víctima de su pasión, aquellas historias sobre las disecciones de los batracios y de los calamares, historias que a él le sumían en la necesidad de saber alguna página más, algún capítulo todavía oscuro o desconocido sobre el dolor. Lástima las vacilaciones, la vuelta a la cordura, el repentino respeto del hombre de ciencia a la mesa familiar donde los pocillos exhalaban sus vapores de té verde, que llevaban al tío a cambiar de conversación y a él lo dejaban maldiciendo por dentro.

Un pájaro cantó tres veces. Luego guardó silencio.

Carlos, con el cartón de mariposas en las manos, aguardaba exclamaciones y preguntas cruzadas de sus primos, pero ellos estaban muy cansados, y por otra parte, sólo entendían del sufrimiento las palizas que su madre les daba cuando no aprendían las lecciones de catecismo. Así pues, se quedaron callados. Y su silencio se sumó al del ave.

Parpadeaba bastante Manuela; para disimular su tic, buscó una tos que no le vino como hubiera deseado, sin embargo no se desanimó, y pidiendo perdón al primo, siguió tosiendo, tosiendo, entre amagues de suspiros.

- Esto me va a matar - dijo, mientras hundía su pecho como si el aire se le hacía difícil.

Los mellizos se cruzaron miradas sombrías, pero luego de que la cuerda del juego se hubiera activado mecánicamente en ellos, se reclinaron en un lecho cubierto por un edredón de plumones, y jugaron a piedra, papel y tijera. Era tan previsible que Juan sacaría la tijera, pero Marta no caía en la intención, y le mostraba, con los dientes apretados, su puño cerrado, y así seguía esa ñoñería, que era una función obligada para Manuela. Después de un rato ella se hartó, y colocó en el piso la lámina con la casa en forma de hongo pintada con crayola marrón, y el camino rectilíneo que llevaba a la puerta cerrada, y las tres golondrinas perdiéndose en el cielo mitad tormentoso y mitad soleado. De cuando en cuando volvía los ojos en dirección a Carlos, aguardando una actitud que equivaliera a un interés, y él se la daba, pero juraba vengarse cuando ella, complacida, sonreía con sus dientes desparejos.

El viento movía las hojas de los árboles callejeros. Agosto transcurría a paso de animal desnutrido.

El primo hubiera querido que se largaran ya de su habitación, que se fueran a jugar con Toby, total ese perro pulgoso también tenía su diablo aparte, y no tanto porque giraba sobre la idea fija de querer morder su cola, sino porque además pasaba la pata y hacía otros fingimientos, pero allí estaban los mellizos, rostro contra rostro, jugando a mirarse fijamente y no reír, porque el primero que reía - la regla era la regla - perdía. Y ambos perdían y reían hasta toser mientras Manuela se las daba de víctima con su voz catarrosa llamándolos a silencio.

- Chicos..., la tía se va a enojar, miren... - decía y traía una tos que no existía.

Ah... si lo dejaran solo, para mirar a gusto ese lejano punto verde en la colina, donde comenzaba un bosque en que la vegetación de cañas, cipreses, fresnos y árboles espinosos, cuyos troncos parecían querer desprenderse de su rebaño de hormigas rojas al caer el viento, se erguía desafiante. Ese bosque le daba de comer a él de sus propias manos. Aquel sitio alimentaba su imaginación de implacable cazador de animales desde muy pequeño.

El bosque era peligroso, lo sabía. Pero iba día tras día a él, con sólo cerrar los ojos, y se sentía irremediablemente destinado a morir bajo las garras de un hermoso tigre salido de un telón verdoso del follaje, hasta que recuperaba el facón con mango de guampa caído sobre una piedra, y lo clavaba en el vientre, revolviendo sus vísceras.

Ahora los mellizos jugaban a pegarse, y Manuela les pedía que se quedaran quietos, que dejaran de gritar, pues no podía concentrarse en su arco iris.

- ¿Cuántos son los colores, primo?

- Siete - contestó, y nada más porque era una prima huérfana le pidió que le mostrara el dibujo.

- ¿Está quedando bien? Fíjate en el pasto...

- Pues sí, es muy bonito. Y las aguas... - contestó. Esas palabras alegraron a Manuela quien redobló el esfuerzo por afirmar el color amarillo del arco y terminó rompiendo la crayola. Una gran risa entonces le vino a la boca, pues creyó muy graciosa la situación.

El domingo se presentó gris.

El viejo Mariano Álvarez, que solía caer por la casa en ausencia de los “señores”, apareció a las diez de la mañana con su botella de vino bajo el brazo. Como sus pasos no eran firmes, Toby le gruñía. Estaba a punto de dar una patada al animal, cuando apareció Adelfa, la cocinera, y lo llevó muy enojada hasta el comedor.

En algunas ocasiones, cuando estaba de buen humor, ella le preparaba un café rápido con turrones, y sentaba a escuchar sus historias.

El viejo decidió contar, con la resignación de los que dicen sus secretos porque saben que van a morir, aquella verdad que desde hace tiempo deseaba que supiera Adelfa, por lo menos. Y ella, después de pedir perdón por sonarse las narices, juró ser toda oídos.

Y él dijo:

Veníamos caminando horas y horas. Éramos seis. Siete, contando con un pájaro negro, que venía saltando, de rama en rama, adelantándose a nuestros pasos. Se pasaba chistando el infeliz. Un sol abrasador nos sumía en vértigos y la sed nos devoraba. Los árboles de troncos rugosos y resecos eran trajinados por hormigas rojas y el hormigueo en nuestras cabezas no nos dejaba pensar. Mario Vargas se sentó en la tierra, y nosotros hicimos lo mismo. Era el líder natural. Y cuando hizo girar una botella vacía sobre el piso y el cuello de la misma apuntó hacia Horacio, entendimos la decisión fatal de aquel juego que negociaba nuestras vidas, pero la verdad es que ya nos daba igual. Así fue como cada uno de los que nos salvamos bebió un poco de la cantimplora, y Horacio, maldiciéndonos, nos advirtió que no llegaríamos lejos. El pájaro chistó. Después de un instante de furia, nos rogó que le diéramos una ración, la mitad siquiera de la nuestra, pero ya no lo escuchábamos. Nos sentíamos miserables.

Yo tenía miedo de que la suerte no me acompañara en la próxima estación, cuando nos sentáramos a observar, temblando, a quién mandaría al infierno aquella botella vacía. Pero ya ves, aquí estoy. Y el pájaro negro...

Carlos, detrás de la puerta, se comía las uñas, oyendo.

Imaginó la escena y su corazón empezó a latir con fuerza.

Había barullo en la habitación de arriba.

Una bronca fingida de la hermana mayor, quien llamaba a la paz, encendió repentinamente su ira, y subiendo los escalones de dos en dos, se presentó ante ellos.
Los rayos del sol dominguero hacían que las más delicadas flores del jardín agacharan las cabezas. Un colibrí se entregaba al placer de libar con su trompa el néctar de las flores.

Los primos lo observaron durante un largo rato. Y él les dijo, con una voz inflada por el entusiasmo, que estuvieran listos rápidamente pues irían a dar un paseo. Mientras escuchaba al mellizo dar gritos de Tarzán (aquella alegría lo llevó al paroxismo de imitar al rey de la selva) sentía en su interior el llamado misterioso de una última aventura.

Cuando los cuatro emprendieron la caminata en dirección al bosque, Carlos sólo llevaba en su mochila dos cantimploras con agua y una botella vacía.



Fuente en Internet: delfinaacosta.blogspot.com/

 

 

 

 

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