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MONTSERRAT ÁLVAREZ
  SANCTUS GILBERTUS, ORA PRO NOBIS - Una tertulia asuncena con Juan Esteban Constaín - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 08 de Mayo de 2016


SANCTUS GILBERTUS, ORA PRO NOBIS - Una tertulia asuncena con Juan Esteban Constaín - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 08 de Mayo de 2016

SANCTUS GILBERTUS, ORA PRO NOBIS

Una tertulia asuncena con Juan Esteban Constaín


Por MONTSERRAT ÁLVAREZ


montserrat.alvarez@abc.com.py

El escritor colombiano Juan Esteban Constaín (Popayán, 1979) caminó con nosotros por las calles del centro de Asunción este lunes, antes de presentar el martes en la Feria del Libro su novela El hombre que no fue Jueves (Barcelona, Random House, 2015, 184 pp.)

«Históricamente, existió algo parecido a una guerra de Troya, incluso, de hecho, a varias guerras, pero la que escribió Homero en el siglo VIII a.C. es la que nos fascina, porque es ficción» (E. L. Doctorow)

EL AUTOR COMO PERSONAJE

Lunes, 2 de mayo, cuatro de la tarde. Cruzo la redacción, bajo los dos pisos y encuentro a Ignacio, de la Embajada de Colombia, con el novelista Juan Esteban Constaín y su esposa. Saludo mientras salto los últimos escalones:

–¡Hola, Juan Esteban! Ignacio, señora... ¿Vamos a tomar un café? –propongo.

–¡Vamos!

Bajamos raudos por la calle del diario rumbo al café más próximo, a cuatro cuadras.

El historiador y escritor colombiano Juan Esteban Constaín (Popayán, 1979) es rubio, más bien bajo de estatura y de facciones agraciadas e infantiles (de hecho, se parece a Paul McCartney: tiene uno de esos rostros que la niñez nunca se decide a dejar). Sin motivos discernibles para mí, me cae simpático. A su mujer, que está embarazada, la presumo perspicaz y observadora, vivaracha y de genio alegre. En tácito acuerdo, nos dividimos –vamos adelante Juan Esteban y yo, y nos siguen Ignacio y Virginia– para no ocupar patoteramente todo el ancho de la vereda cual pandilla de buscapleitos por el Bronx en un filme de acción. Ignacio, el de la Embajada, mide cerca de dos metros y sobresale entre nosotros como un entrenador canino paseando un ruidoso trío de perros. Por el camino, trato de ponerme en el pellejo de un escritor que firma contratos con sellos como Random House y visita países y es fotografiado como parte del «oficio».

–¿No te fastidia? –le digo, mientras sorteamos los cráteres y las ruinas del cemento y el asfalto de la bárbaramente rota calle Yegros, y esquivamos la basura acumulada aquí y allá en los montones del horror cotidiano de Asunción–. Quiero decir, el posible destino de ser tan visto como leído, si no más; de adecuarte al modelo de promoción de una industria en la que tan importante es presentar seductoramente ante el público a un autor como editar su obra.

–¿Me estás diciendo que si yo no fuera tan buen mozo, apuesto y atractivo, mis novelas no despertarían el mismo interés? –sonríe, complacido, Juan Esteban.

–Sin negar ninguna de esas cualidades –intercambio por encima del hombro una mirada cómplice de «no llevar la contra» con Virginia–, en algún momento podría estorbarte, ¿quién sabe?, el devenir de la «vocación» en «carrera». Bueno, no te lo pregunto desde sofisticados prejuicios indie, realmente, sino porque no lo sé, dado que yo, ¡ay de mí!, nunca me he visto en situación semejante.

–Pues estoy consciente de eso, y de que tienes mucha razón en señalarlo. Pese a ello, sin ser iluso, soy optimista; además, he tenido suerte; me he topado con editores interesados en la literatura. Claro que eso no niega lo otro...

–Podrías convertirte en ficción –divago–. Ver al autor como producto no es agradable, pero verlo como personaje no está tan mal. Puestos a ser optimistas, el consumo juega mucho con la fantasía, lo cual no es precisamente contrario a la literatura.

EL ODIO PLATÓNICO

Entramos al café y pido un cortado doble de los que vienen con galletitas mientras los otros dos golosos eligen sendos alfajores e Ignacio, en cambio, sobrio, bebe un austero expreso.

