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DIEGO MORENO

  ESCEPTICISMO, SENTIDO COMÚN, Y REFORMA CONSTITUCIONAL (DIEGO MORENO)


ESCEPTICISMO, SENTIDO COMÚN, Y REFORMA CONSTITUCIONAL (DIEGO MORENO)

ESCEPTICISMO, SENTIDO COMÚN, Y REFORMA CONSTITUCIONAL
 
DIEGO MORENO


 

"Igual que peligrosa para la fuerza normativa de la Constitución es la tendencia a la frecuente revisión de la Constitución so pretexto de necesidades políticas aparentemente ineluctables…Si tales modificaciones se acumulan en poco tiempo la consecuencia inevitable será el resquebrajamiento de la confianza en la inviolabilidad de la Constitución y el debilitamiento de su fuerza normativa. Condición básica de la eficacia de la Constitución es que resulte modificada en la menor medida posible". (K. Hesse)

 

 

 

I. INTRODUCCIÓN (1)

 

 

La posibilidad de llevar adelante una reforma constitucional en el Paraguay se debate cada tanto tiempo y en ocasiones parece cobrar fuerza. Independientemente al rigor que puedan presentar estos debates, es comprensible que la idea de una reforma constitucional genere sentimientos de adhesión en una buena parte de la ciudadanía. A fin de cuentas, ¿quién podría animarse a decir que vivimos en el mejor de los mundos posibles? Intuitivamente tendemos a pensar que si mejoramos la Constitución, que es al fin y al cabo la "Ley Fundamental", podríamos encarar mejor los complejos problemas de coordinación que la vida en sociedad plantea.

Sin embargo, creo que existen algunas razones para poner en entredicho esta intuición. Al menos eso es lo que pretendo argumentar en las líneas que siguen. Es decir, me propongo defender la tesis de que una reforma constitucional puede no llegar a tener por sí sola un impacto significativo en nuestras vidas. Existen, sin embargo, otras estrategias que sí resultarían mucho más eficaces en este sentido. Estas últimas estrategias pueden ir acompañadas o no de una reforma constitucional. En este estudio exploraré ambos extremos: el de las estrategias independientes a la reforma, y de la reforma constitucional, sugiriendo algunas propuestas concretas para ambos casos.

Existen tres razones por las cuales considero que un estudio enfocado de esta manera puede resultar útil. En primer lugar, debe tenerse presente que una reforma constitucional supone un costo político, económico y de tiempo bastante considerable. Si combinamos esto con la hipótesis de que una reforma constitucional puede no llegar a tener un impacto significativo en nuestras vidas, entonces tal vez ello nos apunte en otra dirección a la hora de fijar las prioridades de nuestra agenda política. En segundo lugar, la decisión de llevar adelante o no un proceso de reforma constitucional es en última instancia una decisión política, que puede o no llegar a verificarse, lo cual obliga a encarar las estrategias alternativas a la reforma para el caso de que ésta finalmente no se produzca. En tercer término, si finalmente se adopta la decisión de llevar a cabo una reforma, es conveniente formular algunas propuestas que contribuyan a un mejor diseño institucional para nuestro país, aún cuando el impacto del mismo podría llegar a ser muy limitado si no se atienden además otro tipo de necesidades.

Dicho esto, paso ahora a explicar a grandes rasgos la estructura de esta investigación. En primer lugar, paralelamente al concepto de "constitución como texto", intento introducir el concepto de "práctica constitucional", con la finalidad de sugerir que si tomamos en cuenta este aspecto, quizás ello arroje algunas dudas sobre el impacto que una reforma del texto constitucional podría llegar tener. A su vez, esto sugiere como alternativa a una reforma del texto la posibilidad, a mi criterio más prometedora, de reformar la práctica constitucional. A continuación exploro un aspecto específico de nuestra práctica constitucional, a saber, el que hace a la práctica de los operadores jurídicos. Pretendo insinuar que debido a una práctica constitucional deficiente de estos agentes, la Constitución de 1992 sigue siendo en buena medida un proyecto inacabado, lo cual deja pensar que el texto es sólo una parte del problema y que si no se atienden otros aspectos que hacen a la práctica constitucional, el impacto que cabría esperar del texto en la realidad puede llegar a ser muy trivial.

Posteriormente, pretendo utilizar como marco referencial la excelente discusión de uno de nuestros más destacados politólogos, el Prof. J. N. Moríningo, con la finalidad de evidenciar que de la misma se desprendería que el problema de la gobernabilidad que el mismo resalta quizás no pueda o no deba ser combatido a través de una mera reforma constitucional, sino acudiendo además a estrategias alternativas que apuntan a la cultura política. A continuación trazaré una distinción entre constitución efímera/administración duradera, que nos indica que una reforma de la administración puede llegar a ser en este momento prioritaria a una reforma constitucional.

