LA MUJER DEL CÉSAR

 Por LUIS BAREIRO

lbareiro@uhora.com.py

Corría el año 62 antes de Cristo. Pompeya, joven y hacendosa esposa del emperador romano, dedicaba su tiempo a la organización de los ritos de la Bona Dea, una celebración litúrgica restringida exclusivamente a las mujeres. Las féminas más bellas de todo el Imperio se reunían en Roma para orar y purificar sus almas y sus cuerpos.

Los libros de Historia no lo consignan, pero es de suponer que semejante conciliábulo femenino despertaba la viva imaginación latina de los hombres del Imperio. No les habrá seducido tanto imaginar todas esas almas purificadas juntas, como los cuerpos que las contenían.

El hecho es que al tercer día del ritual, Pompeya conversaba animadamente con sus compañeras cuando una voz exageradamente aguda, incluso para una doncella, llamó su atención. La voz correspondía a una joven cuyo rostro cubierto por una túnica solo dejaba al desnudo unos ojos oscuros que miraban con indisimulada ansiedad las formas casi pecaminosas de Pompeya.

Digna hija de Pompeyo Rufo y Cornelia Sila, Pompeya sabía tratar esas curiosas bifurcaciones del alma con naturalidad, pero con firmeza. Se acercó a la muchacha, notablemente alta para los patrones romanos, y le recomendó que dedicara más tiempo a la oración y a las ofrendas antes que a la contemplación afiebrada de la carne.

La joven reaccionó tomándole de la muñeca, primero con suavidad y luego con una fuerza inusitada en una mujer. Era una mano grande y poderosa.

La voz aguda se tornó ronca y lasciva. Le dijo que necesitaba yacer con ella (habrá sido algo más específica) o que moriría presa de la fiebre que devoraba sus entrañas.

Pompeya no demostró la menor preocupación. Le pidió que le acompañara a sus aposentos, y cuando ingresaron al salón accionó la campana que alertó a los guardias. Cuatro rudos legionarios que integraban la guardia personal del emperador capturaron a la joven y la llevaron ante Julio César.

Grande fue la sorpresa cuando le despojaron de su túnica. La doncella resultó ser el joven Publio Clodio Pulcro, líder de la demagogia romana, un hombre considerado peligroso por sus ideas políticas, que pasó a la historia por su audaz intento de seducir a la esposa del emperador, disfrazado de mujer.

El suceso devino en escándalo. Un hombre había ingresado al ritual de la Bona Dea y había hecho contacto con la mujer del emperador. La duda quedó instalada en la plebe.

¿Fue Pompeya quien denunció a Publio o ambos fueron descubiertos yaciendo juntos en el lecho?

La respuesta del emperador no se hizo esperar. Aunque sabía de la inocencia de su mujer, ordenó el divorcio. La justificación de su acción se convirtió en un aforismo histórico: "La mujer del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo".

La lección de este singular emperador romano es que en la administración del poder y de la cosa pública no puede haber lugar para dudas.

Hoy el aforismo se desploma sobre la cabeza de Blas Llano.

No bastaba con que ganara las encuestas con urnas móviles del Partido Liberal; tenía que parecerlo.

Y no lo parece.

Fuente:  ULTIMA HORA (ONLINE)

Sección OPINIÓN

Domingo, 08 de Abril de 2012, 00:00

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