–Juan Esteban –apunta Ignacio–, mañana presenta su última novela en la Libroferia, Montserrat. Esperamos contar con tu asistencia. Ya habrás ido por allí, claro...

Con aire de culpa, falta y pecado, miro por la ventana mientras los otros tres me miran a mí.

–Pues no... La verdad es que no...

–¿No? –mirada directa de sorpresa risueña de Constaín; pienso que esto ha de sonar raro viniendo de alguien que trabaja en «periodismo cultural»–. ¿Por qué?

–Sí, ¿por qué? –sonríe, extrañada, Virginia. Cuidadosamente, Ignacio deposita sus gafas en la mesa.

–Porque... bueno, porque la verdad es que no me siento a gusto en el ambiente cultural –fuerzo una especie de sonrisa avergonzada.

–Eso no tiene nada de malo –me tranquiliza Constaín.

–¿No? –la sorprendida ahora soy yo; miro de reojo a Virginia, que aprueba con gesto de simpatía.

–No. Eso habla bien de ti.

Me parece que, cosa rara, son sinceros.

–El ambiente cultural es horrible –prosigue Juan Esteban–. Es un mundo de falsedad, de celos, de pretensión.

–Sí –monosilábica quedó por un instante.

–Pero incluso en ese mundo a veces uno conoce a personas buenas –afirma Constaín.

–Claro –digo yo–. También en la cárcel.

–Por ejemplo –sonríe, y reímos todos un poco–. De cualquier modo, yo creo que el mal está en los rasgos generales más que en los seres concretos, de carne y hueso, que no son más que eso, y que lo que odiamos siempre son abstracciones. No existe el amor platónico, pero sí el odio platónico. Es más, todo odio es platónico.

SAN GILBERTO, LITERATO

–El hombre que no fue Jueves es acerca de Chesterton. Por cierto, ¿eres católico? –firme gesto afirmativo; miro a Virginia:– ¿Católica también? –el mismo gesto–. ¿Por inercia –tradición familiar, hábito heredado–, por cultura, en el sentido de Vattimo –un modo de situarse en el mundo, un conjunto de valores–, por fe?

La respuesta de ambos es rotunda:

–Por fe.

–En mi caso –puntualiza Juan Esteban–, un factor adicional es haber recibido de mis padres una educación sobremanera libre, sin intento de imposición de credos, ni religiosos ni de ninguna índole.

–Vaya, pobre de ti –bromeo–. ¿Y sentiste nostalgia del yugo, digo del amparo de una Iglesia con sus certezas férreas y sus dogmas pétreos e inamovibles?

–¡Claro! –ironiza Constaín, y Virginia también ríe–. ¡Además, como está absolutamente fuera de toda duda que Dios existe, no podemos equivocarnos!

Es que a los hijos, teoriza entonces Juan Esteban Constaín, como resulta palmario por el hecho comprobado de que nunca hacen lo que se les dice, hay que obligarlos a que sean lo que no queremos, para que lleguen a ser lo que en el fondo queríamos.

–Ajá –observo con entusiasmo científico el vientre de Virginia–. ¡De modo que ustedes están haciendo un experimento! Esto es real... –consulto a medias y a medias afirmo, o busco confirmar.

–No –ríe Virginia–, ¡eso es ficción!

Hay, me empieza entonces a contar Juan Esteban, en el Vaticano un proceso en curso (promovido por un grupo de católicos ¿«chestertorianos»?) de canonización de G. K. Chesterton.

–¿Canonizar a Chesterton? ¿Y cómo habría que llamarlo? ¿San Gilberto? ¿Figuraría en los altares de las iglesias? Eso es ficción –consulto a medias y a medias afirmo, o busco confirmar.

–¡No –responde con entusiasmo Juan Esteban–, esto es real!

LA NOVELA HUMANA

–A Chesterton llegué por sus prólogos a las novelas de Dickens en las ediciones de The Everyman’s Library, unos prólogos estupendos que yo disfrutaba mucho; solo después, y gracias a Borges, me enteré de que también era escritor, y busqué sus libros.