Finalmente, exploraré algunas cuestiones que hacen al diseño institucional, todo ello contemplando la posibilidad de que una reforma constitucional sea finalmente llevada a cabo. En primer lugar discutiré tres problemas constitucionales (el bicameralismo, el problema de las sentencias con efectos inter partes, y el sistema de selección de jueces), insinuando, con razones distintas para cada caso, que los mismos tal vez no requieran una reforma constitucional, aunque si la decisión política de realizar una reforma es adoptada, entonces sí habría razones para modificar algunos de estos aspectos (no todos). En segundo término, emplearé algunas ideas de El Federalista para argumentar que si tomamos en serio las mismas, ello también puede contribuir a generar escepticismo con relación a algunas propuestas concretas de reforma, como la reelección presidencial. Al mismo tiempo, creo que esto último aporta además un poco de sentido común al debate.

 

II: CONSTITUCIÓN Y CULTURA CONSTITUCIONAL

 

1. ¿REFORMA DEL TEXTO O REFORMA DE LA PRAXIS?

 

¿Cuál es el impacto que cabe esperar de una constitución en un determinado contexto socio-político? Antes de intentar responder a esta pregunta, quizás resulte útil hacer un brevísimo repaso de la evolución del concepto de constitución a lo largo de la historia de las ideas políticas. El concepto moderno queda fijado en la época de las revoluciones francesa y americana, en la que el término "constitución" aparece ligado a una determinada manera de estructurar el Estado. Así, el articulo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 dirá: "Toda sociedad que no asegura la garantía de los derechos, ni determina la separación de poderes, no tiene constitución". Paralelamente se comienza a identificar el concepto de constitución con un texto, ya que los principios fundamentales de la vida política se asientan en documentos escritos. Sin embargo, esta forma de concebir la constitución no siempre fue pacífica. Por citar un ejemplo paradigmático, en el siglo XIX Ferdinand Lassalle sostuvo, desde premisas marxistas, que la constitución era un mero pedazo de papel, y que lo que en verdad había que estudiar era la realidad subyacente. Así se establecía una distinción clara entre "constitución escrita" y "constitución real y efectiva". Esta distinción tendrá un enorme impacto a lo largo de la historia del constitucionalismo moderno, en la que desde corrientes teóricas e ideológicas diversas, se ha insistido en la distinción entre el concepto "material" de la constitución real y efectiva, en oposición al concepto "formal" de la constitución como texto. No es menester entrar a profundidad ahora en este debate, que muchas veces no es en realidad un debate sustantivo, sino más bien un debate sobre el método adecuado para abordar, desde un punto de vista jurídico, el fenómeno constitucional. Lo que sugiero es tener presente esta distinción entre texto y realidad, de manera a determinar si la misma puede sernos útil en nuestro análisis sobre la eficacia de las constituciones para modelar la realidad.

En este sentido, es evidente que un texto constitucional no puede por sí solo cambiar la realidad. Sin embargo, la constitución como texto puede contribuir de manera significativa a fundar una práctica, y en consecuencia, a modelar la realidad social. Ahora bien, el tipo de práctica a que el texto puede dar lugar resulta condicionado por un cúmulo de factores socioculturales que no dependen enteramente del texto. A título de ejemplo, piénsese en el caso argentino, en el que la adopción del modelo constitucional norteamericano dio sin embargo origen a una práctica bastante distinta a la que se verificó en el contexto norteamericano. Por lo demás, como lo han demostrado algunos iusfilósofos, el texto no constriñe de manera absoluta el razonamiento práctico, y no hay razones para suponer que la fuerza normativa de una constitución esté vinculada solamente a un texto (Nino). Todo esto demuestra la importancia de concebir a la constitución como una práctica social, en la que interviene no sólo el texto sino un conjunto de convenciones, actitudes y disposiciones motivacionales hacia el texto que contribuyen al desarrollo de la práctica constitucional, la cual termina desbordando el texto, por así decirlo (2). Al concebir la constitución no sólo como un texto sino como una "práctica", esto nos proporciona un aparato conceptual más adecuado para abordar la realidad constitucional de un medio determinado.

Este punto de vista que pone énfasis en la praxis hace surgir la pregunta acerca de cómo describir y evaluar, no ya el texto, sino la práctica constitucional a que el documento de 1992 ha dado lugar en el Paraguay. El problema es muy complejo y no pretendo agotarlo. A efectos de su análisis, la cuestión podría dividirse en tres partes: a) la práctica desde el punto de vista de los políticos y de los funcionarios públicos; b) la práctica desde el punto de vista de los ciudadanos; y c) la práctica desde el punto de vista de los abogados que operan con la constitución como texto jurídico. A los tres grupos resultaría aplicable el siguiente juicio: en la medida en que los ciudadanos, políticos y abogados no asuman los valores de la práctica constitucional, y no intenten hacer de dicha práctica lo mejor que ésta pudiera llegar a ser desde una determinada interpretación de la práctica, entonces es difícil pensar que la práctica constitucional paraguaya pueda tener buenos augurios para el futuro. Por ponerlo en términos rawlsianos, si no logramos construir en base a dicha práctica una "sociedad bien ordenada", poco es lo que un texto podrá aportar para solucionar los problemas de coordinación de la vida social.

