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RUBÉN ACOSTA GALLAGHER
  COMO HUMO DE LEÑA VERDE - Cuento de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER


COMO HUMO DE LEÑA VERDE - Cuento de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER

COMO HUMO DE LEÑA VERDE


Cuento de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER


al dulce recuerdo de Beatriz y Corina ...

¡que el tiempo agiganta!


Soberbio, impetuoso e irreverente apareció en el salón Julián Echeverría causando un cúmulo de comentarios en voz baja. Ingresó con pasos firmes haciendo resonar los filosos tacos de su bota tejana. Llegó hasta la orquesta y ordenó que parasen la música.

—Como usted mande, señor —dijo Ibarra en tono adulador. La gente se dispersó con la satisfacción de Echeverría de tener bajo control la situación, parado en el medio del recinto, con su porte de caballero distinguido sobre las baldosas simétricas que delataban una vida ostentosa. Se sentía poderoso, su casi un metro noventa de estatura, el bigote patriarcal y el prominente abdomen enfundado en un traje negro de ribetes dorados en la solapa resaltaban la imponencia de su figura. Se creía dueño de ese pequeño universo. Y posiblemente lo era, o así se lo hacían creer los asistentes, empleados del insumo o ligados de alguna manera al negocio de las plantaciones, las estancias y el hotel.

—Quiero anunciarles el compromiso de mi querida hermana María Rita —exclamó el anfitrión con evidente satisfacción.

Hizo señas a la muchacha y ésta se acercó hasta él, tímida, con esa forma entre encogida y jorobada que solía molestar a Julián. Ella recordó algunos reproches e intentó una postura más acorde a la situación y, aunque no era gran cosa lo que podía lograr, se sintió en cierta forma protegida cuando el novio se hizo presente. Hecho el anuncio de la boda, el aplauso de los comensales fue seguido de un brindis y, una vez dada la señal, la orquesta volvió a tocar. Chiquita Zayas, salerosa y solícita, interpretó para el dueño de casa la canción Fina estampa.

La novia, sentada entre el hermano y el futuro consorte, permanecía quieta, sudorosa y palpitante. Con sus ojos profundos, las cejas anchas y los labios finos en un rostro más bien delgado, Marita se veía como una estudiante acomplejada, perdida en medio de ese curioso paréntesis conformado por dos hombres a los que no estaba segura de conocer de verdad.

Osvaldo era un joven al que Marita solía ver en medio de biblioratos y libros de contabilidad, del que apenas recordaba el registro de su voz a través del saludo un tanto nervioso que percibía cuando lo solía encontrar entregando informes a su hermano.

Julián Echeverría rondaba los cincuenta y, en contradicción a su manifiesta fortaleza, solía atravesar por profundas crisis relacionadas principalmente a vacíos y dolores que crecían con el paso del tiempo. Lapsos sombríos de su vida, etapas en que se pasaba rumiando su silenciosa condición de no haber podido procrear. Atormentado por no tener quién heredase su pequeño imperio, un varón que garantizase la continuidad del apellido y, para colmo, con una sola hermana, quien además cargaba con el estigma de haber perdido a su madre durante el parto y a quien siempre tuvo relegada, reprochándole todo: desde la falta de carácter y forma de hablar. Una mujer inmadura y débil que tartamudeaba al escuchar su voz, a la que también debía vigilar para que no fuese a la cocina a conversar con las cocineras, con quienes, confundido, la solía escuchar comunicarse con cierta elocuencia.

—No necesitas aprender a cocinar, ni leer tantos libros. Tu destino es la de ser una buena administradora.

La última vez que Julián le intimó con tales argumentos, ella empezó a temblar y parecía que le iban a volver las convulsiones nerviosas a las que seguía un ataque de tos. Fue así que el hermano aceleró los planes para la boda, pues entre otras cosas, temía que María Rita, ya cumplidos los treinta, tuviese problemas para procrear.