De pronto, Ignacio explica que tiene que buscar su auto porque más tarde lo esperan en otro lugar, y sale. Nos quedamos un tanto absortos, percatados de golpe de que ellos no han descansado aún del vuelo que acaba de traerlos a Asunción, de que yo me he escapado de la oficina y debo volver y de que nadie ha mirado la hora. Con ese vago y perverso mal humor que crece a la sombra del ubicuo tempus fugit, de los fantasmas protofilosóficos que rondan los bostezos y las pausas de todo bicho humano, pregunto oscuramente:

–¿Y por qué, o cómo, te metiste en esto?

–¿En «esto»...? –me clava una mirada glauca y vagamente mosqueada Juan Esteban.

–Escribir.

–¡Ah! –sonríe con gusto, como ante un buen recuerdo:– Al dar clases de Historia. Dando esas clases descubrí cuánto disfruto narrar, y comprendí que eso es lo que deseo hacer.

–Me lo imagino. ¡Claro! Pienso, a ver, en un día de junio de 1815 (no me acuerdo ahora cuál era, maldición), por ejemplo, en Waterloo...

–Era el 18 de junio. Se pone para siempre el sol del imperio; de pie en medio del campo, él ve sus horas de gloria vueltas fango y sangre; enterradas sus victorias, idos sus amores; su felicidad, imposible. Con las botas llenas de barro, medio hundido en el lodazal, llenos los ojos de humo, quizá, en medio de las carreras de caballos sin jinete y de los gritos de dolor de los caídos, interiormente él, Napoleón, estaba y ya no estaba del todo ahí.

–Hablas como un novelista.

–O como un historiador. ¿Por qué no? ¿Qué es la Historia?

–Un relato.

–Y de novela.

LOS FINALES FELICES

–Lo cual no tiene, claro, por qué excluir la investigación. Perdonen la acotación trivial; lo que hago con ella no es tanto dirigirme a ustedes hic et nunc cuanto abrir el paraguas ante una posible lluvia de futuras objeciones dominicales.

–Bueno, sin negar con esto que, al mismo tiempo, yo me valgo del pasado para construir ficciones, la novela que he venido a presentar en Asunción, El hombre que no fue Jueves, me llevó dos años y medio de investigación.

–Como si el pensamiento fuera un proceso tan simple que inventar e imaginar pudieran confinarse a una celda, y conocer, a otra; o como si el juego estuviera reñido con la inteligencia y aun con el rigor, o con la «dignidad intelectual».

–Qué termino tan...

Nos reímos los tres mientras Ignacio, de regreso, recupera su silla en nuestra mesa.

–...tan serio que da risa –completo, perogrullescamente, al fin, la frase.

Es tarde. Pedimos la cuenta.

–Pregunta de rigor: tu escritor preferido.

–Dickens.

–¿Por qué?

–Porque todos sus finales son felices. Los finales de todos sus personajes.

–¡No es cierto! –protesto airadamente, malinterpretando por la fuerza del hábito, o del uso, el término «feliz»–. Hay un montón de finales tristes y crueles en Dickens. ¿Por qué muere Dora, pongo por caso, en David Copperfield?

–Porque Dora debe morir. Son finales felices no al modo de un «happy end» de Hollywood, sino porque son los acertados, los justos, los necesarios. La literatura hace eso: mejora la realidad.

–¿La mejora? –dudo, al filo, sin saberlo, de otro malentendido.

–No porque la haga más plausible en términos moralistas, sino porque la cuenta mejor. Con más sentido.

–Es cierto. Y, por supuesto, puesto que de tal modo funcionan ficción y realidad, presente y memoria, esta misma reunión, como todo en la vida, también será inevitablemente así contada el próximo domingo.

–¡Por supuesto!


A los hijos, como resulta palmario por el hecho comprobado de que nunca hacen lo que se les dice, hay que obligarlos a que sean

lo que no queremos,para que lleguen a ser lo que en el fondo queríamos.  Por ejemplo, si quieres que tu hija sea una artista,

obligala a estudiar Derecho.



EL HOMBRE QUE NO FUE JUEVES (Random House, 2015, 184pp.)

Fui primero lector ferviente, antes que escritor.   Y fue al dar clases de Historia cuando descubrí cuánto disfruto narrar, y que eso es

lo que deseo hacer.



Fuente: Suplemento Cultural de ABC Color

Páginas 1 y 2

Domingo, 08 de Mayo de 2016


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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