El problema que percibo con relación a la coyuntura paraguaya es que (a) los políticos y funcionarios públicos no han internalizado adecuadamente los valores a los que según el texto debería responder la práctica constitucional, con lo cual el texto pierde fuerza para modelar eficazmente la realidad social. En cuanto a (b) los ciudadanos, el problema de la desigualdad, la pobreza y la exclusión, es decir, los problemas estructurales que aquejan a la sociedad paraguaya son tan dramáticos que es difícil suponer que pueda construirse en este estado de cosas una sociedad bien ordenada, con lo cual puede que nos adentremos en un círculo vicioso (la Constitución no se materializa en una buena práctica ciudadana debido a los problemas sociales y estos últimos no pueden corregirse porque la Constitución no es un instrumento apto). Y finalmente, (c) los abogados y jueces que operan con la constitución como texto no han sabido o no han querido aprovechar todas las enormes potencialidades que encierra el texto de la Constitución de 1992, por lo cual éstos no han sido plasmados en una práctica constitucional robusta y floreciente (este tema se analizará más detenidamente en el epígrafe siguiente). Todo esto sugiere que el problema más bien parece radicar en un cúmulo de factores ajenos al texto. Si aceptamos la validez de estas proposiciones, deberíamos ser bastante cautos al considerar la posibilidad de que un texto pueda por sí solo influir en la realidad de manera relevante (3).

A mi modo de ver, aquí radica el meollo del problema que aqueja a la coyuntura sociopolítica paraguaya, y por eso he presentado el argumento escéptico sobre la eficacia que una reforma del texto constitucional podría llegar a tener sobre la realidad. Si reformamos la Constitución, pero no reformamos nuestras prácticas constitucionales, intuyo que es poco lo que habría de ganarse. Si por vía de la reforma constitucional mejoramos, por ejemplo, los mecanismos de control de la corrupción, pero no desterramos el hábito de la corrupción; si eliminamos el Senado, pero la Cámara de Diputados continúa dominada por la pobreza del debate, la cultura de la confrontación facciosa y la pérdida de tiempo en cuestiones inútiles como la elección anual de autoridades; si mejoramos el sistema de reparto territorial del poder, pero sin fomentar una cultura del autogobierno comunal; si suprimimos la vice-presidencia de la república, pero nuestros políticos siguen dedicando la mayor parte de su tiempo a discutir el reparto de cargos; si se mejoran las condiciones para la participación ciudadana en los asuntos públicos, pero no se toman los recaudos para combatir la apatía, o para lograr que dicha participación resulte significativa (educación); si mejoramos los mecanismos de elección de representantes, pero nuestra democracia continúa siendo en general una "democracia kachiãi" [tomo la expresión de Helio Vera], traducida en un sinfín de campañas electorales bastante mediocres pero enormemente onerosas; si otorgamos al ejecutivo un mayor control sobre el presupuesto general gastos de la nación, pero en general, continuamos administrando irracionalmente y con fines prebendarios la cosa pública; si permitimos la reelección presidencial con la supuesta finalidad de facilitar la implementación de un plan de gobierno, pero a la postre esto sólo sirve para alimentar la cultura del caudillismo, etc., en fin, si a pesar de todas estas modificaciones en el texto, nuestras prácticas constitucionales no mejoran cualitativamente, muy poco es el impacto real que cabría esperar de estas modificaciones.

Por el contrario, es mucho lo que podría ganarse si consagramos nuestras energías -por medio de estrategias concretas como la educación en valores cívicos a distintos niveles-, a fomentar una praxis constitucional orientada en el texto y que sea capaz de hacer florecer una cultura política adecuada al constitucionalismo. Es decir, si logramos que nuestra práctica constitucional refleje una actitud de respeto hacia los derechos y libertades públicas; de solidaridad hacia el otro (Estado social); de acatamiento a unas reglas de juego comunes donde los que no respetan estas reglas no puedan salirse con la suya (Estado de derecho); de concebir la democracia como forma dignificada de autogobierno en la que la acción política debe apuntar más allá del interés faccioso; de concebir al proceso político como un medio para definir y justificar públicamente, de conformidad a los valores y principios de una constitución abierta, un proyecto de vida en común para ciudadanos libres e iguales que conviven en condiciones de pluralismo razonable; etc., es evidente que estaremos en mejores condiciones para llevar adelante nuestros proyectos más apremiantes, aún sujetándonos a los constreñimientos del texto. Recordemos que estamos trabajando bajo la asunción de que el texto no tiene un poder de constreñimiento absoluto. Si aceptamos la plausibilidad de esta hipótesis, deberíamos ser cautos y no permitir que la obsesión por el texto nos impida concentrarnos en lo importante. A final de cuentas, Inglaterra no posee una constitución escrita, como suele decirse (aunque no con total exactitud), y son pocos los que dudarían que la práctica constitucional inglesa goza de una excelente reputación.

