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LUIS BAREIRO
  LAS TORTILLAS DE MI PADRE - Por LUIS BAREIRO - Domingo, 18 de Enero de 2015


LAS TORTILLAS DE MI PADRE - Por LUIS BAREIRO - Domingo, 18 de Enero de 2015

LAS TORTILLAS DE MI PADRE

 

Por LUIS BAREIRO


lbareiro@uhora.com.py

Unos años antes de que terminara yo la primaria, mi familia se vio sacudida por un terrible accidente automovilístico que dejó a mi padre postrado en una cama, con las dos piernas fracturadas, varias costillas rotas y un humor de perros. El hombre, sostén económico del hogar,  solo podía mover los brazos, lo suficiente como para arrojar lo que tuviera a mano en sus picos de bronca.

Curiosamente, fue para la casa un periodo de abundancia. La generosidad de mis tías hizo que nunca faltara nada. Por el contrario, la heladera y la alacena de la cocina siempre estaban llenas. Incluso, nos permitíamos el lujo de repetir la gaseosa de los domingos, hasta dos vasos por comensal, un derroche grosero si consideramos que lo normal era dividir el contenido de una botella de tres cuartos en una hilera de siete vasos.

Durante aquel año, sin embargo, se produjo un fenómeno que nunca más se volvió a repetir; papá bajó de peso. Él, un glotón irredimible, apenas comía. Mi madre se esmeraba preparando los mejores platos, pero su marido apenas probaba bocado. No hacía sino bufar todo el día, como si fuera un preso condenado a perpetua.

En teoría, debía permanecer en absoluto reposo por un año, cuanto menos. Pero, una mañana, seis o siete meses después del accidente, tomó unas tijeras, cortó el yeso de sus piernas, se irguió con unas muletas con las que estaba practicando y salió a la calle llevándose consigo una bolsa con algunas chucherías de la casa y una sábana.

Volvió a la tarde con una pila de víveres que compró en el mercado después de vender en la calle las baratijas que se llevó. Preparó la cena para todos traqueteando con sus muletas en la cocina y esa noche se sentó a comer con nosotros, con un apetito voraz, degustando las tortillas chiclosas que preparó como si fueran un manjar.

Unas semanas después ya estaba trabajando. Su apresuramiento dejó secuelas. El resto de sus días caminó con una ligera renguera, producto de una mala unión de los huesos.

Al viejo se lo llevó un infarto hace casi dos décadas. Nunca le dije que aprendí la lección. Ni siquiera sé si tuvo la intención de aleccionarnos, pero el mensaje nos llegó clarísimo. Mi padre había perdido el apetito porque aquella era una comida que no la pagaba él, con su trabajo.

Por eso aquellas tortillas mal cocidas le supieron a gloria, porque estaban condimentadas con su mayor orgullo, su dignidad de trabajador.

A veces tengo la impresión de que tantas décadas de latrocinio público y de rendir pleitesía al ladrón nos hizo echar en el olvido ese placer incomparable de saber que lo que tenemos, mucho o poco, lo ganamos legítimamente, con nuestro esfuerzo.

Es un condimento que no se compra y que convierte cualquier plato en la mejor comida del mundo, así sean unas tortillas mal cocidas.


Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 18 de Enero de 2015, 01:00



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