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MONTSERRAT ÁLVAREZ
  PLANETA EXTRAÑO - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 07 de Julio de 2019


PLANETA EXTRAÑO - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 07 de Julio de 2019

PLANETA EXTRAÑO

Historia de las ideas políticas


Por MONTSERRAT ÁLVAREZ

 

montserrat.alvarez@abc.com.py

La noción de fraternidad como hecho biológico no ha sufrido grandes cambios, pero es otra la historia de la fraternidad como metáfora. Fue otrora parte –con la libertad y la igualdad– del lema revolucionario por antonomasia en los comienzos de las democracias burguesas de la época Moderna, jugó un papel central en los inicios del movimiento obrero, integró los primeros programas socialistas y anarquistas, impulsó, combustible, el motor del futuro cuando en su Manifiesto Marx y Engels interpelaron a todos los proletarios más allá de las distancias y aún antes, con el cristianismo, llegó tan alto que desde aquellas cimas las fronteras de la sangre, la familia, la nación parecieron lo que son en realidad: enanas. Pero si la metáfora de la fraternidad ha sido relegada a los márgenes del pensamiento político contemporáneo no es porque solo consista en vacua expresión de sentimentalismo sino, a la inversa, porque solo como vacua expresión de sentimentalismo puede tener cabida en el orden social actualmente existente sin desafiarlo.

Ayer fui con una amiga mía a una de las zonas más sórdidas y tristes de la Chacarita. Hules, cartones, maderas terciadas intentan, con tanta fortuna como si fueran rayas hechas con tiza en un suelo sin paredes, delimitar ahí espacios de privacidad imposible en un hacinamiento donde todo se oye. Una voz masculina me gritó: «¡Doctora! Cuida tu mochila». Íbamos a ver a Juan, que, según avisó su hermana, necesitaba ir a un centro de salud pero que no iba porque, si lo internaban, nadie cuidaría a su perro. Mi amiga fue, por lo tanto, requerida para cuidar del perro de Juan, de modo que Juan pudiera ir al médico.

«Juan» es por excelencia el nombre que designa a todos y a nadie. Juan puede ser muchos, o puede ser cualquiera. Lo que importa aquí es eso. Y, sin embargo, recuerdo claramente las últimas veces que vi a Juan y a su perro por las calles del centro de Asunción, de día, de noche, con calor, con frío, incluso alguna vez bajo la lluvia, siempre unidos como buenos camaradas. En la etapa final del alcoholismo, ayer, a través del simulacro de puerta de su casa de un metro y medio por un metro y medio, Juan balbuceaba incoherencias. Estaba claro que había caído en algún pozo oscuro del que no se regresa.

¿Quién hundió a Juan en la locura? ¿Quién lo arrojó a ese abismo donde nadie, ni siquiera ya su perro, con sus afectuosos gruñidos y lamidos, lo podía alcanzar? ¿Fue acaso el Demonio del alcohol? ¿Fue Dios? ¿Fue el señor presidente de la República? ¿Fui yo?

¿Fui yo, que me crucé con Juan y su perro por las calles del centro cientos y miles de veces? ¿Fui yo, que volveré a cruzarme otras tantas con ellos por otras tantas calles y que otras tantas veces los volveré a negar antes de que cante el gallo de la Muerte?

¿No parecen preguntas impostadas o absurdas? Sin posible aplicación real que no rompa las reglas del orden económico y social imperante y suponga por ende un destierro de ese orden, la metáfora de la fraternidad queda fuera de lugar en el espacio político. Así, su vaciamiento de sentido parece autorizarme a responder: ¿qué podría hacer yo por ellos, o por nadie? ¿Compartir mi magro sueldo, del que nada sobra, mi alquilado techo, del cual nos arrojarían a ellos y a mí si lo hiciera? Y, sobre todo, ¿en qué me puede concernir a mí la vida de Juan o la de su perro, si somos meros extraños? ¿Acaso es problema mío, si no tenemos lazos de parentesco ni de amistad ni de nada?

Ante la casa de Juan, cráteres marcianos hendían el piso hecho de basura, piedras y barro y rebosaban líquidas sustancias tornasoladas de efluvios venenosos. En ese planeta de caos y de abismo, planeta sin ley bajo el ciego imperio de la desesperación, sentí que mi amiga y yo éramos observadas por varios pares de ojos invisibles, que nuestra suerte inmediata era impredecible, incierta.

Como la de Juan. Como la de su perro. Como la de los mismos habitantes de aquel lugar, que nos observaban. Uno me lo había advertido («¡Doctora! Cuida tu mochila»); otros –tal vez incluso, en otro momento, él mismo– podrían demostrar al segundo siguiente lo justo de la alerta. ¿Quién podría culparlos? Peligro fugaz ese, el del asalto y los posibles daños que suelen acompañar a los asaltos; peligro cierto y constante de muerte por hambre, drogas, enfermedad, cuchilladas, inundación, frío el que ellos, sus criaturas, todos los suyos corren sin tregua. Peligro, pues, de todos en un planeta extraño.

En las películas de ciencia ficción, cuando dos o más seres humanos, después de haber luchado durante largas jornadas enteramente a solas contra peligros desconocidos que amenazan sus existencias, se encuentran en medio de un planeta extraño, aunque en la Tierra fueran desconocidos de inmediato los une una fraternidad arcaica y absoluta, una amistad hondísima y antigua. No importa si son o no parientes, si comparten gustos, ideas o aficiones, nacionalidad o equipo de fútbol, no importa si cumbia o tecnopop, si Netflix o HBO. ¿Acaso no estamos hoy, bajo el imperio de ajenos y enormes poderes que en su expansión impune amenazan nuestras existencias, perdidos todos en un planeta extraño? Juan, su perro, yo, el buen amigo desconocido e invisible que nos alertó del riesgo de internarnos allí con mi mochila, los que en su desesperación podrían –justificadamente– atacarnos o asaltarnos. ¿Quiénes gobiernan este planeta extraño? ¿Quiénes son los dueños de este planeta que se nos ha vuelto extraño?

¿No es problema mío lo que pueda pasarles a Juan o a su perro? Nos cruzamos en las calles de este planeta extraño, ellos y yo, nosotros, y cientos y miles más como nosotros. Pero, a diferencia de lo que ocurre en las películas de ciencia ficción, no nos reconocemos. Porque si nos reconociéramos realmente nuestra vida no podría volver a ser la misma. No es que el de fraternidad sea un concepto vacío; es que no es viable sin renunciar a toda inserción posible dentro del orden vigente. Por eso no tenemos el valor de reconocernos, por eso ese concepto parece huero, por eso el pensamiento político lo hace a un lado como sentimental y hueco. ¿No es problema mío lo que les pueda suceder a ellos porque no somos amigos, socios, paisanos, parientes, cualquiera de esas mezquinas pequeñeces? Claro que es problema mío; ¿cómo podría no serlo?

¿Quién ha precipitado a Juan en la locura y condenado a su perro a la orfandad? ¿Dios, el alcohol, la corrupción, el Diablo? ¿Quién permite que los dueños de este planeta nos sigan atacando, quién ha dejado que se concentre tamaño poder en semejantes manos, quién ha precipitado y condenado y precipita y condena cada noche y cada día al abismo y a la orfandad a tantos con su mentiroso «no es problema mío», quién ha permitido que este planeta se nos vuelva extraño?

Claro que he sido yo. Repítelo conmigo, lector: He sido yo.







Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Edición Impresa del Domingo, 07 de Julio de 2019

Página 4

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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