ENTRE-CUENTOS
Narrativa de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER
ÁNGEL
para Federico Fellini
Terminó aceptando el nombre que le habían impuesto: mártir. No le fue grato, pero creyó merecerlo por andar divulgando en los senderos tortuosos todos los pesares que decía padecer. Supo de voces ambiguas que su padre fue marino y su progenitora desapareció aquel día en que los toros huyeron durante el tornado de octubre. Sobrevivió en el miserable cuarto trasero de la tienda de velas de esa tía de bigotes que hizo su infancia aún más desolada, como su oficio de paje de aquel señor feudal cuyo nombre asociaba con un sinónimo perverso.
Desde que tuvo memoria se consideró miedoso. Nunca aceptó que para hacer honor a su nombre era él quien debiera dar protección. Temía la oscuridad, los truenos y a los rudos mineros a quienes su belleza angelical no les era indiferente. Hallaba en el temor y la desconfianza las únicas armas para evitar otros desenlaces que pudiesen complicar aún más su existencia.
Sus sueños no eran como los de cualquier joven de su edad. Él más que nada deseaba una casa segura, la cama limpia y alguna mujer dulce que lo abrazase. En la comarca sólo existían hombrunas que jugaban al billar y lavanderas mascando tabaco. Las otras eran gacelas uniformadas a las que solía amar apresurado y a escondidas, por ser alguien sin fortuna ni origen. Pero esto a él no le abatía, pues presentía que finalmente regresaría junto a aquellas primas que años atrás visitaban por las noches su cama y silenciosamente se deleitaban con su cuerpo. Estaba en conocimiento de que Mística y Aura no lo habían olvidado. Por eso, cuando presintió —a través de las golondrinas que huían hacía el norte— la dura proximidad de otro invierno sin cobijo, una tarde en que el viento empezó a golpearle la piel, regresó al alcázar de la tía ahora ausente.
A su llegada Mística le preparó un baño caliente y perfumado. Después le cubrió delicadamente con una bata tibia y de noche preparó un banquete mediterráneo. Más tarde, en la cama alta que sólo había contemplado de pasada, le amó como a un príncipe.
—¿Es esto el amor? —se preguntó antes de cerrar los ojos y, a pesar de amanecer inquieto por no saber la respuesta, se dijo que el amor era justamente eso: dejarse amar.
¿Por qué no anclar la dicha en ese santuario fortificado junto a Mística a su derecha? Es que el lado izquierdo de su cuerpo, allí hacía donde las emociones palpitaban, justo en ese costado, se encontraba desprotegido. Eso lo hacía sentir como si una parte de su ser estuviese flotando y comprendió que con una sola mujer no sería totalmente feliz, por consiguiente tampoco podría hacer dichosa a la dulce compañera. Se lo dijo y ella supo entender. Fue así cuando Aura descubrió a su esposo fumando opio en el prostíbulo oriental, halló ideal el momento para volver al reducto y completar la felicidad del amado primo. Desde entonces el joven durmió en medio de las dos hermanas, junto a quienes revivió aquellos juegos de la niñez, esos días en que habían conformado una placentera trilogía de alma, cuerpo y espíritu. Por fin contaba con la debida protección. El círculo se había cerrado y su satisfacción fue aún mayor cuando ellas le llamaban por su verdadero nombre, así como realmente se sentía... Ángel.
CREPÚSCULO
para Rosi...
“que vino de lejos para leer este libro”
Sentado en su sillón de mimbre con las piernas cubiertas por una manta, la mirada vacía de horizontes, a medida que transcurría la tarde, condicionaba su mente fusionando eslabones para disfrutar de los últimos reflejos. Fulgores que se escapaban desde las rendijas de aquella cadena de serranías, que unidas constituían la plácida cordillera. Sólo con sus pensamientos, la expresión calma, sus pupilas ardientes, los sentidos alertas al espectáculo que tanto temía perder. Como cuando se había desvanecido aquel verde profundo de la campiña de su niñez, después el gris plomizo de la ciudad, y de a poco, las diversas combinaciones de los demás colores que se desprendía de su visión furtivamente.
El avance del glaucoma era irreversible, y a medida que el tiempo transcurriese, solo dispondría ante sus ojos de una gama nebulosa encaminada hacía el mundo de las sombras. Pero todavía se permitía creer en la benevolencia del tiempo, presentándose puntual a la cita con los colores del día declinante que, sin saberse a ciencia cierta la razón, era lo último que podía divisar. Esa extraña dualidad de catarata y remanso, de esplendores y quietud, generaba una atmósfera mágica, aislada y rica en sensaciones. A veces sentía que esos tonos no sólo los podía distinguir, sino también creía que penetraban por todo su cuerpo, recorriendo su interior con una tibieza que lo invadía en la sangre toda. Por fuera percibía como un baño purificante, que en el breve transitar por sus sucesivas pieles, ingresaba por los ojos entreabiertos, exaltado como el aguacero estival, y sin bloqueos de ninguna naturaleza.
