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  SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO II - Por SECUNDINO NÚÑEZ


SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA, TOMO II - Por SECUNDINO NÚÑEZ

SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO II

SECUNDINO NÚÑEZ

 

Criterio Ediciones

Editorial Don Bosco

Diseño Gráfico: JAVIER RODRÍGUEZ

Asunción – Paraguay

1987 (112 páginas)

 

 

 

 

         AMOR AL PARTIDO Y AMOR A LA PATRIA

 

         Solemos oír, sin duda, aquel refrán conocido: "Obras son amores, que no buenas razones". Significa ello que todo amor de hombre, aunque necesariamente debe expresarse en dulzuras de cariño y de palabra, sólo es real y substantivo cuando toma cuerpo en la perseverante conducta de la vida. Tampoco basta una que otra acción aislada; pues el amor sólo se acredita con certeza cuándo se ha moldeado a la existencia en las buenas y en las malas.

         Esa es la razón por la cual muchos matrimonios se amargan, y allá a la postre necesariamente fracasan. Han cavado sus amores a muy poca profundidad, a nivel de los mimos, de los encantos hechiceros y de las fáciles promesas. Cuando llegan los días rutinarios y salen al encuentro los contrastes, esos amores aterciopelados no resisten; la dureza de la vida los envanece.

         El matrimonio es la convivencia más íntima y más sabrosa que los hombres pueden tejer en este mundo. Pero sólo da su fruto sazonado cuando los corazones se aglutinan con amores abismales, capaces de superar no sólo las dificultades materiales, sino también los caracteres agrios y hasta las infidelidades transitorias de la vida. El matrimonio es feliz y fecundo sólo cuando se lo vive de acuerdo a todas sus reglas institucionales y de acuerdo a sus altos fines humanos.

         Esto mismo, y con mayor razón, hemos de afirmar de la convivencia política. Ella es la culminación del gran esfuerzo de bienestar temporal con que los hombres se afanan desde nacer hasta morir.

         Pero la convivencia política sólo es fecunda para la existencia humana cuando se la práctica de acuerdo a su regla fundamental que es la justicia y se la conduce cumplidamente por los cauces de sus instituciones bien probadas.

         Y la experiencia democrática de estos dos últimos siglos (con sus luces y sus sombras, por supuesto) ha demostrado acabadamente que la formación y funcionamiento normal de los partidos políticos constituyen uno de los canales más indefectibles para el libre curso de la opinión y participación ciudadanas.

         La institución de los partidos es como la piedra de toque en la cual se ponen a prueba tanto la legitimidad y mesura del mando como también la madurez y buen juicio de los pueblos.

         A la altura de los tiempos que vivimos, hoy por hoy, amar a la patria y procurar con eficacia el bien común necesariamente traen consigo el recto y sano funcionamiento de los partidos políticos. Y sería torpe engaño, además de artero fariseísmo, proclamar y hacer alarde de patriotismo o nacionalismo por una parte, despreciando, por otra, la institución de los partidos.

         Política sana y fecunda, repitamos a porfía, es sólo aquella en la cual la ciudadanía entera entra en comunión con voluntad racional y libre, y hace participación activa con empeño responsable.

         Y hasta la fecha, fuera de los partidos políticos, nada se ha experimentado tan espontáneo y tan eficaz para dar expresión a las diversas corrientes de la opinión popular y hacerlas democráticamente viables.

         Es cierto que el sentir de la ciudadanía tiene otros varios canales de expresión, como son la prensa, el teatro y los salerosos chistes de consumo popular, pero su modo más racional, por lo elaborado y efectivo, es la plataforma de un partido político.

         Eso nos explica sobradamente por qué los poderes totalitarios y las dictaduras de diferente pelaje coinciden siempre en poner impedimentos de toda índole a la formación y funcionamiento de los partidos, los desnaturalizan y les quitan su oxígeno vital: el diálogo franco y la libertad efectiva en las decisiones. A la larga, los grupos verdaderamente democráticos, que no se avienen a la postura servil, ni quieren llevar una vida parasitaria, de alcahuete, se mandan mudar a cuartel de invierno y hacen fuerza desde la desértica llanura.

         Pero la patria entretanto se consume.

         Porque, así como el matrimonio, decíamos antes, sólo se sostiene cuando se lo vive de acuerdo a su naturaleza institucional y de acuerdo a sus fines, también la nación, el pueblo o la patria sólo sobreviven y acrecientan su bienestar cuando la convivencia política se ejercita de acuerdo a las exigencias de sus más experimentadas instituciones.

         Y los partidos políticos son pieza fundamental en el amplio espectro de actividades de un pueblo libre.

         En esta esperanzada hora, en que cachazudamente parece que comenzamos a caminar hacia una reconciliación nacional y hacia una genuina vida democrática, especialmente los líderes políticos de mayor inteligencia y de mayor garra no han de olvidar ni un momento que los buenos deseos y entusiasmos son efímeros, cuando no toman cuerpo en valiosas instituciones. Amar al propio partido y colaborar en su sano funcionamiento democrático es uno de los mayores servicios que, hoy por hoy, el amor a la patria nos demanda.

 

(ABC, 5 de febrero de 1984)

 

 

 

         LA DEMOCRÁCIA EN CAMINO

 

         Escribíamos en cierta ocasión, no hace mucho, que la democracia es algo natural a la condición y dignidad del hombre, pero no le es algo nativo, es decir, congénito. Ella es una forma de vida, muy acorde a la razón y a la libertad del ser humano; pero hay que construirla y levantarla día a día con un sostenido esfuerzo colectivo.

         Y ocurre, con frecuencia, que empresas humanas de este género, complejas y difíciles, fácilmente se frustran porque los medios movilizados en su procedimiento han sido desatinados e inoportunos.

         Importa mucho, por consiguiente, conocer los caminos más seguros que conducen a la generación y al incremento de la vida democrática. Mucho más todavía si se tiene en cuenta que la historia de los pueblos ya está muy transitada por otras experiencias o, peor aún, si en la conciencia colectiva sólidamente se han arraigado hábitos corruptos de autoritarismo y de abandono servil. "No es menor empresa, decía Aristóteles, reformar un régimen político que organizarlo desde el principio".

         Comprendemos de este modo la trascendencia y la seria dificultad que trae consigo la pregunta que ahora nos hacemos: ¿cuáles son los factores más eficaces, o cuáles son los medios más conducentes para despertar, poner en marcha y acrecentar la vida democrática de un pueblo?

         Después de alguna reflexión y estudio yo aventuraría una respuesta, sólo en plan de colaboración al esfuerzo y los aportes que otros amigos y ciudadanos suelen hacer. Desde luego, no cabe en este punto hablar demasiado dogmático y seguro. La realidad política es materia muy variable y contingente, y, en el mejor de los casos, sólo da pie a opiniones responsables.

         Por otra parte, la respuesta no debe ser complicada ni frondosa. Pues todo aquello que se proyecta al orden práctico y al pueblo, en lo posible ha de ser simple, breve y claro.

         Hechos estos preámbulos, yo resumiría mi respuesta en cuatro capítulos fundamentales, que paso a exponer brevemente, siguiendo un proceso que me parece lógico, porque desciende de lo más abstracto a lo más concreto.

         En primer lugar, hay que encender la llama de los VALORES democráticos. Hay que redescubrir de una manera viva y entusiasta las grandes riquezas que todo hombre atesora o puede atesorar cuando respeta la dignidad de la persona humana, cuando aprecia y defiende la libertad, cuando concibe a la autoridad política, no como un ídolo ni como un fin en sí mismo, sino como un instrumento institucional al servicio de la ciudadanía. Hay que iluminar el horizonte del pueblo con los valores nobles y reales que dignifican la existencia y elevan la historia.

         Y, por ende, hay que denunciar las ideologías maquiavélicas y los hábitos corruptos que atosigan la conciencia ciudadana.

         Este mundo de valores que llamamos bien común, es el cielo político de donde descienden la claridad y la lluvia que han de fecundar el largo esfuerzo de la convivencia democrática. Cuando estos valores declinan, el apetito de los pueblos se desparrama hacia mezquinos intereses de ambición y de codicia. Cuando estos valores se apagan ya los ciudadanos no se aglutinan sino por afanes de dinero y de poder.

