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MONTSERRAT ÁLVAREZ
  EL SEÑOR DE LAS HORMIGAS, EL REINO DE LOS VALORES Y LA FALACIA NATURALISTA - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 02 de Enero de 2022


EL SEÑOR DE LAS HORMIGAS, EL REINO DE LOS VALORES Y LA FALACIA NATURALISTA - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 02 de Enero de 2022

EL SEÑOR DE LAS HORMIGAS, EL REINO DE LOS VALORES Y LA FALACIA NATURALISTA


Por MONTSERRAT ÁLVAREZ 

 

montserrat.alvarez@abc.com.py

Recordamos algunos de los aspectos más polémicos de la obra del eminente entomólogo y biólogo estadounidense Edward Osborne Wilson (1929-2021), considerado un pionero en el estudio de la biodiversidad y en el campo de la sociobiología, fallecido el pasado domingo a los 92 años. Este artículo, que discute con él, queda como demostración de la vigencia e interés de sus ideas y de que siguen generando debate, es decir, de que siguen vivas después de su muerte física: el único destino digno de un científico.

Ante cualquier imperativo ético, aparece inevitablemente la pregunta por su fundamento: al «debes hacer esto» se replica siempre íntimamente: «¿por qué?». Más aún: antes o después nacen otras dudas: ese porqué, ese fundamento, ¿existe objetivamente, fuera de la mente, o todo es un conjunto de convenciones arbitrarias que varían de acuerdo al lugar, la época, las circunstancias? Para los creyentes en alguna religión –para los cristianos, por ejemplo–, el fundamento de los preceptos éticos, la voluntad de Dios, es una realidad objetiva, ya que para ellos, obviamente, Dios existe fuera de la mente. Su voluntad se acata porque –faltaría más– ha creado todas estas cosas, el universo, etcétera. Por ende, caso cerrado: «Mi mundo, mi decisión». El riesgo de arbitrariedad o subjetividad del fundamento de las normas queda eliminado. De modo similar, desde Darwin muchos biólogos parecen haber encontrado en la evolución un fundamento objetivo para las normas éticas.

Así, en la segunda mitad del siglo XX, el gran estudioso de las hormigas Edward Osborne Wilson, fallecido a los 92 años de edad el domingo pasado, planteó que muchas conductas valoradas como éticamente loables son fruto de la selección natural. La obra de Wilson es demasiado rica para abordar en un solo artículo todas sus facetas, pero la polémica desatada en 1975 por su libro Sociobiology: The New Synthesis sigue manteniendo todo su interés.

En ese momento, Wilson fue acusado de determinismo genético y de brindar argumentos al racismo, acusaciones que se fueron apagando después de que ganó un Pulitzer en 1979 por On Human Nature, una versión algo más pop de Sociobiology. Y también a medida que su preocupación por el medioambiente y la biodiversidad y sus críticas al impacto de nuestra sociedad en el hábitat de diversas especies y en el desgaste de los recursos naturales fueron valiéndole al ilustre entomólogo de Alabama cada vez más respeto y simpatía entre amplios sectores del público lector.

En efecto, para Wilson, dado que la especie humana ha evolucionado en relación simbiótica con la naturaleza, preservar la diversidad biológica es –cito sus palabras– «una inversión en inmortalidad». Esta frase puede parecer estrictamente objetiva o pragmática, pero si hemos hablado del relato evolutivo como fundamento metaético para biólogos desde Darwin hasta Wilson, ambos incluidos, y otros más actuales, es por la asunción implícita del «progreso», como valor (a defender por motivos éticos), en los procesos evolutivos.

Así, en The diversity of life, de 1992, Wilson escribe: «la tendencia general en la historia de la vida ha sido avanzar desde lo simple y escaso hacia lo complejo y numeroso. Durante los últimos mil millones de años, los animales en conjunto evolucionaron hacia adelante en tamaño corporal, técnicas de alimentación y defensa, complejidad cerebral y de conducta, organización social y precisión del control ambiental, alejándose en todos los casos cada vez más del estado inanimado de sus antecesores más simples» (1).

