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ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

  LA ISLA MALDITA - Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO


LA ISLA MALDITA - Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

LA ISLA MALDITA

 

Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

 

La cacería para Ángel Troche lo era todo. Durante la semana vivía su tiempo de estudio y de duro trabajo campesino desenfocado y distraído, alistando, en su mente, sus enceres para la “mariscada” (cacería) del fin de semana. Su entrañable compañero era, pues quien escribe, yo, Agustín López. Más que compañero suyo, era su fiel escudero, el encargado de llevar los bultos y de pensar en los detalles de la logística. Por culpa de su hermana fui arrastrado e introducido a la pasión de la cacería. Mi “bautismo”, recuerdo, fue una experiencia casi traumática. Mi hábitat había sido siempre la ciudad, pero por circunstancias económicas mis padres se refugiaron en el generoso seno de la campiña caazapeña (región del Paraguay) en los albores de mi adolescencia.

Potrerito, nuestro pueblito, aparecía ¡Zas!, así, de repente, de entre el tupido boscaje que cubría y, en parte, devoraba una serpenteante ruta de tierra roja fangosa y pegajosa. Unas casitas de tablas sin barniz de pajizas techumbres a ambas veras de la ruta; eso y nada más que eso. Las únicas construcciones de material y con techo de tejas eran la comisaría, la escuelita y el colegio.

Ángel Troche vino al mundo con la habilidad natural de ganarle la partida a un animal en su entorno; al animal que fuera, pero, preferentemente, cerdos salvajes. Los cazaba siempre al amparo del oscuro manto de la noche.

Diré a continuación que el bosque, o el monte, como decimos por aquí, alberga realidades escalofriantes, muchas veces inexplicables a las que Ángel llamaba patrañas, con aire que rozaba la fanfarronería, haciendo alarde de su amplio conocimiento del bosque.

A fin de relatar lo acaecido en la noche de aquel lejano sábado, tendré que traer a colación ciertos fenómenos que trascienden nuestra razón y entorpecen enormemente nuestros sentidos. Potrerito tenía una sección de monte (bosque) que para los pobladores era una especie de santuario aterrador, “la isla”; todo el que tuvo la osadía de entrar allí nunca más salió para contarlo. Se decía que las mejores piezas de caza eran custodiadas allí por el Señor de las sombras boscosas. Una especie de triángulo de las Bermudas de espesa vegetación en el que reinaba aquel misterioso ser. Mi padre, sin embargo, fiel a su pragmatismo citadino, sentenciaba con tono sarcástico: “El progreso, muy pronto, terminará desalojando a ese señor de aquel lugar y, sobre todo, de nuestras cabezas llenas de tonterías y supersticiones”.

Ángel convertido, a la sazón, en un joven consiente de sus cualidades físicas y de su increíble dote de cazador, con su figura atlética esculpida en la agreste palestra de su entorno, con aquellos rasgos finos y tez blanca tostada por el sol y resaltada por sus cabellos negros encrespados, con sus ojos grandes e inteligentes a través de los cuales se entreveía un alma indomable y superior, no obstante, su marcado talante introvertido, decidió, un día, contar lo que otros no pudieron.

-¡Estas loco de remate! – le dije en un guaraní entorpecido por mi castellano urbano, y aclaro que era la única lengua que hablábamos.

-¿Por qué? No tengas miedo. Lo que se cuenta de la isla son puras estupideces - Me dijo, liberando parsimoniosamente a su caballo de la molestosa cabalgadura.

-Estupideces y todo, yo no voy- repliqué, recostando mi bicicleta por la barandilla del patio de su casa.

Regresábamos del colegio donde frecuentábamos el 3er curso básico. No hablamos mucho en todo el trayecto. El kilómetro y medio -él a caballo y yo en la bici- lo transcurrimos absortos en nuestros pensamientos. Mi casa distaba a unos cuatrocientos metros de allí que en la cosmovisión campesina era muy cerca, “pegada” a la suya.  

