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ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

  LA ESPERANZA FLORECIDA - Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO


LA ESPERANZA FLORECIDA - Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

LA ESPERANZA FLORECIDA

 

Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

 

Las agudas notas, catapultadas desde una muy bien entrenada garganta lírica, desgarraba el aire tieso del repleto teatro, flotando, magistralmente, sobre la etérea fluctuación de vibraciones sinfónicas de la orquesta. Bañado en sudor, sin perder su porte enérgico y elegante, el director, batuta en mano, marcaba los compases con frenéticos ademanes, alumbrando su preciada creación, gestada en el seno de interminables días y noches sin dormir. El lenguaje casi incomprensible de la madre de las artes, combinando música, literatura y teatro, relataba, con belleza incomparable, el drama de todo un pueblo. La transfiguración escénica de hechos y de personas mutadas en personajes diseccionaba las entrañas de eventos neurálgicos, difíciles de interpretar y de juzgar y, para muchos, hasta de perdonar. Quizá no importaba tanto lo que Roa o Delvalle proponían esa noche y que ellos simplemente estuvieran allí contemplando el espectáculo de una desgracia que bien conocían, dado que aún hoy y ahora la portan consigo. Pero allí estaban, los estigmatizados, contemplando el ignominioso cuadro de las destinadas, reflejo de un pueblo sepultado en el ocaso de la memoria, pero, al mismo tiempo, tan actual. Había, sin embargo, quienes tragaban desvergonzadamente esos encantadores sonidos con sendos bostezos de tedio incontenible. Sentados con la cabeza entre las manos, sufrían el lentísimo pasar del tiempo que separaba una escena de otra. Las luces, artífices de mágicos instantes, proyectaban sobre el conjunto rayos multicolores entre los que primaba un azul penumbroso, propicia atmósfera de redención estética. ¿Salvará la belleza al mundo? En fin…

El mundoproyectado más allá de los telones, las tablas, los palcos y las bambalinas, inmerso en el oscuro ámbito de la fealdad horrenda y corrupta, palpitaba indiferente con sus muchas injusticias. A pocas cuadras del municipal, desafiando el peligro que acecha en las sombras, iba presuroso un descendiente del león guaraní; ese león, desangrado en agónica penuria infinita de un conflicto imposible de vencer, asesinado vilmente, ultrajado en su vulnerabilidad, desmembrado a fin de proveer al vencedor el infame trofeo. Ignora su pasado, esas terribles circunstancias que marcaron para siempre su A.D.N. En su sangre gritan las voces sofocadas de los ajusticiados a raíz de San Fernando, de los lanceados en Ascurra, de los degollados en la plaza de Piribebuy, de los quemados vivos en el hospital aplacando la libidinosa ira del conde cuyo amante fuera abatido. De los infantes masacrados en Acosta Ñu, tiernos escudos de escuálidos guerreros dados a la fuga. Él, sin saberlo, vive su propio Cerro Corá, cercado por potencias a las que no puede enfrentar. Doce horas de explotación voluntaria en pos de un estipendio que no estipendia. No hay vacaciones, ni aguinaldo, a veces ni pausa para almorzar. La noche lo ve salir y la noche lo ve regresar. “Es que no se puede aumentar el sueldo mínimo porque generaría inflación” afirma el político de inflada panza, auto caro, ventanillas ahumadas -cómplices de conducta poco virtuosa- mujeres a discreción de nula discreta reputación, propietario de empresas fantasmas, responsable irresponsable de techos desplomados sobre escolares indefensos, insaciable socavador del erario, cuentas en varios bancos nacionales e internacionales, ingente patrimonio nunca declarado, planilleros explotados en sus fincas, en sus quintas y en sus estancias, testaferros, amigos de prebenda. El sábado a la noche banquetes, borracheras, orgías; champaña Dom Pérignon, whisky soda y rock and roll. El domingo a la tarde familia, misa y comunión en la catedral.

