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DELFINA
ACOSTA |
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ROMANCERO DE MI PUEBLO, 1998 - Poemario de DELFINA ACOSTA

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ROMANCERO DE MI PUEBLO
Poemario de DELFINA ACOSTA
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de [Asunción (Paraguay),
Editorial Gráfica Copirama, 1998].
Dedicado a Hugo Rodríguez-Alcalá
A MANERA DE PRÓLOGO
Este Romancero de mi pueblo podría titularse con estricta exactitud Romancero de Villeta porque Delfina Acosta, oriunda de Villeta es profundamente villetana y se contenta con aludir a Villeta, no al país ni a otras realidades connotadas por la palabra pueblo. Pero le suena bien el título de Romancero de mi pueblo y por eso lo ha elegido.
La casa, la antigua casa de los Acosta, es una casa blanca de largo corredor frontal de fornidos pilares, muy colonial, muy paraguaya, hoy en proceso de reparación. Esta casa evoca tiempos largamente abolidos, tiene un vasto solar poblado de árboles altísimos, entre los que descuellan añosos samuhús de troncos de grandes espinas, en un bosque de eucaliptos, de guayabos, de mangos y hasta de un tupido tacuaral. Tan densos son los follajes, que el sol apenas puede colarse entre ellos y llegar hasta la tierra con disminuido calor, aún en pleno verano.
Esta casa está situada en un barrio tan antiguo o más que ella, por cuya calle Delfina, desde muy niña, ha visto pasar gente inolvidable.
Por ejemplo, «La chismosa del pueblo»:
Asomada a su balcón
doña Lariel -quién diría-
más de cien años pasó
viendo el trajín de la villa.
La novia, blanca, venía
con su escotado vestido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡Jamás mujer tan hermosa
yendo a su boda yo he visto
O «Don Nicanor»:
Con sus magníficos trajes
de pana como de lino
paseaba por la placita
Don Nicanor los domingos.
Las mozas por él morían:
¡Aquel paladar postizo
de oro que le brillaba
del uno al otro carrillo,
lo hacía tan codiciado,
tan excelente partido!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Amado por tantas mozas
de renombrado apellido
él siete veces juraba
«¡soltero, jamás marido!».
Con tanta fantasía como caricatural ironía Delfina escribe sobre gente rara de Villeta; gente que inventa o retrata con la materia difusa de recuerdos infantiles. Por ejemplo:
«La mujer barbuda».
Sentada frente al espejo,
que tiene luz de bombillo,
ña Rosa se está afeitando
la barba con un cuchillo...
Hay otros muchos personajes de carne y hueso en los romances de Delfina, y otros fantasmales como un pora y el pombero. Y no falta uno dedicado a un marica, romance a que puso como epígrafe Delfina un par de versos de Nicanor Parra: / Si los maricones volaran / no se podría ver el sol./:
Francisquito se llamaba.
Y su apellido era Rivas.
Suspiraban las mozuelas
con verde melancolía
al verlo andar poseído
por una idea prohibida...
Este romancero y otros muchos romances han sido compuestos durante los meses de este año. Y durante meses, todas las mañanas un poco después de las 8, exceptuando los domingos, la prolífica Delfina me ha llamado por teléfono:
-¿Puedo leerte un nuevo romance?
-Claro que sí; encantado.
Y así me fue leyendo poema tras poema. Era grato conversar sobre dactílicos, trocaicos y mixtos, sobre el tecnicismo de la versificación -arte que hoy muchos sedicentes poetas desdeñan. Y claro está, sobre los temas que iba diariamente desarrollando. Mis opiniones críticas a menudo tuvieron por objeto sugerir a Delfina que fuera, digamos, menos «surrelista»; que su vuelo imaginativo no se perdiera entre nubes. Y solía recordarle lo que Amado Alonso llama «poetas clásicos de cualquier tiempo». Estos poetas de cualquier tiempo o escuela poética, son los que llevan «por igual el ideal de perfección a todos los aspectos del poema. Ellos ostentan la sazón de la forma en el sentimiento, en la intuición en la realidad representada, en el pensamiento racional, en la ordenación del poema, en la construcción sintáctica, en la significación y poder sugestivo de las palabras y en el gobierno del material sonoro... La forma típicamente clásica resulta del exacto equilibrio de todas las formas parciales».
Este equilibrio solía yo aconsejar a esta poetisa nacida no lejos de la época de los «desequilibrios» vanguardistas.
El lector apreciará en estos poemas «el sabio gobierno del material sonoro y esa sazón de la forma, en el sentimiento, en la intuición y lo que Amado Alonso llama ese «equilibrio» en las diversas formas que constituyen la totalidad de una composición poética.
Las dotes de Delfina Acosta como poetisa ya tienen varios años de valioso ejercicio. Cuando hace exactamente diez años envié ejemplares de mi libro Poetas y prosistas paraguayos y otros breves ensayos a amigos residentes en España, en México, en Estados Unidos, más de un lector, (lector-poeta y avezado crítico), como por ejemplo Emilio Barón Palma, me escribió en estos o parecidos términos: «Me has dejado con ganas de conocer la obra de Delfina Acosta, cuyo último poemario comentas en tu libro». Y Delfina Acosta fue con Lucy Mendonca de Spinzi, las dos únicas autoras que entre una veintena de escritores paraguayos y algunos extranjeros inspiraron el nombrado libro; las únicas que despertaron la susodicha curiosidad. Quisiera dar fin a este breve prólogo agregándole un broche no de oro sino de otro metal no tan valioso. Y para ello transcribiré un «Perfil de Delfina Acosta de Pertile», trazado en 1987:
Delfina Acosta viene de Villeta,
hermoso pueblo a orillas de un gran río.
Toda erizada de algas la melena,
recién salida del azul fluente,
ella sigue fluyendo con su río
y es un río de música y reflejos.
No ha abandonado su celeste reino
y el agua está en sus ojos y en sus manos.
Antes había náyades, nereidas
y había ondinas y otras muchas diosas.
Delfina, que es mujer, no habita el río:
el río sí la habita y dondequiera
que ella se encuentre el río pasa suave
por ella y sobre ella y dice cosas
que le gusta decir a camalotes
y a los peces profundos y a las costas
donde dormitan plácidos caimanes
o duermen sueños de torpor de piedra.
Cuando Delfina duerme el río sale
de su pecho y suscita un remolino
para que esta mujer oiga secretos
y luego cante con su voz acuática
algún aria fluvial en cuyas notas
hay cielos reflejados, hay bandadas
de pájaros salvajes que los cruzan...
