EL PASEO DE NAVIDAD
Relatos de ESTELA VALDÉS
Intercontinental Editora.
Asunción – Paraguay 2011 (120 páginas)
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
EL PASEO
TREINTA AÑOS DE SILENCIO
JUAN RAÚL VALDÉS BENET
ROSALÍA GONZÁLEZ DE VALDÉS
PABLO JUSTINIANO VALDÉS GONZÁLEZ
EL ARCHIVO
DOS DÉCADAS DEL GOLPE DE ESTADO
EL PASEO
Pedro Juan Caballero, Navidad de 1974: Teníamos planes de ir a pasar el día en Cerro Corá con mis padres y hermanos. Desde muy temprano empezaron los preparativos, todos estábamos muy entusiasmados con el paseo.
Monchy, que entonces tenía seis años, y yo ocho, impacientes subimos al auto, ínterin mamá, papá, Pablo (16), Víctor (14) y Yiyi (12) también se dirigían al vehículo que estaba estacionado en la vereda, se detuvo frente a casa una camioneta llena de policías.
Vimos que hablaron con papá, le llamaron a Pablo, que estaba con unos amigos de su edad, y a mamá. Luego uno de los oficiales se fijó en un papel que llevaba en las manos y le llamó a Víctor, papá intervino, le ordenó a Víctor que no se moviera de donde estaba, y enseguida le dijo al policía: “¡él tiene que quedarse con sus hermanos menores!”
No entendíamos lo que estaba pasando, sí nos dimos cuenta de que papá estaba nervioso, principalmente cuando le llamaron a Víctor.
Sólo queríamos que ya se fueran, para que por fin pudiéramos ir a Cerro Corá, para nosotros era la máxima aventura.
Desde la Nochebuena empezamos a contar las horas cuando nos enteramos de que el paseo estaba programado para el día siguiente.
La Nochebuena pasamos en la casa del jefe de papá, que organizó una fiesta maravillosa en su casa y había invitado a numerosas familias amigas que también asistieron con sus hijos.
La casa estaba llena de luces, sonaban músicas alusivas a las fiestas, los adultos hablaban y se reían, nosotros jugábamos y corríamos en el patio de la casa, sin tomar mucha distancia del enorme árbol de Navidad donde había regalos con los nombres de todos los chicos que estaban en la celebración.
Nuestra ansiedad crecía según trascurrían las horas, al llegar a casa revisaríamos los regalos que nos trajo Papá Noel antes de salir, después ya solo nos quedaba esperar que amaneciera para ir al paseo.
Estábamos emocionados y felices, nos costó trabajo dormir, cada dos minutos levantábamos la cortina de la habitación para ver si ya amanecía.
Cerro Corá queda a 37 km. de Pedro Juan, en esa época la ruta no estaba asfaltada, entonces se hacía más largo el viaje. Desde que salíamos de casa le pedíamos a papá y a mamá que nos contaran de vuelta la historia de la Guerra de la Triple Alianza.
Todas las veces nos conmovíamos al escuchar el relato de la muerte del Mariscal Francisco Solano López a orillas del Río Aquidabán, cuando gritó “Muero por mi Patria!”.
Tanto nos impresionaban la historia y la manera en que nos contaban, que nos daban ganas de crecer rápido e iniciar otra guerra para “vengamos” de los que mataron a nuestro héroe.
Los enemigos no tendrían ninguna oportunidad, Monchy y yo teníamos todo planeado, sólo nos faltaba crecer y entonces pondríamos en marcha nuestro plan de ataque.
En más de una ocasión, mientras jugábamos en el río, nos imaginamos ver a los soldados que pasaban corriendo entre los árboles y al volver a casa nos ganábamos contando quién vio más fantasmas o quién escuchó relinchar a los caballos. Y lo más bueno es que realmente creíamos lo que decíamos.
No podíamos ir siempre, pero las veces que se podía lo hacíamos y para nosotros significaba viajar en el tiempo. Hasta el tiempo de la Guerra Grande.
No veíamos el momento de que papá y mamá se desobligaran de los policías, para que pudiéramos ir al tan ansiado paseo.
En efecto, la visita fue rápida, se fueron enseguida como deseábamos, sólo que también se llevaron a mamá, a papá y a Pablito, eso no estaba previsto.
Cuando les dijeron que subieran al vehículo, papá le indicó a Pablo que obedeciera, y mamá preguntó: ¿Yo también?
Serían como las diez de la mañana, sentí tanta bronca cuando los he visto subir a la camioneta con los policías, no podía entender cómo nos hacían esto, hacernos esperar aún más y, lo que era peor, solo le llevaban a Pablito y a nosotros no.
En ese momento estaba muy enojada con mis padres. Más con mamá, porque creí que la idea de ir con ellos fue suya cuando preguntó si ella también iría.
Jamás se me hubiese ocurrido pensar que ellos no tenían opción. Que no podían hacer nada, excepto ir con sus captores.
No obstante, y para no perder tiempo cuando volvieran, decidimos esperar en el auto. También se subió Yiyi y nos quedamos allí hasta aproximadamente las dos de la tarde, cuando Víctor nos convenció para bajarnos.
