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OLGA BILBAO CUEVAS

  LA DE ANTES, 2009 - Por OLGA BILBAO CUEVAS


LA DE ANTES, 2009 - Por OLGA BILBAO CUEVAS

LA DE ANTES

Por OLGA BILBAO CUEVAS

 

 

ZADA Ediciones

Asunción – Paraguay

Setiembre del 2009 (133 páginas)

 

 PRÓLOGO  

 

 

EL DERECHO DE SOÑAR

 

         Olga Bilbao Cuevas nos entrega en este libro los secretos de su alma.

         Expone tres etapas de su vida en tres capítulos que define como "secuencias lógicas".

         En prosa ciara y precisa describe sucesivamente la dicha de la risueña infancia, el sombrío espanto de la locura y el remanso de la paz recuperada.

         El Primer Capítulo es el de la infancia feliz, allá en Duarte-cue. Son veintiún breves episodios y cada uno finaliza con una frase certera, de un humor restallante, de un humor desenfadado hasta... en guaraní! Un verdadero deleite.

         Antes de leer el Segundo Capítulo, conviene recordar aquella admonición, a las puertas del Infierno: "Dejad toda esperanza lo que entráis aquí..." El Hospital Neurosiquiátrico se encargaba justamente de eso, de erradicar toda esperanza. Virulana, Festín de lenguas y No nacido muestran la degradada condición humana en ese reino de las tinieblas que - con entradas y salidas - Olga frecuentara durante veintiocho años.

         En el Tercer Capítulo se emprende viajes a ríos y montañas, a inéditos paisajes. Puede hacerlo porque ha recuperado la paz y "ordenado su mundo interior". Puede mirar su vida, instalada en un tiempo vertical, distinto al tiempo encadenado a las horas. Desde ese tiempo vertical, que concilia los opuestos, que se alimenta de la felicidad, Olga puede volver a ser "la de antes".

         Es una construcción de valor, y parte de una decisión vital que este libro ilustra: el derecho de soñar, de viajar hacia la patria de la dicha, con el corazón en paz.

 

         Sara Raquel Chaves

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

         Como en un registro anecdótico de vivencias asentadas en un film van proyectándose todos los títulos que abarcan esta obra y que siguen una secuencia lógica hasta el final. Esta historia de vivir tiene un desarrollo y etapas nítidas, fáciles de observar en las tres fases sucesivas de que consta el volumen. Basta reconocer al personaje y ubicarse en el oleaje continuo y misterioso que es la existencia.

         En la infancia tenemos cierta manera de estar en el mundo a través del juego y la fantasía. Este tiempo de inocencia con sabor a leche tibia y canela, al abrigo amoroso de padres y hermanos está salpicada de eventos familiares simples y sencillos, sin duda alguna, triviales para terceros.

         Llegó a su vez la adolescencia pródiga en descubrimientos, despertares y transgresiones. Era la época de la plenitud del ser, presente en los acontecimientos que honran la vida.

         Era observar los rayos del sol a través de las ramas de un árbol, deleitarse con el canto de las aves cercano el medio día, era la risa, el encanto.

         Este período idílico duro 20 años (1947-1967). Como no se me reprimió la infancia ni la adolescencia pude conservar la creatividad y la rebeldía que fueron mi soporte en los años siguientes. El paso evolutivo siguiente sufrió una conmoción. De pronto, una siniestra ave negra sobrevoló mi cielo, abrió sus garras y dejó caer su carga de desdicha y dolor sobre mí, desprevenida.

         Naufragaron los tiempos de alegría.... Sin poder soportar el peso de la fatalidad que gravitaba más que mil estrellas muertas, caí en la postración, el sufrimiento y la soledad. Abandoné, debido a la enfermedad, todo lo que hasta entonces había tenido.

         En medio de este infortunio, sin embargo, comprendí que mi realidad era cambiante, caprichosa y no siempre demostrable. Los relatos de esos años son testimonios trágicos, sin ropaje de anestesia o fantasía.

         Me esforzaba con ahínco de reconstruir mi vida, en ser la de antes pero una y otra vez me desplomaba. Esta lucha contra el padecimiento fue desigual y sin pronóstico amigable. Duró 28 años. (1968-1996).

         Durante todo ese tiempo fui prisionera de mi misma, esperando que el ave negra diera paso a la aurora y me soltara entera, completa y feliz. Los elementos reales que constituían el soporte de mi mal, desaparecieron por mandato de la vida. La recuperación también llegó como consecuencia natural de estos hechos. A partir de 1996, volví a pertenecer al mundo como persona "normal". Obtuve la libertad para viajar cuanto quisiera y adonde fuera. La realización de mis deseos ya no estaba condicionada a la buena voluntad de otros.