Delfina, Mujer -río, Mujer- canto,
es la patria de agua, la que corre
en pos de inmensidades al Atlántico
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Enlace al ÍNDICE del poemario ROMANCERO DE MI PUEBLO en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
A MANERA DE PRÓLOGO
** PERSONAJES VILLETANOS
La solterona
La loca del viento norte
La chismosa del pueblo
El tesoro del Mariscal Francisco Solano López
La novia viene a caballo
El mariquita
Don Nicanor
Don Solari
La mujer barbuda
Carmiña
El tonto
Romances tristes
El perro
El ahogado
Los leprosos
Las cuatro estaciones de la rosa
El gato
Palomo y Tristán
El pájaro en su jaula
No se oye verso ni trino
La fecha en el árbol
** ROMANCES PERSONALES
La hora
Alma
Pero me río
La rosa ausente
Mariposa
Luz de vela
Entonces
** ROMANCES DE FANTASÍA
La casa
Poras
Las tres mujeres de luto
Romance del pombero
La casa de los Navarro
El fantasma de María
Cuarenta y un crucifijos
** OTROS
El compromiso
Los quince jinetes
Villeta
Todos iban a rezar
Don Fidelino Maíz
Mal tiempo
PERSONAJES VILLETANOS
LA SOLTERONA
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Porque las niñas se casan
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vestidas de canutillos,
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hágase ajuar de mentira
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con ramillete de espinos
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para la novia Manuela,
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que no tiene prometido.
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Los años le van pasando
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como otoños repetidos
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que deshojan sus mejillas
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y dejan sus labios fríos.
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Sentada en sillón de mimbre
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cose y descose un vestido.
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Sentada se va su vida.
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Cosiendo se va lo mismo.
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Encomendó a San Antonio
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treinta años ha, su destino,
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y se quedó prometida
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a la ocasión que no vino.
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Hay en sus ojos oscuros
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relumbre de mucho filo
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cuando se acuesta en el lecho
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con el corsé desprendido.
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Su cuerpo a veces florece
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como rosal del estío
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y un viento verde entreabre
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su camisón amarillo.
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Pero Manuela ¡qué pena
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tus dos capullos caídos
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y el beso bajo la luna
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que nunca pudo haber sido!
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Si alguien la quiso, quién sabe,
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mas el perfume del pino
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bajando sobre su cuerpo
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dejó un lunar en su ombligo.
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¡Es mentira! ¡La quisieron!
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¡Es verdad! ¡Nadie la quiso!
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Un hombre dijo en el pueblo
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la mentira de un cumplido
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cuando la vio por la calle,
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y el otro añadió un silbido.
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Porque las niñas se casan
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con sus secretos vestidos,
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violetas, guantes, carmín
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y nacarados anillos,
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que se abroche un traje rojo,
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en rococó parisino,
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para la novia Manuela,
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que no tiene prometido.
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LA LOCA DEL VIENTO NORTE
L. M. todavía deambula por las calles de Villeta
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La loca del viento norte
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espejo pide en las calles.
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En sus pupilas hay fuego
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de ramas secas que arden.
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Los niños corren al verla
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al pollerón de sus madres
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y perros en ronda negra
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hostiles muestran sus fauces
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Hermosa ha sido. Que sepan.
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Y más hermosa que nadie.
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Igual a la margarita
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de algún ojal fue su talle.
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Perdió la cordura un día:
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«Su señoría, llamadme»,
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a los bueyeros dio orden,
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y a las burreras del valle.
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Llevando siempre jadeo
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la ven pasar por las calles
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mis ojos, y pena extraña
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me quita también el aire.
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Hermosa ha sido. Que sepan.
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Y más hermosa que nadie.
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Su alteza ya va por agua.
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Y le abre paso la tarde.
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LA CHISMOSA DEL PUEBLO
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Asomada a su balcón,
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doña Lariel -¡quién diría!
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más de cien años pasó
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viendo el trajín de la villa.
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Con el ojo de su gata,
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que es también tuerta y maldita,
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ella hace un guiño a su perro
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que su favor solicita
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tendiéndose ya a sus pies
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para entibiar su barriga.
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Felino y ama se largan
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a devorar las intrigas
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que dan pie a los nuevos chismes
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con que amanece la villa.
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No hay goce mayor para ella
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que averiguar de la vida
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de las mujeres que engañan
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a sus maridos maricas
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con besos empalagosos
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pegados a otras mejillas.
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Si va cayendo la tarde
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sobre la plaza de orquídeas
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observa ella toda anteojos
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los flirteos de las niñas.
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«Satanás», su gata en celo,
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mujer, fulana y arpía,
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le dice como en susurro:
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«Rosario Ascarza está encinta»,
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y entonces doña Lariel,
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riendo desde las tripas,
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repite así en el balcón:
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«¡Avemaría purísima!».
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EL TESORO DEL MARISCAL FRANCISCO SOLANO LÓPEZ
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Doña Leria está pasmada.
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El pora con gallardía
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y rango de Mariscal
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le cuenta de noche y día
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que está escondido el tesoro
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debajo de su cocina;
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mejor, bajo el centro mismo
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de aquella arqueada viga
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donde sacuden el polvo
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lagartos, ratas y hormigas.
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Mas cuando duda ña Leria
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un nuevo antojo la anima;
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a un paso del jazminero
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-no de las sombras esquivas
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de aquellos sauces llorosos-
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donde las hojas transpiran,
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intuye que las alhajas
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están muy bien escondidas.
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Con pala y también azada
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remueve la tierra huidiza
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en busca de la esmeralda,
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el ónix y el amatista.
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El Mariscal le asegura
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que el cofre está en la cocina;
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ña Leria cree que un perro
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lo vela sentado encima.
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Con truenos o luna roja
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buscando el oro ella silba.
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Mas cuenta un grillo a otro grillo,
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el grillo a la golondrina,
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y la golondrina a un loro,
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que morirá sin ser rica.
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LA NOVIA VIENE A CABALLO
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Fue un veintisiete de mayo
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del año sesenta y cinco.
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La novia, blanca, venía
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con su escotado vestido.
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Montaba un negro caballo
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que dio un peligroso brinco
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emparejando cabeza
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con otro del monaguillo
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para dejar rezagado
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al potro de su marido.
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Jinetes de recia estampa
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lanzaban al viento tiros
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de sus lustrosos revólveres
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amedrentando a un mendigo
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que confundía a la novia
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con la madona en el limbo.
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Algún disparo con arma
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fue de ladrido en ladrido
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de perros que no cedían
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el paso a aquel recorrido
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de los caballos ansiosos
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de zambullirse en el río.
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Fue un veintisiete de mayo
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del año sesenta y cinco
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¡Jamás mujer tan hermosa
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yendo a su boda yo he visto!
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EL MARIQUITA
Si los maricones volaran,
No se podría ver el Sol.
Nicanor Parra
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Francisquito se llamaba.
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Y su apellido era Rivas.
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Suspiraban las mozuelas
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con verde melancolía
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al verlo andar poseído
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por una idea prohibida.
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Contaban que Francisquito,
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que de blanco se vestía,
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iba detrás del capullo
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de alguna rosa amarilla
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para llevarlo en el pecho
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y semejarse a una espina.
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Frisaba los treinta años,
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más de quince parecía
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con su talle de amapola
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al que cerraba una hebilla.
