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FIDEL MAÍZ (+)

  CARTAS DEL PADRE FIDEL MAIZ - Compilación de CARLOS HEYN SCHUPP


CARTAS DEL PADRE FIDEL MAIZ - Compilación de CARLOS HEYN SCHUPP

CARTAS DEL PADRE FIDEL MAIZ

(1895 -1920)

Compilación de CARLOS HEYN SCHUPP

 

 

 

 

38. CARTA A O'LEARY SOBRE LA TRAGEDIA DE CERRO COBA.

1904-5-IV

(Original, en Bibl. Nac. Asu. Archivo O'Leary)

 

            Arroyos y Esteros, Abril 5 de 1904

 

            Señor Don Juan E. O' Leary

            Asunción

 

            Distinguido compatriota y amigo:

            Retribuyo a Ud., con toda cordialidad, su atento saludo, y doyle gracias por el envío del número de "El País" en que, con feliz oportunidad, publica una contestación al general señor Leite de Castro, adelantándose al señor Silvano Godoy a recoger el guante arrojádole por el escritor brasilero, con motivo del artículo AQUIDABAN, dado por este a luz, el 25 de noviembre último.

            Huelga tener que decir a usted algo respecto a la forma y fondo de su contestación. Ella es contundente y de pleno convencimiento en el caso, como todo lo que sale de su bien cortada pluma, y se inspira en ese sentimiento tan puro de amor a la verdad histórica, y de entusiasmo por las glorias patrias

            Difícil, sino del todo imposible, es que pueda usted tener una réplica, siquiera sea fantaseada, capaz de levantar sus afirmaciones, como que todas se basan en hechos contemporáneos de innegable realidad.

            Me cupo, joven amigo, estar en Cerro Corá y presenciar y ser envuelto en aquel espantoso y luctuoso desenlace del drama sangriento de la inmolación de nuestra patria, y al leer hoy la ligera descripción que usted hace de lo que allá pasó, hace 34 años, de nuevo me siento profundamente emocionado.

            La muerte del Mariscal López, tan heroica y sublime por su parte, como cobarde y bárbaramente ejecutada por parte del general Cámara. Su sepultura a flor de tierra, sin acabarse de cubrir aquel cuerpo, exquisitamente destrozado y mutilado, expuesto así al salvaje ludibrio de la feroz soldadesca. Yo tuve que pasar, al par de otros prisioneros, por junto a aquel sepulcro, y lo miramos en silencio atisbados como estábamos por los bárbaros victoriosos. Cerca de allí estuvo el que fuera encargado de abrir en esa forma la fosa: era el coronel Francisco Lino Cabriza, el que más favores y distinciones recibiera del Mariscal López!...

            La muerte del vicepresidente Sánchez, anciano venerable, que afrontó también el ataque de los enemigos, saliendo libre del diluvio de proyectiles: retiróse inerme al lado de su carpa y allí, sin más ni menos, fue primero baleado a boca de jarro y luego traspasado a lanza! Su cadáver, nadando en sangre, despojado hasta del vestido interior, quedó insepulto... Después fue devorado por las llamas...

            La muerte del coronel Aguiar: verdadero inválido desde el 24 de mayo, fue igualmente lanceado y en seguida crudamente degollado...

            La muerte del capellán Candia: imposibilitado de marchar fue entregado al incendio de un pajonal, donde, con otros infelices prisioneros, pereció horriblemente.

            La muerte del invicto general Roa, que, muerto ya el Mariscal López, fue asaltado de sorpresa, sin previa participación de la terminación de la guerra, ni intimación alguna de deponer las armas: artillero impertérrito, montó sobre su cañón y allí recibió la muerte digna de héroe del 18 de Julio en el Sauce. Su cuerpo fue todavía objeto de un salvaje ensañamiento de parte de sus victimarios; y recuérdese con penosa indignación que fue jefe de la misma arma que el general Roa, quien se prestó para conducir al enemigo para aquel ocioso y lamentable asesinato!...

            Y usted señor O'Leary hace mención de la muerte del coronel Delvalle, que ciertamente no llegó hasta Cerro Corá: con otros valientes jefes paraguayos, dando fe a la palabra del invasor prepotente, que le garantizaba la vida, depuso su arma invencible; pero enseguida fue degollado con sus nobles compañeros, tal como usted refiere.

            Faltaba, sin embargo, agregar al degüello el incendio, que dejó a aquellos desgraciados, palpitantes aún entre charcos de sangre, y a muchas mujeres, después de servir de pábulo a la más brutal lubricidad, completamente carbonizados!...

            Y sépase que el coronel Delvalle pocos días antes del 1° de Marzo había dirigido al Mariscal López una nota, bien redactada, en la que, con franca libertad y espíritu leal, le hacía saber la resolución, de acuerdo con la división de su mando, de no continuar su marcha adelante, en consideración a que no importaba ya afrontar lucha alguna en defensa de la patria, sino cumplir el juramento, ya que no de haber vencido al enemigo, de morir por ella.

            Protestaba al Mariscal López de no levantarse jamás contra él, y que, fiel a la causa nacional, iba a esperar con sus compañeros la conclusión de la guerra y sus consecuencias, tranquilos ante la suerte que la providencia les deparase.

            En tal estado fue pérfida y fatalmente victimado el coronel Delvalle...

            El Mariscal López, en cuanto leyó aquella nota, con su estoica serenidad de siempre, no dijo sino: "El coronel Delvalle también nos abandona".