-Si no vas diré a Nancy que eres un cobarde – masculló entre dientes esbozando su muy particular sonrisa socarrona con la que siempre desafiaba a medio mundo. Esto impactó en mí como un proyectil de irreprimible sonrojeo que caprichosamente se anidó en mi rostro. Nancy, su hermana, un año mayor que él, la primogénita de cuatro hermanos, encarnación perfecta de la Magdalena Penitente de Murillo. Desde que tengo memoria, esa obra, perteneciente al gran pintor español, me atrapó, creando en mi mente la imagen de la mujer ideal. Mi padre custodiaba celosamente una pobre, pero interesante, colección de libros entre los que descansaba un catálogo de arte barroco; entre sus páginas moraba mi Dulcinea, mi Inés, mi Beatriz. Cuando vi a Nancy, por primera vez, fui sacudido tremendamente por un espasmo incontenible. No podía dar crédito a mis ojos. La talentosa obra del artista, el perfecto juego cromático de formas y esencias, deambulando en aquel rústico cuadro campirano, derrochando gracia y dulces fragancias de jazmín y de azahar. Me desvanecí. Cuando me llevaron con el Dr. Escobar, médico rural de la zona, éste dijo: “Él está estable, sus signos vitales están perfectamente bien, habrá sufrido un golpe emocional, sucede con frecuencia a esta edad”. Si el golpe emocional me tumbó, se imaginarán lo que Nancy era capaz de provocar en mí, y que ella tuviera un buen concepto de mi persona me arrastró, muchas veces, a enfrentar desafíos completamente ajenos a mi naturaleza tranquila y reflexiva; y, obviamente, esta no iba a ser la excepción.

-Te veo mañana en tu casa y te muestro los proyectiles que conseguí en el pueblo - me dijo al verme partir sin decir nada, tras tomar bruscamente mi bici; rojo de ira, indignación y vergüenza.

El fresco amanecer de aquel sábado 1 de mayo arrojó espléndidas llamaradas sobre un Ángel madrugador y activo. Desde temprano, aún a oscuras, se había puesto a diligenciar y ordenar las tareas del rancho que le competían, de lo contrario sus padres no le permitirían ir a la “mariscada”. Su padre, un tipo taciturno y severo, se sentía orgulloso de él, pero no le perdonaba el más mínimo ápice de irresponsabilidad. Su madre, hacendosa en sus quehaceres, reservada en el trato con los demás, era sumamente supersticiosa. Para ella no existía frontera entre lo mitológico, lo legendario y lo real. Todo encajaba perfectamente en el mundo nuestro. Ella sufría cada vez que Ángel insinuaba con tono hilarante una cacería en la isla. Cuando se ponía a relatar, que por aquí decimos “casear”, escalofriantes hechos atribuidos al Señor de las sombras boscosas nada tenía que envidiar al mismísimo Molier.

Mi madre, enfermera de profesión, casada con un comerciante autodidacta, fanático del fútbol y la política (mi padre) desde hace más de 16 años, con tres hijos de los que yo era el mayor, aunque compartiera la forma de pensar de mi padre en lo relacionado a la isla, me prohibió secundar la locura de Ángel. Pero para los dos la suerte estaba echada.

Mientras que los ojos del mundo estaban pendientes de lo protagonizado por británicos y argentinos en las Islas Malvinas, excitando y absorbiendo toda la atención de mi padre, Ángel y yo, terminábamos de preparar las mochilas de caza. Faltaba solo el avío (provisiones) que nos lo daría Nancy una vez que, terminados los aprestos en mi casa, fuéramos a la de Ángel. Su sonrisa iluminó los oscuros rincones ocupados por el miedo en mi ser, sus ojos rutilantes de temblorosas pupilas encendieron mi valentía. Alargó su mano diciéndome: “Esto es para ti” y me prometí a mí mismo jamás comerlo, sino guardarlo como la más sagrada de las reliquias. Fue la última vez que la vi con los ojos que me donara el creador en el seno de mi madre. Si hubiese sabido lo que el destino nos deparaba aquella noche, pues hubiera vencido mi miedo mayor diciéndole, de una vez por todas, que moría por ella.

