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RONALD LEÓN NÚÑEZ

  «UN MUNDO POR GANAR» - Por RONALD LEÓN NÚÑEZ - Domingo, 07 de Marzo de 2021


«UN MUNDO POR GANAR» - Por RONALD LEÓN NÚÑEZ - Domingo, 07 de Marzo de 2021

«UN MUNDO POR GANAR»

 

Por RONALD LEÓN NÚÑEZ

 

ronald.leon.nunez@gmail.com

En la última semana de febrero de 1848, la pequeña litografía de J. E. Burghard, en el número 46 de la calle Liverpool, centro de Londres, terminó la impresión de tres mil copias de un panfleto escrito en alemán, Manifest der Kommunistischen Partei. Nadie imaginaba el tremendo impacto histórico que ese pequeño folleto tendría.

No sería exagerado afirmar que el Manifiesto del Partido Comunista (1848) es uno de los textos políticos más influyentes desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, surgida con la Revolución Francesa. Si existe un antes y un después del Manifiesto es porque, en términos metodológicos y programáticos, selló el paso definitivo del socialismo utópico al científico.

Ni Marx ni Engels inventaron el socialismo ni el comunismo, como piensan algunos. Antes de 1848, esos conceptos no solo existían, sino que estaban considerablemente difundidos a partir de penetrantes autores como Saint-Simon, Charles Fourier, Robert Owen, etc. Autores que sometieron a una crítica severa las injusticias y el pauperismo provocados por el capitalismo, pero cuyas denuncias no descansaban sobre la base de un análisis de la esencia y el desarrollo de la sociedad que era objeto de sus críticas, sino sobre una idealización filosófica del ser humano y su destino. Los utopistas tampoco identificaron una fuerza social capaz de superar el sistema que impugnaban. El proletariado no pasaba, en sus obras, de una clase desmoralizada e inerte, pasible únicamente de compasión. En consecuencia, concibieron sistemas de ensueño, basados en la filantropía y en el esfuerzo por convencer a las clases dominantes de la inmoralidad de la explotación. La nueva sociedad, para ellos, sería «la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y bastaría con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo» (1). El socialismo utópico expresaba teóricamente el estado incipiente de la producción capitalista y de la organización de la clase obrera.

El Manifiesto entierra esta etapa del socialismo al plantear, ante todo, una nueva teoría, la concepción materialista de la historia. Según esta, «toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases» (2), es decir, el motor del desarrollo humano no reside ni en la voluntad de un ser superior ni en el papel de los individuos en la historia, sino en la lucha entre opresores y oprimidos. No existe destino: la humanidad hace su propia historia, aunque no en circunstancias libremente elegidas.

El prefacio a la edición alemana de 1883 expone esto con claridad: «La idea fundamental de que está penetrado todo el Manifiesto, a saber: que la producción económica y la estructura social que de ella se deriva necesariamente en cada época histórica constituyen la base sobre la cual descansa la historia política e intelectual de esa época; que, por tanto, toda la historia (desde la disolución del régimen primitivo de propiedad común de la tierra) ha sido una historia de luchas de clases, de lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, en las diferentes fases del desarrollo social; y que ahora esta lucha ha llegado a una fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime (la burguesía) sin emancipar, al mismo tiempo y para siempre, a la sociedad entera de la explotación, la opresión y las luchas de clases».

El Manifiesto prueba el carácter histórico, transitorio, del capitalismo –presentado por el liberalismo como sistema «natural»–. La burguesía, que en su juventud declaró la guerra a los regímenes feudales en Europa y revolucionó el mundo, creaba, en medio de su propia marcha triunfal, las condiciones de su reemplazo por una sociedad superior. El proletariado, producto inevitable del capitalismo, a su vez reunía las condiciones históricas de sujeto social revolucionario: «…al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre las que produce y se apropia de lo producido. Y a la par que avanza, cava su fosa y cría a sus propios enterradores».

Pero el resultado de la lucha entre las clases no está predestinado, como sugieren quienes acusan al marxismo de determinista. El propio Manifiesto alerta que ese proceso «conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes». La sociedad comunista no sería un estadio inevitable, sino el resultado de un embate histórico. Su contraparte, como luego formulará Rosa Luxemburgo, es el triunfo de la barbarie.

