UN PAÍS “PARA LA VISITA”

Por LUIS BAREIRO

lbareiro@uhora.com.py

La mayoría de los paraguayos compartimos un pasado de pobreza edulcorada, esa que no llegó a ser tan extrema como para que faltara el pan en la meza, pero permitió que esta fuera precozmente inclusiva, favoreciendo la aparición de platos, vasos y cubiertos de las más variadas formas y colores.

En mi casa, la colección primigenia de platos de vidrio –obsequio de bodas de mis padres– había sido reemplazada gradualmente por lo más barato que hubiera en el mercado en la medida en que las piezas se rompían mágicamente (nunca nadie era responsable de su destrucción, ni había visto cómo ocurrió); los vasos eran frascos del dulce de guayaba o de algún otro producto envasado en vidrio, y los cubiertos, sobrevivientes de diferentes partidas.

Decantada por el tiempo y la erosión provocada por el paso inclemente de siete hijos, la cocina ecléctica de mi madre era pues una colección sorprendente de objetos sin ninguna similitud cromática, pero que cumplían con el objetivo de facilitar y darle cierto cariz civilizado a la voracidad familiar en desayunos, almuerzos y cenas.

Cada tanto, sin embargo, ocurría un fenómeno notable. Llegábamos a la casa y nos encontrábamos con la mesa cubierta con ese mantel de Navidad y Año Nuevo que conservaba su blancura virginal merced al control férreo de mi madre durante las fiestas, y a cantidades ingentes de legía y almidón.

El azucarero de lata que parecía una obra de arte abstracto simbolizando los riesgos de un accidente carretero había sido sustituido por un frasco imitación de porcelana que pertenecía al mismo juego de tazas y platillos que adornaban la mesa. Se trataba nada menos que del mayor patrimonio familiar, heredado de alguna tía que supo ser rica, pero que lo perdió todo engañada por otros taimados parientes, según la poco original mitología de la casa.

Habían aparecido además esas cucharitas de metal que por lo general se guardaban en una caja de madera, envueltas en papel, para que no se pierdan. Y los vasos multiformes desaparecieron para dar lugar a las copas que nos regaló la abuela.

Tanta revolución criolla tenía una explicación simple. Había visita. La llegada de una persona extraña a la casa provocaba aquel cambio místico que duraba exactamente el tiempo que esta permaneciera en nuestro hogar. Apenas se despedía y trasponía el umbral de la puerta mi madre corría a la cocina a guardar a la velocidad del rayo su humilde exhibición de piezas… “para la visita”.

Una vez le pregunté si le quería más a esa gente extraña que a nosotros. Espantada me dijo que claro que no. Entonces –repregunté– ¿por qué a ellos les dejas usar todas esas cosas lindas y a nosotros nunca? Se quedó muda. La llegada de papá la salvó del momento incómodo.

Lo que vivimos como país en estos días me recordó la anécdota. De pronto nuestra justicia condenó a un ex senador y peso pesado de la política a siete años de prisión; la policía y la fiscalía, en un operativo conjunto, arrancaron a un libanés-brasileño de su coqueto departamento en Ciudad del Este, y lo preparan para extraditarlo a Estados Unidos, donde lo acusan de lavado de dinero y financiamiento del terrorismo. Tanto rigor y despliegue en unos pocos días me trajo a la memoria aquel azucarero imitación de porcelana.

Ocurre que el mismo ex senador había esquivado por años cualquier sanción de la justicia (es más, él manejaba los hilos de Astrea) y el brasileño de origen libio fue procesado ya en el 2004 por los mismos delitos, con 24 camiones de documentos como elementos de prueba… y fue absuelto de culpa y pena.

¿Qué cambió? Es simple; tenemos visita. Están en el país los fiscalizadores del Grupo de Acción Financiera de Latinoamérica (Gafilat), quienes deberán decidir si entramos o no a la lista gris de países que no combaten el lavado de dinero.

Ellos se irán. La pregunta es si seguiremos tolerando que este sea un país serio solo para la visita.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

www.ultimahora.com

Sección OPINIÓN

Domingo, 29 de Agosto de 2021

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