         Volví a tener derecho a cometer mis propios errores y a pagar mis propias deudas. Resultado de este ciclo, son los títulos finales, en los que se puede notar, fácilmente, la reconciliación con el mundo exterior y un atisbo de humor que hace más llevadera la vida.

         Después de ver toda la película, con los ojos del alma podemos percibir mucho más en estos episodios. Divisar por ejemplo, a tantos seres especiales que luchan a la par por ser comprendidos, valorados, respetados. Seres admirables que poseen -como cualquiera - la misma fuerza interior y el coraje de combatir su suerte y lograr sus metas. Reconocer sus afanes y apoyarlos en sus anhelos es contribuir a que también para ellos llegue la aurora.

 

 

 

CAPÍTULO I

 

 

LA JUGADA

 

         Eran las cinco de la tarde. El sol estaba fuerte aún y si se prestaba atención, se podía escuchar por doquier el crujir incesante de las plantas, viviendo en comunión con los pequeños insectos, las víboras, y los pájaros. Todos respirando al compás de la estridente música de los teros, las cotorras y los guacamayos.

         El aire estaba cargado. Presagiaba una tormenta, pero el viento indeciso no hacía bien su parte y todo quedaba en la nada. Así pasaron tres días: que venía y que no venía la lluvia.

         A cien metros más o menos de la exuberante vegetación, se erguía el caserón blanco de amplios ventanales de hierro forjado de la estancia Duarte - Cué, circunvalado por un corredor de ladrillos y esbeltas columnas que sostenían un techo de zinc de color rojo brillante.

         Del lado izquierdo de la casona, había un amplio patio que lindaba con una plantación de mandioca. Este baldío era utilizado como tendedero de ropas. Contribuían al encanto de este sitio, dos plantas de naranjos y un limonero achaparradito.

         Cerca de este limonero estaba Doña Lola, juntando las ropas ya secas. Las iba doblando cuidadosamente y las ponía en un cesto que tenía a sus pies. Estaba retrasada en sus quehaceres, lo cual la ponía ligeramente nerviosa.

         En ese momento llegó Don Bilbao, su marido. Venía de trabajar en el campo. Estuvo revisando los potreros. Estaba un poco cansado, pero contento, de buen talante. Tenía algo que proponer a su mujer, algo que en varias oportunidades ya había intentado hacer.

         - Ven Lola, te enseñaré a jugar al ajedrez.

         - Pero Bilbao, yo no tengo cabeza para eso..., dijo ella y dejó resignada sus ropas.

         - Lola, muchas veces me aburro solo y competir contigo me haría pasar muy bien las horas. Ven Lola, procura, no es difícil, todo depende de la voluntad que pongas en ello.

         Lola subió al corredor y tomando una silla se acomodó frente a la mesita, dispuesta, con un suspiro, a aprender a jugar.... Que el peón se mueve así... y el caballo asá.... Hicieron un recuento de todos los pasos. Al cabo de un tiempo considerable, dijo Bilbao:

         - Lola, creo que ya entendiste como se mueven las piezas, juguemos un partidito...

         - Está bien, Bilbao. Pero que sea rápido.

         - Eso depende de la habilidad en dar jaque mate.

         - Yo inicio el juego con las blancas.

         - Como quieras, Bilbao.

         Bilbao empezó y quedó expectante, queriendo adivinar el próximo paso de su novel discípula, en la seguridad que lo iba a sorprender con una movida audaz. No veía el momento de que ésta reaccionara. Por eso le empezó a inquietar su tardanza.

         - Lola, hace quince minutos que moví mi pieza. Tanto te cuesta decidir tu jugada?.

         - En que piensas?.

         - Pienso en que todavía no le di de comer a las gallinas.

 

 

LOS ENMASCARADOS

 

         Corría el año de 1947. Los ramalazos de la revolución también alcanzaron a Duarte-Cué, en forma de franco bandidaje. Forajidos como Lepe pucu, Lechuza o Amaral-í sacaban su tajada y hacían de las suyas amparados en el conflicto.

         Desde Concepción, la Unidad Militar, había enviado al Norte 18 soldados al mando de un intrépido Sargento de 23 años, llamado Ismael Gutiérrez, muy pronto conocido como El Temido, debido a su audacia y arrojo.

         Tenían como propósito controlar, hasta donde fuera posible, la peligrosa situación creada por los facinerosos que realizaban sus fechorías con total impunidad.

         Todo el personal de la estancia vivía en estado de permanente zozobra. Cuando llegaban los rumores de que pronto invadirían los malhechores, las mujeres alzaban a sus hijos y se internaban en los bosques a esconderse.

         Doña Lola no gustaba mucho de estas incursiones a la selva Prefería mil veces, enfrentar el peligro al lado de su marido.