El Estado moderno, según el Manifiesto, no es un aparato neutral, al margen de la lucha de clases: «el poder público, hablando propiamente, es el poder organizado de una clase para la opresión de las otras». De modo más preciso, «el gobierno moderno no es sino un comité administrativo de los negocios de la clase burguesa». La revolución proletaria no es propuesta como un fin en sí misma, sino como punto de partida del proceso de desaparición de las clases y, con ello, de la extinción del Estado: «Una vez desaparecidos los antagonismos de clases en el curso de su desarrollo, y estando concentrada toda la producción en manos de los individuos asociados, entonces perderá el poder público su carácter político».

La condición de la revolución social, por otra parte, reside en la independencia política del proletariado respecto de la burguesía y sus representantes políticos: «la emancipación de los trabajadores solo puede ser obra de la propia clase obrera». La unidad, forjada en la lucha común, debería establecerse en el seno de la clase obrera. De ahí la célebre convocatoria con la que finaliza el Manifiesto: «¡Proletarios de todos los países, uníos!».

El sentido de esa unidad no es nacionalista –aunque haya sido escrito en un período de auge de los nacionalismos europeos– sino internacionalista: «Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen». Es decir, si la explotación del trabajador es global, la resistencia de clase necesita tener el mismo alcance.

En definitiva, lo que permitió el paso de este documento a la posteridad es la perspicacia con la que trazó un panorama del pasado, presente y futuro de la sociedad, estableciendo con ello una nueva visión de mundo y una síntesis entre teoría y práctica.

El Manifiesto no fue un rayo en cielo sereno. Surgió en el contexto de una Europa políticamente efervescente. Una terrible crisis económica, sumada a repetidas malas cosechas, aceleró el desgaste de los antiguos regímenes monárquicos. El pauperismo desencadenó en muchos países una serie de rebeliones por el pan. Las mentes más lúcidas no dudaban de que una revolución estaba a punto de estallar; aquella que sería la más europea de todas las revoluciones.

El momento histórico en el que aparece el Manifiesto debe ser comprendido como un proceso único, condicionado por el grado de desarrollo que había alcanzado el capitalismo en Europa occidental y, consecuentemente, el estadio de organización de la clase obrera, así como la propia evolución de las ideas de Marx y Engels, esto es, su transformación de demócratas radicales en comunistas, entre 1842 y 1844.

La Liga de los Justos, una sociedad secreta con métodos conspirativos, propios de la tradición de los revolucionarios franceses de entonces (3), hizo esfuerzos para acercarse a Marx y a Engels, entonces empeñados en organizar una red de comités de correspondencia comunista. La Liga estaba compuesta por artesanos alemanes emigrados: sastres, carpinteros, relojeros, etc. La sección con posiciones más radicales era la de Londres, entonces dirigida por Karl Schapper, Heinrich Bauer y Joseph Moll. Este último se reunió con Marx en Bruselas y con Engels en París para invitarlos oficialmente a formar parte del grupo. Si aceptaban, podrían intervenir libremente en un proceso de reelaboración teórica y reorganización política que sería definido en un congreso internacional. Ellos ingresaron a finales de enero de 1847.

Entonces, la Liga poseía un programa utópico, basado en un comunismo igualitario francés que emanaba de las ideas de Babeuf, que se mezclaba con elementos de una confusa interpretación del cristianismo primitivo que predicaba un talentoso sastre alemán de apellido Weitling. Su divisa era: «Todos los hombres son hermanos».

El primer congreso, en el que solo participó Engels porque Marx no pudo costearse el viaje, modificó los estatutos y la estructura organizativa, resoluciones que deberían someterse a los círculos de base. Decidió también que un próximo congreso discutiría un modelo de programa a ser publicado. La organización cambió su nombre por el de Liga de los Comunistas. En setiembre hicieron público un nuevo lema: «Proletarios de todos los países, uníos».

A finales de octubre, Engels redactó un esbozo de programa que quedó conocido como Principios del comunismo, el principal antecedente del Manifiesto. Pero no tardó en oponerse a la forma de preguntas y respuestas. El 24 de noviembre le propuso a Marx dar a «la cosa» el nombre de «Manifiesto Comunista», un estilo familiar en la literatura política francesa desde el Manifiesto de los Iguales de 1796.

El segundo congreso, celebrado en noviembre-diciembre de 1847, terminó encargándole a Marx y Engels la elaboración de un programa teórico y práctico para la Liga. Aunque expresaba las concepciones de los dos, la redacción del folleto le cupo a Marx. Lo entregó a la imprenta en enero de 1848, pocas semanas antes del estallido de la revolución de febrero en París, que se extendió como un incendio forestal por toda Europa.