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Su larga mano enguantada,
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adiós, diez veces, decía
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-si se asomaba al balcón-
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a la lejana cuadrilla
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de los robustos hacheros
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que al monte, alegres, subían.
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Azules eran sus ojos.
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Y su mirada de niña.
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Deshojaba, deshojaba,
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de su patio en una esquina,
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al apagarse las tardes,
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las últimas margaritas.
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«Me quiere, no, no me quiere,
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me quiso, no me quería...».
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DON NICANOR
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Con sus magníficos trajes
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de pana como de lino
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paseaba por la placita
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don Nicanor los domingos.
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Las mozas por él morían:
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¡aquel paladar postizo
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de oro que le brillaba
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del uno al otro carrillo
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lo hacía tan codiciado,
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tan excelente partido!
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Las damas del viejo pueblo
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buscando en él prometido
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cartas de amor le mandaban
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con corazón de cupido.
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Ya lo trataban de «usted»,
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ya de palomo o de mirlo
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que con sus dientes de oro
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al pan tenía cautivo
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así como a algún querer
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por él no correspondido.
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Amado por tantas mozas
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de renombrado apellido
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él siete veces juraba:
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«¡soltero, jamás marido!».
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Mas qué tramposos besaban
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sus treinta dientes postizos
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DON SOLARI
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No se sabe en qué cajón
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tenía el oro escondido,
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don Solari, italiano,
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ricachón, también judío,
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huraño y, peor, soltero
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de ochenta años y pico.
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En su almacén sin letrero
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los fermentados tocinos
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níquel por níquel vendía
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al pordiosero y al sirio.
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Avaro como hubo pocos
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cenaba solo un mordisco
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de un pan que rendir solía
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como el pescado, no el vino
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con que brindaba en silencio
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bajo la luz de un bombillo.
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Nadie sabe cuántos fueron,
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si dos o tres forajidos,
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los que entraron por su techo
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en una noche de estío.
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La cama al revés pusieron
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buscando el oro escondido
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y al no encontrarlo cortaron
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sus dedos de diez anillos.
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Pasaron ya treinta años
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de aquel oscuro homicidio.
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El ánima de Solari
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de noche lanza quejidos.
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Los perros que comen luna
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lo espantan con un gruñido.
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LA MUJER BARBUDA
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Sentada frente al espejo,
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que tiene luz de bombillo,
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ña Rosa se está afeitando
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la barba con un cuchillo.
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Ya quisiera ella tener
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en su rostro tan curtido
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la frescura de las dalias,
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la tersura de los lirios
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que de afeites sólo usan
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dos gotitas de rocío.
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Qué presto crece su barba
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sin detenerse hasta el río.
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Se suma allí a la corriente
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que lava a los cocodrilos.
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En un día y una noche
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su pelo es de nuevo ovillo,
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donde los peines de nácar,
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un diente pierden por rizo.
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¡Quién la besara una noche
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y le dijera al oído
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que sus mejillas producen
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cosquillas de culantrillo!
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¡Si de sus senos bebiera
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un hombre haciéndose niño!
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Entonces ella creería
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que tiembla en el aire un trino.
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CARMIÑA
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Vestida con guardapolvos
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la tonta ríe al espejo
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mientras la observa, tristón,
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desde una esquina su perro.
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En sus anteojos titila
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el brillo de aquel espejo.
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No hay moños que la hermoseen,
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ni quien le suelte un consejo.
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Con prisa va hacia el mercado;
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allí la aguardan los berros
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que compra muy diligente
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contando un níquel por dedo.
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Con prisa vuelve a la casa
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de dos enormes aleros
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en donde alisa su sombra
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algún torcido gomero.
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Recorre siempre afanosa
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las cuatro postas del pueblo.
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Sus alpargatas le prestan
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las alas de un benteveo.
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«Carmiña, no te enamores,
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vete a la esquina primero»,
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las niñas gritan en coro.
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La tonta ya está corriendo.
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EL TONTO
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El tonto, marcial, se cuadra,
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si escucha tañidos blancos
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de las campanas del templo
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que lanzan al cielo pájaros.
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San Pedro no le intimida;
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sí mira al crucificado
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en silencioso respeto
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y hecho varón de calvario
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con su corbata de lino,
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sus encogidos zapatos.
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El tonto huele a lavanda.
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Su corazón a naranjos.
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El cura párroco extiende
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su bendición a un borracho
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mientras el viento sacude
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las cuerdas del campanario.
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Ya santiguados los fieles,
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desandan el viejo atajo
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del caserón donde aguardan
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los perros junto a los gatos.
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El tonto custodia el templo
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cerrado con dos candados;
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también mendiga a la puerta;
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no llega a treinta centavos
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aquella limosna avara
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que le ha tendido un cristiano.
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ROMANCES TRISTES
EL PERRO
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El perro de medio rabo
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se inclina sobre la liebre
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caída bajo el relámpago
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del hacha que le dio muerte.
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Pero muy pronto se anima
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con la abundancia caliente
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de cerdos que la matrona
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dispone en rojo banquete
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sobre unas mesas de cedro
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a las que llegan manteles.
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Y olvida el charco de sangre
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donde la liebre está inerte.
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Y mira el cielo sin nubes
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que en paz azul resplandece.
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En la ocasión se celebra
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con buen humor, lo de siempre:
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cosechas afortunadas
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que ha dado el clima en diciembre.
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El perro husmea la carne
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que el capataz ya le ofrece
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y se recuesta en el pasto
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con una presa entre dientes.
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Entonces recuerda el hecho:
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fue degollada la liebre.
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¡Ay, vértigo repentino
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que náusea también parece!
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EL AHOGADO
Al niño Ambrosito Lugo, ahogado en el río de Villeta
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No juegues con camalotes»,
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se lo advertían las olas
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que lavan los caracoles.
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Huidiza arena caliente
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vestida de verde y rojo.
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«Pero las aguas qué tibias
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y qué suaves los bordes»,
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el niño rubio decía
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desde la proa del bote.
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Soledades del paisaje
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perdido en vuelo de pájaros.
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Y lo arrastraron las aguas.
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Y nunca se supo a dónde.
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Tan sólo un botón de nácar
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un caracol trajo a flote.
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Silencio de nubarrones
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clavado en el cielo oscuro.
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Lo desvistieron los juncos
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en la ribera del norte.
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Pintó su rostro la luna
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con congelados carbones.
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Cuchillos de siete dientes
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abren el pecho a un cangrejo.
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Mi niño, yo te lo dije,
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mi niño, te di una orden.
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Mas tú quisiste ese día
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jugar con los camalotes.
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La alegría es de los nardos.
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La desgracia es de los pobres.
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«Si te asomaras de nuevo»,
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le tientan los horizontes.
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Va río abajo la barca.
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Se pone ya el sol de cobre.
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LOS LEPROSOS
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Los leprosos olvidados,
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en las orillas del río,
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se van cubriendo de arena,
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se van cubriendo de frío.