            Ahora conviene dilatar un poco el recuerdo que usted hace de que el Mariscal López en ocasión de discernir la última condecoración "a los que vencieron penurias y fatigas", reprodujo el juramento que primero hiciera después- del 24 de Mayo, según usted cuenta, juramento repetido posteriormente en Pikysyry, como ya me consta a mí, cuando los representantes armados de las potencias aliadas le intimaron rendición y él contestó de la manera enérgica y elocuente, dispuesto a continuar defendiendo su patria hasta la última extremidad; juramento, en fin, que ratificó en Cerro Corá, diciendo: "Desde que bajo mis órdenes derramó el soldado paraguayo la primera gota de sangre en Coímbra, a esa sangre generosa quedó vinculada la mía. Yo tengo que derramarla también, con el último soldado, en defensa de la patria: no hago mi vida más preciosa que la de miles de héroes ya glorificados".

            Créame, joven compatriota, que conservo como estereotipadas en la memoria estas palabras, y el acento solemne con que las pronunció el Mariscal López, sin que jamás pudiera dudarse de tan firme y formal resolución. Bien pronto la selló con su sangre en una muerte única en su género al perecer exclamando: "¡Muero con mi Patria!."

            Se ha querido cambiar esta frase, se la ha adulterado, ya en uno u otro modo; pero es lo cierto que el Mariscal López, cuando el general Cámara le brindó la garantía de su vida, pidiéndolo que se rindiera, lejos de esto, contestó con altura y altivez: "¡Muero con mi patria!".

            Y en estos instantes supremos, en lucha del heroísmo del jefe paraguayo con la cobardía del jefe brasilero; aquél, sumergido en el agua, degollado a bala y traspasado a lanzas; éste, rodeado de una fuerte división armada, no se atreve a salvar esa vida, apenas respirando, al contrario la apresura gritando con voz estentórea: ¡Maten a ese hombre!

            Queda para el historiador imparcial y filósofo, buscar el verdadero sentido de aquellas finales palabras del Mariscal López; en ellas, sin duda, él vació la síntesis de su gran pensamiento, tan diversamente traducido, que viniera transparentándose en ese hecho colosal de más de un lustro, con admiración y pasmo del mundo.

            Soy de Ud. affmo S.S. y amigo:

 

            F. MAÍZ

 

 

 

46. LA HEROINA DEL HONOR PANCHA GARMENDIA

1907-IX-7

(En: Hoja-volante impresa de la época. Y en libro de Aponte.)

 

 

            Arroyos y Esteros, setiembre 7 de 1907

 

            Señor M. Pérez Martínez

            Villarrica

 

            De mi aprecio:

            Con algún retardo me ha llegado su estimable carta tarjeta de fecha 20 del ppdo. Agosto.

            En ella me dice Ud.: "Aprendido «Hojas de Mayo», mis niños me piden un dramita sobre Pancha Garmendia. Para satisfacerles me faltan libros y experiencia; pero tengo el tino de dirigirme a su casa, y le ruego me haga el bien de proporcionarme todos los datos sobre la vida y trágica muerte de la mártir del honor. Desearía saber sobre todo, si la Linch, no tuvo participación en este drama, y si la hermosa Pancha tenía algún pretendiente, como es de presumir".

            Voy a llenar su deseo, no sé si satisfactoriamente, porque también a mí me faltan libros. Sólo tengo la experiencia de los datos pedidos, mediante la vida octogenaria, que arrastrado me lleva.

            El tiempo ciertamente ha hecho que pudiese yo haber conocido personalmente a la Pancha, desde los primeros albores de su edad juvenil, y me ha colocado también en situación de deplorar los últimos aciagos trances de su desgraciada existencia.

 

            Pancha Garmendia ha sido hija de padre español y madre paraguaya.

            Su cuna como su sepulcro, su pañal como su mortaja, han sido de lágrimas, dolor y luto. Ambos polos de su vida -su entrada y salida del mundo- han estado en manos de los dos más grandes y crueles tiranos que ha tenido el Paraguay -el dictador Francia y el Mariscal López-.

            El primero de ellos había impuesto una fuerte multa al padre de la Pancha para el perentorio plazo de 24 horas. La madre, hecha la Dolorosa del calvario, recorrió calles, rogó, lloró de puerta en puerta...; y su tierna Pancha con ella, ángel de la desolación, imprimía a aquel cuadro de dolor el fondo más desgarrador de la desesperación, para recoger, antes que el óbolo del rescate, el yerto cadáver del esposo y del padre, traspasado de balas!...

            No tardó mucho para que la Pancha quedase huérfana también de madre; ésta no pudo menos que sucumbir bajo los golpes, por demás crudos y profundos de amarguísima desgracia.

            He aquí su cuna, uno de los polos de su vida; su sepulcro, el otro de los polos, le esperaba, al través de ocho lustros, en los desiertos de las altas selvas, al reflejo fatídico de aceradas lanzas...!

            Huérfana de padre y madre, la Pancha quedó al cuidado y educación de la respetable y distinguida familia de don José del Barrio (más tarde Barrios) español, y doña Manuela Bedoya, paraguaya.

            A la muerte del dictador Francia, y cuando don Carlos A. López fundó la academia literaria, en 1842, mis padres me llevaron a la Asunción para ingresar en aquel instituto único de segunda enseñanza; quedé a cargo de mi tío el presbítero don Marco A. Maíz, director de la academia, después Obispo Auxiliar del Paraguay.

            Fue entonces que conocí a la Pancha; nos encontrábamos calle de por medio, sobre la del 14 de Mayo. No puedo precisar su edad pero quiero creer que no llevábamos mucha diferencia; tendría sus 13 a 14 años.

            El cáliz de aquella rosa comenzaba a abrirse en el pensil asunceno. La Pancha crecía gallarda, desarrollándose en hermosura. Era una beldad, y tanto más bella y atractiva cuanto que su virtud, puesta tempranamente a prueba, se acrisolaba y era comentada favorablemente en todas las esferas de la culta sociedad.