Veamos ahora una hipotética objeción: "La reforma de la práctica constitucional sería utópica, y lo cierto es que no vivimos en una sociedad de ángeles. Ojalá podamos cambiar, por ejemplo, a los políticos (y a nosotros mismos), pero esto es algo difícil de alcanzar. Además, la apuesta por la educación es algo que sólo a largo plazo puede rendir frutos, y supone costos y esfuerzos considerables. De modo que quizás convenga concentrarnos en la reforma del texto, que es algo más fácil y que puede ser llevado a cabo en un plazo relativamente breve". La objeción no deja de encerrar su parte de verdad. La estrategia de cambiar nuestros hábitos y actitudes puede resultar muy difícil, y es probable que los resultados no sean percibidos por nuestra generación (lo cual por cierto resulta bastante desalentador). Sin embargo, también pecaríamos de idealistas si pensáramos que con cambiar el texto mejoraríamos nuestras prácticas constitucionales. Como dice J. N. Morínigo en un esclarecedor pasaje de su obra citada, "los cambios institucionales normativos operan en el marco de una cultura política y de liderazgos que le dan contenido a los esquemas normativos con los cuales se mimetizan para seguir, sin embargo, con las mismas prácticas". De modo que la objeción traída a colación termina volviéndose sobre sí misma.

 

 

2. CULTURA JURÍDICA Y EFICACIA DE LA CONSTITUCIÓN: EL CASO DE LOS DERECHOS SOCIOECONÓMICOS

 

 

Hasta ahora he intentado ensayar una defensa de la tesis de la importancia de concebir a la constitución como práctica social a la hora de evaluar la realidad constitucional, insinuando que es en el ámbito de la praxis donde deberían concentrarse los escasos recursos, energías y plazos de que disponemos. En este epígrafe me propongo defender la tesis adicional de que el texto hasta ahora no ha modelado lo suficiente nuestras vidas, precisamente a causa de una práctica constitucional que ha sido deficiente. Me refiero específicamente a la parte dogmática de la Constitución, que en muchos aspectos no pasa de ser, como diría Lassalle, una mera hoja de papel. En efecto, ¿quién podría sostener que el derecho a la educación integral y permanente es satisfecho de manera aceptable; o que los indígenas gozan plenamente de sus derechos; o que ya se han removido todos los obstáculos para suprimir las desigualdades sociales; o de que habitamos un ambiente saludable y ecológicamente equilibrado; o que tenemos asegurado el derecho a recibir asistencia pública para prevenir o tratar enfermedades; o que se ha asegurado el derecho a la vivienda a todos los habitantes de la República, etc.? En este sentido, nuestra Constitución sigue siendo "nominal", según la tipología de Loewenstein, al menos en lo que hace a varias de las disposiciones de carácter social y económico de la parte dogmática, es decir, precisamente donde radican las necesidades más apremiantes de la población. Si se quiere, podemos decir que la Constitución sigue siendo en parte un traje muy holgado que aguarda en el armario a la espera de que el cuerpo nacional haya crecido (Loewenstein). Como dije antes, todo esto demuestra que el impacto de un texto resulta fuertemente condicionado por el tipo de práctica a que el mismo puede dar origen, lo cual nuevamente nos mueve a considerar la importancia enorme de este aspecto que muchas veces es soslayado cuando se encara el problema de la reforma del texto constitucional.

Más allá de los condicionamientos materiales propios de nuestro medio, el hecho de que los derechos socioeconómicos no se hayan materializado en la práctica puede deberse fundamentalmente a la acción u omisión de dos grupos de actores distintos. En primer lugar, al legislador y al ejecutivo, a quienes compete el desarrollo de una política legislativa adecuada en materia de derechos socioeconómicos. No me ocuparé en este estudio de este primer grupo de actores. Más bien me ocuparé de un segundo grupo, el de los operadores del derecho (abogados, jueces y juristas) que operan con la Constitución como texto jurídico, a fin de determinar de qué manera la acción de estos actores contribuye a hacer de la Constitución un texto eficaz. Como veremos, el problema radica en que la práctica de los operadores jurídicos ha sido deficiente a la hora de desarrollar técnicas que permitan dar vida a algunos derechos, especialmente los de carácter socioeconómico. Antes de adentrarnos en el problema conviene, sin embargo, formular algunas precisiones que hacen a este tipo de derechos.

El constituyente paraguayo ha corrido un riesgo muy grande al diseñar la parte dogmática de la constitución, sobrecargándola de disposiciones tales como las que consagran derechos de carácter social y económico, y aún de las que se ocupan de los intereses difusos. Si tradicionalmente nuestras constituciones carecieron de eficacia por razones de orden político, ahora se añade el problema de la practicabilidad, por dificultades técnico-jurídicas, de muchas de sus disposiciones. En Alemania, al adoptarse la Ley Fundamental de Bonn en 1949, los constituyentes decidieron no incluir derechos de este tipo. Se tomó en cuenta las experiencias de la Constitución de Weimar, que sí contenía un catálogo de derechos sociales pero que resultaba en la práctica vaciado de contenido jurídico, lo cual repercutía negativamente en la percepción pública de la constitución. Otras constituciones del mundo tampoco incluyen derechos sociales. No voy a juzgar aquí la conveniencia o no de constitucionalizar este tipo de derechos. Hay argumentos a favor y en contra, muchas veces condicionados por factores ideológicos. Entre los argumentos en contra, Konrad Hesse sostiene que una sobrecarga de derechos y de disposiciones amplias e indeterminadas puede terminar por tensar en exceso la capacidad de la constitución, poniéndose en riesgo su aptitud para servir a los valores que subyacen al constitucionalismo. Se suele apelar también al argumento economicista de que a mayor cantidad de derechos, menor valor les corresponderá a cada uno de ellos (inflación=devaluación). Otro argumento asegura que los tribunales son menos competentes para lidiar con la satisfacción de los derechos prestacionales, no sólo por razones de orden técnico-jurídico, sino por razones de una correcta distribución de competencias entre los diversos órganos del Estado. En este sentido, el parlamento estaría en una mejor posición para diseñar políticas con relación a estos derechos, dada su mayor legitimidad democrática, y además, en razón de que el legislador puede sopesar mejor que el juez ciertos factores como la realidad macroeconómica, la disponibilidad de recursos, etc., teniendo además la posibilidad de corregir el rumbo según las circunstancias. A favor de la constitucionalización de estos derechos se suele señalar que sin la satisfacción adecuada de éstos, el ejercicio de todos los demás derechos carece de sentido.