El Manifiesto había predicho el estallido revolucionario, especialmente en Alemania, entonces una confederación de pequeños Estados. Con optimismo, aseguraron que «la revolución burguesa alemana» sería el «preludio inmediato de una revolución proletaria». Ese pronóstico no se confirmó. La revolución alemana (Märzrevolution) no logró imponerse como revolución proletaria, y por ese motivo tampoco triunfó como revolución democrática burguesa. La derrotada «primavera de los pueblos» inauguró una nueva dinámica de clases en la época de la revolución burguesa. El proceso se dio en el contexto de la peor situación, una suerte de «término medio» histórico. La burguesía de 1848 no se comportó como la de 1789. Los liberales ya no «querían» desarrollar su propia revolución y el proletariado, inmaduro social y políticamente, todavía no podía llevarla hasta el fin.

De cualquier manera, no puede decirse que el Manifiesto ejerciera una influencia práctica en los movimientos revolucionarios de 1848-1849. Fuera de los miembros de la Liga, muy pocos lo conocían. Ni siquiera estuvo a la venta. Tras la derrota, el Manifiesto salió de la escena política completamente anatematizado y, relata Engels, «fue pronto relegado a segundo plano a causa de la reacción que siguió a la derrota de los obreros parisinos en junio de 1848». La Liga de los Comunistas se disolvió en 1852.

La trascendencia del Manifiesto debió esperar un momento distinto de la lucha de clases y nuevos progresos de la organización obrera. El hecho que marca ese punto de inflexión en la realidad europea y en la difusión de las obras de Marx fue la Comuna de París. Es después de la experiencia del «primer gobierno obrero de la historia» que se multiplicaron las ediciones y traducciones de las obras de los padres del socialismo científico, especialmente del Manifiesto.

De acuerdo con datos de Bert Andréas, entre 1872 y la Revolución Rusa de 1917 el texto de 1848 se imprimió en treinta idiomas, incluidas tres ediciones en japonés y una en chino. En lengua rusa se registraron 70 ediciones, 55 en alemán, 34 en inglés, 26 en francés, 11 en italiano, etc. La primera traducción al castellano, hecha por el tipógrafo José Mesa, apareció en 1872.

El paso del tiempo autoriza a cuestionarse si las ideas del Manifiesto mantienen vigencia en el siglo XXI. Comparto la opinión de que los principios generales conservan exactitud. Esto no significa que la realidad haya confirmado cada línea escrita por Marx y Engels. Una lectura así sería dogmática, es decir, antimarxista. Es evidente que muchos detalles están anticuados. Algunas hipótesis y pronósticos no se comprobaron. Trotsky merece atención cuando, entre otras constataciones, sostiene que sus autores tendieron a «la subestimación de las posibilidades futuras latentes en el capitalismo, y por el otro, a la sobrevaloración de la madurez revolucionaria del proletariado» (4). Pero sería injusto no señalar que el Manifiesto alertó que «la aplicación práctica de estos principios dependerá siempre y en todas partes de las circunstancias históricas existentes». Sus propios autores, veinticinco años después, admitieron que existían partes que justificaban una redacción distinta. Ellos no eran videntes. Puesto que la lucha de clases es un proceso vivo y que el objeto de análisis del marxismo, el modo de producción capitalista, está en constante movimiento, no es realista exigir que un texto publicado en 1848 responda en detalle a los problemas que plantea el siglo XXI. El Manifiesto no es un oráculo ni una escritura sagrada. No puede ser encarado siguiendo un criterio talmúdico. El Manifiesto puede no ser suficiente para responder a los desafíos actuales de la clase trabajadora mundial, pero sigue siendo indispensable. Sigue siendo una guía para la acción de quien no solo pretenda interpretar el mundo sino transformarlo.

Notas

(1) Friedrich Engels: Del socialismo utópico al socialismo científico. Buenos Aires, Ágora, 2001, p. 39.

(2) Karl Marx, Friedrich Engels: Manifiesto del Partido Comunista. Disponible en línea: <https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm. Salvo indicación contraria, en adelante todas las referencias al Manifiesto remitirán a esta edición digital.

(3) La Liga de los Justos nació en París en 1836, resultado de una escisión de la Liga de los Proscritos, una sociedad de emigrados alemanes que, según Engels no era sino «una rama alemana de las sociedades secretas francesas, y principalmente de la Société des saisons, dirigida por Blanqui y Barbès, con la que estaba en íntima relación».

(4) León Trotski: A noventa años del Manifiesto Comunista. Disponible en línea: <https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1930s/30-ix-37.htm.

 

Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Domingo, 07 de Marzo de 2021

Páginas 2 y 3

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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