Dentro de la casa nos explicó que nuestros padres fueron llevados a la Delegación de Gobierno y que no volverían, que debíamos permanecer juntos, no salir al patio, no hablar con nadie, ni contestar el teléfono, porque según dijo todo lo que decíamos se grabaría y esto podría perjudicarlos aún más.
En ese tiempo no existían las gobernaciones, ni eran electos los gobernadores, como actualmente, según disposición de la Carta Magna de 1992.
Cada departamento tenía una delegación de gobierno a cuyos titulares nombraba el Presidente de la República y estos cargos eran ocupados por policías de alto rango o militares en situación de retiro, cuya principal función era justamente la de hostigar a los opositores.
Tenían un poder absoluto y eran temidos. El hecho de que fueran llevados a la Delegación significaba estar en serios problemas, y nosotros sabíamos. Por lo tanto recibir esa noticia fue terrible, sólo podíamos esperar lo peor.
Además sabíamos que papá estaba afiliado al Partido Febrerista y mamá era del Partido Liberal. Aunque no teníamos tanta claridad conceptual, sabíamos que no pertenecer al Partido Colorado no estaba bien. Hasta ahí llegaba nuestro conocimiento político.
Un tiempo antes había sido nombrado como Delegado de Gobierno en Pedro Juan, Esteban Dionisio González, a quien mis padres conocían a través de una de las hermanas de mamá de quien él había sido compañero de colegio, inclusive en dos o tres oportunidades se fue a almorzar a nuestra casa.
Vale decir que él bien sabía quiénes eran mis padres, a qué se dedicaban y cómo vivíamos. No obstante optó por estrenar su cargo con la detención de mis padres y mi hermano.
Sé muy bien que desde el momento que entramos a la casa y Víctor nos explicó lo que pasaba, nuestra infancia se había acabado, reconozco muy bien ese instante.
Víctor tenía apenas catorce años y Yiyi doce; sin embargo, manejaron la situación con tanta madurez que en ningún momento nos sentimos temerosos o inseguros, más bien nos sentíamos fortalecidos.
Nos hacíamos miles de conjeturas, tratábamos de entender por qué se los llevaron, qué habría pasado o qué se les habría dicho.
En efecto, para ambos esta no era una situación del todo nueva, ellos ya estaban preparados, porque aunque era la primera vez que se llevaban a mamá y a Pablo, en otras ocasiones vieron y escucharon cuando le llevaban a papá o él tenía que permanecer escondido.
De alguna manera Monchy y yo escuchábamos comentarios acerca de esas situaciones en casa, pero como éramos muy chicos no les dábamos tanta importancia, empero sabíamos que había algo entre el gobierno y nuestra familia. A partir de ese momento empezaríamos a entender mejor las cosas.
Seguimos las instrucciones de nuestros hermanos, seleccionamos una cantidad de libros que protegimos con plástico y enterramos en el patio por si vinieran más policías a revisar la casa.
Estuvimos encerrados por dos días, el teléfono no dejaba de sonar. Eran nuestros parientes de Concepción, que llamaban para saludar por Navidad, primero, y luego porque les llamó la atención que no nos hiciéramos sentir.
En un momento que Víctor se ausentó, Monchy contestó una llamada, desde Concepción. Era mi tío Blas Cáceres, esposo de tía Marciana, hermana de mamá, quien escuchó justo lo necesario para que entendiera lo que estaba pasando.
Le preguntó de mamá, de papá y de Pablo, le dijo que estaban en la delegación desde el 25 y que nosotros estábamos en casa con Víctor y Yiyi.
Víctor se había ido a hablar con el señor Nelson Rossati, con quien papá trabajaba en ese momento en el área de administración de su empresa dedicada a la exportación de café, para ponerle al tanto de la situación, y buscar con él alguna solución.
Este sin embargo le manifestó que ya había enviado a tres abogados, pero que infelizmente el caso no podría resolverse de esa manera porque estaban acusados de pertenecer a un grupo guerrillero.
Le dio un cheque con una suma muy importante, se puso a nuestra disposición y le recomendó que se hiciera cargo de sus hermanos menores, como de hecho ya lo estaba haciendo.
Camino a casa se encontró con Egidio Rivas, un suboficial de Policía, ex compañero de colegio de Pablo, y se enteró así de que nuestros padres y hermano serían enviados a Asunción ese mismo día (27 de diciembre de 1974). La noticia no podía ser peor.
Le informó igualmente que, además de mis padres, también fueron detenidos tío Mino (Guillermino Lovera Silva), con su esposa Porfiria Robledo de Lovera y sus dos hijas, María Gloria y Daysi, asimismo Rodolfo Aguayo, Gilberto Jojot y Osvaldo Benjamín Segovia, todos amigos de la familia y miembros del Partido Revolucionario Febrerista, excepto Jojot, quien no tenía militancia política y era funcionario de la ANDE.
La misma información le había dado a Yiyi, “ña Vivita”, una vecina que se había ofrecido a llevar ropas y alimentos a nuestros padres hasta la delegación.
Víctor llegó a casa muy intranquilo, por las noticias que les dieron Rossatti y Rivas, y además que al girar la esquina como para ir a casa, un vecino que tenía un camión y a quien conocíamos como “Pelo”, le hizo una seña para que esperara unos instantes y enseguida hizo retroceder lentamente su vehículo dándole cobertura hasta llegar a casa.