         Oriunda de Horqueta, llevaba por apellido Cuevas, que por tres generaciones pasó de madre a hija y era sinónimo de mujeres valerosas e imbatibles. Sabían enfrentar los distintos avatares de la vida. Nunca tuvo miedo, es decir el miedo que paraliza.

         Una noche singularmente oscura, escuchó como en sueño, el furioso ladrido de los perros. Acabó por despabilarla el ruido de unos golpes en la ventana enrejada del dormitorio. Antes de que Don Bilbao se despertara, saltó de la cama y se enfrentó a lo oscuro. Tomó la linterna y alumbró: eran tres enmascarados.

         Procuró que la voz le saliera lo más natural posible y dijo:

         - Buenas noches señores. ¿En qué podemos servirles?

         - Queremos ir al almacén, para surtirnos de algunas provistas. Además necesitamos caballos frescos para seguir viaje.

         - Así se hará. Esperen un momento. Puede acompañarme otra persona?.

         - Cualquier persona, señora. Menos la cocinera. Ella nos conoce y puede identificarnos.

         Mientras Don Bilbao les cambiaba los caballos, Doña Lola, sin hesitar, fue sola al almacén. Los tres hombres se surtieron a gusto de yerba, tabaco y galleta.

         - Señores, me podrían dejar un poco de galleta para las criaturas?.

         Entonces, en un rasgo de generosidad los maleantes le vaciaron media bolsa sobre el mostrador.

         En esa época, si se les trataba bien a los bandidos, ellos a su vez no tenían razón para maltratar. Era cuestión de convivencia. Todos estaban mezclados: soldados, bandidos, sacerdotes y personas comunes.

         Sin embargo, a veces tenían sus salidas imprevistas:

         - Señora, sabe una cosa?.

         - Cuando pienso en ese gringo de su marido, mi guácha se retuerce y mis manos me pican. Tengo tantas ganas de darle una buena paliza.

         - Y, porqué señor, esa ocurrencia?.

         - Ha, reinte...

 

 

 

BUEN CONSEJO

 

         Trabajo duro y riesgoso. Así es el trabajo de las estancias. Un día nublado, durante un rodeo, se escapó una vaquilla del montón y se dirigió hacia el bosque. Una vez que se metiera allí, sería difícil sacarla o bien llevaría su tiempo. Los hombres estaban apurados pues se preparaba una tormenta.

         Al tratar de dar alcance al animal, los montados de Don Bilbao y el de un arriero, chocaron violentamente, en un inesperado accidente y el Mayordomo se fracturó la pierna izquierda, entre el tobillo y la rodilla.

         Los hombres, preocupados, lo ayudaron a desmontar y lo sentaron en el suelo. Allí, con el patrón semi inconsciente, no sabían a quién recurrir o qué hacer en el momento. Cuando por fin el patrón reaccionó, la pierna rota estaba muy hinchada y le causaba un lacerante dolor.

         - Sáquenme la bota con cuidado, - dijo ingenuamente Don   Bilbao

         - Si, Mayor

         Eran duros hombres de campo. Jamás habían hecho de gentiles enfermeros. Por consiguiente, empezaron a zarandearle el pie de un lado para otro, pero no zafaba.

         Luego de vociferar todas las maldiciones posibles, el herido dijo:

         - Corten con mi cuchillo la bota. Ahora mismo. Al cortar el cuero de la bota, nuevo dolor se infringiría al accidentado. Don Tobías un viejo peón de la estancia, era el más baqueteado de todos. Fue por eso que acudieron a él, para salir del impase.

         - Que podemos hacer, para que el accidentado resista mejor el traqueteo?.

         - Yo sé lo que debo hacer, dejen esto por mi cuenta.

         Se acercó al patrón y, con toda la buena intención del mundo, le aconsejó:

         - Aguante, Mayor. Aguante, Mayor para ganar dinero.

         Quisiera verte en mi lugar, carajo, pensó furioso Don Bilbao, a ver si te consuela el dinero. Don Tobías le cortó la bota y por fin quedó libre la pierna fracturada y con esto llegó el alivio.

         La lluvia caía con fuerza y el viento zarandeaba la copa de los árboles. El trabajo comenzado antes del choque se había suspendido y todos volvieron a la estancia. Los arrieros un poco tensos por lo ocurrido y los caballos briosos aun por no haber completado la faena de la tarde. Para trasladar a Don Bilbao, consiguieron de un puesto cercano, un carro desvencijado. Durante ese día y los siguientes, no se habló de otra cosa, sino del accidente.

         Pero el ajetreo diario les hizo olvidar poco a poco lo acontecido. El Mayordomo fue entablillado y se recuperó muy bien.