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Rosas morenas les brotan
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de los capullos malignos
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de su carne donde el viento
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-desenvainado cuchillo
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que hace caer los limones-
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dejando fue un resoplido.
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Los leprosos, bien lo saben,
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que los geranios son tibios,
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las magnolias beben lluvia
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y las dalias pasan frío.
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Se acomodan como pueden
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en aquel regazo limpio
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de la luna que les presta
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de vez en cuando su abrigo.
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¡Qué lentas pasan sus noches
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en tanto tirita el río
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y los perros en las rocas
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apuntan largos aullidos!
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Yo daría por sus rosas,
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y a cuenta de otro capricho.
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mis níqueles bien ahorrados
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y aquel querer que no ha sido.
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LAS CUATRO ESTACIONES DE LA ROSA
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Llegó en carroza de oro
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la primavera aquel día
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y la rosa abriendo fue
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una a una sus mejillas.
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¡Ay, había que mirarla!
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¡Qué bien sus galas lucía!
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Como un frasco con perfume
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francés a veces olía.
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Sus pétalos de satén
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largas perlas sostenían,
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y un picaflor del condado
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la cortejaba y se iba.
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Fue sólo casualidad
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que el clavel en una esquina
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del jardín su flor abriera
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con alhajas también finas.
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¡Quién podía compararse
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con la rosa en la alquería!
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El viento aquel del verano
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arrancaba las orquillas
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del rosal tan solitario
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peinando sólo a la orquídea.
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Y aquella pálida rosa
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de una rama suspendida
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iba perdiendo su aroma
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al tiempo que se moría.
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(La apariencia de la flor
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era entonces ya sencilla).
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Llamó el otoño a la puerta
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de esa mujer aterida
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de frío en rincón sombrío;
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debajo de su mantilla
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estaba la desnudez,
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la pobreza en carne viva.
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Fue inclemente el viento sur
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con sus gastadas mejillas
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que caíanse del rostro
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y después eran barridas.
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Dios, qué crudo fue el invierno.
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La rosa estaba en la esquina
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envuelta con un rebozo,
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¡anciana y también mendiga!
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EL GATO
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Era un gato de ojos verdes
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que a mi planta se tendía
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en las tardes invernales
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abrigándome la vida.
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Sujetaba yo con faja
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de franela su barriga;
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ay, las gatas lo tildaban
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en los techos de marica.
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Escuchábamos a veces
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los suspiros de la encina,
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que al oído nos contaba
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lo que ayer tuvo por dicha.
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Nuestras tardes eran simples:
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él llegaba hasta una esquina
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y los perros le ladraban
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con maldad desde otra esquina;
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en la vuelta a una manzana
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se jugaba él siete vidas;
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yo al crochet me sujetaba
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como al níspero la orquídea.
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Un filete de pescado
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su menú de cada día.
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Un aroma de jazmín
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pues a mí me componía.
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Se apagó sencillamente
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el minino siendo chispa.
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¿Adónde se van los gatos
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cuando fallecen, María?
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PALOMO Y TRISTÁN
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Palomo y Tristán arrastran
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la carreta lentamente.
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Rechinan las grandes ruedas
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tiradas por ambos bueyes,
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que en yunta también se irán
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cuando les coja la muerte.
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Un niño cruel los guía
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hacia las tablas del muelle,
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y un perro negro los sigue
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mientras ladra, mientras muerde,
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pretendiendo aligerar
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aquella picada verde.
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Palomo y Tristán enfrían
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sus belfos en una fuente
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donde cayó el cuerpo blanco
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de alguna flor de septiembre.
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Ya llegará la carreta
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forzada, penosamente,
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entre otras tantas carretas
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que bajan del occidente,
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a su destino común,
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en punto, para las siete.
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El niño cruel castiga,
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con el látigo, seis veces,
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a las bestias mientras grita
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doble amenaza de muerte.
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¡Pero esta pena cansina
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de mi pecho hasta mi frente!
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¡Y aquel angosto camino
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que lleva a los tristes bueyes!
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EL PÁJARO EN SU JAULA
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No es la cuchara de plata
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ni el tenedor de aluminio
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los que roza la matrona
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al lavar los utensilios.
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Es el canto de un canario,
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que dice yo ya no vivo,
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quiero volver a aquel monte
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donde he dejado mis trinos.
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Y sube su larga nota
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hasta el cielo verdecido
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y allí libre permanece
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mientras él sigue cautivo
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en alta jaula pendiente
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de la rama gris de un pino.
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Quien lo invitara a una fuga
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que reclama trino a trino.
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Quien recogiera las penas
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que se caen de su pico.
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Un gato hambriento lo mira
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fijamente bajo el pino
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presumiendo que al comerlo
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ha de saciar su apetito.
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La muerte si los visita
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no cambiará sus destinos.
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El infierno aguarda al gato
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y al pájaro el paraíso.
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NO SE OYE VERSO NI TRINO
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La casa se irá a caer
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cualquiera de estos domingos.
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El sauce que le da sombra
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le presta también abrigo.
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Fue de los Zarza-Gutiérrez,
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después de Santiago Aquino,
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hasta que Ofelia Pelayo
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por ella dio doce anillos.
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La casa de altas paredes
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pasó por tantos caprichos:
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desde un color verde oscuro
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a un mamarracho amarillo.
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En sus ruinosos aleros
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las víboras hacen nidos.
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Junto a su aljibe ya seco
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no se oye verso ni trino.
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Un perro de enormes ojos
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desde el portón mira fijo
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al gallo de la veleta
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pintado de azul marino.
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Y se pregunta ese perro
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qué sucedió con el niño
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con quien alegre jugaba
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debajo del tamarindo.
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La tierra del camposanto,
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que huele a manto de lirios,
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en colcha se ha transformado
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y cubre ahora al buen niño.
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Y tan juiciosa, su madre
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¿fue ayer cuando ha enloquecido?;
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no presta atención alguna
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a su insistente ladrido.
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La casa se viene abajo
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limada por tantos grillos.
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Las damas que van a misa
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|
arrancan de sus postigos
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jazmines de blanco aroma;
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no dicen: «¿puedo?» «permiso...».
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La viga cruje a la siesta,
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y el perro, inquieto, da aviso.
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Su dueña tiene los ojos
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|
clavados en el vacío.
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Ya sube y baja, la dama,
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las escaleras del limbo,
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mientras aspira el perfume
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con el veneno prohibido
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que le convidan las dalias,
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|
los juncos y los espinos.
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La casa se viene abajo.
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Ofelia mece a un minino.
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|
Su frente caliente besa
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|
un ángel de aliento frío.
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LA FECHA EN EL ÁRBOL
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Fue por el mes de las flores.
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|
Abrieron con un cuchillo
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|
el tronco de un palo santo
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|
dejando un corazoncito
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allí, María Giménez
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y Eladio Gómez Castillo.
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El árbol curó la herida
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que marca después se hizo
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|
de un corazón desigual.
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|
¡Ay, corazón de cuchillo!