           

            El joven coronel de guardias nacionales Francisco S. López, luego brigadier general, y últimamente mariscal Presidente de la República, llegó a prendarse de la Pancha y frecuentó sus visitas a ella. (1844)

            Decíase que jamás pudo doblegar su resistencia, desde que aquella solicitud de amores no llevaba fines honestos, y la Pancha estimaba muy en mucho, arriba de todo, su rara y eminente virtud de pureza intangible.

            Otros pretendientes no pudieron acercársele por entonces; pero al fin, el brigadier López cambió de afecto para con la Pancha; se hizo de otra querida, y de otras..., hasta dar con la Linch.

            En tal estado la Pancha, no le faltó visitante; sin embargo, el hombre que había fracasado con ella, no la perdía de vista, y sin duda, que abrigaba latente un celo resentido, cual si fuese desairado por aquella mujer de sus primeros afectos.

            Puedo mencionar a uno de los que pretendieron honestamente a la Pancha; joven de distinguida familia, de bastante fortuna, de buena preparación intelectual...; era don Pedro Egusquiza, tío del que fuera general del mismo patronímico. Pero ¿qué sucedió? Don Pedro fue enrolado, y asentó plaza en los cuarteles... Nadie después, que sepa yo, se atrevió a visitar a la Pancha.

 

            Así las cosas, sobrevino la guerra con la Triple Alianza. Dos años hacía ya que yo estaba preso con una barra de grillos e incomunicable; al par mío se encontraban centenares otros gimiendo también en las mazmorras de la opresión. El general López inauguró su gobierno llenando los calabozos.

            La guerra seguía cada vez más encarnizada y sin tregua. El ejército nacional se encontraba ya en Paso Pucú, y fui allí conducido. Debido al espléndido triunfo de Curupayty, obtuve mi libertad, y pude seguir en adelante el curso de la guerra hasta su terminación en Cerro Corá, donde caí prisionero apenas salvando la vida.

            No hay duda que estas reminiscencias están por demás para el fin que usted persigue; pero, ellas mediante, voy dándole los datos referentes a la Pancha.

            Desde diciembre del 62 en que caí preso, no la había visto más hasta que en diciembre otra vez, del 69 la he vuelto a ver.

            Entramos en este período.

            Acampado estaba el ejército nacional sobre el arroyo Itanará arriba un poco de la Villa Igatimí (Terecañi), y allí fue traída la Pancha desde un lugar llamado Espadín sobre las alturas de la villa de S. Isidro (Curuguaty); en aquel desierto se encontraban confinadas varias personas de las familias más espectables, caídas en desgracia de López,

            Allí pues (en Itanará) he visto entrar a la Pancha; y no cesaba de mirarla y contemplarla bajo el prisma de ideas, de recuerdos y de pensamientos mil, que en aquel momento inesperado, se me agolpaban vivos y en tropel.

            Voy a reproducir aquí ligeros datos que tengo consignados sobre la llegada de la Pancha en Itanará.

            "Era una tarde serena, el sol iba hundiéndose en el ocaso, cuando la bella Garmendia entró en aquel campamento. Venía a pie, en un cuadro de soldados armados; tapada con un pedazo de bayeta rosada; descalza, con un ligero y gastado vestido que apenas bastaba a cubrir el cuerpo; visiblemente extenuada, marchita del todo; pero, mismo así con sus perfiles de peregrina y encantadora hermosura; su color todavía de carmín, transparentándose por entre su cutis fino y de blancura alabastrina.

            "Dio la coincidencia de encontrarse López, fuera de la casa que habitaba y sobre el camino que traía la Pancha para allí afrontarse con ella. Otra coincidencia también, la de hallarme yo en ese momento con López, para haber presenciado aquel encuentro de tan profundas impresiones para mí; pero, que al aparecer, en nada conmovió ni inmutó a aquel hombre, de carácter tan adusto y frío, marmolizado estoicamente.

            "La Pancha no pudo ocultar la sorpresa que le causó la presencia de improviso de López; pues se detuvo, casi retrocediendo, al verlo. La paloma sin hiel, no sentiría palpitar con más ansias su inocente corazón al encontrarse pendiente de las garras del rapaz halcón, como la Pancha, pudorosa virgen, al verse bajo la inmediata acción de aquel hombre, dueño allí de su vida y lo que es más, de su honor y su fama...

            "López avanza un paso hacia la extática Pancha, le tiende la mano, y con muestras de afabilidad, la invita a pasar a la casa de su habitación.

            Yo me retiré a mi rancho, pero después que vi también a la Linch que salía a recibir a la Pancha con muestras igualmente de alegría; la obsequió con una cena y pocos momentos después la Pancha fue de allí conducida a la mayoría del cuartel general, en calidad de presa e incomunicable.

            ¿Qué habría pasado entre ellos? ¿Por ventura la Pancha había cometido algún crimen?... Estas, y diversas otras preguntas, mil conjeturas me hacía, con el corazón amargado y las lágrimas en los ojos, al ver a aquella cándida e inocente mujer víctima de la más negra y cruel injusticia

            Jamás había oído que la Pancha fuese alguna vez censurada al menos de falta alguna; su fama de honestidad y recato, el buen olor de su casta integridad trascendían en el concepto público; era intachable bajo todo punto de vista.

            Y supuesta la animadversión que contra ella abrigaba López, como proveniente de no haber correspondido a sus pretensiones amorosas, ¿respondía a esto esa prisión en las tristes decadencias de la vida de la que fuera su festejada en las risueñas alboradas de la juventud?

            ¡Bajo tal suposición, resalta la más horrible y brutal venganza!