Mi hermano le miró intrigado mientras caminaba cerca de la carrocería, y él le dijo rápidamente que la casa estaba siendo vigilada desde hacía varias horas por unos hombres de actitud sospechosa y que no volviera a salir.
En efecto, cuando Víctor entró a la casa sin que nadie lo viera, nos fijamos desde una rendija de la ventana y pudimos verlos parados al otro lado de la calle, en la vereda bajo una pequeña sombra. No se movieron de allí hasta la noche. Nosotros tampoco volvimos a poner un pie afuera.
Les contamos a Yiyi y a Víctor que atendimos una llamada de Concepción y nos dijeron que estaba bien, porque probablemente tendríamos que ir con ellos.
Entendíamos claramente la situación: Nuestros padres y nuestro hermano mayor estaban presos, existía la posibilidad de que no volviéramos a verlos. La acusación que pesaba sobre ellos era grave.
Quedábamos los cuatro, y así teníamos que permanecer: Juntos protegiéndonos el uno al otro y sin confiar en absolutamente nadie. El 28 de diciembre, a pedido de tía Marciana, vino tía China Cáceres, hermana de tío Blas, a buscamos, y fuimos a Concepción a la casa de abuela Toribia, nuestra abuela materna, que vivía con tía Porfi, hermana de mamá, y a quien Víctor le entregó el cheque que sería utilizado en las gestiones para tratar de lograr la libertad de mis padres y hermanos.
Sabíamos que ese era el lugar adecuado, pero de todos modos nos sentíamos incómodos, porque con la intención de protegernos nos ocultaban información y cambiaban de tema cuando nos acercábamos.
No obstante pudimos enteramos de que una de las primeras acciones de tía Porfi fue ir de Concepción a Pedro Juan a tratar de reunirse con el delegado Esteban Dionisio González, a quien conocía desde los tiempos de juventud.
Fue inútil, él no la recibió, pero le hizo decir, tras muchas horas de espera, que no podía hacer nada, porque tenía órdenes directas del Presidente de la República para detener a mis padres, y que en todo caso tratara de llegar a él, y si lo lograba que no le mencionara que ambos se conocían.
¡Ya no éramos niños! Queríamos saber lo que averiguaban. Nos molestaba que no nos contaran lo que sucedía. Nosotros ya no pensábamos ni actuábamos como deberíamos de acuerdo a nuestra edad. Nos habíamos endurecido.
No esperábamos buenas noticias, porque en la misma medida que trataban de protegernos al no decimos nada, otras personas nos decían que “escucharon” decir que les estaban haciendo “cosas” horribles a nuestros padres y hermano.
Así trascurrían los días, mientras nuestras tías Porfi y Marciana viajaban constantemente a Asunción tratando de averiguar dónde estaban recluidos y viendo la posibilidad de contactar con alguien que fuese cercano al entorno de Stroessner y que pudiera interceder por ellos.
En ese tiempo bastaba con ser “amigo” de alguien para dejar en libertad, o enviar a la cárcel a quien fuese.
En ese intento se expusieron a situaciones desagradables y hasta humillantes. No obstante, no se detuvieron. Nuestra abuela Lidia, abuela paterna, recorría las comisarías buscando información de su hijo, su nuera y su nieto.
En algunas les decían que no les tenían registrados, en otras que sí, para recibir los alimentos y ropas que llevaba todos los días y dejaba en cada comisaría “por las dudas"
Había días en las que las notábamos optimistas, otros que no. No querían aferrarse a ninguna promesa, ya se habían decepcionado en más de una oportunidad. Ínterin a nosotros nos mordía la angustia tratando de adivinar que pasaba.
Hicieron varios viajes a Asunción, porque supuestamente saldrían en libertad ese día o al día siguiente o días después volvían sin novedades. Era una frustración tras otra y cada vez teníamos menos esperanzas de volver a estar con ellos.
Todos los días nos despertábamos con la esperanza que llegarían esa mañana, o esa tarde o esa noche, y terminaba el día sin que nada de eso sucediera.
Una de esas mañanas fuimos felices por unos segundos, porque le escuchamos a Monchy gritar: “¡Hola mamita! ¡Hola papito! ¡Hola hermanito!”, salimos corriendo como locos, y solo le encontramos a Monchy, que supuestamente se estaba ensayando cómo recibirles cuando llegaran...
Al día siguiente y todas las mañanas siguientes él se siguió ensayando, pero ya no salíamos corriendo, sí dábamos una mirada ligera hacia afuera, ya nos imaginábamos que se trataba de otro “ensayo”. No obstante, mirábamos.
Así fue que un día de enero de 1975, sin que nadie se imaginara nada, sin esperar, mamá llegó a Concepción junto a nosotros. ¡Estaba en libertad!
No sabemos quién o a través de quién se logró esto, se habló con demasiadas personas. Todos se adjudicaron el logro. No importa, lo importante es que ella había vuelto.
De ese día tan importante, tan feliz... no recuerdo nada, absolutamente nada. En cambio, Víctor, Yiyi, Monchy y mamá recuerdan cada detalle de ese momento; cuatro versiones absolutamente diferentes.
Víctor relata que no estaba en la casa en el momento de la llagada de mamá. Claramente recuerda que desde temprano se había ido al río con nuestro primo Alberto Cáceres y otros amigos, y cuando llegó a la casa de abuela, se encontró con la sorpresa de encontrarla, no obstante recuerda que mama estaba molesta por no encontrarlo al llegar.
