MUJERCITAS

 Por LUIS BAREIRO

lbareiro@uhora.com.py

Cuando tenía seis o siete años alguna de mis tías cometió el sacrilegio de regalarle a mi hermana mayor un libro. Ella lo revisó entusiasmada y cuando descubrió que no tenía dibujos lo tiró en algún cajón del ropero. Allí lo encontré yo y el título y el diseño de la portada acicatearon con tal fuerza mi curiosidad infantil que me fue imposible resistirme a leerlo.

El libro hacía referencia a un mundo que me resultaba por completo desconocido: Mujercitas. Fue el primer libro que leí y hoy puedo decir que sin él mi vida probablemente sería muy distinta. Sería una vida infinitamente más pobre, una vida carente de tantos mundos imaginarios, de tantos personajes terribles y fabulosos, de tantas ideas brillantes y tantas otras abrumadoras, de tantas otras vidas que su fueron agregando a la mía a lo largo de los años.

Ese libro me atrapó para siempre en la adicción a la lectura. En las siguientes tres semanas me transportó en el tiempo, más de cien años atrás, a la casa de las hermanas March, en el otro extremo del continente, en medio de la guerra civil de los Estados Unidos.

No podía creer que aquellas páginas fueran más emocionantes que el mejor programa que me ofreciera la televisión. Y lo mejor todavía estaba por venir. Ni Astroboy ni los hermanos Cartwrigtt de Bonanza podían competir con el pirata John Silver de La isla del tesoro, o con los profesores Challenger o Lidenbrock de El Mundo perdido y Viaje al centro de la tierra.

No había telenovela que provocara más lágrimas que Corazón, o La cabaña del Tío Tom, o Mi planta de naranja lima. Era imposible encontrar en la pantalla héroes de la talla de Sherlock Holmes, Joseph Rouletabille o el Padre Brown. No hubo ni habrá jamás películas que nos transporten a escenarios tan alucinantes como los salidos de la imaginación de Bradbury, Asimov o Tolkien.

Ningún documental retratará el alma de América Latina como Cien años de soledad ni los laberintos del alma humana como Crimen y Castigo o Cumbres Borrascosas.

Tantos placeres, tantas historias, tantas vidas y tantas muertes se fueron sucediendo multiplicando mi propia vida por cien y por mil. Aquel sencillo libro en el momento oportuno me salvó de una existencia limitada a mi propia experiencia, a mi mundo físico y familiar, a mi contexto.

Ese libro me introdujo a una realidad virtual que es infinitamente más grande, poderosa y rica que cualquier red social. Y quienes hemos tenido esa suerte tenemos la obligación moral de hacer que esa experiencia vital no muera con nosotros.

Siéntese con su hijo y lea. Demuéstrele que eso que él cree fascinante –la red–, no es sino una plataforma más para acercarnos al verdadero prodigio: los libros.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 27 de Abril de 2014, 01:00

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