         En segundo lugar, y estrechamente vinculada a ese entusiasta horizonte de valores, yo pondría la promoción de los LIDERES políticos. Ellos han de ser como "islas de concientización" en que los valores democráticos logran prender con mayor profundidad y fuerza. Ellos han de ser, no por encima sino dentro del pueblo, los guías y conductores de la conciencia colectiva.

         Como decíamos en otra ocasión, son como catalizadores que transmiten y traducen la savia política, avivando permanentemente la llamarada del bien común. Gracias a ellos se combate la inercia y se supera el miedo; gracias a ellos el espacio vital de la comunidad no se ve invadido por la osadía de la mediocridad digitada y la prepotencia. Porque el polo opuesto del auténtico líder es el "capo" que, investido de padrinazgo, astucia y fuerza, reduce a la gente, pero no la conduce.

         En tercer lugar, hemos de poner a las INSTITUCIONES. Porque la vida democrática es una corriente de agua viva que tiene sus cauces adecuados. Fuera de estas instituciones e instrumentos de derecho el proceso democrático se paraliza y se extingue, o bien se difumina en grandes concentraciones y sonoras polkas.

         En la base y fundamento de este organismo jurídico estará la misma Constitución Nacional, en que se determinan las atribuciones y límites de los poderes públicos y se estructura toda la vida ciudadana con una arquitectura racional que llamamos estado de derecho.

         Hay otras instituciones que tocan más de cerca al proceso de la vida democrática. Recordemos, por vía de ejemplo, los canales de la opinión pública como son la prensa, los partidos políticos y el sufragio electoral. Fácilmente se comprende la incalculable trascendencia que tiene una elaboración prudente y ecuánime de los estatutos jurídicos que regulan estos instrumentos de la libertad ciudadana.

         Lastimosamente, y no raras veces, la voluntad del pueblo se frustra ante los murallones de ciertas arbitrarias formalidades jurídicas que, en vez de ser instrumentos de viabilidad democrática, son más bien su impedimento.

         Por último, hemos de afirmar enfáticamente que el factor más concreto y decisivo es la misma PRAXIS democrática. La democracia es una vida, proceso de libre e igualitaria convivencia, que sólo se aprende existencialmente, es decir, en el sostenido esfuerzo de su propio ejercicio. Sin esa praxis efectiva, en que el pueblo se compromete a brazo partido, los valores de que hablábamos antes, quedan allá arriba, en el empíreo de las utopías; sin esta praxis, los líderes de la ciudadanía son políticos de pacotilla, estrategas de café que nada saben de los sudores y agonías del pueblo; y las mismas instituciones, aunque sabiamente elaboradas, se convierten en simples decorados, exigencias formales de una vida política enmohecida.

         La praxis democrática, con todas sus dificultades y sus riesgos, con sus avances y retrocesos, con sus fracasos y sus logros, es la experiencia fundamental y permanente en que los altos valores de la política cobran real vigencia y se encarnan en la historia. La praxis democrática es la prueba de fuego que promociona a los líderes naturales y destaca al político de raza, que es siempre servidor de hombres libres y no capataz de una hacienda.

 

(ABC, 11 de julio de 1982)

 

 

 

         DEMOCRÁCIA POR DECRETO

 

         Comencemos recordando que la democracia no es solamente una forma de gobierno o régimen constitucional. Es también, y principalmente, un estilo de existencia o modo de conducta política. Y ambos aspectos del acontecer democrático dicen estrecha relación recíproca. La forma de gobierno sólo puede crecer y subsistir en el suelo nutricio de una conciencia popular madura y responsable. Esta conciencia, a su vez, nunca llega a mayoría de edad sino gracias al ejercicio libre del espíritu crítico y gracias a la participación en la gimnasia del poder.

         Una cosa es la democracia articulada, la democracia vital y orgánica, donde conducta popular y actividad de mando se integran dinámicamente con ajuste y control recíprocos. Otra cosa bien diferente es la democracia yuxtapuesta, democracia mecánica, fabricada en discusiones de medianoche, lejos del pueblo y lejos de sus líderes naturales.

         Una cosa es el decreto, sin más historia que el papel sellado y dos o tres firmas castrenses malhumoradas y nerviosas. Otra cosa bien diferente es la respiración holgada de un pueblo altivo que, bajo el fuego cruzado de la opinión pública, no ofende ni teme, pero hace historia.

         Se explica, sin embargo, esa tentación frecuente con que los hombres y los pueblos quieren lograr sus deseos y quieren alcanzar la plenitud de sus destinos ahorrándose tiempo y esfuerzo. Especialmente los jóvenes, desnutridos todavía en la experiencia, se prometen casi siempre una personalidad cumplida, pero a corto plazo y con ligero esfuerzo. También los pueblos, especialmente en los momentos de frustración o dura crisis, dilatan sus ilusiones y se prometen una nueva vida a base de buenas palabras y voluntariosos decretos.

         Todo eso parece lógico e, incluso, muy saludable. La esperanza siempre es tonificante y creadora, aunque no llegara a nosotros sino a través de una insignificante portezuela.

         Pero hay que tener mucho cuidado de que la ilusión primera no llegue a dominar nuestras energías, haciéndonos olvidar que el tiempo y el esfuerzo son los dos bueyes necesarios para llevar adelante el carro de la vida.

         Esa es la ley fundamental que preside la naturaleza y la tendencia de todos los seres de este mundo. Echamos la semilla, no sobre tierra cualquiera, sino sobre tierra abonada y bien dispuesta, regamos y cuidamos los brotecitos recién nacidos, y esperamos, luego, el paso de los meses y de los años para levantar la cosecha y recoger los frutos.

         Esa es la ley de toda vida. Yen la existencia de los hombres ella se cumple de una manera mucho más precisa y exigente. Nada hace el tiempo sin nuestro esfuerzo; nada hace nuestro esfuerzo sino a través del tiempo. Los filósofos dicen que la historicidad es la marca de todo compromiso humano.

         Podemos hablar de la técnica y su creciente dominio sobre las energías de la naturaleza; podemos hablar de las ciencias, de las artes con que los hombres han ennoblecido su condición de vida; podemos hablar, por sobre toda otra cosa, de las buenas costumbres y la belleza moral con que la voluntad humana ha realizado la libertad en este mundo. Todo eso es vida de los hombres. Y todo eso se ha construido con mucho gasto de amor y tiempo. Como decía un buen poeta: "Todo se ha hecho, el dos por ciento por inspiración y lo mucho que resta por transpiración".

         Apliquemos esta ley de la vida a esa gran tarea de libertad, y hazaña singular de la historia, que llamamos democracia.

         Ella es vida y como toda vida hay que sembrarla, hay que cultivarla y hay que podarla con inteligente diligencia ciudadana.

         No están demás las grandes asambleas populares en que la gente canta y grita sus voluntades y esperanzas. No están demás los decretos y levantamientos de veda política con que se abren las compuertas del miedo, del silencio y de la inercia.

         Pero nada de eso basta para dar vida a una auténtica y vigorosa democracia. Muy por el contrario: ese repentino e imprevisto salir al aire libre "sin saber cómo y sin saber para qué", dando rienda suelta a todo género de improvisación y veleidad, es extremadamente peligroso y suele ser el abortivo de una democracia en germen. Una situación así, fácilmente genera lo que se llama la pletocracia, hecha de masa humana y demagogos; muy diferente y opuesta a la democracia, hecha de pueblo y líderes genuinos. Todavía más: la democracia sin subsuelo popular y sin basamento aristocrático (los líderes naturales) cae pronto víctima del desatino y del servilismo; es la democracia sin demócratas, que pide a gritos la dictadura.

         Sobre esta preparación y cultura de la conciencia cívica, que son absolutamente necesarios para el ejercicio de la democracia, Platón tiene en Las Leyes una página maravillosa donde dice: "Es necesario que el legislador haga el conjunto de sus leyes y aun cada una de ella sin dejarlas nunca privadas del preludio que ha de precederlas".