 

            "Sobre todo, me dice usted, desearía saber si la Linch tuvo participación en este drama". Tocamos este punto, en qué difícil es deslindar la responsabilidad de los actores.

            Se ha atribuido ciertamente a la Linch la muerte de la Pancha; pero yo, suspendiendo el juicio, he hecho y sigo haciendo estas reflexiones.

            "Dado que la Linch hubiese abrigado, y mantuviese todavía persistente y vivo su odio, su celo, o no sé qué pasión más contra la Pancha, ¿qué peligro habría en aquellas alturas para temer que esta pudiese atraer hacia sí las miradas de amor del Mariscal?

            ¡Pobre Pancha! ¿Qué era ya? ¡Flor de la tarde mustia, caída, marchita bajo la acción destructora de las penurias e infinitos sufrimientos de una larga peregrinación y penoso confinamiento en los caldeados desiertos del Espadín...!

            Admitido también que existiese en la Linch el espíritu y propósito de una venganza, y su ilimitada influencia sobre la voluntad del hombre cuyo corazón tenía para siempre conquistado, sin rival posible, ¿habrá conseguido de éste que arrastrase a la inocente e inofensiva Pancha de la manera que la hizo, sin más móvil que dejarla a merced de esa querida y que ésta convertida en monstruo de perversidad cometiese fría y calculadamente aquel crimen de la más detestable y horripilante venganza, que caber pudiera en entrañas de mujer...?

            Dado, pues, que semejante maldad sea obra de la Linch, valiéndose de su amante -¿quién en tal caso, él o ella, resulta el verdadero y único culpable? ¿Quién, el que pudiera haber evitado aquella muerte o la que sólo se habrá solazado por ella? ¿Quién, el que lejos de evitarla la preparó, y enseguida la mandó ejecutar, o la que acaso no la supo sino después de ejecutada ya...?

            Dejo al tino de usted, fino y desapasionado, el juicio que debe formarse sobre la supuesta participación que la Linch, pudiera haber tenido en este drama.

            A mí no me consta que ella hubiese de algún modo influido en el ánimo de López, para haber éste victimado a la Pancha; me consta sí que las crueldades de aquel hombre no necesitaban de ajena sugestión. Ellas provenían de su propio fondo de un corazón forjado en la fragua de la inhumanidad, retemplado en la hoguera de la destrucción, y caldeado en el crisol de las venganzas.

            Le hemos visto no conmoverse con los horrores de la inmolación de su pueblo y nación; pisando iba sobre cadáveres durante cinco años y siempre con sed y hambre de sangre y muerte...

            Cuando se propuso castigar a su propia madre, como lo hiciera ya con sus hermanos y hermanas, creí encontrar en él algún resto del sentimiento más íntimo e indestructible del corazón humano -el sentimiento filial- le rogué por el perdón a la madre, y... ¡cruel desengaño...!

            Doblemos esta hoja; y esperemos el frío fallo de la historia, que dará a cada uno su parte de responsabilidad en los mil episodios del inmenso y luctuoso drama de la destrucción patria.

           

            Voy a terminar esta, ya por demás larga retahíla con los datos sobre la trágica muerte de la "mártir del honor".

            Habíamos visto a la Pancha en el campamento de Itanará; conducida después de haber cenado con la Linch, a la mayoría del cuartel general, en calidad de presa o incomunicable.

            Pocos días después marchó de allí el ejército a un lugar llamado Arroyo Guazú, y de aquí a otro denominado Zanja-hú.

            Sabedor de que en Arroyo Guazú habían sido ejecutados varios presos pregunté al coronel Centurión, que corría con ellos, por la Pancha, creyendo que fuese traída a Zanja-hu; pero cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que ella ha sido también muerta y a lanza!...

            Muerte tanto más deplorable y atroz cuanto que la sentencia estaba puesta con una señal de cruz a lápiz por el mismo López, sobre el nombre de Pancha, en la lista de las presos!...

            Así la borró en menos de un tercero de tiempo de entre los vivos, y la hundió en el caos de los muertos!. Y sus restos destrozados quedaron insepultos en aquel desierto, sin otra cruz siquiera de tosca madera, que guardase su sepulcro!...

            He aquí el otro polo de la vida de la Pancha, su salida del mundo entre lágrimas y sangre. Estaba ciertamente en manos del otro de aquellos dos tiranos los más crueles del Paraguay!.

            Inclinémonos, desde la distancia ante la tumba de aquella heroína de la castidad, víctima inocente, mártir de la pureza. Ella ángel del desierto, batió sus alas de púrpura, y se remontó a incorporarse en las etéreas regiones con el grupo de las "ciento cuarenta mil vírgenes que rodean al cordero del Apocalipsis, cantando cánticos nuevos".

            Pancha Gannendia, hermosa e infortunada mujer, es la honra y gloria de su sexo; es la doncella del Paraguay, como Juana de Arco es la doncella de Orleans.

            Cábeme reproducir ahora esta piadosa aspiración de mi alma:

            "Plegue al cielo, y merezca también Pancha Garmendia, como Juana de Arco, la canónica consagración de esa heroica castidad, radiante aureola que abrillanta su sien de mártir por la virginidad".

            Ella, en verdad, murió por conservar intacta la virtud eminentemente cristiana, a la que aparejada está la corona más gloriosa en la mansión feliz de los escogidos.

            Con todo agrado saludo a usted, repitiéndome su atte.       S.S.

 

            F. MAÍZ

 

P.D. Espero prudente reserva y disimulo sobre los datos en la parte que acaso lleve referencias inoportunas y detalles menos convenientes.