         Fue pasando el tiempo y fue así que un domingo por la mañana, varios meses después, se acercó al patrón, el capataz, para pedirle que le ayudara a extraer una espina de Yuasy-y del talón de un peón. Le explicó que, debido a que ya lo habían intentado varias veces, éste tenía el talón hecho jirones. Llegaron a la casa del peón malherido y ¡oh, sorpresa! el peón no era otro que el mismísimo Don Tobías.

         Don Bilbao se llevó la mano a la cintura y sacudió la cabeza una y otra vez. Entre risas desenvainó su filoso cuchillo y, tomando el talón del herido,         le dijo:

         - Aguante Don Tobías, aguante para ganar dinero.

 

 

 

MATILDE

 

         Cansada de vivir en su mundo, lleno de duendes y misterios, llegó a la estancia Matilde. Llevaba una cinta roja atada a su oscura cabellera y un vestido nuevo a motas verde.

         Venía desde Bella Vista, cruzando campos, monte, picadas y aguadas.

         Nunca nadie intentó agredirla. Había algo en su figura que la hacía respetada y protegida por todos.

         Era el medio día, ella fue al comedor del galpón y se sentó a la mesa junto a la peonada, quienes aprobaron encantados su visita.

         Estaba silenciosa, pero ya conocían su carácter imprevisible. Era sólo cuestión de esperar. Al rato ocurrió. De repente rompió su mutismo y se lanzó a hablar entusiasmada. Palabras van y vienen en fluida conversación con todos.

         Ella les contó de cómo un lagarto la despertó de una siesta y ellos de cómo enlazaron un desmamante.

         Seguían relatando cada quién una historia diferente y nunca se sabría si eran reales o producto de la fantasía. Pero una cosa sí era cierta, todos disfrutaban enormemente de ellas.

         Súbitamente, Matilde se calló y suavemente se, levantó y se fue.

         Sin más.

         Sin despedirse.

         De nuevo en su papel de esfinge muda. Ora vez se sumergió en su preciado y cómodo universo donde daba lugar a todas sus apetencias.

         Dejo atrás, a sus amigos que suspiraron entristecidos, esperando una pronta vuelta.

         Nadie sabría qué rumbo tomaría. Tal vez ni siquiera ella. Se iría donde la llevara el viento. Feliz de ser parte del cosmos.

         Cuentan que, después de andar y andar por todos los caminos del norte, una vez yendo por Gasparí un toro bravo la embistió y la dejó malherida.

         A pesar de todos los esfuerzos de sus muchos amigos, Matilde ingresó definitivamente a su cielo privado.

 

 

 

 

CAPÍTULO II

 

HOMO LUDENS

 

         Después de compartir por varios días dolor, cucarachas, liendres y ratones, nos sentíamos hermanadas como nadie en ese ruinoso hospital del Neurosiquiátrico.

         Recostadas lánguidamente a la sombra de un frondoso mango, un grupo de internas hacíamos la digestión silenciosamente.

         Estábamos hartas de comer mango dulce y espeso y el aburrimiento nos hacía bostezar por turnos, a todo carrillo.

         Venancia se desperezó y sin mediar palabras me lanzó un escupitajo que salió velozmente de su boca desdentada y fue a parar a mi piojosa cabellera.

         Sin ofenderme por ello, me reí y le contesté una guasada y como si esto fuera una chispa, se me prendió la lamparita y le dije al grupo:

         - Se me ocurre que juguemos a la víbora invisible,

         - Si, juguemos, juguemos, corearon todas. Felices de escapar del tedio cargado de fruta tropical.

         - Bien, -les dije. El juego consiste en imaginarse una terrible víbora que se mueve entre nosotras, dispuesta a mordernos con su veneno mortal y dejarnos muertas para siempre. No debemos dejar que esto suceda y como sea debemos matarla.

         - Consigan palos o escobas como armas y empecemos, arengué entusiasmada, más que ninguna.

         Robé un palo de repasar del depósito y con los brazos en alto y pelo enmarañado, grité muy convencida:

         - Cuidado, Venancia, está enroscada en tus talones!

         - Si, la siento viscosa, chilló zapateando frenética, la escupidora.

         - Ya se escapó hacia el fregadero - vociferó Tina blandiendo su escoba en pos de la huidiza víbora y la siguió, dando golpes en el suelo y levantando nubes de polvo.

         Siguiendo a nuestra víbora inventada, golpeamos puertas, ventanas, mesas, tambores y desparramamos canastos de ropa limpia.

         Nos reíamos histéricamente y de tanto en tanto se escuchaba un alarido escandaloso cuando alguien del grupo sentía la feroz mordedura de la vil serpiente y caía fulminada eternamente.