         Hay ciertos principios fundamentales que hay que poner bien a salvo en este proceso pedagógico que condiciona el ejercicio real de la vida democrática.

         En primer lugar, hemos de recordar, y enfáticamente, esos valores capitales sin los cuales la política humana pierde todo horizonte y degenera en barbarie. Así, por ejemplo, los derechos de la persona humana, el bien común, el sentido y la moralidad del Poder, la opinión pública, etc.

         En segundo lugar, el respeto a las instituciones. Ellas canalizan y conservan la actividad multiforme con que libremente se expresa la ciudadanía. Ellas preservan la vida pública del herrumbre y del deterioro con que siempre amenazan la pereza y la arbitrariedad. Por eso las llama G. Burdeau: "el derecho del porvenir".

         En tercer lugar, saber que la política es praxis e infatigable dinamismo. Es acción que a la larga se vuelve insostenible sin una continua promoción y cambio de pensadores y de líderes.

         La democracia, asimismo, es una praxis de una calidad muy noble que exige el despliegue de las energías más espirituales que hay dentro del hombre. No es una mera teoría que se aprende en los libros o en discusiones de academia; ni es una acción técnica, obra de ingeniería y de cálculo. La democracia es una conducta, proceso vital de coexistencia, que sólo se aprende en el ejercicio jurídico de las varias libertades.

         Orientada la conciencia ciudadana con un vigoroso sentido de bien común, ordenadas según derecho las instituciones de vida pública y alimentada sensatamente la opinión del pueblo, hay que dejar a la gente que aprenda a nadar nadando.

 

(ABC, domingo 4 de julio de 1982)

 

 

 

 

IV. CULTURA CÍVICA

 

 

         PODER Y PUEBLO, TAL PARA CUAL

 

         Los médicos suelen decir que en la práctica de la medicina no hay enfermedades sino enfermos.

         Eso significa que toda anormalidad o dolencia humana debemos situarla dentro del contexto general del organismo. Significa que una enfermedad es más o menos grave según las disposiciones internas y según las circunstancias externas del sujeto que la padece. Una fractura de hueso, por ejemplo, no es lo mismo en un niño de ocho años que en una mujer de setenta.

         La medicación, por consiguiente, debe tener muy en cuenta la compleja y concreta situación en que el enfermo está sufriendo su mal. Querer curar en abstracto puede ser hasta peligroso.

         Salvando las distancias según la analogía, podemos aplicar esta misma regla a las anomalías y a las crisis del orden sociopolítico.

         Situaciones políticas anormales, como son la anarquía, el autoritarismo arbitrario, la dictadura permanente o el despotismo, siempre hay que juzgarlas en relación estrecha, y hasta solidaria, con el pobre pueblo que las soporta.

         También aquí podríamos hacer uso de aquel principio y seguir diciendo que no hay anarquías ni hay tiranías, sino pueblos anarquizados o pueblos tiranizados.

         Por consiguiente, al hacer el diagnóstico de una determinada situación, no hay que aislar al Poder político vigente, considerándolo en abstracto, fuera del contexto sociocultural en que se integra y actúa. La política, ya se sabe, es un sistema de relaciones donde Poder y Pueblo coordinan y subordinan según derecho sus fines y sus funciones.

         Cuando el Poder político se corrompe o se desborda, cuando ejerce sus energías por encima y por afuera de lo justo y saludable, es necesario saber con exactitud hasta qué punto los anticuerpos del organismo social le oponen resistencia. Porque suele ocurrir con frecuencia, aunque no siempre, que el mismo pueblo ha perdido su vigor natural, se ha corrompido por el afán del lucro y la molicie, y ya no tiene visión ni tiene apetito de guardar con altivez su propia dignidad.

         A un pueblo sin reciedumbre moral, en cuyo seno se han generalizado los negocios turbios y se ha hecho título de nobleza el enriquecimiento fácil, nada significan la austeridad y la honradez de un funcionario público. Incluso harán burla de él y lo calificarán de tonto, pues no supo aprovecharse de la ocasión.

         A una ciudadanía, cuya conciencia y cuya voluntad se han hecho fuerte hábito en la práctica del mbareté y del pokarẽ, no causarán molestia alguna el uso arbitrario de la fuerza, la propaganda dolosa y las disposiciones constitucionales marginadas.

         Un ejemplo más concreto, aunque resulte algo desagradable tanto el oírlo como el decirlo, no estará por demás en este caso. Cuando dentro de una sociedad o en el seno de un pueblo pobre como el nuestro, hay sujetos que saben gastar millones de guaraníes para celebrar los quince años de sus hijas, no puede resultar demasiado extraño que al Poder del Estado se le ocurra construir un aeropuerto de ochenta millones de dólares en Takurupukú o Alfonso Loma.

         Evitemos, sin embargo, que estos razonamientos y ejemplos nos arrastren al sofisma fácil y a la torpeza de atribuir al pobre pueblo toda la responsabilidad de la decadencia.

         Muy por el contrario. Recuerdo que Aristóteles decía: "Una gran cantidad de agua se corrompe más difícilmente que una cantidad pequeña, y así la muchedumbre es más incorruptible que unos pocos" (Política, Libro III).

         La decadencia de los pueblos y la corrupción de la política provienen siempre de una declinación generacional de las élites. Son los dirigentes y los conductores los primeros y mayores responsables de las anormalidades y crisis socio-políticas. El pueblo se corrompe luego, como por abandono y por contagio.

         Allá al fin, claro está, el organismo social ya no opone resistencia; la voluntad ciudadana pierde todo señorío, se vuelve domesticada y sumisa, pronta a las más increíbles claudicaciones; la gente ya no reacciona, vive como todo el mundo.

         Lógicamente, estas reflexiones nos conducen a procurar con mucho cuidado que nuestro diagnóstico sea objetivo y concreto. Poder y Pueblo son los dos términos que polarizan y atan las relaciones políticas. Y ambos sujetos necesitan de una profunda transformación.

         Esta transformación, que deseamos y esperamos con vehemencia, no puede consistir en un simple recambio de personas, ni puede ser un simple "blanqueo" de las instituciones y de las pautas viciadas de conducta. Hay principios y valores fundamentales relativos a la dignidad de la persona y a la convivencia humana según derecho, que hemos de reanimar y volver a poner en vigencia histórica. Una vez más lo decimos: "Un fuerte impacto del Evangelio en la conciencia nacional es la tarea más urgente que la Patria necesita en estas horas".

         Tenemos que ir a las generaciones jóvenes, tenemos que ascender al nivel de los dirigentes y conductores para entablar el diálogo paciente y reconstruir la conciencia nacional, rescatando tantas cosas rescatables, "sin apagar la mecha que todavía humea", como dice el Evangelio.

         Tenemos que ir al pueblo, al pueblo llano y humilde, descubriendo sus luces y sus sombras y ayudándole a tomar conciencia de la dignidad y libertad con que está llamado a trabajar su propia historia.

         Esto no es obra de un día, ni de un año. Esto es tarea sostenida de largo tiempo, que sólo un aliento generacional puede poner en marcha y conducir.

         Esta es la esperanza nuestra con juicio reposado y amor fecundo decimos amén a su designio.

 

(ABC, 31 de enero de 1982)

 

 

         CULTURA Y NOBLEZA OBLIGAN

 

         Hay una ley bastante difícil de guardar en el tono y contenido de estas reflexiones que vamos haciendo domingo tras domingo.

         Por una parte, la gente quiere que se hable de aquellas cosas y problemas que atañen de cerca a los intereses más vitales de nuestra existencia cotidiana. Quiere sentirse afectada en cada problema que se plantea y quiere hallar cierto desahogo en el esclarecimiento de las ideas y en las vías de solución que se proponga. Porque de ordinario, ocurre que la gente no tiene tiempo o no tiene medios propios para poner claridad y orden en el montón de opiniones que circulan por la calle. Entonces, se recurre a un compañero de ruta y se le pide el servicio, no de una ciencia de alto vuelo, sino de un saber humano, amasado con mucho sentido común y respetuosa fraternidad.