Para no despertar sospechas de modo que nadie supiera nuestras intenciones, tomamos el sendero habitual. La tarde estaba más que avanzada. Durante el transcurso de aquel día, una brisa suave del sur trajo consigo grises nubarrones llenos de atomizados corpúsculos de agua. Cada paso que dábamos era acompañado por el aumento inexorable de las tinieblas que se cernían sobre los árboles, envueltas en una fina capa de llovizna.

-Mira Agustín, el primer puentecito sobre el Itay; a trescientos metros está el segundo.

-Y el segundo puente ¿Es la entrada a la isla? ¿Verdad?

-Sí, ¡No es emocionante! ¿Qué hora es?

-Las 6,30.

-Bien, una vez adentro, buscamos ramas para el sobrado - (una especie de plataforma instalada en la rama de algún árbol para apuntar con mayor comodidad hacia la presa atraída por la carnada).

Cuando estábamos llegando al segundo puente advertimos un bulto sobre el mismo, al costado derecho. Nos pareció un pescador probando suerte allí donde lo permitido y lo prohibido se besan. Teníamos linternas, buenas y potentes, pero constituía una enorme falta de respeto encandilar con ellas a una persona. Estábamos a pasos de llegar donde él cuando Ángel le dirigió el saludo. El bulto se irguió exhibiendo una muy irregular fisonomía, parecida a la de un simio gigantesco; emitió un grave sonido gutural estremeciendo el bosque y cada centímetro cuadrado de nuestro ser y se lanzó al agua, desapareciendo entre los juncos y la espesura anochecida. Azuzado por el miedo convertido casi en pánico, estalló Ángel profiriendo irreproducibles palabras de improperios desafiantes cargados de amenazas dirigidas a esa cosa.

–Rápido, las linternas –dijo cuando hubo acabado.

-Aquí están, pero parecen no funcionar.

Las linternas eran buenas, las pilas nuevitas, pero no funcionaban y nos costaba entender el por qué.

-Mal presagio Ángel, será mejor abandonar este sitio antes de que sea muy tarde.

-No, no has caído en la cuenta de que esa cosa nos teme, huyó de nosotros, sabe que estamos muy bien armados- replicó empuñando enérgicamente el rifle.  

Aquel inhóspito paraje muy pronto nos engulló en indescriptible oscuridad. Nos desatinamos perdiendo el curso del sendero que nos introdujo allí.

–No importa –dijo Ángel con tono resignado – Nos instalaremos aquí e intentaremos armar el sobrado, ¿Has podido reparar las linternas?

-No, y no entiendo qué les pudo haber pasado, mira, se encienden y después se apagan, para nuevamente encenderse cuando a ellas les place.

-Sirven igual para darnos un poco de luz. Este árbol es ideal, aquí izaremos el sobrado. ¿Qué hora es?

-Ni idea, mi reloj paró a las 6,45. Dejo de funcionar.