         Pocas fuimos las sobrevivientes y, ante la vista de tantas muertas, fuimos calmándonos hasta suspender el juego. Poco después sudorosas y risueñas formamos fila para tomar los medicamentos de la noche y no nos sorprendió demasiado, encontrar que en nuestro menú medicinal había una dosis extra de tranquilizantes para todas las participantes del juego.

 

 

 

HISTORIAS MEZCLADAS

 

         El tren llegó a Lisboa, procedente de Madrid, una clara tarde de otoño de 1978, trayendo consigo el bullicio de España y mi nostálgica tristeza.

         Las calles de Lisboa y en realidad el aire, la gente toda, estaba efervescente de entusiasmo cívico y sueños recién forjados en el nuevo panorama político que se abría en la república de Portugal. Me sumergí de lleno en esta vivificante marea, comprobando con asombro genuino las peculiaridades de la población lusitana. Me quedé presa en un estado intermedio entre lo real y lo imaginado por mí con respecto a sus costumbres.

         Asistía por igual, tanto a recitales de artistas excepcionales como la mítica Amalia Rodríguez, en el Estoril o a solitarias playas al sur, salpicadas de silenciosas dunas y mechones de hierba rala que se mecían acompasadas por el viento marino que también mecía mi alborotado espíritu.

         Con el correr de los días, la falta de sueño regular, el abandono de mis medicamentos y la ingestión constante de vino en las comidas, me llevó inexorablemente a una crisis bipolar.

         Ya internada en un hospital siquiátrico, centré toda mi desdicha pasada y de ese presente en el recuerdo de la conducta ruin y canallesca que tuvo para conmigo un médico siquiatra que me había tocado en suerte en Asunción, meses antes de viajar a Europa.

         El siquiatra portugués por su lado, escuchaba mis humillaciones pasadas y guardaba silencio. Cuando hube vaciado mi alma de tanta amargura, empezó a reconstruir pacientemente mi auto estima y a considerar otros aspectos de mis laceradas emociones. Cuando finalmente me dio de alta, le dejé la dirección del hotel donde posiblemente me hospedaría.

         Una semana más tarde, fue llegando al lobby del hotel con su andar cansino y sosegado, me preguntó interesado si todo iba bien y me confesó como excusándose con una sonrisa que sólo quería verme y asegurarse que me encontrara recuperada y dispuesta a retornar a Paraguay con todo lo que ello implicaba. Días después tome un vuelo de la Varig y regresé a Asunción luego de 6 meses de ausencia.

         El recuerdo de Lisboa lo tengo enquistado en la mente y se filtra nítidamente sobre mí, cada vez que escucho las notas de un fado portugués.

 

 

 

LA MUSICA GALANA

 

         Corría el año de 1979, pleno auge de la era stronista. El partido colorado reinaba sobrada y férreamente en todos los rincones de la patria.

         El Neurosiquiátrico no quedó exento de su influjo.

         Experimentaba una de mis primeras internaciones y la vida en este lugar era chata y carente de sentido.

         Nos encontrábamos conversando un grupo de internas, bajo una planta de guayabo, cuando llegó a nuestros oídos las inconfundibles notas de unas guitarras.

         Felizmente sorprendidas giramos la cabeza y vimos venir hacia nosotras a tres músicos con sus guitarras, venían acompañados por una señora muy enjoyada que lucía un reluciente pañuelo rojo al cuello.

         Ella nos saludó amablemente y nos pidió, casi llorando de emoción, que solicitáramos la música que más nos gustara, ya que los artistas la ejecutarían con sumo gusto y placer.

         Todas, inclusive yo, nos pusimos contentas ante tal perspectiva de ensueño.

         Empezaron las peticiones y cada cual quedaba extasiada al escuchar su polca favorita.

         Las cosas marchaban sobre ruedas hasta que la doña se acercó a mí y con sonrisa angelical me preguntó

         - Que polca querés escuchar, cariño

         - La polca 18 -dije serenamente

         - Quueee!!!

         - La 18, si es tan amable.

         - Pero, vos estás loca.

         - Si, señora

         - Bueno, bueno, a ver, toquen la 18.

         Los músicos más asustados que los demás, arrastraron la melodía hasta distorsionarla del todo. Pero ahí estaba yo, bien loca. Protestando airadamente y exigiendo que me ejecutaran en forma correcta la resistida música, baluarte de la oposición de aquel entonces.

         Artistas al fin, la interpretaron maravillosamente pero no hubo más peticiones, ya que trío y señora se dieron a una precipitada retirada.

 

 

 

ELECTROSHOCK

 

         Llevaba dos días de internación cuando la enfermera me avisó que el médico siquiatra quería hablarme en su consultorio.