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|
Ya la pareja olvidó
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|
-lavándose en largo río-
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|
aquella tarde caliente
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|
con besos por dentro tibios.
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|
El palo santo aún recuerda
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|
en medio de tantos trinos
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|
la fecha de aquel encuentro
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|
grabada hace medio siglo.
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|
Y al duraznero pregunta
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|
qué de los novios se hizo,
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|
qué de los rubios amantes
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|
que usáronle de testigo.
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|
Y el duraznero responde:
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|
«nadie lo sabe hermanito».
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|
Su historia es la de otros árboles:
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corteza fue de un capricho.
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|
Hormigas rojas bordean
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|
la fecha que junta olvido.
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ROMANCES PERSONALES
LA HORA
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He de morir en Villeta
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una mañana de estío,
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con saludable semblante,
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|
como se mueren los mirlos.
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Al revolver las cenizas
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de algún deseo prohibido
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|
|
(volver a clavar los ojos
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|
en esos que yo he querido)
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|
un ángel remojará
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|
mis labios secos con vino.
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Junté cabellera blanca
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y un chal por cada vestido
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para el momento aguardado
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|
que llegará sin aviso.
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He de morir en Villeta
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|
como se mueren los mirlos
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|
bebiendo todo el vinagre
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|
que no acabó Jesucristo.
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Tan parecida a mi madre.
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|
Tan parecida a mi hijo.
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|
La lluvia no cesará
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|
desde la casa hasta el río.
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Me guardarán entre chales
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|
para llevarme un domingo
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a loma sin flor alguna,
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|
ni cruz que indique mi sitio.
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ALMA
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Mirar no más a la Virgen
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de nacarado rosario,
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|
después cerrar ya los ojos
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en un azul relicario.
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Soplar no más una vez
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la flor de tonto desmayo
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y los jazmines que aroman
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las altas verjas del patio.
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|
Besar no más una vez
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las copas del viejo armario
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brindando con el querer
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|
que allí han dejado otros labios.
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Morder no más una vez
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|
un verdecido durazno
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del huerto al que ya han barrido
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|
inviernos como veranos.
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Tocar no más una vez
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|
la nota dulce de antaño
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|
en blanca y en negra tecla
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|
|
de aquel piano olvidado.
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Sentir no más una vez
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|
la muerte de los geranios
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|
que hace enviudar a las rosas
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|
y envía al cielo un canario
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|
PERO ME RÍO
|
No es el lamento del sauce,
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|
no son las quejas del pino,
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|
|
tampoco es el duraznero
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|
que trae un largo silbido
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|
lo que me causa esta pena
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|
pese a la cual yo sonrío.
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|
Mi madre, qué llanto negro,
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|
pero me río, me río.
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|
Con su sotana va el cura,
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|
y atrás, descalzo, el gentío,
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|
|
con paso de romería,
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|
se lleva a cuestas el Cristo.
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|
Yo lloro, lloré por algo
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|
sin conocer el motivo.
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A veces soy ave suelta
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que picotazos da al vidrio.
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Respira, madre, el aroma
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que esparce el agua del pino.
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Ay, apartar ambas puertas,
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e ir corriendo hasta el río.
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Mas qué cordura la tuya
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y qué locuras yo digo.
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La lluvia levanta vuelo.
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No queda en pie un solo trino.
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LA ROSA AUSENTE
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Hay chirimoyos, morales
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y nísperos en mi patio.
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También hay perfumes nuevos,
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que cortan, muy afilados,
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en dos mitades perfectas,
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las frutas de mi manzano.
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La lluvia del sur visita
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a mis jardines goteando
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del limonero fragante
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así como de los pájaros.
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«No hay rosa en este lugar»,
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le dice el pino al naranjo,
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deshojándose de risa
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con sus dientes alargados.
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No me bastan los jazmines
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de delantal aromado,
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ni la violeta que cabe
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en la palma de mi mano.
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Mi Virgen, quiero una rosa
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para llevarla a un costado
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del corazón que se muda
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por dos quereres extraños.
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Una rosa como niña
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que esté quieta en el regazo
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de las señoras hortensias
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que florecen en mi patio.
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Yo quiero una rosa roja,
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que se toque como el raso,
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para rozarla sin verla
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en el último verano.
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¡Mi corazón por su aroma!
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¡Y mis ojos por su garbo!
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MARIPOSA
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Mariposa que das vueltas
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en torno al fuego encendido,
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tus alas lavan el aire
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dejando fresco el recinto.
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No quiero apagar la vela
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que se desveló conmigo;
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su llama, a veces, muy roja.
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parpadea en el pabilo,
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y en vano tú la abanicas
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ahora que ha amanecido.
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Si de lejos vienes, niña,
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yo vengo de donde vivo,
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que no es casa ni palacio,
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es la prisión de un mendigo.
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He aspirado la fragancia
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de la flor desde mi altillo
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y ese aroma se repite
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las veces que se oye un trino.
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¡Cómo cuesta al corazón
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encontrar a su suspiro
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habiendo tanto desorden
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pues se perdió de su anillo
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la boda que han celebrado
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anoche el alma y el vino!
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Mariposa de hierba fresca,
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de tan lejano camino,
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yo voy a dejar mi pueblo
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volando tras tu destino.
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LUZ DE VELA
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Criatura pálida y frágil,
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que en torno a la vela giras;
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detén el vuelo un instante,
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¿por qué tu alocada prisa?
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Aprende de mí, muy lenta,
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a un lado voy de la vida,
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llevando sólo un paraguas
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y una ligera valija.
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Caduca ya en el pabilo
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aquella vela encendida
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mas tomas tú el ajetreo
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de mantenerla con vida.
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¿Qué pensamiento febril
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te eleva o te inmoviliza?
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Tus alas pequeñas cierras;
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alguna melancolía
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con beso muy frío toca
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apenas sí mi mejilla.
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Tus alas pequeñas abres;
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mayor aún mi apatía
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bosteza bajo el naranjo
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que deja la tarde umbría.
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Muy largas, tus patas guardan
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un resto de mantequilla.
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Das asco, mas tu figura
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bañada en luz me hipnotiza.
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No son los varios colores
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de tu pequeña mantilla,
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ni aquellos ojos cual brasas
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que la candela reaviva.
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Es ese verde recuerdo
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traído de alguna villa
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en tu equipaje ligero
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que cargas como una niña.
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|
Estaba por escribir
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algunos versos con rima.
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«Eran las noches muy frescas
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al pie de aquellas colinas».
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Y luego te vi, y tu abdomen
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hizo mi idea mezquina.
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Si te guardara en un vaso,
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|
mañana te morirías.
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Encuentra tú noble muerte
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en esa llama divina.
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Un mismo terror nos une:
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es la cadencia aburrida
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de la existencia que pasa
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y vuelve nada la vida.
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De mi alma a la hoja bajan
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|
algunos versos con rima.
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Al pecho moja la lluvia
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y al corazón la llovizna.