Para Rita la cocina era un reducto lleno de cálidas evocaciones. Ahí su fiel niñera Natí, mientras cocinaba el arroz con leche, le contaba anécdotas sobre sus padres y ella, en medio de cacerolas, muchachas que entraban y salían con fuentes y jarras en las manos, alegres y vivarachas, con el aroma del clavo de olor en las narices, sentía el sabor de la vida; su ritmo, color y sentido. Hasta que Nati se fue. Despedida por haber descubierto que era ella quien le traía saludos de Alejandro, al igual que antes, cuando era pequeña y le dejaba caramelos en el cajón de su mesita de luz desobedeciendo las órdenes de don Julián. Desde entonces Marita casi no pasaba por la cocina. A veces sentía ganas de hacerlo, especialmente cuando percibía algo parecido al olor de aquella irresistible infusión que Nati le preparaba para calmar la ansiedad. La última vez que vio a Nati fue en Semana Santa, frente a la iglesia. El primer impulso fue correr, abrazarla y preguntarle sobre Alejandro, pero sabía que su hermano lo impediría. Lo confirmó en la mirada desaprobadora del señor Echeverría, quien, además de otros atributos, tenía la facilidad de que, mientras hablaba y saludaba a la gente, podía mantener el control de lo que sucedía a su alrededor, principalmente sobre sus subordinados, quienes de una u otra forma constituían la mitad de la población.

Durante la cena Marita apenas pudo cruzar palabras con su prometido. Había terminado una fiesta más en la ostentosa mansión del que se consideraba dueño del pueblo. Una casa pintada de naranja que irradiaba dominio con su derroche de estilos y elementos, una burda recreación de algún imaginado palacete. Ahí estaban las dos columnas griegas del corredor junto a la gran puerta de entrada tallada con las iniciales del propietario entrelazadas entre ángeles victoriosos, ventanales germanos, dos aljibes andaluces envueltos en enredaderas, “que debían estar al frente, para la buena suerte y la abundancia...”, todo, en medio del enmarañado jardín de diversa y exhuberante vegetación. Pero lo que más Julián amaba de ese enjambre de talantes en la fachada —que finalmente se parecía tanto a él— eran sus “columnas luminosas”. Allí algunas noches solía permanecer observando su extenso jardín; generalmente con los brazos extendidos entre ambos pilares. Se decía que en esos momentos el hombre realizaba algún pacto extraño con una antigua deidad. El lo sabía, y esto, además de otros comentarios, como su fama de pirómano, alimentaban aún más su primitiva vanidad.

Marita subió a su habitación. Como siempre cerró la puerta con llaves y fue directo al tocador. Su hermano había hecho decorar el cuarto con muebles estilo Luis XVI, todo en madera color crema foliada en oro. Cortinas, colchas y carpetas de caprichosos flecos y volados, la hacían ver a la muchacha aún más pequeña y perdida. No obstante, a ella casi todo le era indiferente. Todo, menos sus frascos vacíos y los trozos de tacuarilla para el té que la mantenía calmada, el que Alejandro le hizo llegar antes de la última gran quema de una plantación que había sido arrasada por la plaga. Marita daba cuerdas a su caja de música, abría el cajón, sacaba los envases de perfumes, cremas y polvos, los colocaba en una hilera, en otra a las tacuarillas... y los hacía hablar: El frasco mayor era su padre, el otro la madre, el que seguía, su hermano muerto en la revolución. Con las tacuaras improvisaba un puente, el puente que, si llegase a cruzar, quizá serviría para llevarla hasta Alejandro, quien hasta el momento era representado por el frasco de colonia inglesa. Definitivamente, en ese juego Julián no participaba. Éste tampoco podía dormir. Bajó a la biblioteca; después, sin poder concentrarse en la lectura, preparó una bebida. Caminaba con su bata de satén azul por toda la casa, controlando si las luces del patio se hallaban encendidas, sí los leones —cachorros todavía— se mantenían enjaulados, verificando sus automóviles, lustrosos y en hilera; a los perros si estaban alertas y los guardias despiertos; después siguió dentro de la casa, observando su colección de cuadros, la variedad de jarrones, los rifles y cueros de onza, además de los diversos sombreros. Recordó que una vez los había retirado porque el decorador le dijo que con esos sombreros la casa se parecía más a un rancho mexicano que a un castillo alemán, y hasta compró discos de Wagner atendiendo la recomendación del profesional. Pero tal fue su desilusión cuando Chiquita le comentó sobre las preferencias sexuales del decorador, a quien lo despachó con un generoso cheque sin pasarle la mano ni mirarlo a los ojos e inmediatamente ordenó que volviesen a colocar sus sombreros en el lugar donde siempre estuvieron. En ese entonces había comentado: “Y yo que pensaba que se trataba de un hombre fino y educado... Todos mienten y andan con disfraces. Todos mienten, al igual que Chiquita, que se empeña en conquistarme profanando la canción preferida de mi finada madre y queriendo conocer los detalles de mi vida, los rincones de mi cuerpo”. Un tiempo atrás, Julián había iniciado un romance con ella, pero le desagradó la fogosidad de ésta: no soportaba que mujer alguna tómasela iniciativa. Para él la ambientación y las reglas eran sumamente importantes y, para cuestiones relacionadas al amor físico, prefería una escena tranquila, en penumbras, música suave, fragancia de mujer recatada y, sobre todo, que los amantes no se viesen totalmente desnudos, ni la mujer mirase sus piernas, que eran desproporcionalmente delgadas en comparación al resto de su anatomía. En ese contexto, no cabía una mujer de pasado escandaloso y espíritu independiente.