En ese pasaje del libro de Wilson resuena con nitidez el conocido final del magnum opus de Darwin:

«Es interesante contemplar un enmarañado ribazo cubierto por muchas plantas de varias clases, con aves que cantan en los matorrales, con diferentes insectos que revolotean y con gusanos que se arrastran entre la tierra húmeda, y reflexionar que estas formas, primorosamente construidas, tan diferentes entre sí, y que dependen mutuamente de modos tan complejos, han sido producidas por leyes que obran a nuestro alrededor. Estas leyes, tomadas en un sentido más amplio, son: la de crecimiento con reproducción; la de herencia, que casi está comprendida en la de reproducción; la de variación por la acción directa e indirecta de las condiciones de vida y por el uso y desuso; una razón del aumento, tan elevada, tan grande, que conduce a una lucha por la vida, y como consecuencia a la selección natural, que determina la divergencia de caracteres y la extinción de las formas menos perfeccionadas» (2).

Dejando a Darwin y volviendo al texto de Wilson, este añade más adelante: «El progreso, entonces, es una propiedad de la evolución de la vida en su conjunto según prácticamente cualquier estándar intuitivo concebible» (3). Lo que vemos aquí es la atribución de valor objetivo al progreso que supone la evolución. Sobre el desarrollo de virtudes «éticas» por selección natural Darwin, anticipando a Wilson, ya había teorizado que si los individuos aprenden que ayudar a otros facilita que, por reciprocidad, reciban ayuda, pueden adquirir el hábito de hacerlo, y que los hábitos mantenidos por generaciones tienden a heredarse (4). A esto, sigue Darwin, hay que sumar otro estímulo para el desarrollo de virtudes sociales: el deseo de aprobación y el temor a la infamia, emanados del instinto de simpatía, que se adquiere originalmente, como todo instinto social, por selección natural (5).

De Darwin a Wilson, la explicación evolutiva del altruismo lo describe como mecanismo de adaptación, no como algo realmente desinteresado. Es, para Wilson, una buena noticia, ya que «el verdadero egoísmo» (fondo paradójico de las virtudes altruistas –que no serían tales–, según el evolucionismo) «es la clave para acercarnos al perfecto contrato social» (6). En El origen del hombre (1871) Darwin había propuesto explicaciones evolucionistas de las conductas morales; un siglo después, Wilson concluye en su Sociobiology: «Científicos y humanistas deberían considerar conjuntamente la posibilidad de que sea el momento de retirar temporalmente la ética de manos de los filósofos y biologizarla» (7).

Para Wilson, como vemos, antes de que fuera definida la estructura última de las unidades de transmisión de las características de los seres vivos, los ácidos nucleicos, los análisis de la ética partían de un error: creer que no todos nuestros actos pueden explicarse por nuestra biología. Asume que nuestra conducta y valores están determinados biológicamente, y, más concretamente, por genes que responden a los principios evolutivos de la selección natural. Por eso afirma que proporcionar a la reflexión ética bases sólidas es tarea de los biólogos: la filosofía debe hacerse a un lado y permitirles «biologizarla».

De este modo, a partir del dato de la existencia de una realidad biológica independiente de toda voluntad y arbitrio humano, se infiere que nada puede deberse a este –y que, en última instancia, tal arbitrio no puede existir–. Nótese que sin arbitrio (sin ese «libero arbitrio» que Agustín defiende ante Evodio en el diálogo del mismo nombre) no hay mérito ni culpa: todo está programado a priori. Teorizar fuera de este marco sería, en el mal sentido –el de una colección de seudoproposiciones– pura metafísica. Eso, para Wilson, habría sido hasta el momento la ética, y la biología vendría a darle por fin un fundamento objetivo.

Siguiendo este derrotero, la sociobiología define los valores exclusivamente como producto de los genes, resultado de los instintos de supervivencia y de reproducción. Establece este origen biológico como fundamento objetivo de la ética. Es decir, pone su asiento fuera de la subjetividad: da a los valores existencia extramental, entidad objetiva, somática. El mundo de los valores está fuera de la mente.

Esta es una de las más acabadas expresiones imaginables de alienación, en el sentido que el concepto hegeliano cobra plenamente en la filosofía alemana a través de pensadores como Feuerbach o Marx, con todas sus connotaciones de distorsión ilusoria. ¿Qué puede, siendo ortodoxos, ser menos científico, menos falsable? ¿Qué más metafísico –en el mal sentido, insisto– que este tipo de ciencia paradójica que dice desterrar la metafísica y elabora algo que por su grado de alienación solo cabe llamar teología (sin la profundidad de la teología)?

Toda responsabilidad por las propias acciones desaparece: sin arbitrio, el ser humano queda definido como un autómata amoral movido por normas inscritas en sus genes que no puede hacer nada para cambiar, como una computadora no puede sino ejecutar programas. Y si el progreso, afirmado como valor (Wilson dixit), es inherente a la evolución (Wilson dixit), no queda sino considerar toda conducta favorable a la supervivencia y la reproducción como un «deber ser» por el mero hecho de ser.