         Pase a su oficina y tomando asiento, lo escuché.

         En el tono más casual posible y carente de todo interés me comunicó que había programado nueve electroshocks para mí, pero para mayor seguridad me aplicarían doce. El se encargaría personalmente de realizarlo.

         La noticia no me sorprendió ya que era parte del kombo de horrores al que siempre me sometían.

         No existía la más remota posibilidad de rebelarse o pedir un tratamiento alternativo. Éramos locas, seres sin juicio, incapaces de opinar sobre nada y cuyos sentimientos y emociones les tenían sin cuidado.

         Escondí mi espanto tras una sonrisa tonta y le dije al doctor que colaboraría en el tratamiento.

         Me iba a cada sesión como al matadero, como los judíos que subían a los camiones para ir a los campos de exterminio, a las cámaras de gases.

Absolutamente indefensa y sin ninguna posibilidad de escape.

         Al principio asistía a la sesión, el médico, luego sólo los enfermeros.

         Me acostaban sobre una mesa de madera y con un algodón mojado me humedecían las sienes. A continuación empezaba la tortura.

         La máquina o el aparato que usaban para la descarga eléctrica no funcionaba apropiadamente. No sabía si era por falta de pericia o por falta de mantenimiento.

         Y allí estaban, probando y desarmando y probando de nuevo...

         Y allí estaba yo, acostada temblando de terror ante la posibilidad que ese aparato mal arreglado me electrocutara.

         Al fin, solucionaron el problema y me sujetaron brazos y piernas para iniciar la sesión. Cerré los ojos y sentí acercarse al que tenía los bulbos. Pasó un instante y el enfermero bajó sobre la mesa sus elementos y se fue a buscar un poco de música en la radio que tenía sobre la ventana. Otra vez tuve que soportar la espera.

         Cuando por segunda vez me sujetaron mi tensión nerviosa era espantosa, me mojaron de nuevo las sienes y colocaron allí los bulbos. El enfermero dijo: ahora, y presionó en mis sienes, pero la máquina no funcionó de nuevo. Prueba de vuelta, dijo, muy fastidiado el enfermero, sin dejar de presionar en mis sienes.

         En ese instante salté, de la mesa gritando enloquecida

         ¡Basta con esto, basta! ¡Basta de torturarme!

         El que tenía los bulbos se desequilibró por completo y recibí una descarga en el cuello y la otra en el antebrazo.

 

 

 

CAPÍTULO III

 

BELLA VISTA NORTE - PARAGUAY

 

         En el verano de 1998, inicié una serie de viajes anuales a mi terruño natal, a mi preciado pueblo enclavado en el Amambay.

         El viaje en ómnibus era siempre tedioso y agotador, llegando por lo general a las 4 de la mañana con los huesos entumecidos por las malas posturas.

         En una oportunidad, ya de madrugada, corrí las cortinas de la ventanilla del ómnibus y miré al cielo como para espantar el aburrimiento. Pero lo que observé en lo alto me sobrecogió. Rápidamente busqué mis anteojos y volví a examinar el firmamento.

         Aquello me dejó sin aliento, era verdad, la bóveda celeste estaba tachonada de miles de estrellas brillantes, no había casi espacio entre ellas. El infinito ofrecía un espectáculo de hermosura incomparable.

         Esta visión de milagrosa belleza produjo tanto gozo en mí que sólo pude desahogarme cantando quedamente, una antigua canción religiosa que había aprendido en mi adolescencia:

         "Señor, mi Dios, al contemplar los cielos el firmamento y las estrellas mil...."

         No encontré mejor forma de rendir mi homenaje a la naturaleza que entonando esta oración.

         Llegué a mi pueblo poco después. Bella Vista Norte, tiene su peculiar historia. Los croquis militares de la guerra Grande de 1870 muestran solamente unas pocas casas dispersas a la costa del río Apa.

         Pasada la guerra de 1870, Bella Vista Norte, que está separada de Bella Vista Brasil por el río Apa, empezó a surgir con fuerza y vigor, se afincaron comercios y hacendados provenientes de Villa Concepción.

         Actualmente es una comunidad de 12.000 habitantes donde se habla guaraní, castellano y portugués.

         Las veces que iba a mi pueblo me dedicaba a visitar el río Apa, la gruta de la Virgen, la Iglesia y no paraba de recorrer sus calles.

         Durante mi estadía, nunca faltaban los acontecimientos familiares que daban lugar a amenas reuniones salpicadas de chispeantes anécdotas e historias inverosímiles.

         Un amigo entrañable de Coca, mi anfitriona, era don Napo, excelente hombre, siempre dispuesto a servir a los demás y gran narrador de casos.