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|
ENTONCES
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Aquel rosal de mi madre
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cincuenta rosas tenía.
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Sus flores, rojas, alegres,
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al diablo y Dios persuadían:
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«Señor, tu gracia queremos.
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Tus aguijones, mandinga».
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¿Y las pequeñas violetas?
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Pues sí, corteses crecían,
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pero tal vez no muy sanas;
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no se elevaban altivas
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desde sus frágiles tallos;
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|
un sacudón, una brisa,
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un viento sur las ajaba
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|
como la mueca a la risa.
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|
De aquel fecundo rosal
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recuerdo que cierto día
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corriendo tras una perra
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|
mi falda quedó prendida.
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Como la liebre en la trampa
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caí en la hierba amarilla.
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|
No fue mayor accidente...;
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|
muy tontas, las margaritas,
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cuchicheaban al sauce:
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«la perra jaló a la niña».
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Al muro con cal blanqueado
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miraban tres santarritas.
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Las flores por Dios tocadas
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sólo entre yuyos crecían;
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mas, castas, en el balcón,
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formaban ramos las lilas.
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|
Se me volvió diario vicio
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|
romper a las margaritas;
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|
tironearlas, a veces;
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|
su resistencia ofrecida
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me suplicaba juicio,
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|
¡pero yo era tan niña!
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|
Cosa de ver esos pétalos
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dispersos sobre las vías
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del tren que entonces mi hermano
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|
correr y ulular hacía
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|
mientras tres nubes de polvo
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de tanta tierra subían.
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¿Mi madre? Serena, dulce,
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|
se apantallaba en la umbría
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habitación de la casa.
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¿Mi padre? Ah... «Buenos días».
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«Avisen si llega Arsenio;
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ya tuvo la vaca cría
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y hay que limpiar el corral,
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|
dejar las bateas listas».
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Montando un viejo caballo
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paseaba y tarde volvía.
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|
Al regresar sólo el perro
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su cola alegre movía.
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|
Mi madre, el rosal, la casa...
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|
¡Aquella tan blanca dicha!
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|
ROMANCES DE FANTASÍA
LA CASA
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Le va tapiando y dejando
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sorda a la casa la hiedra.
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Se esconden bajo su alero
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ratones y comadrejas.
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Tañendo las dos campanas
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ya llaman desde la iglesia
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a todos sus moradores
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que son fantasmas en pena.
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El viento norte alborota
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el rococó de una pieza.
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En ella quedose larga
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y despeinada la hierba.
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La casa sí que ha sabido
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de fértiles parraleras.
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|
De sus racimos volaban
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|
al norte y sur las abejas.
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|
Ningún clavel, ni un gladiolo
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hoy pueden con sus malezas.
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|
Por la humedad del techado
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|
el tiempo lento gotea.
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|
Le cubren de apariciones
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|
murciélagos y culebras.
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|
Casona de los relámpagos,
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|
un trueno llama a tu puerta.
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PORAS
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En el camposanto verde
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|
reposa ya Casimiro.
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|
Su cruz se herrumbra olvidada
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|
en el paraje lampiño.
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|
La muerte lo sorprendió
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|
al desandar un camino
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atormentado por poras
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con su caballo hecho brincos.
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Cuando una sombra robó
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|
su damajuana de vino
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|
trazó un rasguño en el aire
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|
la punta de su cuchillo.
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|
A un lado cayó la rosa.
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|
Y al otro cayó el jacinto.
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|
Una bandada de cuervos
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|
cubrió una fosa de espinos.
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|
Allí quedó su caballo
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|
lanzando tres resoplidos.
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|
Sin vida en aquel pasaje
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|
hallaron a Casimiro
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|
dos enlutadas mujeres
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|
que desviaron destino
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|
del lodazal de las mulas
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|
por más ligero camino.
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|
A medianoche es oída
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|
su queja en el triste sitio
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|
y aquel lamento es llevado
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|
por cuenta de un viento frío.
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|
LAS TRES MUJERES DE LUTO
|
Bajaban con luto entero,
|
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|
|
de cuervos por Dios malditos,
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|
Petrona, Laura y Ofelia
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|
hasta los húmedos nichos
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|
donde dormían del lado
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|
de Satanás sus maridos.
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|
Con cuánto empeño arrancaban
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|
los yuyos allí crecidos
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|
sin visitar a las almas
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de los jardines vecinos.
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|
El pueblo las enjuiciaba.
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|
Que no tenían juicio,
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|
que hablar de ellas, no, doña,
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|
|
pues se cuajaba el buen vino.
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|
Cruzándose con la lluvia,
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|
lavándose con el frío,
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|
|
las tres enlutadas iban
|
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|
|
metidas en diez vestidos
|
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|
|
hasta los huertos en ruinas
|
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|
del camposanto que cito.
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|
Los perros de ánimo alerta
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|
olían sus cuerpos fríos
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|
y los borrachos al verlas
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|
|
brindaban con doble tinto.
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|
|
¡Su duelo es mi larga pena
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|
que se hace un pequeño ovillo!
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|
ROMANCE DEL POMBERO
|
Entre las sombras crujientes
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|
de nísperos y gomeros
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|
deambula, corre furtivo,
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|
|
su majestad, el pombero.
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|
No hay santos que lo rediman,
|
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|
ni cruz que le dé sosiego.
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|
|
El trasgo está enamorado
|
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|
de Cándida Montenegro.
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|
Ella es mozuela morena
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|
con ojos que miran negros
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|
donde se empaña la luna
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|
y encuentran luz los espejos.
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|
Quien la miró y no la amara
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|
no era cristiano del pueblo.
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|
|
Al verla todos los santos,
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|
|
y San Antonio, el primero,
|
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|
|
piropos con sal le dicen,
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|
|
volviéndose zalameros.
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|
|
|
Qué pena, qué soledad
|
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|
|
le roba el alma al pombero.
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|
Si por amor se volviera
|
|
|
|
señor, también caballero.
|
|
|
|
Cuando la luna está roja
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|
|
él llega hasta el cementerio;
|
|
|
|
reniega allí de su sino.
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|
|
|
Mejor estaría muerto.
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|
|
Con cruz de hierro golpea
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|
|
catorce veces su pecho.
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|
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|
Las rosas le son esquivas,
|
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|
|
|
y toda la flor del huerto.
|
|
|
|
A media noche lamenta,
|
|
|
|
girando sobre el pescuezo,
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|
|
|
su suerte con las estrellas,
|
|
|
|
con los distantes luceros
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|
|
que ya querría obsequiar
|
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|
|
a Cándida Montenegro.
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|
|
A sus aullidos se juntan
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|
|
ladridos de oscuros perros.
