EL NIÑO AVIÓN
Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO
Desde el aire se asemejaba a una inmensa boa deslizándose entre el encanto ancestral de olorosos barrancos arbolados. El metafórico rastrero parecía, por momentos, descansar plácidamente tras haber engullido un elefante. Sí, un gigantesco elefante; o al menos, eso era lo que el piloto se imaginaba, entre recuerdos de infancia, estupefacto ante aquel gran espectáculo.
Era el río Paraguay en su eterno serpenteo hacia la infinita enormidad oceánica. Todo parece tan fácil desde la inigualable libertad del espacio aéreo. Para empezar, no se divisan fronteras que separan a los hombres unos de otros, tampoco alambradas delimitando terrenos, fincas o estancias. Todo parece adquirir una dimensión enteramente nueva desde aquí. Todo problema, por más sideral que ello fuera, resulta pequeño e insignificante, a veces, hasta imperceptible, confundiéndose con las manchas verduscas, tenuemente amarronadas del paisaje empequeñecido por la considerable altura.
El Latécoère XXV se lanzó en temeraria picada cortando el aire caluroso hacia la inconfundible bahía y el animado puerto de Asunción. El hidroavión irrumpió sobre las tranquilas aguas que reflejaban la intensidad de un cielo completamente despejado, formando una blanca estela en su raudo andar sobre la líquida superficie del río. El estruendo del motor aterrorizó a los “mbigua” que en loco vuelo se refugiaron en la orilla opuesta de la bahía y atrajo la atención del gentío en el muelle.
-¡Buenos días señor Antonio! ¿Tuvo un vuelo tranquilo?- Inquirió alegre un joven funcionario del puerto que diligentemente se aprestó a sujetar la nave a uno de los atracaderos del muelle.
-¡Bastante tranquilo!- dijo el piloto parado sobre uno de los flotadores del avión listo a lanzar la cuerda de amarre.
De entre los curiosos, en su mayoría infantes, se abrió paso un hombre delgado, alto y narigudo que con marcado acento rioplatense saludó afectuosamente a Antonio.
-¡Che, Antonio! ¡Qué forma de descender!- dijo este estrechando la mano del aeronauta.
-Es que a veces me dejo llevar por el impulso de rememorar viejas emociones.
-¡Pero qué viejas emociones ni que nada, si sos apenas un pibe! Pensé que estabas graficando la situación actual de la empresa.
-Si tengo que graficarte eso, pues tendría que estrellar la aeronave -dijo Antonio riendo tristemente. Espero, querido Leonardo, que este no sea uno de los últimos vuelos- agregó.
-Sí, al parecer la cosa se da a nivel mundial, abundan las ganas de laburar pero no hay guita. Pero en fin ¡no pensemos ahora en tiempos nefastos! Cuando estos lleguen sabremos cómo salirles al paso ¿sabés del local cerca del oratorio? Vamos a por unos tragos y comamos algo, invito yo.
-Acepto con gusto, este calor me cocina el cerebro.
Antonio y Leonardo, después de haber completado las formalidades aduaneras y haber entregado las bolsas del correo y algunos paquetes livianos de encomienda, caminaron calle arriba dejando las instalaciones del puerto a sus espaldas. Conversaban animadamente de cuantos temas se posaban al azar en las ramas de su alegre discurrir.
-¡Me fascina este lugar! -dijo Antonio mirando con refrescante satisfacción el coqueto local -y el oratorio ¿cuándo lo terminan? -añadió indicando con un gesto de la cabeza la estructura aprisionada entre los andamios.
-Misterium fidei, amigo mío, misterium fidei -repuso Leonardo encogiéndose de hombros.
Tras haberse restaurado con los tragos y el almuerzo, Leonardo se despidió del piloto diciéndole que alrededor de las tres pasaría por el hotel para llevarlo a San Bernardino donde este se encontraría con una muy querida amiga.
Antonio cavilaba esto y lo otro, sentado aún en un rinconcito del bistró hasta que, sin querer, sus ojos se posaron en un grupo de niños que descansaban de sus quehaceres. Por sus cajitas de madera con cintas de cuero pudo notar que eran lustrabotas. Jugaban alegremente en la plaza de frondosos árboles ubicada en la vereda opuesta del bar.
Uno de los chiquillos acaparó por completo su atención puesto que este, a diferencia de sus compañeritos, tenía rizos rubios casi dorados y una tez tan, pero tan blanca que parecía inmune a los abrasadores rayos del sol de enero. El infante simulaba ser un avioncito. Con sus bracitos extendidos correteaba de aquí para allá dando giros y brincos imitando con la boca el ruido del motor.
Con pasos vacilantes y una divertida sonrisa dibujada en el rostro, se acercó Antonio junto a ellos con las manos puestas en los bolsillos del pantalón. Ni bien hubo puesto pie en la vereda, los niños se abalanzaron sobre él como un furioso enjambre de abejas. El más vivaracho de ellos se apoderó del potencial cliente abrazando fuertemente los pies de este, calzados con unos oscuros botines de cuero.
-¡Lustre, lustre karai (señor)!
-¡Está bien, está bien; pero suéltame, de lo contrario me caigo! -dijo Antonio trastabillando.
-Pea che mbaéma hina (él ya me pertenece) -dijo el harapiento y vivaz morochito haciendo valer su conquista como un león aferrado a su presa, mientras que el piloto se sentaba sobre el cordón de la vereda a la sombra de un gigantesco árbol de paraíso, resignado ante el servicio que se le fue impuesto.
Tras la derrota y el cliente perdido, el “niño avión” prosiguió con su juego. Antonio extrajo del bolsillo de su camisa unas gafas ahumadas a fin de proteger sus ojos de la implacable reverberación del astro rey al tiempo que inquiría al niño.