Cuentan que el siniestro se inició con una chispa en uno de los altos hornos. Un simple destello como los que en los poblados abiertos no son raros de avizorar en las noches frías de cielo limpio. Pero cuando los que dormían en cuartos aledaños fueron despertados por el sereno, las llamas se propagaban en forma incontrolable. Osvaldo iba de regreso y percibió lo que ocurría en la azucarera. Contra las advertencias de los que huían despavoridos del lugar, el joven subió por una de las escaleras de la oficina adherida al galpón tratando de salvar algunos documentos importantes. Eran las tres de la mañana cuando Anastasia llamó con desesperación a la puerta del patrón. Cuando el propietario llegó hasta el insumo, el fuego había devorado gran parte de la fábrica. El olor sofocante hacía retroceder a la gente de los que algunos hasta parecían sonrientes; quién sabe si ese incendio no constituiría la ansiada liberación de aquellos trabajadores que desarrollaban sus tareas en forma infrahumana. El patrón, que luchaba con sus demonios por mantener la compostura, se dirigió hacía el intendente y sólo atinó a decir: “¡Cría cuervos...!”.

Cuando clareaba, hallaron a Osvaldo muerto, calcinado y apenas reconocible entre el esqueleto del escritorio y la caja fuerte. Al amanecer el espectáculo de esa gran estructura de acero y madera se convirtió en cuestión de horas en un esqueleto negro y humeante de vigas caídas, hierros retorcidos, peñascos, picos y cráteres oscuros. De pronto el lugar pasó a ser un desierto sombrío e inaccesible. Divulgada la noticia, todo el pueblo salió a la calle y el señor Echeverría empezaba a percibir que el fin del que estuvo a punto de convertirse en su cuñado, podría generar situaciones impredecibles. Navegaba en la peor de las turbulencias, y él, que siempre había sido su propio timón, sentía que la nave podría volverse incontrolable. Se hallaba terriblemente perturbado por no haberle confiado al joven su plan y ese sentimiento, parecido al arrepentimiento, le era sumamente insoportable, indigno, dentro de su escala de valores. Se había convencido de que Osvaldo, por ser un empleado que desde niño trabajó a su lado, sería el esposo ideal para su hermana: sus ansias de superación eran válidas, pues se basaban única y exclusivamente en el trabajo honesto y responsable. Sería la persona ideal bajo su control, previa firma de un documento con los condicionamientos financieros correspondientes.

Pero el caso es que nuevamente la muerte se interpuso entre sus planes. Siempre la muerte para, desvía o transforma el curso natural de las cosas. Como cuando se fueron sus padres sin poder ver la gran fortuna que amasó Julián desde aquel primer trabajo en el circo. También con la desaparición de su hermano menor durante la revolución del 47, llevándose consigo la posibilidad de dar continuidad al apellido, a sus negocios. La pérdida de su esposa para él fue algo doblemente doloroso, pues quedaba al descubierto su imposibilidad de procrear: Hasta entonces había sorteado la situación, dando a entender que era su mujer la que no podía quedar embarazada, pero al estar viudo, todavía en edad temprana, fue evidente que era él quien se hallaba imposibilitado para concretar el mayor de su anhelos, y tal condición de alguna manera llegó a conocimiento de la gente.

La muerte le aterraba a Julián Echeverría. Era tan cierta e irreversible que, aunque anduviese por diversos caminos, lo atraparía en cualquier lugar. Era lo único que no podía dominar, con quien no podía realizar pacto o transacción alguna, y por eso la odiaba, porque tarde o temprano tendría que rendirse a ella.

A medida que transcurrieron los meses, los eventos inesperados se sucedieron uno a otro. Por primera vez asumió un intendente a través de elecciones. El cura párroco fue trasladado y el pequeño entorno que oficializaba su poder se fue desmoronando. Su pasado lo seguía a todas partes. Los empleados se rebelaban exigiendo indemnizaciones y una mejor paga. Ordenó a su contador que pusiese en venta las estancias, algunos automóviles y otros bienes.

