Cuando CARLOS FEDERICO ABENTE BOGADO -nacido el 6 de setiembre de 1915 en Isla Valle, Areguá- tomó contacto con los músicos y poetas paraguayos, en Buenos Aires, en la década de 1930, se le abría un universo que correría paralelo a su profesión de médico.
Encontrar a sus compatriotas significó no solamente la posibilidad de rescatar y reafirmar gran parte de su lengua materna -el guaraní- sino también un vínculo que le permitiría descubrir el cauce poético que corría en su espíritu desterrado.
A los cuatro años había salido del Paraguay porque el amor y el trabajo habían llevado a su madre, DEOLINDA BOGADO ARCE, a Formosa (Argentina) primero y al interior de la provincia del mismo nombre después. A los siete años quedó solo, trabajó, acudió a la escuela y se iba haciendo a pulso a sí mismo.
Recaló luego en el Histórico Colegio Nacional "Justo José de Urquiza". Allí terminó la secundaria. Y pasó a Buenos Aires para estudiar la carrera con la que soñaba: medicina. Su compañero y amigo JOSÉ RAMÓN LAMBOGLIA -que estudió Derecho- vivía con él en una pieza que alquilaban cerca de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Allí, por pura casualidad, se encontró con el músico y compositor guaireño PRUDENCIO GIMÉNEZ. Éste, que primero fue guitarrista y luego arpista, regresaba una madrugada de alguna actuación y desató los demonios de su lengua contra su mujer española en guaraní. Luego, vestido de blanco y con gorra, salió de su cuarto y se dirigió a la calle: era maestro de pala en una panadería. Eso explicaba su vestimenta.
Unos días después el futuro galeno lo abordó. Congeniaron inmediatamente y allí nació una entrañable amistad. Ese fue el eslabón inicial que se multiplicaría, de a poco, en afectos esenciales compartidos con José Asunción Flores, Mauricio Cardozo Ocampo, Severo Rodas, Francisco Alvarenga, Carlos Miguel Jiménez, Augusto Roa Bastos y Cayo Sila Godoy entre tantos otros.
"Nos hicimos muy amigos con Prudencio. Era un gran artista y un hombre de corazón inmenso. Cuando nació mi primera hija, María Estela, le compuso CATURI ABENTE, una hermosa melodía nacida de su arpa. Él me presentó a los demás paraguayos con quienes, con el tiempo, formamos una verdadera fraternidad", recuerda.
Antes de que finalizara la década del 30 y ya enteramente inmerso en la vida de los músicos, compositores y poetas que residían en la capital argentina, Carlos Federico entró también en las filas de los creadores poéticos con obras musicalizadas.
"Mi primer mensaje-porque yo no le llamo verso ni poesía a lo que escribo-, fue ISLAVALEÑA, La escribí en homenaje a la mujer de mi tierra, ISLA VALLE, pensando en mi tía CATALINA BOGADO ARCE, hermana de mi madre. Tenía los ojos grandes y muy negros. Prudencio hizo de él una guarania. Así fue como mis letras comenzaron a musicalizarse", cuenta en uno de sus tantos regresos a Asunción el que con los años, a insistencia de JOSÉ ASUNCIÓN FLORES, sería el autor de los versos de ÑEMITỸ hoy todo un himno extraoficial del Paraguay.
ISLAVALEÑA
Cuando en las noches de mis nostalgias
penas me aquejan
surge el recuerdo de tu distante ñekunu’ũ,
aquella gracia mi paraguaya
que el alma deja
en un suspenso de primoroso akãraku.
Islavaleña, tus negros ojos me cautivaron
con sus hechizos que cunden de ansias en mi soñar,