         Y con eso ya va dicho el segundo requisito que la gente nos exige para entrar en diálogo y escuchar con benevolencia. La gente quiere que se le respete; es decir, que se le escuche con espíritu abierto y que se le hable con llaneza y sensatez. No quiere que se la tome por tonta, fácil presa de informaciones amañadas y huecas declamaciones. El hombre de pueblo, sazonado en la lógica natural y en la experiencia, va a los problemas guiado por un hábito certero y reconoce la verdad y la justicia con admirable olfato. Pero, no soporta que se le mienta con descaro, ni que se pretenda domesticarlo con frases hechas, ni que se le quiera abatir con palabras humillantes o amenazas valentonas.

         Otra cosa hemos de decir de cierto sector de la ciudadanía que parece impermeable al diálogo franco y encallecido a toda crítica. Han abrazado con dogmático fanatismo cierta ideología, están enteramente comprometidos en el dinamismo de cierto engranaje, tienen intereses de toda índole empotrados dentro de la estructura; y entonces, claro está, la personalidad humana queda reducida a criterios, juicios y apetitos dictados por el sistema. Sus ideas políticas ya están enteramente cocinadas y hasta sus convicciones morales fácilmente se difuminan en el "dejar hacer y dejar pasar" de una ética moluscoide.

         Por supuesto que aun dentro del sistema hay varones de recta trayectoria, inteligencia abierta y acendrada moral cristiana. Acaso les resulte bastante embarazoso compaginar estos valores con las exigencias de una arbitraria y prepotente "Razón de Estado". De todos modos, el tiempo pasa, algún provecho queda, y como nadie muere de estas incongruencias, se sigue caminando con dos velas en la mano.

         ¿Qué hacer, entonces, cuando uno quiere servir al bien común de la Patria y quiere ser escuchado con benevolencia tanto por unos como por otros?

         Tenemos que partir de una imbatible confianza en la nobleza nativa de toda persona humana. Robusta fe en el hombre es la primera condición que se requiere para servir a la gente orientando su conducta.

         Por más distorsionada o envilecida que se halle la conciencia, el ser humano conserva intacta la capacidad de su naturaleza racional y libre. En la intimidad del hombre, hay profundos subsuelos donde, ciertamente, se agazapa la canalla que todos podemos ser; pero, también se esconde el santo y el héroe que no está muy lejos de nosotros.

         En segundo lugar, hemos de tener robusta fe en la eficacia de la razón y en el diálogo fraterno. Hemos de creer sin vacilaciones que la palabra sana y respetuosa, aunque fuere firme y dura, es el instrumento más eficaz para la formación de la conciencia ciudadana. Las amenazas de la fuerza y el estreñimiento de la autocensura, a la larga nada pueden contra esa lluvia persistente de la razón bien fundada y la palabra responsable hecha de verdad y de justicia. Y el error más nefasto que el maquiavelismo trae consigo es esa miserable confianza en el éxito inmediato, pero efímero, de la fuerza y la mentira.

         Hemos de comprender, sin embargo, que esta tarea ingente es una labor generacional larga y sufrida. Una, dos o tres voces aisladas harán un impacto muy reducido y momentáneo. Después de cada tentativa, las aguas volverán al viejo cauce, con mayor ímpetu que antes.

         Urge en esta hora una toma de conciencia generacional que aglutine la esperanza y el esfuerzo de lo más decantado que esta noble Patria lleva en su seno. Necesitamos un capital operativo donde hagan unidad dinámica la lucidez de los hombres de pensamiento y la tenacidad de los hombres de acción.

         Sin hacer excesivo gasto de energía en la vana pretensión de voltear regímenes y transformar sistemas, vayamos a la conciencia del pueblo y levantemos desde las bases una marejada de nueva historia.

         Si hemos de gozar de algún privilegio y si alguna nobleza nos ha de distinguir, no cabe soñar en otra riqueza fuera de este magnánimo servicio.

 

(ABC, domingo 8 de noviembre de 1981)

 

 

 

         HOMBRES E INSTITUCIONES PRÓCERES

 

         La comunidad política existe y crece en la medida en que los ciudadanos la piensan y la quieren. La organización, la autoridad y otros factores pueden ser instrumentos para mantener viva y fuerte esta conciencia colectiva. Pero la razón suprema que fundamenta la vida nacional y que aglutina en dinámica coherencia su propia historia es esa comunión de juicios y voluntades en el gran tesoro del destino patrio, que llamamos Bien común.

         Y los pueblos van a la deriva o comienzan a declinar en su vigor cuando este horizonte de valores pierde su atractivo y las voluntades individuales, en vez de apuntar hacia un mismo norte, se dirigen unas hacia otras, buscando equilibrarse, hacerse fuerza y ejercer supremacía. "La tiranía de un príncipe, decía Montesquieu, no lleva tan rápidamente a la ruina del Estado, así como lleva la indiferencia por el Bien común".

         Asentada esta sólida verdad como principio y fundamento de toda sana política, surge espontáneamente la pregunta ¿cuáles son los medios que hay que movilizar para que toda la ciudadanía, con sentimiento unánime y constante, perciba y quiera este horizonte de valores? Y, lo que es todavía más importante, ¿cómo ha de hacer un pueblo, cuando desatinado y maleado en sus reglas e instituciones de vida pública, desea recuperar la salud política aglutinando sus voluntades en el quehacer de una nueva y noble historia? ¿Qué hay que hacer para regenerar la conciencia colectiva?

         Quizá pueda servirnos como guía de solución un breve ejemplo extraído del organismo humano. Porque también a la comunidad política la solemos concebir como un organismo o vasto cuerpo de vida moral y jurídica.

         Dos cosas podemos observar fácilmente en este pequeño mundo de nuestra vida corporal. Por una parte, vemos que la sensibilidad está extendida por todo el cuerpo, pero no tiene la misma intensidad en cada parte. Hay ciertos miembros o ciertas zonas del organismo que son más sensibles que otras, y, por ende, más rápidas a la reacción frente a cualquier otro elemento extraño.

         Por otra parte, sabemos que nuestro cuerpo está integrado por varios órganos y que todos ellos contribuyen al sano funcionamiento del todo. Pero hay ciertos órganos fundamentales que son de mayor trascendencia en el proceso vital de nuestra salud humana.

         Podemos ahora trasladar al orden político estas dos observaciones. Y haciendo uso de una prudente analogía, vamos a razonar en la siguiente forma.

         El conocimiento y amor del Bien común han de extenderse como la sensibilidad por todo el vasto cuerpo que configura la comunidad política. Toda la ciudadanía debe sentirse convocada hacia ese horizonte de valores que constituye el bienestar de la nación. Pero, en medio de la ciudadanía hay algunos hombres próceres, privilegiados por su inteligencia, su voluntad o su heroísmo, y que pueden percibir y proclamar con mayor fuerza las exigencias del Bien común, así como denunciarlos daños y violencias que lo amenazan.

         Estos son los hombres de la nobleza cívica que han de sentirse siempre urgidos por un testimonio más alto y por un compromiso más generoso. Estos son los hombres en cuya conciencia el bien de la patria se remansa y han de constituirse, sin soberbia pero con valor, en verdaderas "islas de concientización", reserva y garantía de los grandes valores hacia los cuales el pueblo ha de caminar.

         ¿Qué pasará si estos hombres se echan a dormir? ¿Qué pasará si se vuelven beodos, o deliran destinados, o se acurrucan y se callan ateridos de miedo?

         Porque no hay que pedir a la llanura ciudadana, lo que los mismos hombres próceres no sienten ni quieren. Por este desgraciado camino la política fácilmente desemboca en aquello que decía F. Nietzsche: "Fabricación en serie de hombres pigmeos".