Independientemente a este debate en abstracto, lo cierto es que nuestra Constitución ha incorporado una extensa tabla de derechos, muchos de ellos de carácter prestacional y que plantean, desde el punto de vista técnico-jurídico, serios desafíos para la dogmática jurídica. Existen varios países latinoamericanos que han lidiado con esta misma experiencia. Los casos de Colombia y de Costa Rica podrían resultar muy provechosos. Ante esta realidad, la idea que pretendo defender es la siguiente: si los derechos están en la Constitución, deben tener fuerza normativa. Aunque parezca una proposición obvia, esto es algo que no siempre se desprende directamente de la constitución. Esta actitud depende en buena medida de la cultura jurídica. En España, tras la entrada en vigor de la Constitución de 1978, algunos fallos iniciales sentenciaron que había normas en la Constitución que eran meramente programáticas, y que por tanto, carecían de toda virtualidad jurídica hasta que fueran debidamente reglamentadas. Dado que esto implicaba dejar una buena parte de la Constitución en manos de la autoridad constituida, muy pronto fue creándose entre los juristas y magistrados españoles la conciencia de la importancia de concebir a la constitución como un documento jurídico en el que todas y cada una de sus disposiciones fueran consideradas como normas jurídicamente vinculantes. Ésta es la tesis que finalmente se impuso. En muchos de los principales referentes del derecho constitucional europeo, hoy día se ha prácticamente abandonado la doctrina según la cual si las normas programáticas no son desarrolladas por el legislador o la administración, entonces no son vinculantes hacia todos los poderes del Estado y carecen de consecuencias jurídicas (4). Esto ha sido posible en gran parte mediante la labor de la cultura jurídica. Es verdad que existen derechos que no pueden ser satisfechos sin la intermediación del legislador, y algunos quizás también del ejecutivo. Pero todos los derechos tienen una cierta fuerza jurídica obligatoria, que siempre encuentra el modo de desplegar su eficacia, aunque sea por vía interpretativa e indirecta, y aún ante la ausencia de reglamentación. Por ejemplo, las cláusulas más abstractas de la constitución, como la del Estado Social, pueden emplearse para determinar en un sentido concreto el resultado de una interpretación que era inicialmente dudosa. Además, hay formas de dotar de contenido jurídico a determinados derechos de manera a no hacerlos completamente retóricos. Por ejemplo, la dogmática de algunos países se ha encargado de señalar que el derecho a la vivienda, por poner un caso, no supone la concesión de una vivienda a quien carezca de ella e interponga un amparo. Pero si el Estado no ha logrado instituir un programa nacional adecuado de la vivienda, allí sí podría producirse alguna consecuencia jurídica importante, como la obligación de revisar el presupuesto general.

Todos estos son problemas enormemente complejos de dogmática jurídica. Deben ser estudiados con mucho detenimiento a fin de evitar caer en la formulación de propuestas ligeras que propicien un activismo judicial de dudosa legitimidad democrática o que generen serias disfunciones en el sistema político en su conjunto. En efecto, considero que el desarrollo de estos derechos debe ser objeto de una política en materia de derechos socioeconómicos ejecutada primordialmente a través de los demás poderes del Estado (legislativo y ejecutivo). Sin embargo, tampoco debemos caer en el extremo opuesto de pensar que todas estas disposiciones tienen un carácter meramente retórico ante la ausencia de una política adecuada implementada desde los demás poderes. En este sentido, considero que la doctrina constitucional paraguaya, y la jurisprudencia de la Corte Suprema, han hecho muy poco hasta ahora para dotar de eficacia normativa a esta parte de la Constitución. En otro lugar he argumentado que esto tiene en parte que ver con un defecto en el diseño de la jurisdicción constitucional paraguaya (defecto cuya reparación no necesariamente exige una reforma constitucional, sino meramente legal). Pero lo que más bien deseo resaltar aquí es que se ha hecho muy poco, desde las universidades y desde el Estado, para incentivar la investigación científica de manera a posibilitar la construcción de una auténtica doctrina constitucional que pudiera dotar de contenido a estos derechos a fin de hacerlos operativos, sirviendo además de guía y parámetro de crítica a los fallos en procesos constitucionales.