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|
|
Los perros comen la carne.
|
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|
|
Él sólo lame los huesos.
|
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|
|
La niña de su querer,
|
|
|
|
que huele siempre a romero,
|
|
|
|
¿por qué de su sombra corre
|
|
|
|
con susto de benteveo?
|
|
|
|
La niña de su querer,
|
|
|
|
que lleva cinta en el pelo,
|
|
|
|
será de un santo varón,
|
|
|
|
de un señorito del pueblo.
|
|
|
|
¡Cómo son negras sus noches,
|
|
|
|
cómo le queman los celos!
|
|
|
|
Redonda y roja la luna
|
|
|
|
reluce en el cementerio.
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|
|
LA CASA DE LOS NAVARRO
Construida en Villeta en el siglo pasado
|
La casa de los Navarro
|
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|
|
proyecta sombra de torre.
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|
|
La custodian noche y día
|
|
|
|
dos hieráticos leones.
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|
|
|
Comentan los lugareños
|
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|
|
que bajo un zócalo hay cofres
|
|
|
|
donde sumaron un siglo
|
|
|
|
la plata, el oro y el bronce.
|
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|
|
Enclavada entre silbidos
|
|
|
|
del viento sur y del norte
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|
|
|
aúlla la vieja casa
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|
|
|
cuando le cubre la noche.
|
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|
|
Ayer las mozas jugaban
|
|
|
|
en sus largos corredores.
|
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|
|
Hoy esas niñas difuntas
|
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|
|
suspiran tras sus barrotes.
|
|
|
|
El pora cuando atardece
|
|
|
|
registra sus picaportes
|
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|
|
encerrándose medroso
|
|
|
|
detrás de puertas de roble
|
|
|
|
y ventanas sin cortinas
|
|
|
|
que giran sobre sus goznes.
|
|
|
|
Lunita, niña de quince,
|
|
|
|
que corres de monte en monte
|
|
|
|
¡no pases por esa casa
|
|
|
|
si llega la media noche!
|
|
|
EL FANTASMA DE MARÍA
|
Levanta el espectro a veces
|
|
|
|
sus largos dedos e indica
|
|
|
|
el sitio donde cayó
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|
|
|
perdiendo allí su mantilla.
|
|
|
|
Fantasma de mala suerte
|
|
|
|
es hoy la bella María.
|
|
|
|
En vida fue alegre moza
|
|
|
|
que roja pana vestía.
|
|
|
|
Sus ojos, cual dos cuchillos,
|
|
|
|
a quien miraban vencían,
|
|
|
|
y lágrimas de luceros
|
|
|
|
brillaban en sus mejillas.
|
|
|
|
Fue un diecisiete de octubre
|
|
|
|
de un año que nadie olvida
|
|
|
|
cuando ocurrió la tragedia
|
|
|
|
que despertó a aquella villa.
|
|
|
|
Sus dos amantes armados
|
|
|
|
por celos se prometían
|
|
|
|
tras enfrentarse con naipes
|
|
|
|
volverse a ver en la esquina
|
|
|
|
para arrojar seis disparos
|
|
|
|
que deje al otro sin vida,
|
|
|
|
Por un farol alumbrada,
|
|
|
|
rozándose con ortigas,
|
|
|
|
la dama se adelantaba,
|
|
|
|
la dama marchaba a prisa
|
|
|
|
para impedir el encuentro
|
|
|
|
|
de aquella noche maldita.
|
|
|
|
Los dos cayeron bien muertos.
|
|
|
|
Sus muertes nunca se explica.
|
|
|
|
También cayó con los hombres
|
|
|
|
la casquivana María.
|
|
|
|
Corriendo el febril espectro,
|
|
|
|
del callejón a la esquina,
|
|
|
|
ya va y también ya retorna;
|
|
|
|
sus huesos, mientras, tiritan.
|
|
|
|
Es el apremio, el apuro
|
|
|
|
de quien ha marcado cita
|
|
|
|
con Sixto Lugo a las once
|
|
|
|
y a medianoche con Rivas.
|
|
|
|
La muerte no ha corregido
|
|
|
|
la veleidad de María.
|
|
|
|
Ni encuentra reposo el sauce
|
|
|
|
que sopla sobre su cripta.
|
|
|
CUARENTA Y UN CRUCIFIJOS
|
Dos rechinantes portones
|
|
|
|
del camposanto tendido
|
|
|
|
al pie de blancas estolas
|
|
|
|
abren el paso al gentío
|
|
|
|
que avanza tras el cajón
|
|
|
|
en el que va el fallecido
|
|
|
|
que con su soga se ahorcara
|
|
|
|
cumpliendo lo prometido.
|
|
|
|
¡Quién lo pudiera creer!
|
|
|
|
Estaba siempre tan vivo
|
|
|
|
corriendo tras las mozuelas
|
|
|
|
por puentes y por baldíos.
|
|
|
|
Frente al panteón de los Fracchi,
|
|
|
|
y en medio de cuatro nichos,
|
|
|
|
colocarán su ataúd,
|
|
|
|
valiéndose de unos picos.
|
|
|
|
«Que casi entró; que no cabe;
|
|
|
|
con suerte habría cabido»,
|
|
|
|
dirán los sepultureros,
|
|
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sudando un día domingo.
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De algún jazmín que rezuma,
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lavándose, tres rocíos,
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con llaves vendrán a abrirlo,
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las aves de negro pico.
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Ya pasarán estaciones,
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darán su flor los espinos
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cambiando de aroma al viento
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que pasa por el recinto.
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En una loma ubicado,
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el camposanto alza un pino
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a cuyas plantas se cuentan
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cuarenta y un crucifijos.
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Si al cementerio yo voy,
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ante su cruz me santiguo;
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recorro en largo silencio
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sus recovecos perdidos,
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sin despertar a los muertos,
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más que difuntos, dormidos.
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OTROS
EL COMPROMISO
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Nos íbamos a casar.
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Teníamos los anillos,
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la fecha en abril fijada,
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y, por supuesto, padrinos.
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Junto al aljibe del patio
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amantes en marzo fuimos.
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Jazmines con luna llena
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entonces fueron testigos.
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Conversamos con el cura
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debajo de un crucifijo
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brindando por nuestra boda
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con copas llenas de vino.
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«Señor cura, nos queremos;
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sin casa, ni árbol de pino,
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nos casaremos, al alba,
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dentro de cuatro domingos».
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¡Cómo cambia el corazón
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del bermejo al amarillo!
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Él guiñó el ojo a mi hermana.
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Y yo a su mejor amigo.
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Del limonero a la fuente
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rodando fue el compromiso.
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Al darnos el beso último
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debajo del eucalipto
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quedose fría la tarde
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de aquel callado domingo.
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La plaza extendía sombra
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y daba el reloj las cinco.
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Le devolví las alhajas,
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guardando para el olvido,
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sus cartas mejor escritas
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y su pañuelo de lino.
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No he de volver nunca el paso
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ni el rostro hacia su silbido.
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En el manzano del huerto
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ya dio su flor el capricho.
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La luna azul se dibuja
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en tanto cielo aterido.
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Tirita buscando a ratos
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balcón que le dé cobijo.
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Nos íbamos a casar
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al pie de un pálido cirio,
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yo de novicia de pueblo,
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él de uniforme marino.