La muerte cotidiana del sol efectuaba su última agonía, deteniéndose en esa isla vestida de azotea. En un territorio íntimo, en una cita piadosa, en un encuentro de ráfagas, que lo sedaba como un bálsamo en el ocaso de la tarde cordillerana.
De pronto el atardecer llegó a su efímero esplendor y su rostro adquirió la luminosidad ausente durante el día. Toda la gama de esos colores permitidos se apropió de él. La estaba esperando, impaciente, hasta con cierto temor de que no apareciese. Pero ahora estaba ahí: deslumbrante, generosa, con un abrazo de corales, y su rostro nuevamente se vistió de sonrisa. Abrió los ojos y pudo ver los sucesivos tonos descendentes acariciándole delicadamente. Allí estaba el rojo cautivante copulando una escalera de carmines, con el escarlata y los bermellones menores. También la sutileza del naranja con bordes dorados, anillos refulgentes que en forma de aureola rodeaban las copas de los árboles, desprendiendo de entre el ramaje un torrente de luces y bañando de amatista el vasto paisaje.
Más tarde, con el arribo del gris, la placidez no abandonó su rostro. Estaba embriagado de tanta luz recibida. Satisfecho de aquella concesión de la naturaleza a la que él llamaba milagro.
La noble anciana le tomó de las manos y juntos descendieron al comedor. La chimenea se hallaba encendida y, aunque los destellos de la raja también eran parecidos a los colores del crepúsculo, él prefirió seguir hasta el dormitorio a practicar el arpa y mientras pensaba que el amanecer lo anunciaría el canto del gallo, en su mente aún seguían aquellos únicos colores que alimentaban a sus ojos moribundos. Es verdad que no sabía por cuanto tiempo más lo tendría junto a él en los atardeceres del otoño... hasta que llegara el último.
NAVEGANDO CON LA LLUVIA
No para de llover. El otoño pasado fue igual. Me hace pensar que ninguna otra estación es tan puntual como en este abismo boreal.
Es el mismo sonido sobre el tejado de zinc deslizándose en chorros e hiladas en forma unidireccional. De pronto el agua deja de caer, pero siguen las gotas. Una tras otra. Gruesas, pesadas, livianas y escurridizas como la seda. Por momentos demasiado próximas como para hallar respuestas a mis antiguos interrogantes. No solo las siento escurrirse por mi piel, también penetrar por los poros invisibles hacia no sé qué guarida de mi remoto interior.
La sensación de hombre isla se apodera de mí a medida que sigue lloviendo y mi angustia crece. Está tan cerca ... por momentos tan lejana: ¿O es mi propia ausencia merodeando este inquieto lecho?
Siguen cayendo. Siempre juntas o con intervalos desolados, hasta el reinicio, descendentes por el cristal de la ventana azul, y me pregunto (o quizá al agua): ¿Porqué no partir ahora, con la lluvia calma y así evitar el cansancio inútil?
Morir mientras llueve, caminar bajo el agua sin haberse mojado. Ahora que nadie tocará mi puerta cubierta por la cómplice bruma.
En ese instante bebo el cáliz del navegante.
El fin está cerca. Lo percibo en el frío que recorre mis piernas y que muy pronto llegará hasta mi almohada.
Puedo escuchar sonidos casi olvidados: aquella canción navideña, el bramido de los toros, la antigua campana escolar.
La escucho en fuga y somnoliento. Me susurra de escaleras y caminos luminosos. Mis pupilas se adormecen mientras siento que navego, bajo la lluvia... y sin mojarme.
DESPLUMADOS
(Un ¿relato?... desplumado de afectos)
La señora de la casa estaba delicada del estómago. —Papá —dijo Impertinente—, mamá no quiere comer pollo de la calle.
—Dile que es del gallinero —refutó don Desamorado. —Ah... —contestó doña Indiferente desde su lecho de enferma.
NOCHE DE VELORIO
Puedes retirarte cuando quiera Emilia, no es necesario que se desvele.
—¡Por favor, Martín! No se preocupe, que es un placer hacerle compañía. Además, sinceramente prefiero los velorios a los entierros.
—Pobrecita, ¿verdad? ¿Usted ya la vio?
—Sí, al entrar. Me fijé que tiene las uñas pintadas.
—Unos días atrás pidió a Chabela que le arreglara las manos. Siempre coqueta ... hasta el final.
—¿Chabela, la que fue mi alumna está aquí?
—Desde hace un mes. Vino para cuidarla.
—En fin, ya descansó... Y usted, Martín, ha sido muy bueno con ella, demasiado tal vez.
—Como cristiano solo hice lo correcto y creo que eso muchos no consiguen entenderlo.
—Lo que a la gente le llamaba la atención era su actitud, pues... perdone y que Dios la tenga en su Santa gloria, pero se comentaba que ella no se merecía tanta tolerancia de su parte...
—No fue tan así...
—¿Y cómo fue entonces, si se puede saber?
—Para serle sincero, yo era un tipo apagado, muy sonso y ella de cierta forma me despertó a la vida, me zarandeó de la monotonía en que me hallaba. La finada fue muy hábil para eso.
—¡Ya lo creo! Y qué extraños son los hombres. Se pasan eligiendo entre una y otra y finalmente se quedan con la más audaz.
