EL CÍRCULO
Cuento de VERÓNICA ROJAS SCHEFFER
2007.
10º Edición del Concurso de Cuentos “Dr. Jorge Ritter”
Primer Premio por “EL CÍRCULO”.
La vida es un deber, un deber
ineludible; por supuesto, es un deber penoso
y complejo, un deber que en ocasiones
debe afrontarse con abnegación.
SÁNDOR MÁRAI.
Uno es al mismo tiempo muchos, quizá demasiados. Y muchas veces es ninguno. Irónica reflexión para alguien como yo; alguien que, desde que tiene algún entendimiento, lo siente enredado en los números. Números es un decir. En realidad no son números, no son cantidades: sólo conceptos, sombras en la pared de la caverna. Hasta ahora soy malo para los cálculos mentales, lo que no debe sorprender a nadie: los demás ya deberían haber aprendido que no hay razón para que alguien como yo pueda servir de calculadora.
Me apoyo en el balcón, derramo la mirada sobre la calle. Todo es gris alrededor, o por lo menos es de un color blanco sucio de tiempo. La ciudad se despierta tarde. Mis ojos curiosos procuran abarcar todo este espacio nuevo: la explosión colorida del mercado que nace en la otra cuadra, el hombre en andrajos alargado en la vereda de enfrente, con el brazo envolviendo casi con ternura una botella. Un olor fuerte, al principio indefinido, después animado por el vaho inconfundible del amoníaco trepa hasta mí, obligándome a apretar la manga del pulóver contra la sorpresa de mi nariz. La mañana huele así, mejor dicho, así hiede. El regusto amargo dejado por esa pestilencia me recuerda el otro, ése que se asomó desde adentro hace apenas tres cuartos de hora, en la recepción: hay laberintos en mi timidez que no consigo atravesar.
Buenos días. Vengo por el curso de. No, haga el favor de fijarse de nuevo. No, le digo que ése no es mi nombre, y no soy de aquí, tendría que figurar en la lista de participantes extranjeros. Qué raro. Sí, estoy seguro de que éste es el albergue que me corresponde. Aquí, aquí tengo un correo enviado por el consejo de la facultad de. Sí, yo le espero.
Desde que llegué me sentí, en cierta forma, asfixiado. Y no precisamente por el efluvio característico de la parte antigua de la ciudad: ése empecé a percibirlo después. Al principio, era una sensación de encierro; después se convirtió en una especie de peso en el cuello, algo alrededor de la garganta. Debe ser la altura, pensé, como pensaría cualquier compatriota mío. Tardé un poco en darme cuenta de qué era lo que me apretaba, me comprimía dentro de la ciudad desconocida: era la sierra, estaba en todas partes, escondiendo cualquier horizonte detrás de sus dientes romos, entorpecidos por los siglos. La tuve frente a mí todo el tiempo, desde que crucé las puertas glaciales de aquel moderno aeropuerto; pero sólo la pude ver cuando la sensación de ahogo se me hizo insoportable.
La sonrisa del tipo de la recepción todavía intentaba ser amable, pero se notaba que no tenía la menor costumbre de lidiar con imprevistos.
Disculpe amigo, pero su nombre no está entre las reservas. Todas fueron hechas por la Universidad. Usted no está en nuestra lista. Queda una sola habitación reservada que aún está desocupada, a nombre de. Sí, ya me dijo que no es usted, pero la Universidad no tiene a esta persona entre los becarios, a pesar de que yo la tengo apuntada en el grupo de ustedes.
Miré alrededor. Sobre la alfombra parda descansaban cuatro sillones desvencijados, con resortes vencidos desde hacía mucho por el peso innumerable de anteriores pasajeros. Una pecera contenía las tediosas vueltas de algunos peces raquíticos, y un televisor de 14 pulgadas gritaba metálicamente un concierto de la mtv. En ese momento, una decisión increíble en mí se apoderó de mi voz, empujándola hacia afuera.