Inició una etapa de fiestas y derroches invitando a personas de otros lugares, mientras Marita jugaba con algodones en los oídos. Prohibió la entrada de Chiquita Zayas, quien se había unido a la Liga de Mujeres del Ejército de Salvación, marchando por las calles del pueblo, entonando himnos alusivos a las derrotas que suceden a las pasiones desenfrenadas. Pero aunque vivía atragantándose en deleites, en una especie de orgía romana que él se empeñaba en que se pareciese a un carnaval veneciano, Julián estaba solo y cada vez más abatido. A veces intentaba dialogar con la hermana, pero ella, liberada de antiguas paranoias y presa de otras nuevas, le hacía sentir que ya era tarde para todo, incluso hasta para las reflexiones.

—La fatalidad se ha interpuesto entre nosotros. El destino de nuestra familia está sellado y nadie, absolutamente nadie, puede contra la fuerza del destino, María Rita. Ya no reces ni llores, hermana. Deja de invocar al santo de lo imposible. Debemos hallar la dicha a como dé lugar. Hay que gozar en esta vida, de paso hacer el bien, para el descanso del alma; así, cuando se desprenda del cuerpo, no andará molestando a nadie ni justificando rezos de comadres de dudosa reputación.

—No soy tu hermana, ni busco dicha alguna.

—Pues es importante beber hasta al fondo. Disfrutemos de lo que nos queda, pues de lo que no se puede llevar se encargará el fuego. Al no haber descendencia... ¡que no quede nada!

—No eres mi hermano, ¡sólo una triste réplica de Nerón!

—Está así desde la muerte de Osvaldo —dijo Anastasia al médico, quien se limitó a renovarle sus ansiolíticos.

—¿Usted sabe, doctor, que Julián fue lanzallamas en el circo? Ahora él para muy poco en la casa, dicen que se pasa haciendo planes en el hotel, quizá esté proyectando incendiar el pueblo.

—Que tome sus píldoras a hora y no la dejen acercarse al fuego —recomendó el galeno antes de retirarse.

Finalmente Julián se fue deshaciendo de todo, sólo le quedaban la casa, el hotel, dinero guardado y antiguos enemigos que no desaprovechaban ocasión para hacerle saber de su cuenta pendiente.

—Estamos solos, María Rita. ¿Me escuchas Marita? ¿Qué significa esa mirada? ¿Es que vos también creés en todas esas habladurías?

—¿Por qué dejaste morir a Alejandro en aquel pozo? ¿Por qué no permitiste que lo auxiliaran?

—¡Maldita idiota! ¡Sigue con ese té que terminarás enloqueciendo de verdad! Pues bien, Alejandro murió por accidente durante la quema de los desechos y las plagas. No me agradaba, es verdad, pero no era enemigo como para matarlo. He hecho maldades, es cierto, ¡pero sacar la vida a un cristiano nunca!

—¿Y su cuerpo, dónde fue enterrado, acaso en ese mismo hueco?

—¡Olvídate de ese accidente!

—Quemado entre los matorrales —repitió la muchacha con la voz apagada, casi inaudible.

—Pónete el vestido amarillo y bajá, que pronto empezará la fiesta que organicé —insistió Julián junto a la cama de su hermana.

—Quemado... un día después de que me hiciera llegar las tacuarillas. Eran unas leñitas verdes, aún frescas, pero inservibles para la fábrica. Lo dejaron morir, seguramente por arrancar unas cañas delgadas, relegadas por mal crecidas. Cayó al fuego sin ser auxiliado, por haberse atrevido a cortejar a la hermana del patrón. Nati vio todo y me lo contó. Murió entre las plagas y ni siquiera tiene tumba.

—Señor, los invitados —avisó Anastasia.

—Peináte y bajá sonriente —dijo él, casi implorando— de mi brazo, porque será una noche especial, quién sabe si no la última..., somos los únicos Echeverría que quedamos. Por favor, Marita.

El humo del té de leñas verdes es diferente al de los incendios. Me dan tantas pastillas, pero no saben que sólo el té de Alejandro me mantiene viva.

—No está bien. Mejor que no salga de aquí. Quedáte con ella, Anastasia, y mantené la puerta con llaves.

Durante la fiesta Julián se enteró de que los peritos habían determinado que el incendio de la azucarera fue intencional. Existían indicios de que el operativo fue desarrollado con la intención de cobrar el seguro. Los testigos falsos “cantaron” y Echeverría, como un troglodita, esa noche dio por finalizada la fiesta echando a la calle a sus invitados, enajenado y desbordante de ira, reprochando a gritos la ingratitud de esos pueblerinos que habían enviado a sus hijos a la escuela construida por él.