 

            Vale

 

 

 

 

48. CARTA AL SR. O'LEARY SOBRE LOS HORRORES DE PIRIBEBUY.

1907-15-X

(En: Original, en Bibl. Nac. Asu., Col. O'leary)

 

 

            Arroyos y Esteros, Octubre 15 de 1907

 

            Señor Juan E. O'Leary

            Asunción

 

            Muy querido amigo:

            Con la estima e interés de siempre, recibí su carta del 9 del corriente. En ella me hace referencia al incendio de sangre de Piribebuy, y me dice: "¿Tiene usted noticia de ese nefando acto de refinada barbarie? Yo quisiera una carta suya al respecto, para agregar a las piezas justificativas que acompañarán al libro que publicaré un día sobre nuestra epopeya... Hasta ahora sólo tengo la declaración de don Manuel Solalinde, testigo de aquellos horrores. Espero sus noticias".

            Voy a dárselas, tal como me las fueron dadas, pues usted sabe que a mí, si bien me encontraba en el ejército nacional no me tocó estar en Piribebuy. En la toma de aquella plaza por los enemigos, perecieron dos hermanos míos, el uno sacerdote, el otro soldado raso. Con tal motivo, vuelto del Brasil, a donde fuera conducido como prisionero, a la terminación de la guerra en Cerro Corá, pasé a dicho pueblo para celebrar sufragios por el eterno descanso de aquellos hermanos míos, y demás compatriotas que allí sucumbieron traspasados con balas y lanzas, y a degüello.

            En aquel entonces era mayordoma de la Iglesia de aquella localidad, la piadosa y muy respetable matrona doña María Meque, hoy finada; me hospedé en su casa, y ella me refirió los trágicos sucesos y crueldades de horripilante venganza que cometieron los enemigos victoriosos.

            Me contó en primer lugar el degüello del comandante Pedro Pablo Caballero, jefe se aquella guarnición y uno de los grandes héroes de la defensa patria, que pagó con su muerte la del general Mena Barreto, que allí cayó bajo las balas paraguayas, pero durante el asalto, y no fría y vengativamente como se victimó al valiente invicto Caballero. También me decía haber sido destrozadas hasta criaturas de pecho, cuyas madres, heroínas espartanas, pelearon al lado de los soldados, sus hermanos o esposos; y bíblicas raqueles, con sus hijos en brazo, perecieron intrépidamente, antes que entregarse rendidas y a discreción a los instintos líbicos de la ebria y brutal tropa victoriosa.

            El incendio, por último, del Hospital de Sangre; y que para este acto verdaderamente nefando y de refinada barbarie, como usted dice, se cerraron las puertas y ventanas del edificio, con todos los enfermos dentro, y le prendieron fuego...

            ¡Horrór!... Ni Nerón, con el incendio de Roma, pudiera haber presenciado un espectáculo de martirio, más cruel y salvaje que aquel que ofreció Piribebuy, con la carbonización de los desgraciados paraguayos en el horno de su Hospital de Sangre, que sin duda ardía más intensamente que el de Babilonia, del cual salieron ilesos los jóvenes hebreos que no quisieron adorar la estatua de Nabucodonosor.

            He aquí, señor O'Leary, lo que yo puedo decirle sobre aquella espantosa hecatombe, a estar por la referencia de la nombrada doña María Meque, a quien yo escuchaba embargado, o preso bajo las impresiones más desgarradoras, que jamás sintiera en mi alma. Entonces me di cuenta de que no cabe una gota de humanidad en corazones desnaturalizados por el crimen...

            Debo a la señora Meque un recuerdo de gratitud; ella había recogido el cadáver de mi hermano, el presbítero Francisco Ignacio Maíz, para darle sepultura, y de su cuello quitó una pequeña efigie, esculpida en marfil de la Inmaculada Virgen, "que por ser usted, me decía, hermano del extinto, se la doy". La conservo conmigo con tierna y especial veneración, en memoria de aquel digno paraguayo, que dio su vida por la patria. Cicerón había dicho ya: "Los dioses tienen de antemano un lugar reservado en la gloria, para los que defienden o engrandecen a su patria". Yo creo piadosamente que aquellos dos hermanos míos, y otros dos más que murieron en defensa de la patria, así como todos los mártires del patriotismo, que perecieron tan atrozmente en Piribebuy, estarán gozando de eterna gloria...

            Espero quiera usted decirme si la presente relación difiere en su fondo de la testación del señor Solalinde, que, como testigo ocular de aquellos horrores debe merecer preferente fe, si bien la señora Meque, estuvo también presente en Piribebuy, cuando ardió su Hospital de Sangre.

            Ya le visitaré pronto. Entre tanto como siempre quedo suyo affmo.:

 

            F. Maíz.

 

 

 

 

55. CARTA AL SR. ENRIQUE SOLANO LÓPEZ, HIJO DEL MARISCAL.

1908-29-XII

(En: Guarania, n° 34, Ag. 1936, p. 17-25)

 

 

            Arroyos y Esteros, Diciembre 29 de 1908

 

            Sr. D. Enrique Solano López

            Cárcel Pública

 

            Mi muy estimado amigo:

            Ayer tuve el placer de recibir su estimable carta, fecha 20 del corriente; y me apresuro a contestarla, tanto por darle los datos que en ella me pide, cuanto por entretenerme con Ud., como si fuera en una conversación después de más de tres meses de incomunicación a que nos han reducido los últimos acontecimientos de nuestra actualidad.

            Pero, se ha exclamado: ¡Oh, tiempo!... También escrito está: "Nihil novum sub sole" ("Nada nuevo bajo el sol"). Y otra vez: "Omnia tempus habent" ("Todas las cosas tienen su tiempo"). Sí, querido amigo, mucho menos de nada hay que admirarse, pues que nada sucede de nuevo, que no haya sucedido ya, o que no tenga que suceder después.