La pobre muchacha, inmaculada, envuelta en radiante luz, vociferaba su reclamo surgido impecablemente del pentagrama. Inmóvil, con porte marcial y silueta de batracio, la escuchaba el tirano hinchado de poder, de voluble indulgencia, de odio y rencor, de frustración; frustración por no poder doblegar la profunda libertad del corazón. Férreo corazón, firme en sus principios, fiel hasta el extremo, vigor inagotable; late con fiereza no obstante el hambre, las fatigas, el calor, el frío, la marcha interminable, la justa causa perdida, las manos mutiladas, la lengua arrancada, el vituperio de la soldadesca, el lanzazo -atroz expresión de la máxima de las penas. La patria hecha doncella, la reina de la hermosura, crucificada en el robusto tallo de un tajy, entre espectrales montes y collados, acariciaba, desde el escenario, a los estigmatizados, tendidos a la pálida luz de un alumbrado público. No son los mártires de Acosta Ñu, quemados cuales pastitos secos de baldío en un agosto sin memoria, pero sí -¡Y válganos el cielo!- son mártires; mártires de ignotos verdugos cotidianos escondidos en el rostro severo de una joven avejentada madre o de un hombre hecho animal, en lo absoluto nada paternal. Hijos de hijos de la calle a quienes los verdugos han arrancado el cándido hábito de la niñez, la calidez del hogar, los juegos memorables, la ropa limpita, la cena rica, la camita acogedora; arrojados a patadas a la calle por verdugos disfrazados de miseria y pobreza irremediable, expuestos al tráfico peligroso de brutos motorizados, alejados de la escuela, alejados de toda asistencia sanitaria, alejados de muchos derechos pregonados con fingido interés, alejados de políticas viables que los despeguen para siempre de las avaras ventanillas ahumadas de los coches. Son hermosos, dormiditos entre tanta mugre, tapaditos con papel periódico y cartones, inocentes angelitos a la pálida luz del alumbrado que lucha gallardo con las tinieblas de la noche palpitante de injusticia, a escasas cuadras del teatro.

