EL FALO NO ES UN CETRO
Por LUIS BAREIRO
lbareiro@uhora.com.py
Hará unos cuarenta o cincuenta mil años que aparecieron en el planeta nuestros ancestros, pequeños, peludos y frágiles en un mundo terriblemente hostil. La supervivencia dependía en gran medida de la fuerza, y en ese campo el hombre se impuso por una mera particularidad biológica: su mayor masa muscular.
Se instauró desde entonces un sistema de dominación que permanece hasta nuestros días, el patriarcado. La civilización humana es en gran medida una construcción de hombres, hecha por hombres y para hombres. Los hombres organizamos y asumimos el poder político y económico, dimos vida al marco legal que rige nuestras vidas y establecimos las religiones que pautan la moral y las "buenas costumbres".
Todas esas estructuras fueron conformadas de forma tal que el patriarcado no fuera puesto en duda. Los hombres teníamos la exclusividad de votar y ser votados, el control de los medios de producción y del comercio, el acceso al conocimiento, la administración de la fe y lo que era más importante, el gobierno de la familia.
Por supuesto que hubo mujeres que lograron meter sus narices en ese mundo signado por la testosterona, pero fueron apenas la excepción que hizo a la regla. Y no pocas pagaron el sacrilegio con su vida.
No fue sino hasta el siglo pasado que la otra mitad de la humanidad pudo empezar a reclamar cuestiones tan básicas como el derecho a recibir educación, a elegir autoridades y a influir en la conformación de las leyes que rigen sus vidas. Algunos historiadores refieren que el fenómeno adquirió masividad en los años 50 cuando la revolución de los electrodomésticos y el brutal crecimiento económico de Estados Unidos, y parte de Europa otorgó a millones de amas de casa de clase media un tiempo que nunca tuvieron sus madres y abuelas para reflexionar sobre su papel en el mundo de los hombres.
Desde los 60, las mujeres dejaron de ser un fenómeno en las universidades. De pronto estaban discutiendo sobre el derecho o la física –y ya no como fenómenos aislados, que hubo– sino como iguales.
El patriarcado público, que desde hacía siglos se sostenía más que nada en el control del conocimiento, empezó a resquebrajarse. La lucha por la igualdad, que hasta entonces había sido la bandera de mujeres aguerridas, pero reducidas en número, logró la adhesión gradual de millones de personas, hombres y mujeres, y se coló en esa masa incontrolable que el mercado bautizó como cultura pop. El feminismo, desde sus posiciones más conservadoras hasta las más extremistas, llegó finalmente al último reducto del patriarcado: los hogares.
Y esa es la batalla que se sigue librando. Desmontar el sentido de propiedad sobre la mujer con el que se educa al hombre, su pretendido derecho a ejercer la superioridad física mediante el uso de la violencia, la convicción absurda de que los roles sociales están definidos por el sexo (y no estoy hablando de la función sexual) y, por sobre todas las cosas, que ese modelo es natural porque así lo dice un texto religioso escrito por hombres.
Caballeros, es hora de admitir que el falo no es un cetro.
Fuente: ULTIMA HORA (ONLINE)
Sección OPINIÓN
Domingo, 01 de Octubre de 2017