—¿O acaso no recuerdan la remodelación de la parroquia? ¿Y la casa de niños pobres? ¿Qué hubiese sido de esta tierra olvidada por Dios sin mi permanente ayuda?

Ordenó que la orquesta siguiera tocando. Ibarra optó por sus valses preferidos. Tendido en el sofá era la viva imagen de un decadente empresario criollo. Bebía una copa tras otra mientras se arreglaba el bigote y lanzaba carcajadas, seguidos por lapsos de silencios alternados sonoros eructos. Los manteles y arreglos de las mesas del salón y el jardín permanecían intactos. La cena fue tirada a los perros. Arriba Marita dormía junto a Anastasia que velaba su sueño. La botella de vodka estaba por finalizar y Julián abrió otra. Solo, rodeado de sus reliquias.

“¡Malditas piezas! ... Caras e inservibles. ¡Sin vida! Ya no representan nada. Debería destruirlas. Deben caer conmigo”. Le dijo a Ibarra que se fuese con los músicos, entregándoles una importante suma de dinero. Al salir escuchó el impacto de los objetos contra la pared y el suelo y la risa fuerte, descontrolada, enloquecida. Julián se dirigió al despacho, allí donde su colección de libros dormía en perfecto orden. Se sacó la chaqueta, con la camisa remangada estiró el baúl en el que estaba el dinero de las ventas, esparciéndolas por el salón. Debía terminar con todo porque a la mañana siguiente podrían venir por él. Sus labios mantenían una sonrisa similar a una mueca siniestra y en su mente la confirmación de que el fuego, siempre el fuego, era el mejor final para un gran hombre de quien nadie merecía legado alguno. Encendió la primera cerilla, después otra. De a poco las llamas recorrieron como pequeños lagartos escurridizos adhiriéndose a los bordes de los flecos de las cortinas y alfombras. Posteriormente se extendieron hacia la escalera. El pirómano sentía su infelicidad a través de la embriaguez, estado que para él siempre estuvo asociado con la desesperanza.

“¡La escalera larga...! Que traigan la escalera larga, coloquen en la ventana, la de arriba”. La gente empezó a arrimarse a la verja de hierro, sólo algunos ingresaron al jardín con escaleras y mangueras. El chorro de agua que salía se perdía como diminutas gotas en medio de las llamas que emergía de las puertas y ventanas a medida que éstas se desprendían de los marcos de la casa color naranja. Por fin Anastasia pudo arrimar a Marita hasta la ventana. Esta, todavía en estado de sedación, apenas pudo percatarse de lo que estaba ocurriendo. Después de todo, era otro incendio más. La situación le era conocida. Los gritos e indicaciones ni siquiera lograron perturbarle. Su expresión parecía la de una niña caprichosa, mordiéndose los labios, distraída, mientras sacaba sus piernas y se aferraba a la escalera.

—¿De qué incendio me están hablando, el de las malezas y plagas o el de la fábrica? ¿Es la casa ahora? La muerte y los incendios son visitantes frecuentes en esta familia.

Cuando el lugar fue evacuado, las llamas se enseñorearon de la gran mansión. Se escuchaba el rugir de los pequeños leones enjaulados a quienes, a diferencia de los perros, no se los pudo soltar. Éstos, al igual que su dueño fueron devorados por el fuego en su propio circo. Un circo que cambió la carpa por el cemento, el mástil principal de las banderas por las columnas que ahora lucían como dos obeliscos lacerados de cuyas puntas surgía un hilo de humo que se mantuvo así hasta la lluvia del día siguiente.

María Rita y Anastasia se instalaron en el hotel. La voz del médico la transportó al amor de su adolescencia. Ella pidió que él le trajese su té de siempre. Cuando apareció con la infusión en sus manos, Marita creyó ver a Alejandro. El médico, en conocimiento de la situación, decidió seguir con la trama.

—El frasco de colonia, quedó adentro, las tacuarillas, no sé...

—Eso ya no tiene importancia, Marita.

—Claro, lo importante es que pudiste cruzar el puente para llegar hasta mí, como en el juego....

—Es verdad, pero ahora debes tomar tus pastillas, con el té, como lo haces siempre.

—Me gusta, se siente el humo de la tacuarilla verde.

—Asimismo —respondió el Alejandro de sus sueños y ella se lo bebió complacida.

Fin



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CASA DE GUISOS … Y OTROS CUENTOS DE TANTA GENTE

Narrativa de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER

Diagramación y armado: GILBERTO RIVEROS ARCE

Edición al cuidado del autor

Editorial SERVILIBRO

Asunción – Paraguay

Noviembre del 2003 (262 páginas)

 

 

 

 

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