Colocamos el sobrado sujetándolo con sogas a las robustas ramas de lo que parecía ser un Timbó (variedad de árbol). A unos treinta pasos de allí, junto a una correntada cristalina, colocamos la carnada, ramas peladas de frescas mandiocas mezcladas con tierno maíz blanco, una delicia para los jabalíes. Ángel se tendió en el sobrado apuntando su rifle hacia la carnada, yo me instalé junto al tallo del árbol. Él podía estar horas y horas en la misma posición esperando a la presa. Nuestro rotundo silencio era contrastado por una polifonía escalofriante de insectos, aves, reptiles, batracios, cuadrúpedos y nuevos sonidos de animales que jamás habíamos visto ni imaginado. Un pesado sueño se apoderó de mí. Sentado en mi sillita plegadiza me recosté al tallo del árbol y cerré los ojos. Ángel seguía apuntando hacia el arroyito junto al cual habíamos puesto la carnada. Al parecer también él se quedó dormido. Tras un leve sobresalto reabrió los ojos y entre las sombras divisó un ejemplar, bastante grande. Entre el follaje de los árboles se podía ver los destellos de un cielo tormentoso. A parte de ser grande, el animal no se comportaba como Ángel lo hubiera esperado. Este parecía examinar de un modo extraño la trampa. De repente, se irguió mostrando lo que era en realidad. Ángel, bañado en un repentino sudor helado, accionó el mecanismo del arma, pero este no percutió. Aterrorizado, apretó presuroso el botón de la linterna, pero esta no se encendió. La cosa seguía allí fugazmente iluminada por los intermitentes centelleos de la tormenta que se avecinaba. Trascurrió un segundo eterno hasta que de pronto, la bestia se desvaneció para aparecer justo debajo del sobrado, donde, hasta hace un momento, estaba yo. Se percibían sus gruñidos bajos y largamente sostenidos. Empezó a frotar el lomo contra el tallo del árbol desprendiendo filosas astillas del mismo. Inesperadamente, como una sombra demoniaca, dio un salto sobrenatural hacia el sobrado derribando a Ángel sobre aquellas filosas astillas. Ángel cayó aparatosamente boca arriba, la sombra maldita se posicionó sobre él aferrándolo fuertemente del cuello. Cuando estaba por expirar, rendido ante la extraordinaria fuerza de aquel ser, las manos que lo asfixiaban cedieron un poco concediéndole unas bocanadas de aire. Ángel tomo aire como pudo y atinó a extraer el puñal de su cintura. Cuando nuevamente sintió la presión en su cuello empezó a asestar, una y otra vez, torpes puñaladas al bulto que le estaba encima. Ya no le quedaba aire en los pulmones, aflojó el cuerpo resignado ante lo inminente y un par de segundos después dejó de respirar. Cuando desperté de mi letargo me di cuenta de que estaba empapado en sangre. En mi pecho, mi muslo izquierdo y en mi espalda había marcas de profundas puñaladas. Sentía que uno de mis pulmones colapsaba, intenté correr, pero fue inútil, no veía nada. Busqué a mi compañero, grité una y otra vez su nombre; mi voz se apagaba zambulléndose en una toz irrefrenable, lloraba de dolor y de miedo, no quería morir, pero, lastimosamente, era demasiado tarde. Mi cuerpo, prácticamente ya sin vida, dio unos pasos a tientas para después desplomarse y desaparecer para siempre entre los oscuros matorrales de la isla.

La noticia de nuestra desaparición agitó a todo el pueblito. El comisario de la zona organizó una búsqueda exhaustiva en todos los alrededores. Mi padre, a la cabeza de parientes, amigos y algunos voluntarios, profanó, repetidas veces, la maldita isla sin hallar rastro alguno de nosotros. Pasaron los años y las décadas y se cumplió finalmente lo que mi padre había vaticinado. Hoy la soja ha borrado del mapa los bosques de Potrerito, incluyendo el santuario maldito que nos engullera para siempre. De la mente de los pobladores actuales del pueblito fueron desterradas las fantásticas historias enredadas, cuales agrestes lianas, en los tallos, en las ramas y en el follaje de árboles ancestrales que hoy han dejado de existir y con ellos también nosotros. Ángel y yo nos desvanecemos en un vasto horizonte sin fin de diminutas plantitas verdes envenenadas, traídas por la codicia desmedida y asesina.               

         

   

 

Fuente: El Autor

Registro: Octubre 2019

 

 

 

 

 

 

 

  

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