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ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

  EL ÚLTIMO CUENTO - Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO


EL ÚLTIMO CUENTO -  Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

EL ÚLTIMO CUENTO

 

Por ANDRÉS ROLÓN CARDOZO

 

Cuando el abuelo relataba las descabelladas travesuras del ka’i, la niñada entera que lo rodeaba se prendía de cada frase graciosa con ojos desorbitados y boca abierta hasta estallar, repentinamente, en alegres carcajadas. El cuento llegaba a su fin cuando el monito (ka’i), rodeado por los animalitos del cuento, como López en Cerro Corá, se refugiaba en la parte más alta de una palmera (pindó). Jaguareté (tigre), el comisario, acompañado por los personajes del cuento, le intimaba rendición y le ordenaba bajar a fin de responder por sus muchos actos delictivos. El monito, obviamente, se negaba a bajar y a enfrentar una muerte ineludible, razón por la que Jaguaraté conjuraba a los vientos a que estos soplasen impetuosos y arrancasen a Ka’i de su agreste alcázar. Todos los años, cuando el frío cernía con su helada brisa los cañaverales anunciando la cosecha inminente, los hijos e hijas de don Arsenio confluían a la casa grande, con sus respectivos hijos e hijas. Aquello era un espectáculo de regocijo y alboroto largamente ansiado por el viudo, situado, a la sazón, en el umbral de su senectud. Todos querían escuchar, una y otra vez, cómo los vientos derribaban al travieso delincuente hacia las fauces del implacable comisario. Pasaron los años y el tiempo trajo consigo nuevas necesidades, nuevas decisiones, nuevas situaciones, nuevos problemas, nuevas opciones, que extinguieron para siempre los cañaverales, la zafra y el regocijo del anciano. El invierno de este año, 1991, está cargado de una fría tristeza saturada en los sucios y descuidados pasillos del hospital de Clínicas. El pobre cuentacuentos espera que se libere una cama para su internación. Quizá no aguante la espera. Ante esta situación, el ka’i, refugiado en su altura segura, rodeado, como siempre, como López en Cerro Corá, por sus justicieros perseguidores, se dirige a ellos en estos términos:  

-Ud. tiene razón comisario Jaguareté. Su rugir buscando justicia achicó en mí la valentía y mi cobardía acrecentada aferróme a la punta de este pindó, del cual no pretendo bajar ni beodo. Tal vez no sea cobardía lo mío sino mero instinto de preservación. Sin embargo, a este instinto se suma hoy una tristeza inefable, de nostálgicos matices, que me induce a amarlos y a querer reconciliarme con cada uno de Uds.      

-¡Baja entonces!-dijo el Jaguareté con un profundo gruñido.

-¿Bajar? No puedo –dijo el ka’í abrazado fuertemente a la gigantesca planta- ¡Quién soy yo para violar tan sagrada e intrínseca ley natural! Todo lo que soy, mi naturaleza entera de Ka’i, se sujetará, en lo sucesivo, a las pinnadas hojas de esta planta y permítanme, desde esta posición, exponer mi defensa y responder por mis actos y, aunque no lo crean, manifestarles mi afecto.

Los personajes del cuento irrumpieron en un murmullo aterrador de viva indignación del cual se catapultaban tremendas vociferaciones como: “¡Maten al infeliz!” “¡Invoca a los vientos Comisario!” “¡Sí, que caiga de una vez el desgraciado!

-Tienen razón, tienen razón, amigos míos, tienen razón. No puedo negar lo evidente. Las travesuras cometidas…

-¿Travesuras? ¡Fechorías!-dijo indignado el Jaguareté al tiempo de asumir su típica postura rampante.