Todo esto no es sino un síntoma de un problema más profundo que aqueja al derecho constitucional paraguayo, es decir, al conjunto de doctrinas jurídicas que deberían servir para dar sustento y operatividad a la Constitución. Con algunas notables excepciones, y debido a la falta de un apoyo adecuado, la doctrina constitucional paraguaya actual se construye sobre la base de un amasijo de libros y artículos bastante heterodoxos, sin que exista una auténtica comunidad académica capaz de someter a escrutinio mutuo esta doctrina y de alcanzar acuerdos razonables en torno a cómo debe interpretarse la Constitución y hacer frente a los múltiples problemas de aplicación que la misma plantea. En cuanto a la jurisprudencia de la Sala Constitucional y de la Corte Suprema, las bases de datos actualmente disponibles son aún muy insuficientes como para determinar si existe o no un cuerpo jurisprudencial coherente y unificado que especifique el modo en que habrá de aplicarse la Constitución en circunstancias específicas, a la vez de posibilitar que se someta a control y a crítica la actuación de los Ministros de la Corte Suprema (5). En los Estados Unidos, por ejemplo, existen bases de datos, como las de Westlaw y Lexis, que en pocas horas se encargan de cargar los fallos que se van dictando en la Web, con el indicativo, además, del status actual de dichos precedentes (es decir, si son firmes, dudosos, o si ya están desechados). Las precarias bases de datos con que actualmente contamos están muy lejos de esto. Ante la ausencia de una doctrina y de una jurisprudencia de calidad que puedan servir de orientación, no es de extrañar que en algunos fallos se constaten los razonamientos jurídicos más sorprendentes, en virtud de los cuales se extrae cualquier tipo de consecuencias jurídicas de cualquier precepto de la Constitución. Esto no hace sino generar una situación en la que pulula la inseguridad jurídica y se pone en entredicho la capacidad del texto de volverse plenamente operativo. En síntesis, considero que no hemos logrado construir un derecho constitucional sólido en el que afianzar nuestras prácticas constitucionales.

¿Cuál ha sido el resultado de todo esto? A mi criterio, la práctica no ha hecho de la parte dogmática de la Constitución una realidad viviente. La Constitución es, en este aspecto, una hoja de papel, al menos en buena medida. A diferencia de lo que ocurrió con la reforma penal en la que su intervención fue decisiva, la comunidad jurídica no ha contribuido casi nada en la construcción de un estado social mínimamente satisfactorio, y más allá de los derechos de libertad y de participación política, no se han logrado satisfacer muchos derechos prestacionales importantes. Éste es, en buena medida, un problema de cultura jurídica constitucional, no sólo de texto, y lo he traído a colación solamente a efectos de ejemplificar la importancia de estos conceptos a la hora de evaluar la realidad constitucional. Más arriba dije que la Constitución de Alemania no incluye un catálogo de derechos socioeconómicos. Al margen de todas sus dificultades, ¿quién podría, sin embargo, negar el importante desarrollo del Estado social alemán, quizás uno de los más paradigmáticos del mundo? Esto, nuevamente, refuerza la tesis de la importancia de concebir a la constitución como una práctica social.

En conclusión, considero que la labor de una doctrina jurídica que contribuya a dotar de sentido a las distintas disposiciones de la Constitución puede resultar determinante para evitar su vaciamiento y contribuir a que la misma adquiera vida, al posibilitar un entendimiento más cabal de las posibilidades de realización que significa el orden abierto que la Constitución pone a disposición de los ciudadanos. A su vez, una comprensión más acabada de la Carta Magna podría redundar en favor de la conformación de un conjunto de hábitos y actitudes por parte de los operadores jurídicos y de la ciudadanía en general al servicio de los valores asociados al constitucionalismo. Este conjunto de hábitos y actitudes en torno a la praxis jurídica podría resultar mucho más fructífero para alcanzar ciertos objetivos que la mágica receta de una reforma constitucional. Y ello es así por la sencilla razón de que una constitución sin un derecho constitucional que le sirva de soporte tendrá un valor muy limitado. De modo que es mucho lo que podría ganarse si se diera un respaldo más sólido a la capacitación de los operadores jurídicos; o bien, a la creación o fortalecimiento de centros de investigación que contribuyan a la consolidación de una auténtica doctrina constitucional paraguaya capaz de sostener y dar sentido, coherencia y racionalidad a nuestras prácticas constitucionales. Sólo así podrá lograrse que el texto resulte en la práctica plenamente operativo.