         Terminada mi temporada de vacaciones, me dispuse a volver a la capital.

         Coca y su esposo, Alfonso Ramírez, se vinieron conmigo a Asunción, pues debían realizar unos trámites.

         Un domingo, Alfonso y yo estábamos tomando tereré en el comedor de mi casa, aguardando por Coca ya que ella se había ido a la misa y luego pasarían por el supermercado.

         De pronto, sonó insistente el teléfono y atendí:

         - Hola - saludé

         - Hola, Olga, contestó madrina Felipa - acongojada

         - Cómo estás, madrina, que hay de nuevo por Bella Vista -indagué

         - Quería contarle a Coca, la triste noticia de la muerte de don Napo.

         - Cuándo ocurrió, pregunté entristecida

         - Esta mañana, temprano -sollozó madrina. Después de cortar con ella le informé a Alfonso de lo sucedido.

         Apenados y silenciosos esperamos que Coca volviera para contarle la novedad sobre su amigo. Alrededor de las once de la mañana, llegó ella cargada de paquetes y plagueos.

         Le comuniqué con la mayor delicadeza posible que su querido amigo Don Napo acababa de fallecer.

         En el acto me dijo:

         - Voy a llamar por teléfono a su esposa y le daré los pésames.

         - Espera Coca, intervine - es mejor que le envíes un telegrama ya que ella debe estar muy alterada para atender llamadas.

         - Bueno, suspiró y dirigiéndose a su marido le pidió:

         - Por favor Coco, redactá un hermoso telegrama de condolencias.

         Ya sentado en la mesa del comedor con papel y lápiz en mano, Alfonso ladeó el cuello, arqueó las cejas e hizo un extraño comentario fuera de lugar:

         - Que tal si yo ya estoy redactando el telegrama y Don Napo no está muerto.

         - Por Dios Coco, salté yo, cómo podes dudar que una matrona del pueblo como madrina, no va a verificar primero la información.

         - Seguro que ella escuchó la noticia, también por la radio, terció Coca en apoyo a mi versión.

         Al verse fieramente combatido Coco se disculpó y empezó a redactar su telegrama.

         Una vez escrito, leído y aprobado por nosotras, él llamó a la Copaco y dictó el telegrama, lo hizo en forma minuciosa y profesional:

         N de naranja

         A de Ana

         P de pato

         O de oveja, NAPO, don Napo y así todo el texto que le llevó como media hora dictarlo.

         Al finalizar dio su nombre y dirección.

         Al instante en que bajo el auricular, el teléfono sonó de nuevo. Los tres pensamos que nos llamaban de Copaco por algún motivo.

         Atendió Coca:

         - Hola, saludó y quedó callada, luego exclamó exaltada:

         - QUEE!, ahora me decís que Don Napo está vivo, que no murió- le gritó a su madre.

         - Acabamos de mandar un telegrama de pésame para la familia.

         Alfonso reaccionó lanzando una grosería: Japirona, dijo y fue a encerrarse al cuarto. Coca y yo nos agarrábamos de los pelos pensando cómo salir del lío.

         Volví hasta el dormitorio y golpeando suavemente la puerta le supliqué a Coco que llamara de nuevo a Copaco para explicar el error. Con visible contrariedad Coco accedió:

         - Hola, soy Alfonso Ramírez, acabo de enviar un telegrama de pésame a Bella Vista Norte - carraspeó.

         - Si, Sr. Ramírez, fui yo quien lo atendió...

         - Es que surgió un problema, titubeó Coco,

         - Me dio mal la dirección, verdad?, suele ocurrir, no se preocupe

         - Es que mi problema es otro - se impacientó el Sr. Ramírez

         - Dígame, entonces.

         - Debo anular el telegrama ya que el muerto... está vivo.

         - Yo no lo puedo anular ahora - dijo la funcionaria sin inmutarse, en este momento hacemos cambio de guardia, pero le dejaré una nota a mi reemplazante para que lo haga.

         Como no confiamos en su palabra, llamamos al correo de Bella Vista y Coca le pidió expresamente a la telefonista que guardara la fatal correspondencia.

         Pero no era necesario advertirla nos dijo, ya que madrina Felipa, con todos sus años y achaques a cuestas había corrido hasta allí, batiendo todos los records de velocidad para prevenirla de la siniestra misiva.

         Esta historia real y divertida fue plato fuerte en varias reuniones familiares tanto en Bella Vista como en Asunción, siendo cada vez contada con diferentes aditamentos de personajes y motivaciones, siendo el popular don Napo su protagonista.

 

 

 

BONITO - BRASÍL

 

         Tras un largo año de decir: hoy no voy al cine y ahorro diez mil, esta tarde no voy a la peluquería y ahorro cincuenta mil, no festejo mi cumpleaños y ahorro un poco más, fui juntando lo suficiente para realizar un recorrido de turismo ecológico a Bonito, localidad brasileña de mucho renombre.