El profesor, sentado en una de las butacas, vio caer el telón ante una inmensa calavera, destino último de todo hombre. Hueso y polvo nos espera al acabar la función, parecía decir aquel final espeluznante. Alguien lo citó allí, uno de los bostezadores -privilegiado excluido del drama de los estigmatizados. Su Cerro Corá tiene una larga data, se remonta a su infancia, dura y arrebatada; de mañanas frías sin sol ayudando a su madre en el mercado de San Lorenzo, padre de sus hermanitos a la tarde y a la tarde-noche escuelero “mbopi”. Con silenciosa tenacidad y entereza se abrió camino entre los matorrales espinosos de una suerte extremadamente limitada y sin recursos. Su figura evocaba la versión en miniatura del Quijote, el caballero de la triste figura. Triste por su pinta flaca y poco atractiva y, también, por su semblante taciturno, resultado de un carácter sumamente introvertido. Su piel morena, devorada por el tórrido sol tropical en las siestas sin sombras rumbo a la escuela, forraba una estructura ósea que, a simple vista, parecía no tener carne, ni nervios, ni sangre. Sus ojos, ocultos tras unas gruesas gafas, chispeaban vitalidad quebrachal, indoblegable inteligencia, astucia temeraria. No todo lo que brilla es oro. Y no todo lo que no brilla no es oro. Este oro fue descubierto por el líder político del asentamiento donde fuera destinado como profesor de Ciencias Sociales y de Matemáticas, en un lugar remoto y perdido entre San Lorenzo y J.A. Saldivar, allí donde confinan lo rural y lo citadino en una extraña mezcla de desnaturalización total, donde el campesino no sabe cultivar y el citadino carece de ciudad. En la escuelita no tardó en destacarse por su capacidad organizativa y su estoicidad. Absorbía toda imposibilidad; y de las múltiples limitaciones hacía surgir un aula, pupitres, útiles escolares, un bañito para las nenas, con la siempre difícil y ambigua ayuda de los padres y la incondicional docilidad de los alumnos. Le era difícil hacer gala de su gran valer, sabía mucho más de lo que normalmente expresaba, pero quienes lo frecuentaban cotidianamente lo tenían en alta estima. Esta estima encajaba, cual anillo al dedo, en el turbio propósito politiquero de hombres fortalecidos con la ruina y la humillante situación de eterna postración de un pueblo aletargado, a quien le cuesta recuperar la dignidad. Cuando por vez primera, se topó con la palabra letargo, allá, en sus años de formación docente, quedó impactado con su significado, y un sentimiento de desesperanza se apoderó de él. Le pareció que el letargo, más que todas las guerras habidas y las revoluciones sufridas y los malos políticos y gobernantes soportados, era lo que, en realidad, estigmatizaba al pueblo con un destino miserable, imposible de cambiar. ¿Por qué cambiar el orden de las cosas? ¡El mendigo nace mendigo, vive mendigo y muere mendigo, pues Dios así lo dispuso! Él, sin embargo, fue más allá de los límites del destino y lo domó con paciencia y abnegación, extenuado por el trabajo en el mercado y en la casa; y por los ingentes esfuerzos propios de la carrera (a veces, con descabelladas tareas que respondían a nuevos paradigmas epistemológicos). Fue guerreando contra el determinismo cruel y despiadado de su destino, como sus ancestros en Curupayty o en Boquerón, o en Nanawa, contra todo pronóstico. Desesperado muchas veces y desesperanzado otras tantas…pero dándole siempre al mazo. Su madre y sus hermanitos, como los destinados de la ópera puesta en escena, seguían la penosa marcha de una carrera que duró más de lo debido a causa de las limitaciones económicas y las enfermedades. Cuántas veces postergó exámenes o sacrificó materiales didácticos para subsanar situaciones acuciantes. Por ejemplo, la vez e que su hermanita casi muere por no tener un inhalador…Al final de la faena, con la láurea obtenida, desaparecido bajo una inmensa toga, brillaron sus ojos de satisfacción y emoción detrás de sus inmensas gafas, añadidas, en parte, con alambre.

Fuertes emocionesse encendían en su interior y estallaban cuales fuegos de artificio  en el amplio rincón de su consciencia, armonizándose con las luces del teatro. La música, los actores saludando, los repetidos aplausos y ovaciones de los estigmatizados, le erizaban la piel. Aplaudía de pié, con la garganta anudada y gotas saladas que se le escapaban de detrás de las gafas. Aplaudía sinceramente, ovacionaba a los actores y autores de la obra, pero al mismo tiempo se aplaudía a sí mismo, aplaudía a su madre residenta, hija de residentas, a sus hermanitos “los destinados”, aplaudía por los muchos esfuerzos y los sacrificados logros jamás festejados ni aplaudidos; y una terrible decisión ardió en su corazón con ímpetu implacable.

Tras abrazara su hija, integrante de la sinfónica y llenarla de felicitaciones, el bostezador, politiquero, panzudo y jactancioso, se abrió paso entre la gente y sin saludarle, secamente, farfulló en guaraní que el partido le daría cien mil guaraníes y nada más por cada cédula de persona que logre retener en su casa el día de las elecciones generales y que quizá vea después la cuestión de su rubro. Él abrió las compuertas de su decisión y esta, cual tsunami arrasador, devastó la aletargante cosmovisión del hedonista, ladrón, estafador, hipócrita, politiquero. Le costó entender al fulano este modo de pensar, nuevo, hermoso, fresco, esperanzador ¡libre! Díjole el bostezador: “¿y tu rubro?”. El replicó en guaraní, dulce idioma, símbolo de perenne resistencia: “no me importa el rubro”…

¿Salvará la belleza al mundo? Y…¿Por qué no?

 

 

 

 

Fuente: El Autor

Registro: Octubre 2019

 

 

 

 

 

 

 

  

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