Y ese deber ser no da respuesta a ninguna cuestión ética, pues si tal conducta, determinada por los genes, está fuera del alcance de la voluntad, entonces no pertenece al ámbito de la decisión, es decir, de la ética, propiamente hablando. En su intento de encerrar todas las explicaciones posibles del fenómeno humano dentro del campo de la biología y, en última instancia, de la genética, la sociobiología conduce a conclusiones infalsables (en sentido popperiano), como la de que todo intento de cambiar la sociedad es antinatural y, como tal, condenado al fracaso. De hecho, no solo las conclusiones son infalsables: la teoría entera lo es.

Pero, ante todo, es contraria a la lógica. Hacer juicios de valor sobre procesos evolutivos es un sinsentido, y un disparate pretender que el éxito de las bacterias es menos «progresivo» que el de los vertebrados porque estos son más «complejos», o el de las cucarachas menos que el de los humanos por cualesquiera otros fantasiosos motivos similares. Presumiendo de racionalidad científica, se cae en el absurdo de las seudoproposiciones metafísicas que se dice evitar, solo que con más ínfulas y sin consciencia de la naturaleza del propio discurso. Creyendo haber desterrado a la filosofía, se revelan los estragos que causa la incapacidad de comprenderla, y, con ello, de comprender propiamente la ciencia.

En realidad, la sociobiología de Wilson empieza antes de la publicación de Sociobiology, en el capítulo final de The Insect Societies, de 1971, y sigue en On Human Nature, Genes, Mind and Culture, de 1981 (en coautoría con Lumsden) y otros libros, mientras se suman autores afines a esta corriente, como Trivers o Dawkins. La respuesta al enigma evolutivo del altruismo (¿cómo puede desarrollarse por selección natural una conducta contraria al éxito individual?) es más que interesante, aunque no nueva (como vimos, ya Darwin habló de la reciprocidad, y también antropólogos como Mauss o Malinowski). En este sentido, la sociobiología ayuda a explicar conductas –o desenmascarar motivaciones–.

Ahora bien, esto no dice absolutamente nada sobre si tiene sentido pensar en términos de bien y mal, sobre si hay algo en sí mismo bueno o malo y ni siquiera sobre si cabe descartar la posibilidad de un albedrío –y, con ello, de una responsabilidad, es decir, de una ética en sentido propio– que se sustraiga total o parcialmente a determinaciones objetivas, sean las de la biología, los genes o cualesquiera otras (también, ojo, las de la cultura, el capitalismo, etcétera: advertencia para otros sectores y disciplinas). Estas cuestiones siguen intactas, las entiendan o no los biólogos. Contra los defensores del carácter progresivo (entendido, y a veces sobreentendido, como valor) de la evolución, no existe nada «objetivamente» bueno ni malo en la evolución –por ellos tan excelentemente estudiada, cosa que hay que aplaudir al margen de nuestras discrepancias, y con fuerza–. «En el mundo todo es como es y sucede como sucede: no hay en él ningún valor» (Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus) (8). De lo que «es» no se puede inferir ningún «deber ser». E inferirlo sería –Moore dixit (9)– caer en la falacia naturalista, en la que tantos autores caen de bruces, como el ciego en el charco, sencillamente porque no pueden verla.

Notas

(1) E. O. Wilson: The diversity of life, Massachusetts, Harvard University Press, 1992, p. 187.

(2) C. Darwin: El origen de las especies por medio de la selección natural, Madrid, Espasa Calpe, 1921 (traducción de Antonio de Zulueta), p. 461.

(3) Wilson, op. cit., p. 187.

(4) C. Darwin: The descent of man, and selection in relation to sex, Londres, John Murray, 1871, pp. 163-164.

(5) Darwin, op. cit., p. 164.

(6) E. O. Wilson: On Human Nature, Massachusetts, Harvard University Press, 1978, p. 157.

(7) E. O. Wilson: Sociobiology: The New Synthesis. Massachusetts, Harvard University Press, 1975, p. 562.

(8) (Excusas por la falta de referencias exactas: cito de memoria, debido a que no tengo mi ejemplar del Tractatus a mano).

(9) Ver: G. E. Moore: Principia Ethica, Cambridge, Cambridge University Press, 1971, pp. 45-46.

Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Edición Impresa del Domingo, 02 de Enero de 2022

Páginas 2 y 3

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