-Fechorías, travesuras, como quiera comisario Jaguareté. Decía, tales cosas cometidas poniendo en riesgo, en muchas ocasiones, la integridad física de mi compadre Aguará y de otros personajes del cuento, fluyeron de mí como el río Paraguay del Diamantino, o como el agua del yvu (manantial), de forma tan fatalistamente natural e inexorable de no existir en el mundo fuerza racional alguna que las limite, las dome o las aplaque. Reconozco mis faltas y lamento mis delitos, aunque ellos susciten en mí un no sé qué de gracia que me lleva a la risa incontenible al momento de traerlos de vuelta a colación. Por ejemplo, la vez en que Aguará fue casi devorado por los perros del dueño del cañaveral, aquella tarde en que libábamos de forma ilícita el exquisito néctar de la caña. Al principio él no quiso ir, recuerdo, dijo no tener calzados. Yo le dije que lo calzaría con ka’ygua piré (cáscara seca de calabaza) y él accedió encantado. Después, en plena faena, borracho ya de tanta caña y no atendiendo a las súplicas de mi compadre, dejé escapar, de lo más recóndito de mi naturaleza vivaracha, aquel grito tan, pero tan pelotudo como innecesario, que alertó a los canes del patrón.

El desenlace…-dijo el ka’i empezando a reír a carcajadas – el desenlace ya lo saben – dijo finalmente muerto de la risa.

Esto agitó aún más el avispero, había quienes querían derribar al insolente a pedradas pero inútilmente, el ka’í estaba muy alto.

-En serio amigos, perdonen, perdónenme –dijo el monito reponiéndose del calambre que le provocó en el vientre la risotada - ¿Quién soy yo para reírme de las desgracias ajenas? Y más, si estas fueron provocadas por mi imprudencia. Pero fíjense, cuando don Arsenio llagaba a este punto del relato y describía con gestos y palabras, como solo él sabía hacerlo, el jocoso y terrible predicamento de Aguará, imposibilitado al escape a causa de sus improvisados zapatos, se producía una explosión de risitas infantiles junto a aquel fuego agrupador.

Un proferir de irreproducibles palabras se alzó de la turba reunida al pie de la palmera. Dos o tres intentaron subir por el tallo, otros continuaron con sus inútiles intentos de derribarlo con cascotes. El rabioso rugir del Comisario estremecía el ámbito boscoso del cuento.

-¡Amigos! –dijo el ka’i con voz potente y tono apaciguador- Como dije antes, tienen razón, no lo niego. He sido imprudente, atolondrado, manipulador, embustero, maquiavélico, egoísta, oportunista, travieso, abusador, tramposo, patrañero, hipócrita y un sinfín de cosas más. Pero quien esté libre de culpa arroje la primera piedra y dicho esto les ruego que depongan sus antorchas y tridentes y dialoguemos como los entes civilizados que somos. 

-¡La primera piedra! –Dijo la chiperita roja de ira –La segunda, la tercera y la cuarta también-concluyó al tiempo de arrojar un objeto contundente hacia la animalidad del monito. El resto de la chusma reclamaba justicia enardecidamente.  

-Y bueno, por lo que me veo, me veo obligado a seguir aferrado-dijo el ka’i - Pero ello no me impide ofrecerles sinceras disculpas por las desgracias y las tomadas de pelo ocasionadas. Yo sé que la última travesura colmó el vaso…

-¿Travesura? ¡Acto criminal!-Dijo el Jaguareté con su gruñido característico.

-¿Acto criminal?

-¡Sí!

-¿No cree comisario Jaguareté que eso suene un poco exagerado? Y, además, no me lo negará, Aguará tiene un poco de culpa ¡Por boludo! ¡Quién, en su sano juicio, se traga el cuento de trepar por el tallo de la palmera con el trasero hacia arriba y la cabeza hacia abajo! ¡Dígame, quién! Yo, personalmente, no podía creer el espectáculo y mi reacción de bestia traviesa fue instintiva; y esta pava casi llena es la prueba fehaciente de que un chorrito, nada más, de agua caliente del mate, que estaba tomando tranquilito en la punta de mi pindó, quemó su fondillo. Es que corre por ahí la versión de que le vacié toda la pava…

Esta vez la turba agitó violentamente la palmera del incorregible malhechor, pero nada, todo intento de prenderlo resultaba inútil.