Yiyi, sin embargo, me cuenta que estábamos todos juntos en la galería de la casa de abuela cuando de repente ella entró vestida con un pantalón blanco y una camisa de fondo blanco con flores naranja y que abuela, las tías y nosotros corrimos a su encuentro y disputábamos un lugar para abrazarla.
Monchy tiene detalles precisos: “Jugábamos en la casa de tía Chola, cuando escuchamos que en la casa de abuela había gritos de euforia. Corrimos a averiguar de qué se trataba, y vimos a mamá abrazada con abuela y las tías, tenía un pantalón verde y una blusa floreada”.
Mamá recuerda que llegó a la casa a bordo de un taxi. Que en la vereda de la casa estábamos los cuatro en compañía de abuela, supuestamente ya sabíamos que llegaría y la estábamos esperando.
Yo no sé... Este fue un encuentro tan esperado, tan ansiado por todos nosotros, y supongo que cada uno construyó ese momento a su manera. Todos me cuentan con detalles y euforia cómo fue, sólo que no hay ninguna coincidencia en cada versión. Yo no sé cómo fue. No recuerdo nada. No sé por qué.
Tampoco recuerdo cómo fueron los días posteriores. Solo tengo un flash del 26 de enero de 1975, cuando le he visto a Pablo venir caminando por la vereda de la casa de tía Chola, hermana de mamá, yendo hacia la casa de abuela. Tenía la cara roja, una sonrisa limpia de mita’i, que tiene hasta ahora, y sus ojos estaban más celestes que nunca, como la camisa que traía puesta.
Hasta ahí recuerdo. Unos días después, cuando teníamos que volver a Pedro Juan, los agentes de la empresa Ciudad de Concepción le explicaron a mamá que habían sido “advertidos” que sería imprudente tenemos como pasajeros, no obstante, tuvieron la consideración de ofrecernos algún vehículo que nos pudiera transportar.
Mamá comprendió la situación y, para no comprometerlos, aceptó el ofrecimiento de don Nabor Gómez, amigo de la familia, quien no dejó opción para una negativa y volvimos a casa en la carrocería de su camión.
El cheque que el jefe de papá nos había dado, Víctor le entregó a tía Porfi, que le dio a mamá una lista detallada con todos los gastos que se tuvieron durante nuestra estadía en Concepción, que incluía los viajes y gestiones que se hicieron en Asunción para liberarlos.
Viajamos como siete horas, cuando llegamos a Pedro Juan teníamos una sensación extraña, nos daba miedo volver.
Apenas se detuvo el camión frente a casa, ya notamos que no estaban los más de treinta mil ladrillos, varillas de hierro y un montón de materiales de construcción que habían quedado en el patio para iniciar la construcción de la casa, después de casi tres años en espera de la aprobación municipal, que no se nos daba por cualquier motivo.
La impresión al entrar a casa fue terrible: Todo estaba fuera de lugar, habían entrado por el techo. Todas los ropas, sábanas, colchas, frazadas, toallas, libros, documentos, utensilios, fotos; todo estaba en el piso. No se habían llevado nada, excepto el teléfono.
Como parte de la casa había quedado destechada, todo aquello se mojó con las lluvias, el olor a humedad era insoportable. Acto seguido, procedimos a tirar todo lo que se había destruido y separar las cosas que estaban en condiciones.
Y empezó el trabajo de lavar ropas; no solo limpiar, sino lavar y airear la casa, pero todo en clima de aventura, bajo la dirección de mamá y de nuestra prima Michela Zarza, que vino con nosotros de Concepción para ayudar.
Tuvimos que tirar un montón de ropas, fotos y libros que se destruyeron, con el agua.
No puedo describir cómo nos sentíamos, queríamos sentirnos felices por haber vuelto a casa con mamá y con Pablo, pero le extrañábamos a papá, no sabíamos nada de él. Se percibía una tensión en el ambiente.
No teníamos una sonrisa en el rostro, teníamos una mueca, y ese dolorcito en la garganta que se siente cuando se contiene el llanto. Todos, especialmente mamá, hacían bromas y nos reíamos, pero recuerdo que nos costaba trabajo.
Mamá y Pablo habían vuelto, pero sabíamos que ese capítulo no se había cerrado. Ambos, a pesar de todo lo que habían vivido y por lo que aún estaban pasando, porque por dentro estaban rotos, sabíamos que hacían un gran esfuerzo por no demostrar ante nosotros su dolor.
Nadie actuaba con naturalidad, sin embargo, seguimos adelante. En efecto, no teníamos otra opción. ¡Qué hacer! El tema era vivir cada día, haciendo lo que nos tocaba hacer y punto.
Además yo seguía un poco enojada, porque se había suspendido el paseo a Cerro Corá. ¡Claro! Ya no estaba enojada con mamá y papá, pero seguía enojada. Esta vez mi problema era con la Policía.
Los días eran larguísimos, pasábamos todo el tiempo en casa, era época de vacaciones, es decir, no salíamos ni para ir al colegio y ahora que lo pienso bien, qué bueno que haya sido así, porque cuando nos tocó volver y reencontramos con todos, ya teníamos más asimilada la situación y nos fue fácil manejar los comentarios y las miradas.