            Hay sí que esperar con bíblica fe el cambio de los tiempos para todas las cosas, porque si hoy es tiempo de callar, mañana será tiempo de hablar; si hoy es tiempo de odiar, mañana será tiempo de amar; si hoy es tiempo de llorar, mañana será tiempo de reír..., y ¡guay de aquellos para quienes se haya cambiado el papel, al caer el telón de la farsa de este mundo!...

            Demos, pues, tiempo al tiempo; y entre tanto, Dios conserve a Ud. en goce de plena salud y con su espíritu cada vez más retemplado en la figura de las infinitas contrariedades de una suerte tenazmente adversa. Para Ud., amigo mío, el mañana.

            Voy al objeto de su carta: "Hace tiempo, me dice Ud., que le pedí una corta reseña respecto de los hermanos de mi abuelo Don Carlos Antonio López, y de los descendientes de éste. Ahora se está escribiendo algo con motivo de una publicación aparecida en Buenos Aires, en la cual se pretende que Don Carlos Antonio era oriundo de Santiago del Estero... Ante estas controversias me sería de importancia los datos que de Ud. solamente hoy me permito insistir".

            Cuando por primera vez leí esa especie de que D. Carlos Antonio López era oriundo de Santiago del Estero, francamente no la consideré, como mismo ahora no la considero, de bastante seriedad, tal que merezca una formal refutación. De suyo desaparecerá cual humo en el aire.

            Y ciertamente no se comprende cómo haya podido surgir semejante idea, sólo porque haya existido en aquella ciudad la tal señora Sandalia López de Velazco de cuyo patronímico parece se habrá querido traer la procedencia de D. Carlos Antonio López; pero este apellido cunde en todas partes, y en Paraguay ha constituido una familia, puede decirse "especial" por los grandes hombres que ha producido sin salir del país.

            A esa familia, casi en su totalidad, llegué a conocer personalmente. Todavía muy joven, desde el año 42, en que por primera vez bajé de este pueblo de mi nacimiento a la Asunción, Capital de la República, para ingresar en la Academia Literaria, que fundó don Carlos Antonio, tan luego como estuvo en el poder; desde entonces conocí a aquel hombre que inmortalizó su nombre y dio realce y majestad a su pueblo y nación, con una administración la más laboriosa, al par que eminentemente patriótica y progresista, dígase lo que se quiera de la forma de su gobierno.

            "En su época el Paraguay era una de las más fuertes potencias militares sud-americanas; poseía la República un ejército, arsenales, fábricas de pólvoras y balas, ferrocarriles, escuelas numerosas, imprenta, comercio próspero" (Garay).

            La historia, sin duda, comprobará por último que don Carlos Antonio López, cual otro Solón a los atenienses había dado a su país, no las mejores leyes; pero sí las que más le convenían. Todo árbol se conoce por sus frutos.

            El año 44, reanudando las relaciones con la Santa Sede, el mismo Don Carlos obtuvo de Gregorio XVI las Bulas de institución para los primeros obispos paraguayos, que fueron D. Basilio Antonio López, su hermano mayor, y D. Marcos Antonio Maíz, tío carnal mío. El primero como diocesano, el segundo como auxiliar; y ambos, en Agosto del 45, arribaron a la ciudad de Cuyabá (Brasil) para recibir el don de la consagración episcopal.

            Acompañé entonces a mi tío como familiar, y fue en aquella ocasión que conocí al señor D. Basilio Antonio. Fraile, profeso que fue de la seráfica orden de San Francisco, y que exclaustrado por la supresión de las comunidades religiosas en la época del Dictador Francia, pasó a ser cura párroco de Pirayú en cuya situación y ejercicio estaba cuando le vino la mitra de su patria.

            El presbítero D. Marcos Antonio encontrábase de Director de la Academia Literaria cuando su promoción al episcopado, y en visita Pastoral de las Iglesias del Sud cuando le sobrevino la muerte, que fue en mayo del 48.

            Mediante aquel conocimiento que obtuve del diocesano Sr. López, me llamó éste a su lado, y merecí de su bondad que me nombrase Notario Eclesiástico, no obstante, la minoridad de mi edad, que me fue dispensada por el presidente Don Carlos Antonio la petición del obispo. De aquí datan mis conocimientos respecto de los demás miembros de la familia López.

            Por más de seis años permanecí al lado inmediato del Sr. D. Basilio, sabio e ilustre prelado paraguayo; de él recibí mi ordenación sacerdotal, hace 55 años; y grato por ello, como por los demás beneficios de que le soy deudor, su memoria es de eterna bendición para mí.

            En aquel entonces ya no vivían los padres de ellos, ni tampoco el Maestro en Artes, presbítero Martín López, hermano mayor de D. Basilio que había fallecido siendo cura y Vicario de Yuty. También habían ya muerto dos hermanos más, el uno llamado Vicente y el otro, no recuerdo su nombre, padre que ha sido del coronel Victoriano López, que falleció en la guerra de un lustro en defensa de la patria.

            Vivía todavía otro hermano llamado Francisco de Pabla, que residía en Caazapá; y dos hermanas, en Manorá, matronas célibes, de vida muy recogida y virtuosa.

            El obispo D. Basilio Antonio desempeñó en su orden una cátedra de prima de teología moral, y otra de vísperas de cánones; era profundamente versado en estas materias, y muy distinguido en la oratoria sagrada, alcancé a admirar su elocuencia en el púlpito.

            Tenía en un concepto muy elevado a su hermano Francisco de Pabla por sus estudios superiores; le llamaba antonomásticamente el Filósofo; hacía igual justicia a D. Carlos Antonio, diciendo que era el mejor latinista de su tiempo.