         Sin embargo, la nación tiene otro recurso para la percepción, vivencia y garantía de sus más altos valores. La sensibilidad del pueblo y la prudente inteligencia de sus hombres próceres elaboran a lo largo de la historia ciertas Instituciones fundamentales que son directa y exclusivamente destinadas al culto, promoción y garantía del Bien común de la nación. Estas instituciones fundamentales, por su misma naturaleza y por su específica misión, no pueden vincularse, es decir, sujetarse a intereses particulares o actividades políticas partidarias, a que con legítimo derecho pueden vincularse otras instituciones y otros miembros de la ciudadanía.

         Allá eran los Hombres de la nobleza cívica, aquí son las Instituciones fundamentales, y ambas forman las dos mayores fuentes de energía en las cuales el Bien común halla su continuo vigor y su defensa.

         Aparte de la misma Institución estatal o Poderes constituidos, que son los órganos de más directa responsabilidad en la gestión del bienestar nacional, podemos citar aquí, y por vía de ejemplo, dos instituciones fundamentales que por propia naturaleza y misión dicen relación exclusiva al cultivo y garantía del Bien común: la Universidad y las Fuerzas Armadas.

         La Universidad, como decíamos el domingo pasado, tiene una función teorética y sólo en razón de la cultura académica abre su inteligencia a todas las inquietudes y problemas del país, para orientarlos de acuerdo a la verdad. Su misión no es otra sino iluminar y orientar la vida nacional desde su alto promontorio de saber.

         Las Fuerzas Armadas, en cambio, constituyen la celosa y vigilante guardiana de la soberanía patria; soberanía que no es sólo territorial o político-jurídica, sino también histórica y cultural. Soberanía, es decir, ese rico patrimonio material y espiritual que el largo y penoso esfuerzo de las generaciones pasadas ha capitalizado como herencia de hoy y promesa del mañana.

         Y acaso como ninguna otra Institución, ella debe ser celosa de no adulterar su naturaleza ni violentar su específica misión convirtiéndose en policía, empresa de lucro o colonia de algún partido político.

         En los momentos turbios de la historia, cuando "la confusión de las instituciones y las personas lleva al pueblo a su ruina", según decía Dante Alighieri, las Fuerzas Armadas deben estar conscientes de que sus más poderosas armas no son sus fusiles ni sus cañones, sino su propia dignidad y la noble altivez con que se mantienen fieles a su misión de Patria.

(ABC, 10 de octubre de 1982)

 

 

 

         LA EDUCACIÓN DE LA CONCIENCIA POLÍTICA

 

         Mucha gente piensa que para sanear la conducta ciudadana sólo se requiere un estatuto legal correcto, seguido de una inflexible disciplina.

         Ciertamente, la reglamentación externa y coactiva es un factor de orden en la vida social. Pero resulta absolutamente insuficiente para generar en el seno de la ciudadanía hábitos internos de conducta, es decir, esa conciencia crítica y robusta que hace que cada hombre acceda a la vida común de acuerdo a la ley, pero con propia y responsable libertad.

         En gran medida eso nos explica la profunda divergencia que podemos observar de continuo entre las pautas legales y la conducta ciudadana. Por falta de respuesta en la conciencia cívica las leyes andan por su lado y el pueblo anda por el suyo. Lo cual resulta más visible y más escandaloso cuando se verifica en el procedimiento de la misma autoridad política. La falta de cultura cívica es más evidente en ellos que a nivel del pueblo llano.

         Por consiguiente, es de suma trascendencia para la promoción del bien común y el porvenir de la patria buscar los medios más eficaces para formar la conciencia cívica ciudadana y llevarla a su madurez histórica. A mi juicio, es la gran tarea en que debemos empeñar el patriotismo del presente.

         Vamos a reflexionar un breve rato sobre los varios caminos que hemos de transitar para darle cuerpo a esta empresa formidable.

         La conciencia humana, tanto la individual como la colectiva, es un vasto e inexplorado continente moral que hay que ir iluminando y motivando poco a poco.

         Solamente los sistemas totalitarios y despersonalizantes invaden la conciencia por los cuatro costados y cautivan toda resistencia con su aplanadora ideológica. No les interesa el sentir individual y personal; sólo les interesa el sentir colectivo, el sentir de la "clase". "No existen hombres, sólo existe masa de hombres", decía Lenin en una célebre carta del año 1902.

         La formación de la conciencia cívica es todo un proceso vital que tiene sus reglas y su tiempo propio. No se le puede manipular de manera mecánica y saltando las etapas.

         Si yo tengo plata y tengo ganas, puedo levantar un gran edificio en menos de ocho días. Pero, por más plata y capricho que yo ponga, no puedo hacer que un arbolito de naranjo recién plantado me dé sus frutos a la semana siguiente. Una cosa es lo mecánico y otra cosa es lo vital.

         ¿Cuáles son, por consiguiente, las etapas regulares que hemos de obedecer en el proceso vital de la cultura política?

         Hay que comenzar por las llamadas "islas de concientización". Es decir, hay que despertar la inteligencia y el amor en pequeños círculos de la ciudadanía; pequeños círculos convocados como por selección natural, gracias a la atracción espontánea del bien común.

         Para eso es necesario tener fe, infatigable y avizorante fe en la humanidad y sensatez que dormitan dentro del pueblo. Pretender la conversión de los fanáticos, psíquicamente bloqueados por los intereses y el orgullo, es tarea poco menos que imposible. Sólo hacen perder tiempo y buen humor.

         Pero, ¡atención! Aun en medio de la gente comprometida con el régimen, innumerables son los que "tienen hambre y sed de justicia", allá en el fondo de la conciencia. Claro está que no vendrán a formar parte de las llamadas         "islas" o "círculos de concientización". Sin embargo, cada domingo, antes o después del desayuno, harán agradable acogida a todo aquello que la prensa les trae, sin demasiada estridencia y sin demasiada acidez. Serán como aquel abogado Nicodemo, que fue a conversar con Jesús "de noche", "por temor de ser excluido de la sinagoga". Pero abrió su corazón a la doctrina de Cristo, y, llegada la hora, gastó cien libras de perfume para llenar con aromas el cuerpo del Señor (S. Juan 3, 2; 19, 39).

         Volviendo a la primera etapa de que hablábamos, cualquiera cae en la cuenta de la subidísima misión que incumbe a los maestros y profetas que han de ir a iluminar y motivar esas pequeñas células de la comunidad nacional. Yo diría que esta delicada tarea, aparte de la inteligencia y del coraje que supone, exige fundamentalmente dos grandes virtudes. Por una parte, paciente y profunda fe en las energías interiores del pueblo, que sólo crecen en el ámbito de una responsable libertad. Por otra parte, confianza imbatible en la infinita providencia de Dios que desde lo alto acompaña y guía la historia de los hombres.

         Llegada la hora propicia, estas "islas" de concientización abrasarán con su lumbre y su calor a la masa ciudadana. Los pequeños círculos de vida se integrarán unos con otros y formarán un tejido social resistente, con opinión pública abierta y con actitudes nuevas, dispuestas a una conducta política sana. Opinión pública, actitudes y conducta, gracias a la acción del tiempo y el compromiso de los líderes naturales, formarán la nueva historia hecha a medida del hombre libre.

         Esta segunda etapa, según dicen los sociólogos y psicosociólogos, pasa por tres momentos sucesivos que debemos apreciar y tener en cuenta.

         En un primer momento, la masa ciudadana se entusiasma y expresa su nueva vida llena de contento y desplante popular. Es una hora de riqueza adolescente, y, más que de realidad, rebosante de promesas. Su debilidad y su fuerza están precisamente ahí: en su esperanza inflacionaria. Hay en este momento una embriaguez de confianza, que hay que comprender y hay que orientar hacia horizontes de objetividad y de mesura.

         En un segundo momento, parece que se llaman a silencio los poetas y profetas de la hora adolescente y debe entraren escena la madurez de la razón. Esta es la hora del derecho, en que los valores y la nueva conducta ciudadana han de acomodarse a las nuevas reglas e instituciones con que el ordenamiento racional jurídico da seguridad y continuidad a la vida.

         Aparece así el Derecho como la gran sinfonía que armoniza el tráfico de las libertades ciudadanas y da madurez a la muchedumbre humana.