Mamá se encargó de prepararnos muy bien para esos días. Diariamente nos repetía que teníamos que estar orgullosos con lo que había pasado.
“No nos llevaron presos por matar o robar, nos llevaron presos porque pensamos diferente y queremos una vida mejor para todos, algún día van a entender mejor las cosas, por ahora solo sepan que no tienen de qué avergonzarse”.
¡Claro que tenía razón!
Tanta razón tenía y tan segura estaba de lo que decía, que al segundo día de haber llegado a Pedro Juan, se vistió elegantemente y se fue hasta la Delegación para hablar con Esteban Dionisio González.
Cuando la recibió en su despacho, ella le dijo: “De nuevo estoy de vuelta, después de larga ausencia” (haciendo alusión a la canción “Luna Cautiva”, interpretada por Jorge Cafrune), “y quiero que sepas que, así como mi hijo y yo, mi marido va a salir en libertad y mi familia va a seguir con la frente erguida y la conciencia limpia”. “Y, a diferencia tuya, mis hijos jamás van a bajar la mirada frente a nadie”.
Él le pidió disculpas y le dijo que todo se había tratado de un gran error y que por favor no le guardara resentimientos. ¡Qué fácil!
Mamá recuerda que él no podía mirarla a la cara; a cada palabra de ella, él solamente le pedía disculpas e inclusive osó decirle que nos tenía un gran aprecio....
Papá seguía preso y nosotros, sin saber qué pasaría al día siguiente, pero supuestamente teníamos que estar tranquilos, porque todo se trató de “un error”.
En ese tiempo mientras papá no volvía recibíamos el apoyo de algunas familias amigas, vecinas que conocían a nuestros padres desde sus primeros días en Pedro Juan, pero especialmente recuerdo a Claudio Martins (R.I.P), gran amigo de la familia, quien constantemente llegaba con frutas, alimentos, etc., lo que hiciera falta.
No olvido que un día vino y nos llevó de paseo a todos. Antes de volver nos compró una pelota, de esas grandes de goma, a Monchy y a mí, entramos corriendo a la casa haciéndola rebotar, hasta la sala, donde alguien la sostuvo a la altura del rostro, nos detuvimos algo asustados, y enseguida nos tiró de vuelta. ¡Era papá! Estaba en casa.
Era el 26 de febrero de 1975. Una fecha para recordar. Por primera vez en dos meses, estaba reunida toda la familia.
Nuestra vida había cambiado radicalmente. En la escuela nuestros compañeros nos evitaban, los amigos ya no frecuentaban la casa, excepto, y debo decir: Alci Fleitas y Alejo Mendieta, quienes estaban en casa en el momento del arresto de mis padres y hermano y también quedaron detenidos por varias horas en la Delegación de Gobierno, aun así, jamás dejaron de frecuentar nuestra casa.
Lo bueno es que esa actitud de rechazo de la gente no nos hacía sentir raros o marginados. Al contrario: los raros eran ellos, no entendían nada, no sabían dónde estaban parados, no suponían cómo eran las cosas en realidad, ¡y nosotros sí sabíamos!
De hecho ya no teníamos temas en común con los chicos de nuestra edad, nosotros teníamos una historia diferente que contar, una manera distinta de ver las cosas, y a la gente. Sabíamos quiénes eran los malos.
Durante cinco años papá se quedó sin trabajo. Las empresas que intentaron contratarlo fueron amenazadas por la Policía. En ese tiempo nos mantuvimos con el ahorro que tenían y con el dinero de la venta de algunas propiedades.
Es decir, ellos los dejaron salir de sus cárceles, pero no los dejaron en libertad. No tenían libertad para trabajar, para producir, para crecer y progresar. En absoluto. La opción que quedaba era la de agotar todos los recursos, hasta quedarnos sin nada.
Justamente en ese tiempo, y con tono irónico el intendente que por tantos años no había permitido que se iniciara la construcción de nuestra casa, se encontró con papá y le dijo: “Valdés, ahora cuando quieras nomás ya podés construir tu casa”.
Pasamos momentos muy difíciles, había días en los que mamá nos decía: “Hoy no tengo ganas de cocinar, vamos a hacer un picnic, y vamos a comer pipoca (pororó), con jugo de limón”. A todos nos encantaba la idea, no nos imaginábamos, que no eran precisamente ganas las que mamá no tenía.
Ponía un mantel en el piso y nos sentábamos todos alrededor y ella nos contaba historias, chistes, anécdotas y pasábamos momentos increíblemente buenos.
Nunca nos hizo sentir mal al decirnos que en realidad ese día no había otra cosa que comer. Pero me imagino cómo se sentiría ella en esos momentos, y aun así solo nos demostraba alegría y fortaleza.
De todos modos nada nos detuvo, seguimos estudiando en el mismo colegio. Al terminar la secundaria fuimos a estudiar fuera del país y volvimos, así nos mantuvimos, siempre juntos, muy unidos.
Aprendimos a convivir con las derivaciones propias que se presentan cuando miembros de una familia van a prisión acusados de pertenecer a un grupo guerrillero.
En casa, ninguno de los tres hablaba acerca de lo que habían pasado mientras estuvieron en prisión, ni entre ellos y menos con nosotros. Había un acuerdo tácito de silencio.