Sí, supongo que puede usted tomar la habitación, amigo. Sólo falta ocupar esa reserva, pudo haber sido una confusión. Aquí está su llave, segundo nivel.
Una cama, un ropero minúsculo. Una mesa que apenas alcanza para los libros que llevo: en su mayoría fotocopias, no hay para más. Baño privado, por lo menos eso. Y no le dije que anote el nombre correcto. Así que aquí estoy, atontado por la altura o por vaya uno a saber qué, registrado con la identidad de otro. Llamar por teléfono, avisar que llegué bien. El interno no funciona, hay que salir para eso. Bajo, me mezclo con la gente en las veredas angostas, con el olor ácido que sólo yo parezco notar. Me golpeo la frente con el cartel del negocio de la esquina: nada está hecho para mi estatura. Eso me hace sonreír; trato de verme como Gulliver en alguna tierra extraña. Me doy cuenta que los otros transeúntes me miran dos veces, tal vez han advertido que soy extranjero. Yo los observo también a ellos: son la única nota de color en el paisaje ceniciento. Todas las caras me parecen iguales. Los rasgos se repiten una y otra vez cuando me cruzo con hombres, con niños, con mujeres gordas de largas trenzas deshilachadas colgando de sombreros absurdamente pequeños; éstos no las resguardan del sol, me digo, sirven únicamente para proteger sus tradiciones.
Hablo con Marcela, le pregunto si me extraña, cómo se lleva con el departamento vacío. Su voz me suena tan cerca, pero al mismo tiempo como si viniera desde otro mundo, desde otra vida. La deseo rabiosamente a través de los miles de kilómetros que nos separan; pero de alguna manera, me deseo más aún a mí mismo. Necesito probarme, forzar todo lo que pueda mis conocimientos, mi capacidad de aprendizaje; no sé ni remotamente para qué, pero eso necesito. Es casi como antes, cuando yo comenzaba; no era el inicio de la facultad, de la adultez, no. Lo que comenzaba era yo, y la vida era una promesa.
De vuelta en el balcón el cigarrillo estira hacia mí, con su hilo azul, la sonrisa terrosa de la cordillera. Tengo que leer algo para mañana, aprovechar el tiempo. Soy consiente de estar menos preparado que los otros; de donde yo vengo, ni siquiera las matemáticas son demasiado rigurosas. El mendigo está ahora apoyado contra la pared del edificio, al otro lado de la calle. Parece mirarme fijamente, aunque no alcanzo a distinguir sus ojos. Levanto un poco mis lentes con la mano -hacia abajo los cristales tienen un aumento mayor- y busco entre los rulos de humo al hombre en la vereda opuesta. La botella está ahora volcada sobre su boca, tal vez escupiendo su último suspiro. Qué piensa una persona como él, me pregunto. Qué ve cuando observa a alguien fumando en el segundo piso de un albergue estudiantil, mirando a su vez con ansiedad hacia el vacío de la calle. Hace mucho que no hago nada parecido, pero el impulso es avasallador, ineludible: me siento a la mesa mínima del dormitorio, e intento dibujar a ese hombre con palabras.
Las clases: profesor con doctorado en el Brasil; uno que otro alumno muy joven, casi prodigio; la mayoría, estudiantes locales; unos cuantos extranjeros. Ninguno tan angustiado como yo. Quiero desesperadamente aprobar, salir bien de esto, avanzar. Avanzar hacia dónde, si al final únicamente me queda volver. Volver a mí país, a dictar clases, a la rutina, volver a mí mismo.
Por latarde los pies descalzos, con una costra oscura en lugar de plantas, son lo primero que veo al salir a la terraza. Después del imprescindible alivio del tabaco, tomo mi lugar del día anterior. Por la persiana abierta distingo al extraño acostado en la vereda, interrumpiéndola con una insolencia admirable. Los peatones tienen que caminar por el cordón, o bajar a la calle para no pisarlo, y él los mira sin mover un músculo. Me hago el propósito de describirlo con todos los detalles: quiero estampar un poco de esa bendita desfachatez ante la vida en una hoja con el absurdo membrete de la universidad. Después de la torpeza inicial, de la atrofia que tengo en esa parte de mí que antes intentaba escribir, empiezan a brotarme las palabras: burbujean, chocan entre sí con una energía febril. Pero ninguna consigue aprehenderlo, tomarle aunque sea por un instante de alguna punta de ese abrigo sucio y demasiado grande que lleva, como si fuera una armadura contra la realidad.