         Hay, sin embargo, un tercer momento en que el proceso vital de la conciencia colectiva comienza a declinar y entra en su ocaso. Sus valores ya no tienen el atractivo de antaño; sus instituciones se vuelven obsoletas; y sus líderes, avejentados y caducos, miran demasiado para atrás y ya no tienen cupo de imaginación creadora para acrecentar la historia.

         Otras generaciones han de venir pronto y han de tomar la antorcha para servir con inteligencia y sangre joven a una nueva constelación política.

 

(ABC, 21 de noviembre de 1982)

 

 

 

 

         TRIÁNGULO DE LA FORMACIÓN POLÍTICA

 

         Solemos oír con mucha frecuencia que la razón fundamental de tantos y tan prematuros fracasos matrimoniales es la inmadurez y falta de formación humana con que los jóvenes acceden al matrimonio. Osadamente cree la mayoría que con haber llegado a cierta edad y con haber logrado un título de trabajo más o menos permanente ya se tiene, basta y sobra, todos los requisitos para la gran aventura.

         Se olvida que el matrimonio es el fruto maduro de la vida, espacio existencial humano, henchido de gozo y pena, donde el afán de cada día es castigar todo egoísmo y dar nacimiento al "nosotros".

         Añadamos a esa falta de formación la invasora muchedumbre de tantas ideas funestas que adulteran el amor fecundo e inficionan la institución del matrimonio, y ya tenemos las más poderosas razones que nos explican la inconsistencia familiar y sus dolorosos fracasos.

         Eso mismo hemos de afirmar de la política. Y con mayor razón, en cierto modo.

         La convivencia democrática tiene sus serias exigencias. Y cuando la muchedumbre ciudadana quiere acceder a ella sin una sólida formación del espíritu público, los fracasos se amontonan, la gente sana se fatiga inútil mente y los aventureros sin escrúpulo desbaratan cualquier empresa de Bien común. La ciudadanía inmadura e indefensa es el terreno más codiciado para el aterrizaje de los dictadores y la exhibición de los demagogos.

         Ciertamente, la inmadurez política y las varias ideologías aberrantes son los factores más activos que erosionan la convivencia democrática, desconcertando a la opinión pública y acreditando el uso desmedido de la fuerza y del dinero. Allá a la larga, la experiencia de la historia nos enseña que toda política antidemocrática, es decir, dictatorial y autoritaria, sólo puede poner su asiento en un pueblo inmaduro, vencido por la propaganda, la policía y el dinero.

         Y no es posible levantar esta hipoteca nacional sino a través de un largo y denodado esfuerzo para elevar de nivel el espíritu público y hacer que la gente tome conciencia activa de sus derechos y sus deberes políticos.

         Esta toma de conciencia, lúcida, valiente y comprometida, con que el pueblo se yergue y lucha por construir su propia historia es lo que llamamos formación política.

         Como dice muy bien un conocido politicólogo alemán, H. Kuhn: "En la medida en que se generalice entre los ciudadanos el preguntar y el pensar, puede darse auténtica ciudadanía".

         Esta tarea de formación política es una tarea difícil y permanente. Difícil por la complejidad de los problemas, la multiplicidad de los intereses y la voluntad humana siempre díscola. Permanente, porque las generaciones se suceden y el proceso de la historia decanta situaciones muy variadas que hay que afrontar con espíritu renovado, siempre abierto.

         De todos modos, lo que hoy día queremos decir es solamente un breve diseño, un esquema, si se quiere, de las energías humanas que una correcta formación política ha de movilizar para dar una estructura orgánica, sólida y coherente, a la conducta ciudadana democrática.

         La acción completa de un ser humano, dicen los psicólogos, comprende tres líneas fundamentales de energía psíquica. En primer lugar se da el conocer, el darse cuenta de las cosas. En segundo lugar, viene el apetito, es decir, querer o no querer, afectarse o desafectarse. Y por último, el moverse, es decir, hacer o realizar eso que se ha visto y se ha querido. Conocer, querer y hacer forman la estructura interna de nuestro dinamismo humano. Y la conducta del hombre nunca es completa ni madura si estas tres energías interiores no se ponen en marcha y no se unen. Lo desconocido no se puede querer, y lo que no se quiere, no se hace. A no ser por la fuerza, que ya no es hacer humano.

         En consecuencia, una sana y correcta formación política debe procurar llevar a todo el pueblo a un amplio conocimiento de toda la realidad política.

         Debe informar al pueblo, de manera popular pero objetiva, de los mayores problemas que atañen al Bien común. Debe dar espacio vital, holgado y libre, a la opinión pública, que es la gran academia donde el pueblo acrecienta su saber y aguza su espíritu crítico. Debe dar ancho camino a la prensa radial, escrita y televisiva para que llegue al pueblo con generosidad objetiva, sin tanta propaganda embotellada.

         La formación del espíritu público significa que los diferentes sectores de la ciudadanía, y en especial sus líderes, dejan de comulgar con las frases Hechas y las palabras vacías, sin contenido y sin lógica.

         "El legislador, decía Platón, ha de tratar de infundir en las ciudades toda la cantidad de razón que pueda, y ha de quitar de ellas la insipiencia, en todo lo posible".

         A este conocimiento y saber políticos con que el pueblo toma cuenta de los intereses del bien común, sigue en consecuencia la voluntad de procurar esos valores. Esta voluntad se hace hábito, genera usos y costumbres, genera las virtudes propias que solemos denominar civismo, patriotismo, espíritu público. El pueblo se hace hábito en la justicia, toma en leal consideración las opiniones ajenas, tiene respeto sacrosanto a la Constitución, y, por sobre todas las cosas, sabe medir sus relaciones con el poder público, poniéndose lejos de toda altanería infatuada y lejos de toda adulación servil.

         En este punto es muy importante destacar la función de ejemplo y de arrastre que ejercitan los líderes políticos. Con el mismo Platón baste recordar que "donde no tienen vergüenza los viejos, forzoso es que también los jóvenes carezcan en absoluto de ella".

         Pero la experiencia nos enseña que una formación política robusta sólo madura, cuando el pueblo ejercita activamente sus derechos y deberes cívicos.

         Sería una frustración formidable que una ciudadanía alcanzara conocimiento claro y tuviera voluntad bien sazonada de su destino histórico y de sus caminos de libertad, pero no tuviera la posibilidad real de ejercitarlos en los afanes de la lucha partidaria y hasta poniendo manos en el ejercicio del poder.

         Como puede verse, todo esto es materia de largo examen y profunda reflexión. Hoy por hoy, sólo un esquema, que ojalá no haya resultado tan obscuro.

         (ABC, 13 de febrero de 1983)

 

 

         HACIA UNA AUTÉNTICA CIUDADANÍA

 

         La experiencia de la vida nos enseña, con frecuencia, que ciertos hombres malgastan lastimosamente sus años fuertes haciendo una existencia disipada y disoluta. Llevan una vida superficial y sin sentido. Manejan sus negocios y viven sus placeres, pero no ordenan la existencia hacia un porvenir de dignidad y de sensata madurez. No piensan, no reflexionan, nunca están quietos ni silenciosos, procurando disponer la propia vida por el camino del buen juicio y la virtud. Y pocas veces sucede que un hombre así se recupere por el crecimiento normal o la maduración espontánea de la vida. Porque la agitación y el ruido, el hábito arraigado y los compromisos, no dejan brotar una existencia substantiva.

         De ordinario, la recuperación efectiva solamente suele ocurrir por dos caminos: o por un trasplante que arranca a la persona de su contexto habitual vicioso y lo injerta en otro, que es sano y tonificante, o por fuerza de un acontecimiento fuera de serie que sacude de raíces la existencia y pone de nuevo la cabeza en su lugar.

         Y la historia nos enseña que algo muy parecido a todo esto sucede con frecuencia en la vida de los pueblos.

         Hay momentos de declinación general en que la conciencia colectiva baja notablemente de nivel. Los grandes valores de orden espiritual y típicamente humano, como son los valores de la sabiduría y del arte, como son los tesoros de la libertad y la justicia, parecen apagarse y ya no gravitan en el apetito y la conducta de la gente. Se sigue hablando de democracia y de cultura, de justicia y de libertad, de derecho y de paz. Pero, en gran medida, este vocabulario está vacío de contenido axiológico; es decir, carece de significación real y de atractivo.

