LOS FRANCO Y GUILLERMO DE BASKERVILLE

Por LUIS BAREIRO

lbareiro@uhora.com.py

La lengua negra y el índice manchado eran los signos inequívocos de la presencia del maligno en aquella abadía enclavada en la cúspide de una montaña. El cementerio benedictino se alimentaba de nuevos inquilinos mientras el honorable Guillermo de Baskerville buscaba afanosamente en aquel puñado de hombres consagrados a lo divino las humanas razones que explicaran la seguidilla de muertes que ensombrecían al claustro.

En la monumental obra de Humberto Eco El nombre de la rosa, todo el misterio gira en torno a un libro, un libro griego escrito por el propio Aristóteles, un libro cuya promoción puede socavar los cimientos mismos de la fe cristiana.

Esa es, cuando menos, la conclusión a la que arriba su custodio, una convicción enfermiza que le permitirá justificar cualquier acción que impida la profusión de aquellas letras malditas, incluso el crimen.

El libro que aterraba al monje devoto hablaba de la risa. Aquel desdichado creyente en cuyo rostro jamás se había dibujado una sonrisa intuía que lo único capaz de destruir al miedo -que él consideraba la piedra angular de su fe religiosa- era el humor.

¿Quién temería a un Dios que fuera objeto de burla? Bromear sobre lo divino suponía humanizarlo, ponerlo a la altura del hombre, razonar sobre él.

En las reflexiones de aquel fanático medieval escuchamos la voz de los fanáticos religiosos de todos los tiempos.

Son las voces, por ejemplo, que hoy se elevan en coro llamando a la guerra santa, para lavar la deshonra infligida por una filmación, de dudoso nivel artístico, que se mofa del profeta. Son las mismas que antes exigieron la cabeza de un humorista danés que caricaturizó a Mahoma.

Pero no solo el poder religioso le teme al humor. El poder político también. Una buena sátira tiene un poder corrosivo infinitamente mayor que el más encendido de los discursos.

Una sociedad que ha logrado alcanzar la madurez es capaz de tomarse el pelo a sí misma y disfrutarlo con una buena carcajada, sin que nadie termine retando a duelo al humorista de turno.

En esta tierra de insufribles solemnidades todavía tenemos que aprender a descargar tensiones con una buena dosis de humor.

Por decir, tomarle el pelo a la boda presidencial no debería generar reacciones de histeria en la familia. Ni debería suponerse que quienes se suman a la chanza son todos enemigos políticos de los Franco, o un pelotón de envidiosos.

Después de todo, no sé por qué habría que envidiar al hijo del presidente; el que se casó fue él.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 07 de Octubre de 2012, 00:00

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