 

III. GOBERNABILIDAD Y REFORMA DE LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA

 

En lo que sigue consideraré dos problemas que aquejan a nuestro sistema político, relacionándolos con el tema de la reforma constitucional. En primer lugar, abordaré el problema de la falta de condiciones adecuadas de gobernabilidad, intentado mostrar que el mismo no deriva necesariamente de la Constitución, lo cual sugiere dos cosas: a) que la necesidad de realizar una reforma constitucional para paliar este problema quizás no sea demasiado concluyente; y b) que es poco probable que en caso de llevarse adelante una reforma constitucional, la misma pueda por sí sola corregir el problema de la gobernabilidad. En segundo lugar, discutiré el problema de la administración pública, cuya necesidad de reforma sí me parece bastante perentoria, insinuando que la misma quizás tenga un impacto mucho más profundo y significativo que una reforma constitucional. Esto sugiere que quizás la agenda pública debería colocar a la reforma del Estado en un orden de prioridad superior a aquella.

 

1. EL ANÁLISIS DEL PROF. MORÍNIGO SOBRE EL PROBLEMA DE LA GOBERNABILIDAD

 

En este apartado pretendo basarme en un trabajo reciente del politólogo Prof. J. N. Morínigo, titulado "Reformas políticas para la gobernabilidad democrática". Se trata de uno de los estudios más serios que se han hecho sobre un tema que es sin duda el argumento más fuerte a favor de la reforma constitucional, a saber, el problema de la gobernabilidad, es decir, el problema de cómo asegurar un gobierno eficiente capaz de dar respuesta a las demandas sociales. El diagnóstico de Morínigo de la situación política paraguaya contiene elementos que apuntan hacia la cultura política (electoralismo mediocre, déficit de cuadros partidarios, cultura del enfrentamiento faccioso) y elementos que resaltan ciertos defectos en torno al diseño institucional.

De una atenta lectura al estudio del Prof. Morínigo se desprende, sin embargo, tres cosas: a) que muchas de sus propuestas para mejorar la gobernabilidad no requieren una reforma constitucional, como el mismo autor lo deja claro (como por ejemplo, la participación ciudadana; la mejora del sistema legal de la administración pública; y la reforma del aparato estatal); b) que existen estrategias alternativas para mejorar la gobernabilidad (la educación cívica, el mejoramiento de los cuadros partidarios y de la cultura de los partidos, etc., o incluso algunas estrategias que pueden implementarse a través de meras reformas legales); y c) que aún las propuestas que sí parecen requerir una reforma constitucional arrojan algunos elementos que sirven para robustecer la postura escéptica.

Veamos el punto c) con mayor detenimiento. A mi criterio, el aspecto que con mayor peso ameritaría una reforma constitucional según el análisis en cuestión es el planteamiento general sobre la relación entre el poder legislativo y el poder ejecutivo (es decir, el modelo del "presidencialismo atenuado"), junto con el problema de la representación y de los partidos. Las propuestas del autor para corregir este problema son, como queda dicho, de orden cultural (por ejemplo, educación cívica), y de orden institucional.

Veamos el aspecto institucional, que es el que aquí nos interesa por su eventual vinculación con la necesidad de una reforma constitucional. Según el Prof. Morínigo, "[e]l Congreso centraliza la mayor parte de las atribuciones que permiten el mantenimiento de una 'gobernabilidad' en el país". Sin embargo, dada la crisis y fragmentación del sistema de partidos, no se consigue mayorías de gobierno, lo cual genera ingobernabilidad. A raíz de esto se sugiere "replantear los poderes y atribuciones del Congreso y también prever mecanismos institucionales que permitan una mayor operatividad del mismo y ayuden a formar mayorías estables de gobierno".

Éste es sin duda un argumento muy poderoso a favor de la reforma constitucional: debido al desplazamiento de poder a favor del parlamento y en detrimento del ejecutivo, sumado a la fragmentación de los partidos que termina por incidir en esta ecuación y que resulta condicionada por el modelo electoral del voto directo previsto en la Constitución, no hay condiciones favorables de gobernabilidad. De allí se derivaría la necesidad de encarar una reforma constitucional, a fin de corregir la situación. Planteado en estos términos, es indudable que la necesidad de la reforma quedaría justificada, siempre que la misma no resulte disociada de las demás medidas de orden cultural que el mismo autor sugiere. Sin embargo, me quedan los siguientes interrogantes.

Como hemos visto, parte del análisis de Morínigo tiene que ver con la cultura de los partidos políticos. Esta cultura resulta alimentada, según su análisis, por un sistema electoral determinado que se deriva de la Constitución. Queda por ver si este factor es independiente al problema de la gobernabilidad que surge del desplazamiento de poder desde el Ejecutivo al Legislativo. Queda por ver además si muchos de estos problemas podrían ser encarados mediante una reforma de la Ley Electoral, que no implique una modificación de la Constitución. Supongamos que tal fuera el caso, es decir, que muchos defectos pudieran corregirse mediante una modificación de la Ley Electoral. Supongamos también que se logre mejorar la cultura política que preside la vida de los partidos (algo que desde luego es quijotesco, como ya he dicho). En este caso, ¿sería necesaria aún una reforma constitucional para encarar el problema del desplazamiento de poder del ejecutivo al legislativo? Entiendo que, según el análisis precedente, hay razones para responder afirmativamente a esta pregunta. De todos modos, hasta ahora la práctica no nos ha permitido corroborar esta hipótesis.