         En esos momentos de la historia lo que más impacta a la gente y lo que más dinamiza su conducta es el bienestar material y el crecimiento cuantitativo de la vida. Lo que interesa, por sobré todo, es TENER.

         La economía, con su mundo de valores útiles y con su gran despliegue de actividad productiva constituye la pauta fundamental según la cual se hace juicio sobre el valor o no valor de una persona.

         Incluso la política, que debería ser la actividad rectora y propulsora de la economía, se vuelve subalterna y simple ejecutora de los grandes planes quinquenales.

         En situación histórica como ésa, la conciencia colectiva fácilmente capitula frente a cualquier presión de orden autoritario y no siente mayor incomodidad por hipotecar la libertad política, con tal de que se deje a salvo la libertad de comerciar o de levantar una industria o de practicar el contrabando.

         Realmente, estos son momentos muy proclives a la insensibilidad y a la ceguera colectivas. La vida política llega a perder toda nobleza y ya no atina para la ciudadanía a otra cosa, fuera de aquello que decía Nietzsche: "Fabricar en serie hombres pigmeos".

         Hagamos ahora la misma pregunta que nos hacíamos recién, hablando de la recuperación moral de un sujeto humano.

         ¿Qué podemos hacer para que una nación o un pueblo pueda recuperarse de una grave declinación histórica y pueda volver a orientar su existencia hacia horizontes de Bien común, y de un sano humanismo?

         "El legislador, decía Platón, ha de tratar de infundir en las ciudades toda la cantidad de razón que pueda y ha de quitar de ellas la insipiencia en la medida de lo posible. Porque no hay más bella sinfonía que vivir según la razón" (Las Leyes).

         Pero ¿cómo hacer para que el pueblo recupere la razón y levante la hipoteca de su infantilismo y de su desorden?

         A veces, los pueblos se recuperan gracias a un acontecimiento fuera de serie, como, por ejemplo, la guerra. Parece que la contingencia del peligro y de la muerte sacude las raíces más hondas de la conciencia colectiva y pone en rápida combustión las energías más racionales y más vitales que amamantan el Bien común. El pueblo se alza, entonces, de su sopor y estrecha filas en una sólida fraternidad sin grietas.

         Eso parece ocurrir en estas horas difíciles con esa noble nación hermana que es la República Argentina. Lo acaba de expresar el ex-presidente Lanusse diciendo: "A partir de esa fecha, 2 de abril, debemos capitalizar un proceso diferente". ¡Dios lo quiera!

         Pero, la guerra es una situación límite, que normalmente no podemos desear.

¿Qué otro medio nos queda, entonces?

         No podemos trasplantar al pueblo y conducirlo a otro contexto histórico y cultural que le devuelva la salud.

         Y, sin embargo, es eso lo que hay que hacer de manera inteligente y corajuda: "Hay que infundir en el seno de la ciudadanía toda la cantidad de razón que se pueda". Sólo de ese modo, la vida política dejará de ser agria y áspera cacofonía, para volver a transformarse en lo que Platón soñaba, "la más bella sinfonía", y Aristóteles llamó "arquitectónica virtud".

         Hay que crear en el seno del pueblo eso que los psicólogos suelen llamar "islas de concientización"; es decir, pequeños núcleos de ciudadanos, entusiastas y reflexivos, profundamente arraigados en la esperanza y el deseo del bien común, que se pongan a profundizar en la comprensión de los auténticos valores humanos, llevando a la praxis menuda y cotidiana el firme compromiso de vivir la libertad en comunión con la justicia.

         Estas "islas de concientización" no podrán exigir a nadie el abandono de sus legítimas inclinaciones políticas. Pero pondrán en nuestras manos un buen cedazo para zarandear nuestras opiniones y separar lo noble y sano de lo que es vil y corrompido.

 

(ABC, 25 de abril de 1982)

 

 

 

         OBEDIENCIA RACIONAL O SOMETIMIENTO POR FUERZA

 

         La cultura de los pueblos no es otra cosa sino el largo y mancomunado esfuerzo que hacen los hombres para superar sus indigencias materiales y morales, elevar de nivel la propia existencia y atesorar mayor libertad día tras día. La libertad es el horizonte hacia donde toda cultura peregrina.

         Y lo que solemos decir repetidas veces es que la vida política, con sus manifestaciones más diversas de ideas, instituciones y conductas, representan un rubro importantísimo en el gran esfuerzo cultural de la historia.

         Si hablamos sólo del orden temporal y humano, la relación política es la relación fundamental que la existencia del hombre puede tejer en este mundo. Por eso decíamos, el domingo pasado, que el recto uso del poder político era de lo más saludable y honroso en el proceso vital de los pueblos.

         Porque del uso o del abuso del poder político depende en gran medida la respuesta racional o irracional de la ciudadanía.

         Cuando la autoridad gobernante, consciente de su función de servicio, ejercita su ministerio de acuerdo a las exigencias del bien común y de acuerdo a los canales de la ley, la ciudadanía responde ordinariamente con la sensatez de una obediencia racional. Pero cuando el poder político subvierte  y corrompe su propio oficio, mandando fuera de su competencia, sin medida legal, y sin necesidad de bien común, entonces la ciudadanía se encabrita, corcovea y toma posturas de anarquía; o bien se somete, pero bajando la cerviz con ánimo envilecido y rastrero.

         Detengámonos un momento en la reflexión de esta doble respuesta con que la conciencia colectiva se relaciona y contesta al poder político justo y al poder político subvertido.

         Comencemos por la obediencia. Ella es la respuesta racional que una voluntad libre y digna ofrece al mando del poder cuando éste se ejercita de manera ajustada; es decir, de acuerdo a su naturaleza y a su fin. En la relación de obediencia se ponen frente a frente y se pasan las manos dos voluntades, la voluntad del que manda y la voluntad del que acata. Pero ambas voluntades son racionales, y por consiguiente, en vez de disminuir la dignidad del hombre, la acrecientan; en vez de retacear la libertad, la promueven.

         La voluntad del que manda es racional por tres razones. La primera, porque brota de un hombre con jurisdicción y competencia. La segunda, porque se ejercita con número, peso y medida, de acuerdo a la ley. La tercera, porque la voz de mando se ordena al bien común.

         De igual modo, también la voluntad del que obedece es racional. Porque sabe que la superioridad del que manda no es usurpada, sino legal; porque se da cuenta de que la orden no es arbitraria, sino según derecho y bien motivada; y, por último, porque tiene conciencia de que su libertad será fecunda diciendo amén a la justicia.

         Observemos, de paso, una cosa verdaderamente notable. Esa palabra "obediencia", que proviene del latín obaudentia, obaudire, significa "aplicar el oído", oír palabras, auscultar o escuchar razones. Y eso mismo dice la palabra en griego hipakuein, como también en alemán gehorchen . Y hasta en guaraní llamamos a la obediencia ñe'ẽrendu.

         Parece, entonces, que todos los pueblos han intuido que la obediencia verdaderamente humana entra por el oído, gracias a la palabra, gracias al diálogo racional. Digamos, por consiguiente, que la obediencia política es un intercambio de razones y de valores y no presiones de fuerza, ni arbitrariedades de prepotencia.

         El sometimiento, en cambio, es una cosa enteramente diferente. También aquí hay dos voluntades frente a frente. La una se impone, la otra se somete. La una es ensoberbecida, la otra encogida o abatida. Por un lado la arbitrariedad, por el otro la resignada o exasperada demisión de la persona.

         Con el sometimiento, la relación política auténticamente humana desaparece. Porque donde no hay razones ya no hay hombre; y entran a tallar la fuerza bruta y la mecánica del miedo.

         Recordemos que la coacción o la fuerza puede ser profundamente racional y hasta muy necesaria en el ejercicio del mando político. Ella se vuelve racional cuando se somete a la justicia y se hace instrumento del derecho.