—En mi caso yo no anduve en tantas búsquedas. Creo más bien que me asustaba un poco tener que ser responsable de la felicidad de otra persona.
—¿Y cómo se explica eso viniendo de alguien tan educado como usted?
—Las mujeres exigen mucho de antemano y eso a uno lo cohíbe.
—¡Hasta que apareció Alejandrina!
—¿Quiere servirse algo, Emilia?
—Yo sé que no le caía bien. Cuando pasaba por acá y me disponía a saludarla, ella desviaba la cara. Seguramente alguien la habrá venido con la historia de nuestro noviazgo, que no fue más que una chiquilinada... pienso.
—Va empezar el rezo.
—Voy a traer algo para beber, usted quédase sentado nomás.
—Gracias Emilia, pero encargué aun coñac con café... para más tarde.
—¡Qué cosa esa Chabela! Quién diría, está hecha toda una mujer. ¿Sabe que fue mi alumna en sexto grado? Recuerdo que en una ocasión estuvo con el mal de Chagas, la tuve que aislar.
—¿Siempre enseña?
—Sí, y todavía me queda algún tiempo.
—Chabela con su mirada pareció reprobar mi presencia.
—¿Ella se quedará a vivir con usted?
—¡Ya van a ser las doce!
—No creo que sea bueno una joven bajo el mismo techo con un hombre solo.
—En la casa hay suficientes cuartos.
—¿Y ella cómo era realmente?
—¿Quién?
—Le pregunto por la difunta.
—Al principio era muy alegre. Alejandrina planto esas rosas. Hacía buenos bordados y cocinaba ricas pastas.
—Claro, pero después se puso brava, ¿verdad?
—Esos mantelitos de ahí los tejió ella... lo que pasa es que Alejandrina era muy salidora y yo, un tipo del corredor. Con el tiempo me acostumbré a su locura por los bailes, total siempre venía a dormir y yo la aceptaba. No lo hacía de mala. Era su naturaleza.
—¡Mi Dios, qué comprensivo fue usted! Pero tengo entendido que no se han casado, ¿verdad?
—Mi padre antes de morir me había recomendado que cuidase el apellido y la casa, y como las dos cosas están unidas...
—Hizo bien.
—No estoy seguro. Quizá si nos hubiésemos casado, todo habría sido diferente. Creo que a causa de mi negativa es que ella se descompuso.
—Dicen que solía desaparecer por muchos días.
—Fue sólo en una ocasión. Estuvo afuera por una semana, cuando llegó, la pobre andaba rondando por ahí como queriendo desenredarse de culpas imaginadas. Después ya empezó a enfermarse.
—¿Pero, de qué se ríen esos hombres...? Es que se escucha cada cosa en los velorios. Inclusive esta conversación es muy curiosa después de casi quince años.
—Diecisiete.
—¿Vino la madre?
—Sí. La trajeron unos vecinos. Creía que la que murió fue su otra hija.
—¡No la reconoció ni la propia madre!
—Es por la edad ...
—Hablando de edad, Alejandrina era mayor que usted, ¿no?
—La semana pasada quiso cocinarme ravioles pero no pudo. Desde la cama le daba indicaciones a Chabela. Cuando se lo agradecí, se puso a llorar y me acarició las manos.
—¿A qué hora es el entierro?
—A las nueve.
—Bueno, se me hizo un poco tarde, Martín. Mañana tengo clases... es decir hoy. Ya cumplí con el amigo, además, se lo dije, no me gustan los sepelios. También quiero que sepa que puede contar conmigo para lo que sea. No es bueno que esté tan solo.
—No estaré solo.
—Usted no sabe cuánto pesa la soledad
—No estaré solo. Cuidaré las rosas, pondré música y seguiré con mi vida.
—Bueno, si como dice, Chabela igualmente prepara ricas pastas, quién sabe si también no termina bordando carpetitas.
—A ella no le gustan los bailes.
—Otro punto a su favor, además percibo que el señor no hará el papel de viudo triste, parece que quedará bien acompañado, ¿verdad?
—¿Por qué no entramos al corredor para evitar el rocío?
—No, gracias, ya me estoy retirando.
—Le reitero mis agradecimientos, Emilia.
—No hay motivo... Buenas noches.
—Ahora que por fin se quedó sólo, le traigo su café con coñac, don Martín.
—Estaré solo únicamente si usted se va, Chabela.
—Eso no depende de mí, don Martín.
—No me trate de don, por favor.
—Toda vez que deje de tratarme de usted.
—Dentro de poco, cuando la hermana de Alejandrina termine el rezo y regrese a su pueblo, todo estará más tranquilo.
—¿Verdad que sí...?
* * *
Final de Entre-Cuentos
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CASA DE GUISOS … Y OTROS CUENTOS DE TANTA GENTE
Narrativa de RUBÉN ACOSTA-GALLAGHER
Diagramación y armado: GILBERTO RIVEROS ARCE
Edición al cuidado del autor
Editorial SERVILIBRO
Asunción – Paraguay
Noviembre del 2003 (262 páginas)
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