            Recordaba que su maestro, el presbítero Juan Bautista Villasanti, profesor de latinidad y filosofía en el antiguo colegio, acariciando la rubia cabeza de su condiscípulo (D. Carlos) decía de él, por su esclarecida inteligencia: "¡Esta es una bola de oro!"

 

            Las cátedras en aquel colegio eran de beneficio eclesiástico; es de aquí que para obtener una, D. Carlos se hizo clérigo de tonsura, vistiendo el hábito talar, que después dejó para dedicarse a la abogacía, en cuyo ejercicio bien pronto adquirió reputación y la mejor clientela. Los tiempos, sin embargo, no eran para crearse fama y rodearse de adeptos; D. Carlos comprendió esto perfectamente, retirándose con prudencia y oportunamente al campo, en Villa del Rosario.

            Tras la muerte del Dictador Francia, acaecida en Setiembre del año 40, formáronse dos juntas sucesivas de gobierno, sin que ninguna de ellas acertase a reunir un congreso, para establecer definitivamente el gobierno propio del país. En tales circunstancias vino D. Carlos Antonio a la Asunción, obró con fino tacto político y una pacífica revolución destituyó la última de aquellas Juntas de ilusos, y creó una Comandancia General de armas, a cargo del Teniente Mariano Roque Alonzo, asistido del mismo D. Carlos en carácter de Secretario.

            He aquí cómo este hombre, superior a los de su tiempo, se introdujo en el poder, en 1841. Y dígase también lo que se quiera de su proceder en su gobierno, es lo cierto que él fundó la nacionalidad paraguaya, afianzó su independencia política, haciéndola reconocer por todas las potencias, e hizo tremolar su pabellón de soberanía, aquende y allende los océanos.

            Sin sentir, estimado amigo, he dejado correr la pluma, recordando tales hechos de nuestra historia patria, la patria de D. Carlos Antonio López, paraguayo, cuyo carácter de raza y nacionalidad bien lejos está de haber sido "santiagueño".

            Sigamos nuestro asunto. Me hablaba también el Obispo señor López de sus padres y sus ojos en más de una ocasión se humedecían de lágrimas al recordar cómo les había procurado la mejor posible educación y enseñanza en aquella época.

            De su padre me decía que trabajaba de día y de noche para subvenir al sostén de sus hijos; de su madre hablaba con emociones de verdadera veneración filial, bendiciendo sus virtudes bajo todo concepto.

            El mismo respeto que tenía a mi Prelado parecía detenerme a no ser curioso más allá de lo que debía; así fue que nunca llegué a preguntarle por los nombres de sus padres, ni de sus hermanos, que, como queda dicho, vivían en Manorá, lugar conocido de Recoleta de donde indiscutiblemente es oriunda la "familia López"

            En la "Reseña histórica de la Iglesia en Paraguay", obra recientemente publicada bajo los auspicios de la Autoridad Diocesana, se lee lo siguiente: "36. Fray Basilio Antonio López, paraguayo nativo de la Capital en la circunscripción de Recoleta..." En esta circunscripción efectivamente está el lugar denominado Manorá.

            Y allí existe hasta el presente la casa solariega, donde murieron también todos los hermanos del Ilmo. Sr. López; sin duda con algunas transformaciones ya, pero la misma siempre, donde vivieron sus primeros años.

            Allí murieron D. Vicente López, el único de ellos que no tuvo estudios secundarios, y las dos hermanas, ambas solteras y que sobrevivieron al Obispo Sr. López, el cual falleció en Enero del 59.

            Don Francisco de Paula fue casado, sin sucesión, y murió si no en Caazapá, en Ybytimí; Don Carlos Antonio López falleció en Setiembre del 62, y su cadáver fue depositado en la Iglesia de Trinidad -Precioso Santuario mandado construir por él en el paraje antiguamente llamado "Ybyray".

            El primero de los hijos de Don Carlos es Don Francisco Solano López, Mariscal Presidente de la República y General en Jefe de sus Ejércitos; a él pertenece la gloria del lustro heroico de la defensa patria, contra la Alianza Tripartita. Murió en Cerro Corá el 1° de Marzo del año 70, a la edad de 43 años.

            El coronel Don Venancio y Don Benigno López, murieron en el curso de la guerra. Sus hermanas Inocencia y Rafaela, fueron casadas, la primera con el General de división D. Vicente Barrios; y la segunda en primeras nupcias, con D. Saturnino Bedoya y en segundas con el Dr. Pedra, brasilero.

            Ninguno de los varones, hijos de don Carlos, fue casado; pero dejaron hijos reconocidos que vamos a nombrar.

            El Mariscal los tuvo en la señora Elisa Lynch, inglesa; el primero de ellos fue el coronel D. Juan Francisco López, que murió combatiendo en Cerro Corá el mismo día que su padre.

            Enseguida debo nombrar a Ud., mi querido amigo, Enrique Solano López, honor del periodismo paraguayo y del magisterio nacional, casado con la señora Adela Carrillo, con algunos bisnietos ya de don Carlos.

            A Ud. le siguen sus hermanos Carlos Solano y Federico López; éste, distinguido ingeniero civil, después de la conclusión de la guerra no ha vuelto al país.

            El coronel D. Venancio dejó un sucesor, habido en la señora Manuela Otazú: es el Dr. D. Venancio V. López, sabio de gran reputación, laureado en Buenos Aires; casado con la señora Carmen Uriarte con un bisnieto de Don Carlos.

            Don Benigno es padre del ilustre ex senador de la nación, don Arsenio López Decoud, a quien no tengo el gusto de conocer personalmente. Su madre es la señora Petrona Decoud, y su esposa Victorina Viera; sin sucesión viva por hoy.