         Pero la fuerza es irracional e inhumana cuando proviene de una persona sin jurisdicción ni competencia, o cuando una persona competente la usa en forma desmesurada, fuera de todo procedimiento legal, y, especialmente, cuando la fuerza se esgrime por voluntad de dominio, sin razones de bien común.

         Con mucha razón decía Abraham Lincoln: "El gobierno debe ser suficientemente fuerte para protegernos, pero no ha de ser tan fuerte que pueda oprimirnos".

         Y como la arbitrariedad es la fuente principal y ordinaria de donde proceden el abuso del poder y el uso subvertido de la fuerza, nada hay que la cultura política debe superar tanto como el vicio nefasto de la arbitrariedad.

         "Desde hace más de veinte siglos, dice G. Burdeau, que el pensamiento occidental se ha dedicado al problema político, la necesidad del poder y su legitimidad jamás han dejado de asociarse con la preocupación de impedir que el poder se vuelva arbitrario". "

 

(ABC, 19 de junio de 1983)

 

 

 

         LA ESPERANZA IMBATIBLE

 

         Si la vida moral de cada hombre es tarea tan larga y tan difícil, mucho más aún es la vida democrática de los pueblos. El peso contradictorio de los hechos, sumado al miedo y la pereza de comprometerse, pone en jaque los ánimos y propósitos más heroicos. Por poco que decline la esperanza, ya el espíritu público se abandona y ganan la partida los audaces y aventureros.

         Entonces, hay que volver con mayor ahínco a la inagotable cantera de la esperanza y sacarle sus adentros la dura roca en que se afirme nuestro ánimo. Sólo vencen en la historia los que, uncidos al yugo de cada día, no olvidan ni traicionan los lejanos horizontes.

         Porque es verdad: los años pasan y con impasible fuerza el tiempo gasta y manda para atrás, tanto la energía de los adultos como el sueño de los jóvenes.

         A fin de cuentas, parece que nada, o poco menos que nada, hemos cambiado el rostro de esta pálida patria enferma. Y más de uno, seguramente, ha de sentir la amarga tentación de batirse en retirada y reducir la vida a los afanes de lo menudo y lo privado. Luchar por el bien común ¿no es, acaso, una ilusión, una quimera?

         Y, sin embargo, cosa extraña y misteriosa, día que pasa es día que se acrecienta en nosotros la voluntad de servir, luchando a contracorriente si necesario fuere, para poner siquiera un puñadito de claridad en los obscuros caminos de la conciencia nacional.

         En soledad y en silencio nos preguntamos hoy: ¿a qué se debe esta voluntad tan denodada? y ¿dónde está ese peñasco duro en que tan sólidamente se asienta nuestra esperanza?

         Y hablamos en plural, porque muchos han de ser los compatriotas que han de sentir en sus adentros análogas inquietudes.

         Tenemos robusta esperanza. Pero ella no se apoya en la fuerza mecánica o necesaria con que la naturaleza arrastra a los hombres y a las cosas. No es que pensemos aquello que suele decirse con hueco sentimiento de futuro: ya pasará, ya pasará. Por nada de este mundo vamos a ser los simples espectadores de ningún mercadeo con que se compre y se venda el bien común de la patria. Queremos comprometer en su drama nuestra más clara razón y nuestra libertad mas escogida.

         Tenemos robusta esperanza. Pero ella no se asienta en un proceso de violencia irracional, hecha de furia y de cólera pasional. Hombres como somos, hechos del barro de la tierra, sabemos de sobra que la fuerza de las armas presta alguna garantía a la frágil justicia con que los hombres edifican la convivencia. Pero estamos lejos, como a infinita distancia, de esa insensata confianza con que mucha gente de hoy día entrega cuerpo y alma a la sinrazón de la metralleta.

         Nos parece necio y cómico a la vez, cuando ciertos voceros de la propaganda nos califican de irracionales subversivos. Y cuando vemos que ciertos hombres fuertes van tan munidos de ejército y policía, galopando viene a la mente aquello que decía Marco Tulio Cicerón: "No son las armas, sino el consenso y benevolencia de la ciudadanía la guardia más segura que debe acompañar a un gobernante".

         Tenemos robusta esperanza. Pero ella no se afinca en los azares del acontecer humano, como si estuviéramos pendientes de un golpe del destino, o como si ilusamente nos pusiéramos a la expectativa de que Dios misericordioso ha de enviar un ángel del cielo, o no sé qué hombre providencial, para sacar a nuestro pueblo de este negro callejón.

         Es muy cierto que tenemos mucha fe en la diligente providencia con que Dios nos asiste y nos salva. Pero, también es muy cierto que estamos lejos de confundirlo con un Júpiter tonante, que hace y deshace la historia por encima y por debajo del libre albedrío de los hombres. Pensemos, por el contrario, que no es humano ni es cristiano hipotecar las energías de nuestra naturaleza, inteligencia y libertad, y luego pedir socorro a los cielos, con insensata presunción.

         Tenemos robusta esperanza. Y toda ella se asienta en la imbatible fuerza de la verdad que ama.

         Esa es la roca firme sobre la cual se levanta nuestra esperanza: tenemos fe en el esfuerzo cotidiano y perseverante de la verdad política. Sabemos bien que todo eso que se ha construido sobre largos años de propaganda, ideología barata y palabras hechas no tiene consistencia. Está desposeído de aquello que constituye la esencia misma de la sana formación política: por una parte, fines claros y valores ciudadanos substantivos; por otra, medios racionales, respetuosos de la excelsa dignidad del hombre libre. Fuera de eso no hay política, ni hay consistencia en el vasto organismo de la conciencia pública.

         La verdad política: ésa es la primera fuerza, inagotable e imbatible, con que se arma nuestra perseverancia, día y noche.

         Pero no acaba en esto nuestra fe. Y hablamos de una verdad política que ama y es leal. Hablamos de una verdad política firme y sincera, pero no altanera ni sobradora. Decimos la verdad con fuerza; y, a veces, nuestra palabra chicotea, pega duro y hace tragar salivas. Pero lo hacemos por amor del Bien Común y por el inmenso deseo de despertar el espíritu público entumecido; sólo por llevarle a pensar por propia cuenta, abandonando la postura adocenada.

         Cada domingo hemos hecho elección y hemos votado, bien en voz alta, esta verdad política que ama y que sirve. Y en este seis de febrero, día de numerosas votaciones, con plena ciencia y conciencia volvemos a votar por la verdad, por la justicia, por la libertad y por la comunión de todos los paraguayos en un generoso Bien Común.

 

(ABC, 6 de febrero de 1983)

 

 

 

INDICE

 

Amor al partido y amor a la Patria

La democracia en camino

Democracia por decreto

La lección de las urnas libres

Palabra humana y política

Formas de la relación política

 

IV CULTURA CÍVICA

Poder y pueblo, tal para cual

Cultura y nobleza obligan

Hombres e instituciones próceres

La educación de la conciencia política

Triángulo de la formación política

El compromiso de las Mites

Servicio o claudicación de la razón

¡Empresa a la vista!

Empresa a la vista

Servir a la Patria de muchos modos

En la escuela de la experiencia

Nobleza y poder al servicio del pueblo

Realismo, prudencia y crítica

Presencia política del derecho

Responsabilidad política e intelectuales

Evangelizar la conciencia nacional

Revolución de tierra adentro

Moralidad y Política

"No he venido a traer la paz"

El lenguaje y la política

La corrupción del lenguaje humano

Verdad y veracidad en política

Conciencia cristiana y compromiso social

Compromiso puesto al día

La mediación de esta hora

Prioridades de una política humanista

Fundamentos del orden público

Dimensión privada y pública de la conducta

La gran tarea del civismo      

Espíritu cívico y espíritu de partido

Hacia una auténtica ciudadanía

Obediencia racional o sometimiento por fuerza

La esperanza imbatible.

 

 

 

 

 

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SITUACIÓN Y CRÍTICA CIUDADANA

TOMO III

SECUNDINO NÚÑEZ





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
EDITORIAL
EDITORIAL DON BOSCO



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