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NATHALIA MARÍA ECHAURI
  EL ARREGLADOR - Cuento de NATALIA ECHAURI


EL ARREGLADOR - Cuento de NATALIA ECHAURI

EL ARREGLADOR

Cuento de NATALIA ECHAURI


El bus estaba lleno cuando subí esa noche. Después de un complicado diálogo con el chofer preguntándo­le si pasaba por enfrente del campus, tomé el boleto y esquivando el primer asiento vacío, fui a parar al único lugar libre, a su lado.

—Permiso —le dije.

—Ya enseguida —respondió.

Debía tener cincuenta años o más, y estaba ensimis­mado en la búsqueda de cosas en su bolso: un par de pilas de ocho voltios, una radio, un cuchillo (lo cual me hizo imaginar una escena de asalto y mi posterior asesi­nato de su parte) y una cantidad de teléfonos celulares envueltos en una bolsa en el asiento que yo esperaba ocupar. No se inmutó ante mi atenuada presencia, y tras unos minutos recogió sus cosas y se movió hacia el asiento de la ventana, el que yo pretendía ocupar. Al principio me irritó su atrevimiento, yo había dicho con claridad “permiso” y él había respondido “ya ensegui­da” por lo que quedaba implícito que debía girar para que yo pasara. Tal vez había deducido que por el ta­maño de mi mochila recibiría algún golpe en el rostro, cuando yo intentara ocupar el asiento de la ventana, y solucionó el problema de una manera más sencilla. Sin embargo, yo seguía resentida con su insolencia, llovía, era de noche y quería estar con la nariz pegada al vidrio.

Lo observé desdeñosa mientras deshacía el revolti­jo de sus cosas y acomodaba los celulares en el bolsón abierto, que quién sabe cuántas cosas más traía dentro. Giró la punta del cuchillo, que en realidad era la cuchi­lla de un cuchillo sin mango, sobre el alambre del hueco donde debería ir la pila, y esta comenzó a funcionar. O por lo menos eso creí hasta que sacó un peine de bolsillo y como todo un experto relojero o algún mecá­nico de piezas diminutas, estiró la antena con un diente del peine, todo lo que pudo, hasta que la antena superó nuestras cabezas.

La radio comenzó a sonar con un débil chisporroteo de la interrupción entre emisoras, con la leve confusión del sonido de mis pensamientos entremezclado con las noticias de la tarde y alguna polca jeha’o de un anónimo cantante borracho de las esquinas de Quyquyhó.

Al principio pensé que todo se trataba de algún ar­tilugio del cansancio que se apoderaba de mi mente, ocho horas en una agencia publicitaria no son poca cosa, pero el sonido de mi imaginación iba subiendo de tono mientras el chisporroteo desaparecía y la polca jeha’o del cantante borracho anónimo de Quyquyhó se desvanecía en historias opacas de amor.

Todos los copys rechazados esa tarde, los cuestiona­mientos sobre el comportamiento extraño de Rafael, las poesías eróticas que se me habían ocurrido esa tarde después del rechazo de los copys, y el repaso de una lar­ga lista de cosas por hacer, se hacían eco en la línea 20, esa lluviosa noche de agosto.

Estaba pasmada. El hombre de la radio no parecía reparar en que estaba escuchando todos los temores de amor, laborales y filosóficos de una veinteañera solitaria y acercaba la radio al oído como si estuviera escuchando el noticiero de la noche. Intenté callar mis pensamien­tos, pero el resultado fue atroz. Como aún no aprendo a dominar mi mente, el sonido de la radio fue subiendo de tono, con más pensamientos que se cruzaban como la maraña infinita de una araña en celo. La red de ideas que jamás se me hubiera ocurrido transcurría apacible­mente transmitiéndose por la radio de un completo des­conocido en un bus cualquiera, a una hora cualquiera en un día cualquiera y en un país cualquiera.

Intenté desviar mi atención, describir el paisaje del mercado, el Colegio Nacional, las tiendas que se su­cedían fuera del bus cualquiera, pero solo eran unos ruidos más acoplados al pandemonium enzarzado que salía a borbotones de la maldita radio. Todo se reinven­taba, nada se eliminaba, cuanto más pensara, más cosas saldrían de ese diabólico aparato, y hasta mi evidente preocupación por la ventilación de mis preocupaciones era más evidente a medida que pasaban las calles.

La gente fue acercándose una a una sobre el hombro del señor de la radio. Acercaban sus oídos como embe­lesados por lo que sucedía, unos empezaron a reír, otros a llorar, otros a comentar lo que escuchaban, pero no hubo una sola persona que no abandonó su asiento para hacerse testigo del escándalo de mi cabeza.

Fueron apareciendo a montones, otros subían al co­lectivo que ya estaba a rebosar, y se sucedieron empello­nes y altercados en el intento de oír mi mente.

El chofer miraba atento desde el retrovisor a la ava­lancha de curiosos reunidos en corro alrededor mío y del señor de la radio, y hasta detuvo la marcha del bus para hacerse eco de lo acontecido, mientras seguían su­biendo personas que ya no pagaban pasaje, sólo querían escuchar la radio.

Hastiada, le arrebaté el aparato al hombre y lo par­tí en dos. Mis quejas por la radio rota y su posterior funcionamiento como si no lo hubiera partido como una hostia, con la débil polca jeha’o y el recuento de lo ocurrido el fin de semana anterior, se mezclaron ahora con violencia en la afanosa lucha por la supremacía de escucharse, por un lado las soluciones para reparar la radio, por el otro nuevamente las quejas en una mezco­ lanza de groserías nunca antes pensadas por mi persona hasta ese penoso momento.

La gente comenzó a llorar.

Hubo más peleas, algunos gritos y algún llanto aho­gado ahora que en cada pedazo de radio salía algo dife­rente. El arreglador volvió a sacarme un pedazo y se lo llevó al oído. Lo agitó como si se tratara de una bebida gaseosa, me lo devolvió un segundo, mientras revolvía el bolso en busca de un nuevo artículo. Por fin estiró un tenedor y lo incrustó en el pedazo abierto del aparato y lo giró como si fuera un plato de espagueti.

Comencé a sentir dolores imposibles en la cabeza, como si alguien estuviese arando sobre mi cerebro. Del dolor, tiré el otro pedazo al suelo para sujetarme la ca­beza, idea inocente, como si sujetarme la cabeza alejaría al rastrillo mental. Cuando la gente empezó a pelear por el pedazo caído, estiré el tenedor al hombre y arrojé el suyo por la ventana.

El resultado fue catastrófico. Centenares de personas del colectivo se arrojaron al suelo en una batalla campal por hacerse con la mitad del boato. De pronto no hubo dos, sino miles y miles de pedacitos de la radio multi­plicándose al dividirse y cada quién hizo con su porción lo que se le antojó.

Algunos la engulleron, otros la pisaron, hubo inter­cambios de partes y algunos metieron alicates, monda­dientes y conexiones de auriculares y los giraban, gira­ban sin cesar mientras en mi cabeza una tormenta de ilusiones, alucinaciones y desilusiones se retorcían para no caer en ese torbellino negro que amenazó con absor­berlos y deglutirlos para siempre.



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SEP DIGITAL - NÚMERO 2 - AÑO 1 - ABRIL 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

 

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