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El viento a ratos sacude
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el hierro ya carcomido
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de las campanas que suenan
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con largo y triste tañido.
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La boda se deshojó.
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Doble traición cometimos.
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Él guiñó el ojo a mi hermana.
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Y yo a su mejor amigo.
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LOS QUINCE JINETES
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Montando negros caballos
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bajaban hombres del monte
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anticipándose al paso
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de los jinetes del norte
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que parejitos llevaban
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el viento con el galope.
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Los rostros de los jazmines
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tienen huellas de otras flores:
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las de las blancas muchachas
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cuyos párpados cual cofres
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pesadamente se cierran
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después de la medianoche.
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Un potro de negra estampa,
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un liberal, un revólver,
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y un pañuelo azul al viento
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subían al horizonte.
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Ramón, el caudillo tuerto,
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a gritos daba la orden:
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«A la izquierda, a la derecha,
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vayamos ahora al trote».
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Ya las muchachas corrían
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alegres a sus balcones
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para guardar al instante
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un beso con luz de flores
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o un saludo vuelto pájaro
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de aquellos quince varones.
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(El saludo en las mejillas.
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Los besos en los escotes).
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«Se acercan los liberales»,
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gritó el comisario Onofre
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cerrando entonces la puerta
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del pueblo con un gran golpe.
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Mas los rebeldes ya estaban
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apeándose bravucones.
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Después de cincuenta años
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se escuchan aún los trotes
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de esos caballos y el viento
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baja un relincho del monte.
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VILLETA
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Sus pájaros emigraron
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hacia un ocaso bruñido
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en busca, acaso, del árbol
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que les brinde verde abrigo.
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Pero Villeta está quieta
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como una rueca en un siglo;
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no se han mudado sus casas
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de corredores umbríos.
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Y la iglesia sigue intacta.
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Y hasta quien fue el monaguillo
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será proclamado santo
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por gracia de algún obispo.
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No, señor, nada ha cambiado.
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Ni la niña que un domingo
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va a consultar, vanidosa,
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con el espejo del río.
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Ni la dama de peinetas
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que agitando su abanico
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convierte tanto calor
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en un cadencioso frío.
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Villeta está como siempre.
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Ni un sauce más. Ni otro pino.
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Ni otro cielo que varíe
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la marca de su destino.
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TODOS IBAN A REZAR
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Iban a misa las viejas
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que de chimentos sabían
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así como de misterios
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que los rosarios tenían.
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¡Ah... el prolongado ritual
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que acalambraba rodillas!
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Negro abanico agitando
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llegaba doña Paulina
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hasta los bancos de cedro
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y en ellos languidecía
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igual a muchos cristianos
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que de sopor se morían;
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la dama diciendo amén,
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a coro, al fin, revivía.
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Y no faltaba el demonio
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de coloradas mejillas;
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entre la chusma escondido
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se santiguaba y partía
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dejando en el templo santo
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la amarillenta saliva
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con que alcanzaba los rostros
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de Jesucristo y María.
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El cura ponía empeño,
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y su latín, cuesta arriba,
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a algunos desperezaba,
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y a otros sólo dormía.
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Mejor latín habla el diablo
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en lengua de las arpías.
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de las ancianas babosas,
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que mientras oyen la misa,
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también murmuran pecados
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y faltas de sus vecinas.
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Los fieles de aquella iglesia,
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con lámparas encendidas,
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|
hoy bajan al mismo infierno
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formando una larga fila.
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DON FIDELINO MAÍZ
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Don Fidelino Maíz,
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jinete de la alquería,
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de su caballo se apeó
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para morir en su día.
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Aún estaba reciente
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en sus vidriosas pupilas
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el brillo de aquel cuchillo
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con que llegó el homicida
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hasta su cama de hierro
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donde buen sueño dormía.
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Y fue el entierro a las cuatro.
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Copiosa lluvia caía
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sobre el cortejo ruidoso
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que ya no tuvo cabida
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en el camino de tierra
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y sobre piedras subía.
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Ah... los susurros de siempre
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que alegran la comitiva:
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-Adúltera Amalia Fuentes,
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besándose en una esquina
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con don Francisco Ortellado,
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esposo de doña Elvira-.
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-¿Y sus guineas Juliana?-.
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-Mejores son mis gallinas;
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docena de huevos ponen
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con sólo comer hormigas-.
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-Si es que se apura el cortejo
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|
llegamos ya a la otra esquina-.
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|
Preocupación de otra índole
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|
a los demás afligía.
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-¿Cristiano fue Fidelino?
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-Pues nadie lo vio en las misas
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y en cada almacén del pueblo
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deudas por caña tenía-.
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Atormentaba al difunto
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que crisantemos lucía
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no conocer por lo menos
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a su puntual homicida.
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¿Acaso Eladio Vallejos,
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a quien dinero debía,
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o Rómulo, su cuñado,
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quien le tomó antipatía?
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|
Ajenos a aquellas dudas,
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|
dos hombres ya lo metían
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en metro y medio de fosa
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que su caballo medía.
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Desde las ramas de un pino
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volaron tres golondrinas.
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|
La lluvia escampó en el acto.
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Fue aquel un hermoso día.
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MAL TIEMPO
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Como una chispa se enciende
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el viento en los matorrales
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llevando el polvo que cubre
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el rostro de los rosales.
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Enormes nubes y un rayo
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se ciernen sobre el paisaje
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del río que serpentea
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bajando camalotales.
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|
Un cacareo infernal
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proviene de un carruaje;
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es Gracia Aquino que baja
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un gallo como equipaje
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y se guarece en su rancho
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de dos pequeños portales.
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Un poco más y el mal tiempo
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|
la alcanza en pleno viaje.
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Los remolinos del viento
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no dejan voz en el aire.
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«¿Qué dijo usted, doña Clara?»
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ya grita haciendo ademanes
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|
una mujer que corriendo
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dos veces cruza la calle
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detrás de un perro pequeño
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que se perdió de su madre
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«Hay que trancar las ventanas»
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ordena desde su catre
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una matrona robusta
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con el talante del mate:
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ya frío, ya muy caliente,
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servido por su comadre.
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El viento apresura el vuelo
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de una bandada de aves
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que cruza el cielo estampando
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blancor en negro paisaje.
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Un rayo cae a lo lejos.
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El trueno suena más tarde.
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La lluvia moja los pinos
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y corre tras el follaje.
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¿Levantará los rebozos
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de los enormes frutales?
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«Que cierren pronto la puerta»,
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|
ordena Plácido Iraldes
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buscando en ambos bolsillos,
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sin encontrar, una llave.
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De tanto en tanto suceden
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las cosas que otros no saben:
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un alhelí es arrastrado
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|
por el raudal de la calle,
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y luego sube a una hoja
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por si llegara a alcanzarle
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|
la rosa que presurosa
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intenta ya adelantarle.
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|
La lluvia oscurece el día.
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|
Al alma se le hace tarde.
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