-¿Te gusta volar?
Absorto en su juego el chiquillo no lo oyó, entonces el lustrabotas vencedor, sin interrumpir su frenética labor, desmoronó su mundo de ensueños con tono que rozaba el insulto.
-¡Nde, Jasyjatere, ndéve ningo oñe’e hina! (oye, Jasyjatere, te habla a ti).
El niño se detuvo y con los brazos aún extendidos se dirigió a ellos.
-¿Sí?
-Preguntaba si te gusta volar, pero por lo que veo diría que mucho -dijo Antonio alternando sus pies calzados sobre la cajita de madera.
-¡Claro que sí, soy un excelente chofer de aviones!
-Querrás decir piloto... piloto es el chofer de aviones y una persona a quien le encanta volar.
-Hablás muy raro ¿Por qué decís volarrrrr?... Sos guaireño seguramente; ellos hablan raro. -Antonio rio de buena gana y añadió entre risas.
-No, no; soy francés, por eso hablo así.
-¿Francés?
-Sí, de Francia.
-¿Ha upeva piko, môo opyta?
-También tú hablas raro, porque no te entendí una palabra.
-¿Queda lejos Francia o está cerca de Asunción?
-Muy lejos, bastante lejos a decir verdad… ¿Cómo te llamas?
-Esteban, pero me dicen Jasyjatere.
-Ja...si...cha…teré. ¡Cuesta pronunciarlo! - dijo el piloto sumándose con su risa bonachona a las graciosas carcajadas de los chiquillos provocadas por su dificultad fonética.
-Jasyjatere es el príncipe de los bosques durante las siestas- aclaró Esteban.
-Entonces eres un príncipe, un pequeño príncipe. Te llamaré así porque es más fácil para mí.
-Así me llamaba mi mamá, che principe’i -dijo el niño con un repentino semblante sombrío. -Por eso, cuando crezca, seré un chofer de aviones -repuso de inmediato reprimiendo con tierna candidez su irremediable desolación -así volaré, alto, altísimo, más allá de la luna y del sol hasta la estrella más brillante de las Siete Cabrillas, donde fue a vivir mi madre.
-No le haga caso señor -dijo el lustrabotas vencedor dando los últimos toques a su obra maestra -Desde que murió ña Rosa, su madre, quedó un poco trastornado y se pasa imaginando y haciendo cosas imposibles. Con decirle que anteayer se ató a la cintura seis patos de doña Eustaquia para ir volando donde su madre… casi mata a todos los pobres animalitos. Suerte que la doña es tan buena, que en vez de reprochar y castigar su locura se puso a consolarlo.
-¡No son cosas imposibles! -sentenció Antonio con voz alterada por una leve indignación, mas al notar que la vehemencia de sus palabras infundió un poco de miedo en los chiquillos, extrajo del bolsillo de su pantalón unos caramelos de maní argentinos con los que regresaron la confianza y la incipiente amistad.
-Decía que no es imposible pensar que procedemos de las estrellas y que allí regresamos tarde o temprano –añadió el piloto con tono apacible, dispensando parsimoniosamente las golosinas. -Estoy seguro que cuando crezcas serás un buen chofer de aviones y que conquistarás las estrellas hasta llegar donde tu madre -prosiguió dirigiéndose al niño avión cuando el sonido pertinaz de una campana, de ecos relativamente lejanos, atrajo la atención de la chiquillada.
-¿Pe hendúpa? (¿Oyen eso?) -dijo el líder natural del grupo guardando en el bolsillito remendado de su pantaloncillo el fruto de su esmero. - Es pa’i (el padre) Robledo, nos llama porque seguramente hay almuerzo gratis en la Catedral.
Dicho esto, los niños salieron disparados de allí como una bandada de pájaros silvestres. Antonio contempló inmóvil aquel cuadro que le pareció de una belleza artística inigualable. Encantador resultó a sus ojos el “revoloteo” de esos niños y detrás de ellos el peculiar andar del rubito, con sus brazos extendidos cual gracioso avioncito impulsado, no por hélices, sino por aves desbordadas de libertad incontenible e inocente esperanza.
-¿Qué miras tanto en el cielo? -le preguntó Hilde ofreciéndole una copa de vino en una de las terrazas del Hotel del Lago, ya en San Bernardino, donde gozaban del acogedor amparo de la tibia noche doblemente estrellada, en el firmamento sin fin y en la extensa superficie del lago.
-Nada -repuso Antonio -solamente me preguntaba ¿Cuál sería la estrella más brillante de las Siete Cabrillas?
-Me gustan más los cometas, porque vagan de aquí para allá, como lo hacemos nosotros -dijo Hilde con su gracioso acento alemán, mostrando risueña el destello fugaz de un aerolito.
-Querrás decir meteoritos…una refulgente luz pone fin a sus andariegas vidas -acotó Antonio desde su aura de éxtasis filosófico -y luego nadie sabe dónde fueron a caer. Presiento que algún día he de acabar así -concluyó con voz imperceptible.
Al día siguiente, nuevamente en el puerto de Asunción, Antonio se disponía a emprender el vuelo de regreso a la Capital Porteña. En su maleta de ensueños llevaba la imagen del peculiar rubito. Parecía buscarlo con la mirada hasta que el joven funcionario de aduanas lo interrumpió suplicándole que él mismo llenase el formulario que obraría en archivos porque le costaba un montón escribir correctamente su apellido. Antonio, con una sonrisa indulgente, le dijo que no era muy difícil. “Mira” -le dijo- “Es así: de SAINT-EXUPÉRY”.
-¡Gracias don Antonio y que tenga buen viaje! -dijo el joven imprimiendo un sello circular en el formulario del que sólo quedó legible ENERO 1930.
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