Ocasionalmente y en momentos especiales uno de ellos dejaba escapar uno que otro comentario, pero a modo de chiste y era motivo de risa entre todos.
Hasta daba la impresión que ese tiempo en prisión había sido un mal momento por estar privados de su libertad, pero con muchas anécdotas y situaciones graciosas, nada más.
Sólo treinta años después, cuando decidimos presentar un escrito a la Defensoría del Pueblo para reclamar la indemnización a las víctimas de la dictadura, hablé con cada uno de ellos por separado y por primera vez supe la verdad. Dolió
El respeto y la admiración que les tenía, se multiplicaron, fue una conversación larga con cada uno de ellos. Hasta ese momento desconocía los detalles de esa experiencia y, menos aún, la manera que les había afectado emocionalmente, principalmente a Pablito, que tenía apenas 16 años cuando todo sucedió.
La experiencia por la que pasamos en la infancia nos dejó algunas secuelas, que influyeron en nuestro comportamiento durante gran parte de nuestras vidas.
Nadie podría suponer, ni nosotros mismos, que esta experiencia pudiera llegar a afectar inclusive nuestras relaciones interpersonales a través de los años.
Durante el tiempo que estuvimos sin nuestros padres, entre los cuatro desarrollamos un sentido de pertenencia y sobreprotección muy fuertes. Eso no cambió hasta hoy: lo que sí hasta hace muy poco tiempo logramos superar (¡gracias a Dios!) fue el aceptar que otras personas ingresaran a nuestro círculo. Esta fue una parte realmente difícil, porque se trataba de un comportamiento inconsciente.
Siempre tuvimos amistades, nos gustó y nos gusta compartir, hablar, cantar, jugar, reírnos muchísimo; hasta ahí. Lo que nos costó bastante a todos fue abrir el círculo y permitir que otras personas formaran parte de él.
Todos nosotros ya bastante mayores formamos nuestras respectivas familias, con personas realmente especiales y maravillosas, con las que pudimos sentir que estar con ellas no significaba abandonar el grupo.
Lo que todavía nos queda a algunos es la necesidad de tener una salida de emergencia en las casas que habitamos, también el hábito de mantenernos informados acerca de nuestras actividades si viajamos o hacemos algo fuera de rutina. Cada uno de nosotros siempre sabe dónde está el otro.
Estos hábitos fueron impuestos por la experiencia que pasamos. Cuando volvimos a Pedro Juan con mamá, mi papá seguía en prisión y no teníamos idea de lo que pasaría con él, o si volveríamos a verlo.
Ella sabía que Víctor y Yiyi también estaban fichados en la Policía, significaba que en cualquier momento podrían llevarlos.
Es decir, se vio en la necesidad de desarrollar un sistema de control. Nunca salíamos sin avisar y decir dónde estábamos, por cualquier cosa, “para saber dónde empezar la búsqueda”, como solía decirnos mamá.
Nos acostumbramos a responder al llamado de nuestros padres o hermanos en forma inmediata, sin demora ni preguntas, podría tratarse de un aviso urgente. Dejamos de usar pijamas, dormíamos con ropas cómodas por si tuviéramos que escapar durante la noche.
Del golpe de Estado pasaron más de veinte años, pero en mi mente es todo muy reciente. Tengo presente cada momento de aquella madrugada. Una mezcla de alegría y miedo.
Alegría porque estaba sucediendo algo más decisivo que otras veces, y miedo por la posibilidad de que aquello fracasara y, en ese caso, sabía lo que nos esperaba, y no era bueno. La sola idea me asusta hasta ahora.
Serían como las dos de la mañana aproximadamente cuando Monchy sintonizó la red Globo de Brasil, y se enteró de lo que estaba sucediendo.
A todos nos despertaron sus gritos: ¡Papá, papá, hay golpe de Estado! ¡Le derrocaron a Stroessner!”. En menos de un minuto, estábamos todos frente al televisor, confundidos, asustados, tratando de sintonizar alguna radio que pudiera confirmar que aquello estaba sucediendo realmente.
Pudimos sintonizar una radio de Uruguay que también hacía alusión al levantamiento militar en Paraguay. Estábamos en nuestra casa, en Pedro Juan Caballero, no teníamos teléfono, es decir, no había manera de comunicarnos con nadie y cotejar las informaciones que teníamos a través de los medios de comunicación... extranjeros.
Éramos cuatro adultos, hablando al mismo tiempo, tomando decisiones, discutiendo qué hacer. Nos desesperaba el hecho de que Víctor estuviera en Asunción y agradecíamos a Dios que Pablo haya viajado unos días antes a San Pablo, Brasil.
Estábamos muy nerviosos aunque tratábamos de brindar tranquilidad al otro. Yiyi sugirió que cruzáramos la frontera y ya se fue por delante hasta un teléfono público a llamar a Pauliño Da Silva, un amigo que vivía en Ponta Pora, Brasil, frontera con Pedro Juan Caballero, a preguntar si podría recibirnos.
Volvió enseguida y nos dijo que este amigo nos esperaba en su casa. Nos disponíamos a salir, cuando papá se impuso y dijo: ‘Yo de acá no me muevo, no podemos dejar nuestro país, en todo caso si van a llevamos presos, que no sean los brasileros, ¡eso no!”, mamá sin dudar le dijo: “Yo me quedo contigo”.