-La efervescencia de su animadversión hacia mí- Dijo el ka’i con tono solemne-  no mengua mi deseo de pedir disculpas ni la tristeza profunda que me embarga. Y empiezo con Aguará, mi compadre, el blanco preferido de mis monerías.

-¡Casi acabas conmigo animal! Dijo el Aguará sollozando aun de dolor.

-Si Aguará. –Prosiguió el ka’i asumiendo un porte serio, poco común en él. -Sinceras disculpas compadre. Desde que entramos en este hospital esperando una cama de terapia y vagando entre las muchas imágenes de una mente que se resiste en apagar su llama, que se bate sin tregua con la noche del no ser, he reflexionado sobre el guion jamás escrito que insufló en nuestras narices el aliento de vida, dándonos la razón de nuestra existencia y me dije, pero ¡Dios mío! Nuestra historia no ha sido plasmada en libros inmortales, ni registrada por autores de renombre. Dependemos de la mente y la capacidad expresiva de un anciano agonizante que jamás aprendió a leer. Y tragando dificultosamente mi saliva vislumbré, en un instante, nuestro fin impostergable.  

Y ante esta oscuridad silenciosa y eterna que se cierne sobre nosotros… ¡Amigo Jacaré! Perdón por utilizarte con falsas lisonjas…

-Y en vista de cómo están las cosas, por qué no – dijo Jacaré soltando una furtiva lágrima.

-Perdón amigo potro por mis amenazas y chantajes a fin de montarte- continuó el monito.

-Y en vista de cómo están las cosas, por qué no –dijo el caballito entre relinchos de tristeza.

-Perdón amigo Ju’i por romper tus vasitos con agua.

-Y en vista de cómo están las cosas, por qué no – dijo el Ju’i con lastimera voz de estero.

-Perdón Comisario Jaguareté por ridiculizar, siempre que pude, su fuerza y su autoridad…

-A mí no me vengas con patrañas, mentirosa alimaña- dijo el Jaguareté.

-Perdón Chiperita por robar tus chipas calentitas…

La Chiperita dijo algo que el ka’i no pudo entender, pero que sonó dulce y reconciliador.

-Perdonen amigos, perdonen –Prosiguió el ka’i sin perder su tono solemne-  Aun sabiendo que este gesto no cambiará la historia. Sí, yo sé que nada ha de cambiar. Jaguareté conjurará a los vientos y estos soplarán impetuosos y unas lágrimas risueñas de tristeza y cosas lindas rodarán por las mejillas de estos niños envejecidos, reunidos en torno al fogón que se extingue, sin remedio, en este pasillo sucio y frío de hospital. Yo seré violentamente removido, por el huracán justiciero, de mi podio seguro y caeré lenta y largamente hacia las fauces de la muerte; arrancando, en mi espectacular caída, amenos recuerdos de este libro sin letras que poco a poco va cerrando sus páginas. Jaguareté abrirá el hocico, cuán grande podrá, y, ante los ojitos estupefactos de estos niñitos de antaño, cumplirá la sentencia dictada engulléndome en oscuridad. Pero de ella saldré porque así lo dicta el cuento. Y es mi esperanza, amigos míos, es mi esperanza… Si bien, no seamos de Andersen ni de Roa Bastos ni de Casaccia o de Allan Poe o de otros muchos, pero muchísimos más, pertenecemos a don Arsenio. Pertenecemos a ese pueblo que trasciende las letras inmortales, pertenecemos a ese pueblo que tantas veces mataron pero que ha vuelto a resurgir.

Se acrecienta, improvisamente, el frío en el pasillo de Clínicas. Las nubes cargadas oscurecen los rincones tristes, atiborrados de grises soledades. Se cierra el telón de una obra sin igual, pero no hay aplausos ni ovaciones. Finaliza la función y en el recuerdo de los vivos flota sempiterno el cuento del ka’i.

      

 

    

Fuente: El Autor

Registro: Octubre 2019

 

 

 

 

 

 

 

  

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