            Aquí termina la descendencia reconocida de don Carlos Antonio López; y creo haber tenido razón para decir que esta familia es excepcional en el Paraguay por los nombres que ha producido; y ahora puedo agregar que sigue dilatándose en una posteridad, cada vez más distinguida, por las nuevas intelectualidades que se levantan, honrando la memoria de sus progenitores y enalteciendo el nombre legendario de la heroica y gloriosa patria paraguaya.

            Y me pregunto, por último: ¿Cómo, durante más de un siglo ni se ha hablado nunca en el sentido siquiera de abrigar alguna duda sobre la nacionalidad de la familia López? ¿De dónde y sobre qué fundamento ha podido surgir esa peregrina y bien dicha "antojadiza especie" de ser santiagueño Don Carlos Antonio López? ¿Y sus demás hermanos, entre ellos un Obispo, un sacerdote, un filósofo... cómo han podido pasar por paraguayos, sin serlo realmente? ¿Sólo el tal Sr. Alcorta tendría mejor tradición, datos históricos más auténticos de este país, que sus propios y naturales hijos?...

            Vamos a terminar. Me dice Ud. que "aprovechando las horas y días de aburrimiento en su actual condición, prepara un pequeño estudio respecto al origen de nuestra bandera y doble escudo; que en su trabajo no vendría por demás hacer referencia a la bendición y jura de bandera en la Villa del Pilar, de que yo le hablara alguna vez".

            Ciertamente que me cupo presenciar aquel acto, con motivo de acompañar a mi tío el Obispo Maíz, quien, en Diciembre del 45, bajó a aquella Villa con el objeto de bendecir la bandera nacional, para el ejército allí reunido, pronto ya a pasar a la ciudad de Corrientes, a juntarse con el ejército de aquella Provincia y marchar aliados contra Entre Ríos.

            Era la primera vez que se iba a realizar tal ceremonia; era la primera bandera que iba a consagrarse al Dios de la Patria, al Dios de los ejércitos; y el Ilmo. Señor Maíz, patriota como era de corazón, mártir de la Dictadura durante nada menos que 14 a 15 años de prisión, habíase ofrecido a Don Carlos Antonio López, para la bendición solemne de la insignia sacrosanta de la Nación, el hermoso paño tricolor; a fin de imprimir toda la magnificencia y brillo que requería el acto, inspirando a la vez más entusiasmo y decisión al primer ejército paraguayo que abría campaña al exterior, e iba al mando inmediato del Brigadier D. Francisco Solano López, joven militar de 17 a 18 años.

            En aquel acto hizo evolucionar a 5.000 soldados gallardamente uniformados, en la plaza de la Villa; y después de varios movimientos hábilmente ejecutados, los hizo parar frente a la Iglesia, y entró él con su Estado Mayor y la bandera a bendecirse en el templo, en cuya puerta le recibió el Obispo, pasando en tal orden hasta el presbiterio.

            El Santuario estaba espléndidamente adornado, iluminado con profusión; la banda del ejército dejó de tocar sus aires marciales, y grave y solemne comenzó el canto llano de la bendición religiosa, que atrajo sobre la enseña sagrada de la patria la unción del cielo y el rocío de la divina protección.

            Enseguida el Pontífice entonó el "Te Deum" dando gracias al Todopoderoso, en cuyas manos está la suerte de las Naciones; y bajando de su trono tomó en sus manos la bandera, y tras una breve y conmovedora alocución, la entregó al Brigadier López; éste la recibió, y pronunciando también un elocuente y entusiasta discurso, terminó diciendo: "Jamás caerá de mis manos esta insignia sagrada de la Patria".

            Después salieron del Templo, y agrupados ante la puerta los Jefes y Oficiales cantaron el Himno Nacional.

            Mi querido amigo; al través de 63 años, en que estoy escribiendo estas reminiscencias patrias, paréceme que de nuevo experimento en mi alma, ya octogenaria, las impresiones tan ardientes y electrizadoras que, Obispo, General, Jefes y Oficiales, tropa y pueblo entero, sentíamos al escuchar, de pie y con las cabezas descubiertas, las inspiradoras estrofas de aquel canto sagrado!...

            Igual impresión me conmueve siempre, toda vez que recuerdo que el Mariscal López supo cumplir su protesta de mantener firme en sus manos la bandera de la patria; pues allá en Cerro Corá, después de 25 años, cayó muerto, pero en el lugar del cuartel general.

            Los enemigos lo arriaron después; pero es lo cierto, que así descendió la bandera paraguaya al terminarse la guerra, en que ella flameara siempre gloriosa, y nunca humillada.

            ¡Y rara coincidencia! Otra vez me cupo presenciar el acto final de la vida de don Francisco Solano López; le había visto debutar como Brigadier en Villa del Pilar, y le he visto caer como Mariscal en las alturas del Aquidabán, protestando, con la espada en la mano, que moría con la patria, antes que rendirse al enemigo!...

            Así selló su heroica y gloriosa vida.

            Y yo estuve también en Cerro Corá!...

            Retribuyo a la señora Adela y hermanos sus afectos y recuerdos y a Ud. mi saludo con un fuerte abrazo de verdadero amigo.

 

            FIDEL MAIZ

 

 

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ESCRITOS DEL PADRE MAÍZ

AUTOBIOGRAFÍA Y CARTAS

Investigación y compilación CARLOS HEYN SCHUPP

Prólogo de RICARDO SCAVONE YEGROS

Union Académique Internationale/ Academia Paraguaya de la Historia

Editora LITOCOLOR S.R.L.

Asunción – Paraguay. Marzo de 2012 (366 páginas)






Leyenda:
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