Llamo a Marcela de nuevo: su voz es la de una desconocida. Me suelta las frases de siempre, las que hace algunas semanas me emocionaban todavía. Pero me parece tan lejana, tan ajena a estas calles estrechas, a esta ciudad que ahora me acorrala; hasta intento acortar la conversación. Sí, yo también te extraño. Me llamaste y te dijeron que yo no estaba alojado ahí, cómo es esa Ya sé, hubo un malentendido en las reservas, tengo que avisar en la recepción que corrijan mi nombre. Sí, pieza número seis. No te preocupes, me cuido. Yo también. Hablamos el miércoles entonces.
La papelera del dormitorio se indigesta con mis abortos literarios. De estudiar, hasta ahora muy poco; me arden los labios resecos, se me antoja algo de alcohol. No puedo captar a ese hombre, capturar en el papel su aspecto, sus ojos invisibles. Me voy diluyendo en él, en su aparente indiferencia ante todo, en esa fuerza increíble que emana de cada posición abandonada que adopta en la inmunda vereda. ¿Sabe él hacia dónde va, ahí desparramado frente a mí? Quizá las oportunidades que tuve hasta hoy me condenan. Quizá la falta de ellas lo hace libre a él. Se me ocurre que, por ser tan opuestos, no somos demasiado distintos.
Al despertar, el dolor me parte la cabeza. Siento los párpados hinchados, el estómago torcido por la náusea. Abro la puerta que da a la terraza, me atraganto con grandes sorbos de aire fresco. Me pongo los anteojos, pero el mareo me voltea y me siento de nuevo en la cama; los tiro hacia una esquina de la pieza, creo estar mejor sin los lentes. Me visto lo más rápido que me permite este terrible estado; es como si tuviera una resaca descomunal, a pesar de no haber tomado una gota de alcohol. Salgo para la universidad; la sierra sigue burlándose de mí, mostrando su árida dentadura. Me da la impresión de que la gente en la calle me observa menos que antes; probablemente son siempre los mismos, y ya se acostumbraron a verme caminando en esta dirección todas las mañanas. La clase resulta insoportable; me parece que el profesor habla en un idioma desconocido, totalmente incomprensible. La frustración me empuja hacia afuera, y regreso al albergue.
El muchacho detrás del mostrador parece sorprendido al verme llegar. No es mi hora habitual de retorno, pero su extrañeza es demasiada para deberse sólo a algunas horas de diferencia. Tendré una cara muy descompuesta, supongo. Me siento realmente mal.
La llave del número seis, por favor. Y también quería recordarle que tiene mal anotado mi nombre, hubo un malentendido, recuerda. Si puede corregir lo ahora, porque tuve llamadas que no me fueron avisadas. Pronuncio mi nombre, moldeo con cuidado cada palabra con la lengua hinchada y reseca. Pero algo me resulta discordante, fuera de lugar.
Me asfixio entre los destartalados sillones, me falta bajo los pies el soporte que no me da la alfombra manchada. Salgo corriendo afuera, a la calle. Doy vuelta a la esquina y miro el balcón del albergue, donde fuma un hombre extraño, con la mirada fija en un punto de la vereda que está al otro lado. Lo único que queda en ese rincón, lo único que me queda, es una botella vacía.
Fuente: TIERRA MENGUANTE. Cuentos de VERÓNICA ROJAS SCHEFER. Editado con los auspicios del FONDEC. Diseño de tapa: CECILIA ROJAS. Asunción – Paraguay, Julio 2010 (105 páginas)