         Me sentía íntimamente atraída por las oportunidades que ofrecían los folletos de propaganda. Decían que se podría captar la belleza de la naturaleza.

         Viajaba yo con mi sobrina Mónica, ángel guardián de mi vida real e imaginaria.

         Llegamos a Bonito una mañana soleada, llena de vientos y presagios. Luego de registrarnos en el Hotel, salimos en busca de aventuras.

         Descendimos a un pozo profundo y allá en la base del mismo, había una cueva que cobijaba al lago más azul y hermoso del mundo. Me sobrecogió la preciosura de este lago, quieto, sereno, eterno. Después de solazarnos en su belleza, volvimos a ascender los 150 escalones hasta la superficie.

         Recorrimos, provistas de ropas de buzos, un trecho de 1000 mts. del río Sucuri con los snorkel en el rostro. Sumergidas en el agua podíamos observar el lecho del río, poblado de diminutos peces que con la luz brillante del sol que todo traspasaba, daba una imagen de irrealidad extraordinaria potenciando el impacto de los colores sobre la retina.

         Empecé a sentirme presa de la magia de ese único momento y sentí que perdía contacto con mi entorno y me sumergía en el mundo de los peces, de los colores y del lecho del río.

         Así permanecí quizás un segundo o una eternidad, hasta que sentí los estirones de Mónica que me instaba con señas a continuar el recorrido.

         Este río Sucuri tenía su naciente a pocos kilómetros del lugar donde estábamos. Hasta allí nos trasladamos y así pudimos observar un hecho extraordinario.

         En un espacio como de una cancha de basketball, se podía ver incesantes burbujas de aire, unas canicas de agua y aire que brotaban del fondo de la tierra como de una especie de manantial y explotaban sobre la superficie, en un estallido de gotas de colores iridiscentes que luego de juntarse una a una, empezaban a correr lentamente para dar cuerpo más adelante, al río Sucurí.

         Qué espectáculo más sublime, que privilegio el de ver y participar de un hecho tan íntimo de la naturaleza como ser el del nacimiento de un río.

         Y siguiendo con la temática del río. En cierta oportunidad, estaba nadando en un caudaloso río de verdes aguas que fluía en medio del bosque. Era el Formoso. Disfrutaba del empuje de sus aguas sobre mis piernas.

         Sentada a la orilla se encontraba Mónica, conversando conmigo.

         Para no dejarme llevar por la corriente, me sujetaba de un junco solitario que caía justo sobre mí.

         En medio de la interesante plática ¡Oh! ¡Desgracia!, se suelta el junco y yo, incapaz de contrarrestar la fuerza de la corriente, me veo arrastrada hacia una gran caída de agua.

         Grité espantada: Mónica, Mónica, me lleva la corriente!!

         Recuerdo nítidamente la escena: Sin mover un solo músculo de su rostro Mónica levantó lentamente la mano derecha, llevó el cigarrillo a sus labios y me dijo:

         - Calma tía, mucha calma.

         Bueno, reaccioné, por lo visto ahogarse es cosa de rutina y me dejé llevar. Rodé por la cascada, tragué agua y el río me dejó en la orilla, a dos cuadras del siniestro, magullada, llena de arena pero inmensamente feliz.

         Bonito me enseño a compartir su intimidad, a disfrutar de sus encantos y picardías. Una luz de felicidad y recuerdos imborrables dejó en mí, este turismo ecológico.

         Ya su nombre lo dice todo: breve, conciso, significativo, sin aspavientos: Bonito.

 

 

 

 

INDICE

 

Agradecimientos

Prólogo

Introducción

CAPITULO UNO

La Jugada

Los enmascarados

Buen Consejo

Matilde

Chenteko

Una llegada oportuna

La Escuelita

La frase dislocada

Despedida del agua

El Catequista

La Traducción

Pecados prefabricados

La disconforme

Mundo nuevo

El piropo

El tinte azul

El Galán

El mal paso

Las visitas

Baile accidentado

Viernes de poroto

CAPITULO DOS

Homo Ludens

Historias mezcladas

La música galana

Electroshock

La virulana

Sanitarios

Festín de Lenguas

Páginas oscuras

Sicólogo

El no nacido

CAPITULO TRES

Bella Vista Norte - Paraguay

Bonito - Brasil

Santa Cruz de la Sierra - Bolivia

Santiago de Chile

San Pedro de Jujuy – Argentina

Glosario

 

 





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
LIBROS,
LIBROS, ENSAYOS y ANTOLOGÍAS DE LITERATURA P



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