En efecto, ir al Brasil no significaba en absoluto estar a salvo, de eso estábamos conscientes, pero era una salida desesperada y también como demorar un poco más lo que de todos modos sucedería si el golpe fracasaba.
No quería que se repitiera lo del ’74. Tras unos segundos de duda les dije: “Como quieran, pero yo me voy y le llevo a Liliana”, la nieta del alma, hija de Víctor, que entonces tenía un año.
La reacción de ambos no se hizo esperar: “Vamos, antes de que cierren la frontera”.
Nos dividimos rápidamente la tarea, teníamos práctica, todos sabíamos qué hacer. Yo sin embargo entré a mi habitación y lo único que llevé fueron unas fotografías, tenía la sensación que nunca volvería a casa.
En Ponta Pora fueron horas de angustia, no sabíamos nada; como es de suponer, no dormimos. Hasta que, finalmente, amaneció y Pauliño se fue a Pedro Juan a ver cómo estaban las cosas.
La noticia no pudo ser mejor: Podíamos volver a casa. No voy a negar, teníamos miedo, pero ya estábamos acostumbrados, nos sentimos así por más de treinta años.
No recuerdo haber visto antes un día con un sol tan radiante, ni haber sentido una brisa tan fresca como en aquella mañana del 3 de febrero de 1989, era increíble, por primera vez distinguía la sensación de ¡libertad!
Todo había terminado y el paseo a Cerro Corá quedó pendiente....
EL ARCHIVO
En diciembre de 1992, después de tres años del golpe de Estado, se recuperó del departamento de Investigaciones de la Policía una gran cantidad de documentos donde figuraban los datos de todos los presos políticos, las fechas y las circunstancias en las que fueron detenidos.
Estaban las fichas de cada uno de ellos con sus respectivas fotos y datos personales.
Se le denominó el “Archivo del Terror”; en efecto, no se podía llamar de otra manera.
En ese tiempo trabajaba en uno de los medios de comunicación que justamente me había asignado la cobertura del área judicial. Apenas fueron llevados al Palacio de Justicia esos documentos y puestos a disposición del público, fui a buscar el archivo de mis padres y mi hermano.
En ese momento aún no estaba enterada de todo lo que pasaron en prisión. Como bien decía anteriormente, sólo 30 años después me pude enterar de todo lo acontecido.
Todo estaba muy bien organizado y no fue difícil encontrar sus fichas. En ese momento tenía solamente la intención de obtener unas copias y guardarlas. No estaba emocionada, más bien curiosa. Pensaba permanecer allí el tiempo que me Lomara ese trámite, nada más.
Pero apenas tuve en mis manos esas fichas, porque me mostraron las originales, con sus fotos adheridas a los cartones, fotos que les fueron tomadas en prisión, se me cortó la respiración y tuve la sensación que se me abría el piso.
La expresión en sus miradas. ¡Dios, que abrumadora!
Esa fue la primera vez que de alguna manera pude imaginar lo mal que habían pasado. Aun así, la verdadera historia la conocería años después.
Eran miradas de resignación, ni siquiera de dolor o miedo. Una expresión de impotencia, de vacío. Supongo que se sentían así cuando les tomaron esas fotos.
Sentía ganas de abrazarlos, de protegerlos, quería retroceder el tiempo y estar en ese momento con ellos, pero teniendo la capacidad de salvarlos.
Me sentí muy triste.
Me quedé en ese lugar como cinco horas, no podía salir, revisé todos los documentos que pude, necesitaba conocer cada historia. Todos los rostros en esas fichas tenían esa expresión.
Había fotos de otros niños como mi hermano y de otras mujeres, como mi madre. Quería saber qué pasó de ellos, si recuperaron su libertad. Si estaban vivos, ¿dónde estarían? ¿Cómo estarían?
A medida que examinaba esos documentos más crecía mi indignación y me chocaba, como me choca hasta ahora. Cómo es que, además de cometer tantas atrocidades contra tanta gente, todavía se daban el lujo de documentar, todo!?
Me pregunto qué pensarían: ¿que jamás saldrían del poder o es que simplemente no les importaba que se supiera cómo actuaban?
Es diferente que cada afectado relate sus experiencias, cuente su historia y que ellos nieguen. Pero no! Acá nadie puede decir que se miente o se exagera.
Dejaron constancia de sus crueldades. Nadie miente. Atentaron contra la vida y la libertad de miles de paraguayos y documentaron todo.
Una cosa es escuchar lo que se dice, otra muy distinta es poder corroborar cada historia.
Encontré unos papeles que llevaban un membrete que decía: “Departamento de Política y Afines de la Policía de la Capital”, ¿qué se puede entender por “política y afines” y qué incumbencia puede tener la policía en este ámbito?
Es decir, todas sus irregularidades eran “muy oficiales”. Tenían un departamento específico para perseguir a todos aquellos que no pertenecían al régimen. ¡Qué mal!
En esos documentos registraban todas las detenciones que realizaban por día y los motivos por los que las personas eran detenidas. Recuerdo dos casos entre tantos. Uno de ellos decía “Fulano de tal detenido tal día a tal hora, profesión albañil. Se le acusa de construir un salón donde probablemente en el futuro se utilice para reuniones comunistas” .
