ATEÍSMO IMPERFECTO

Por LUIS BAREIRO

lbareiro@uhora.com.py

No creo en nada cuya existencia no pueda ser verificada por mi razón o mis sentidos. Eso me hace ateo y detractor de todas las ideologías peligrosamente parecidas a los dogmas de fe.

Hay ciertos elementos de la vida, sin embargo, que escapan a la comprensión humana y que ponen en duda mi escepticismo con respecto a lo metafísico. Y no me estoy refiriendo al misticismo religioso ni a la comunicación con los muertos ni a la ufología, sino a un fenómeno mucho más frecuente, pero no por ello menos misterioso: el amor.

No hablo de la pasión carnal que supongo es apenas un imperativo natural cuyo objetivo es la procreación de la especie. De hecho, creo que la cultura (esa construcción arbitraria de cada colectivo humano) intenta –a veces con éxito– alterar los instintos que hacen que los machos quieran copular con la mayor cantidad de hembras que sea posible para asegurar la continuidad de sus genes, y que las hembras busquen hacerlo con el macho que garantice mejor la protección de su prole. Antes era el más fuerte, hoy es el más rico.

Ojo que no estoy haciendo juicio de valor sobre el tema, solo describo lo que es un imperativo natural en casi todos los mamíferos depredadores como el hombre.

Pero permítanme referirme el fenómeno que no logro explicarme. En algunas ocasiones se produce entre dos personas un vínculo afectivo que va muchos más allá de los instintos, una relación que escapa a cualquier razonamiento lógico. Yo fui testigo de ello en dos ocasiones.

Mi madre enfermó de cáncer antes de cumplir los cincuenta. Una madrugada, luego de su sesión de quimioterapia, la escuché gemir en sueños. Me acerqué a su pieza y descubrí a mi padre sentado a su lado tomándole la mano.

De la mujer bella que fue no quedaba nada. Había perdido el pelo, tenía los ojos hundidos y la piel tirante y cetrina. Y papá estaba mirándola, como si fuera el espectáculo más hermoso del planeta. La miraba, pero estaba viendo algo más que mis ojos no podían ver.

Él se estaba muriendo con ella y yo lo sabía. Y así fue. Año y medio más tarde se lo llevó un infarto. Dos años después, le acompañó mamá. El uno no podía sobrevivir sin el otro.

Lo de ellos ya no era físico, ni conveniente, y eso que ni siquiera tenían mucho en común. Y ya habían tenido siete hijos. ¿Qué los ataba? ¿Que hacía de uno imprescindible para el otro?

Creí que ese fenómeno que nunca logré entender tampoco lo volvería a ver, pero me equivoqué.

Hoy la contemplo y sigo sin explicármelo. Sé que no me importa envejecer con ella; sé que nuestros cuerpos se marchitarán inexorablemente y que nuestra mortalidad realizará su cosecha algún día, y no me importa. Porque veo más allá de lo que ven otros ojos.

Y no logro explicarme por qué.

Y no me importa.

Este fenómeno es la causa de mi ateísmo imperfecto.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 16 de Febrero de 2014, 01:00

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