Quiere decir que a un hombre trabajador se le encomienda una tarea y resulta que es un crimen porque probablemente el lugar que construyó, y no para él, en el futuro podría congregar a opositores. No se puede creer.
Había otro informe donde detallaban datos de una persona que fue detenida por ser cuñado/a de un opositor. Ergo, nadie estaba a salvo, por todo y cualquier motivo se podía privar de su libertad a quien fuera y torturarlo a veces hasta la muerte.
Todos, principalmente los jóvenes, tienen que conocer esta historia y ver cómo se manejaba la policía de Stroessner.
DOS DÉCADAS DEL GOLPE DE ESTADO
Pasaron más de veinte años del golpe de Estado que derrocó al gobierno dictatorial del general Alfredo Stroessner y todavía no tenemos la patria idealizada.
Esa práctica dejó marcas profundas en este pueblo y los que soñábamos vivir en un país diferente durante todo este tiempo, no tuvimos la capacidad o la voluntad suficientes para iniciar los cambios, dejamos en manos de otros, acompañamos el proceso sin intervenir.
Es la herencia que nos dejó la dictadura, un país en el que la gran mayoría creció sin tener acceso a la educación y a la salud. Un país donde la gente sobrevive, no se alimenta, no tiene vivienda, no tiene trabajo, no tiene capacitación, no conoce sus derechos, no tiene nada que ofrecer a sus hijos, excepto el ejemplo de hacer lo que sea necesario para matar el hambre cada vez que se siente.
Retomamos la rutina de ver cómo los gobernantes cometen injusticias contra el pueblo; sin persecuciones, prisiones o torturas, pero pisoteando la dignidad de su gente, valiéndose de su pobreza y sus necesidades para lograr sus objetivos. Seguimos viviendo en un país rico lleno de gente pobre.
Lo que cambió en estos años es que a la gente se le permitió quejarse, denunciar, cuestionar a las autoridades, manifestarse, organizar marchas, reclamar sus derechos sin que nada pasara. Tal como suena. Nada. Ni fueron atendidos los reclamos ni se persiguió a nadie por hacerlo.
Según pasan los años, los hechos se van diluyendo, eso se puede constatar permanentemente, y causa pena notar que sólo se tiene una idea vaga de todo lo que sucedió a tantos compatriotas y que afectó a todo un país.
Mucha gente cree, principalmente la que fue beneficiada durante el gobierno de Stroessner, que el caos social que existe hoy en Paraguay se debe a que él y su sistema ya no están.
Creen y manifiestan, y los hijos de estos creen y defienden lo mismo. “Antes no era así, antes no había tanta inseguridad, antes se respetaba la propiedad privada, antes se vivía bien”.
Antes: algunos tenían seguridad, a algunos se les respetaban sus propiedades y algunos vivían bien. No tenían seguridad, no vivían bien y sus propiedades les fueron expropiadas a todos los paraguayos que tenían visión y luchaban por un país donde los derechos humanos fuesen respetados, donde todos pudieran estudiar, donde el campesino fuese dueño de su campo y de su producción.
Muchos paraguayos que no quisieron que se llegara a lo que llegamos hoy fueron perseguidos, privados de su libertad, torturados y muertos.
Estos no son hechos aislados, forman parte de la historia de nuestro país y considero que los protagonistas de estos acontecimientos tenemos la obligación histórica de dejar un testimonio de lo que pasó.
Nuestros descendientes deben saber que el Paraguay sin seguridad, sin garantías, sin educación, donde a diario mueren niños por falta de terapia en los hospitales públicos, no nació en el 89 con la ida de Stroessner. Nació en el 54, con su llegada.
Los que vinieron después y los que están por venir tienen derecho a saber lo que pasó en su país décadas atrás y cómo vivieron miles de paraguayos en esos años.
Tienen derecho a entender que el país en el que vivimos es el resultado del sistema corrompido propiciado por la dictadura, donde solamente tuvieron oportunidades de sobresalir aquellos individuos sin pudor, capaces de pisotear, engañar, manipular y burlarse de las necesidades y los derechos de las personas.
Los mismos que en estos últimos veinte años, en gran mayoría, forman parte de los Poderes del Estado (salvando honrosas excepciones), todos, sin excluir ideologías partidarias, revelaron su condición sórdida y grosera.
En manos de este tipo de personas seguimos. Aún después de más veinte años del golpe de Estado, la cultura heredada de Stroessner, la del atropello a los derechos humanos por un lado, y del sometimiento a los gobernantes de turno por el otro, no ha cambiado.
Me atrevo a decir que no solo aquellas familias que fuimos atropelladas en nuestros derechos durante el gobierno de Stroessner somos víctimas de la dictadura. Hoy todos somos víctimas de las consecuencias de la dictadura del General.
La intención es aportar información. No conmover ni llamar la atención hacia nuestras vidas. Simplemente cada persona que vivió esa experiencia tiene algo que contar, y debe dejar constancia de ello.
Me sumo a quienes, como nosotros, sufrieron las persecuciones del gobierno de Alfredo Stroessner (1954-1989) y contaron sus historias. Hay miles, todas tristes, dolorosas, inaceptables, cada una de ellas con enormes cargas de injusticia. Esta es una de ellas: La de mi familia.
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