La segunda duda es la siguiente. Supongamos que se encara una reforma constitucional con la finalidad de mejorar las condiciones de gobernabilidad, corrigiendo, por un lado, la distribución de poder entre el legislativo y el ejecutivo, replanteando las competencias respectivas de ambos, etc., y por el otro, sentando las bases para un nuevo sistema electoral más adecuado. La duda que me queda entonces es la misma de siempre, a saber, si no terminarán acomodándose en este nuevo diseño los mismos vicios de siempre, como bien lo deja entrever Morínigo. Como vemos, el problema nuevamente se reconduce al problema del poder de constreñimiento del texto de cara a las prácticas subyacentes.

 

2. LAS CONSTITUCIONES PASAN, LA ADMINISTRACIÓN QUEDA

 

Fue en el derecho público francés donde comenzó a advertirse, tras la reforma de la administración pública llevada a cabo por Napoleón, que las constituciones pasan, pero la administración permanece, configurando de manera preponderante el perfil del Estado. Como lo hiciera notar el siempre perspicaz Tocqueville, "desde 1789, la constitución administrativa va permaneciendo siempre en pie en medio de las ruinas de las constituciones políticas". Más allá de los cambios que iban operando en las constituciones políticas, se notó que uno de los elementos que condicionaba de manera relevante la identidad del Estado era la administración: "la Administración es para el Estado un espejo que no miente", por lo que "el Estado no puede comprenderse de espaldas a la Administración, pues ésta es la que da contenido a aquél" (A. Nieto). Es decir, más allá de todas las modificaciones constitucionales que se sucedieron en aquel convulsionado período de la historia, lo cierto es que éstas contrastaban con la continuidad sin alteraciones del aparato administrativo.

Independientemente al contexto específico en el que éste debate se haya producido históricamente, y aún concediendo que el perfil de la administración también resulta condicionado por la constitución, lo cierto es que la idea me parece poderosamente sugestiva al hilo de nuestra argumentación y que nuevamente nos hace dudar del impacto que una reforma constitucional pudiera llegar a tener en nuestras vidas. Si cambiamos la Constitución pero la administración pública y los distintos entes estatales, las empresas públicas, los ministerios, las distintas reparticiones, etc., permanecen con la misma estructura, y en general, con las mismas prácticas que caracterizan a la administración, dudo que se produzca algún cambio significativo. Este factor es tan poderoso que debería movernos a reflexionar. Una reforma de la administración pública bien hecha quizás pueda resultar mucho más significativa que una reforma constitucional. Recordemos que la reforma constitucional es un proceso en que el que se consumen muchas energías, tiempo y recursos, que son escasos y que en política deben ser empleados adecuadamente. ¿Por qué no emplearlos en la reforma de la administración pública? Esta estrategia resultaría mucho más eficaz, porque atacaría el problema real, que es el problema subyacente, el cual, lastimosamente, no siempre salta a la vista. La Constitución, engañosamente, muchas veces acapara todas las miradas sobre sí, con lo cual contribuye a ocultar realidades más importantes.

En el análisis de Morínigo ya citado hay pasajes claves que guardan relación con el tema: "La transformación de la práctica del cuadro administrativo es la primera tarea que debe realizar para construir un Estado racional que debe tener como principal objetivo la lucha contra la pobreza social". "Mientras no se alteren las reglas sobre las que funciona el cuadro administrativo del Estado, las leyes pueden variar y las prácticas serán las mismas. Este es un aspecto fundamental que debe incluir una reforma del Estado. La reorganización tiene que tener como objetivo producir la transformación del sistema de Estado prebendario". "Hay que reorganizar la ingeniería organizativa del poder administrador, evitando las duplicaciones innecesarias de las instituciones y otorgar a cada entidad pública un objetivo específico". Finalmente, como último botón de muestra, el autor citado alude a la inadecuación del cuadro administrativo que forman los partidos para el funcionamiento del aparato estatal. A la hora de la verdad, los cargos se reparten como recompensa entre amigos y operadores políticos, sin importar, en absoluto, la formación, y lo que es más grave, si el operador designado tiene o no alguna idea del tipo de tareas que se supone deberá desempeñar desde el cargo al que accede.

Como he dicho antes, esta brevísima exploración sugiere que quizás la reforma de la administración pública deba ser prioritaria con relación a la reforma constitucional. A diferencia de esta última, cuyo impacto como hemos visto puede no ser demasiado significativo, es mucho lo que puede ganarse reformando un Estado anticuado, ineficiente, y prebendario, sin dejar de fomentar al mismo tiempo la formación de un cuadro funcionarios públicos competentes y con vocación de servicio honesto.

 

IV. ALGUNAS PROPUESTAS (POR SI ACASO)

 

Como ya había anticipado, en este apartado realizaré algunas sugerencias con relación al diseño institucional adecuado para nuestro país, para el supuesto de que finalmente la decisión de llevar adelante la reforma sea adoptada. No obstante, al discutir los problemas de diseño institucional no debe perderse de vista el alcance limitado que los mismos podrían llegar a tener si no se mejora al mismo tiempo el problema de la práctica constitucional. En efecto, si sólo procedemos a una reforma del texto, los problemas de coordinación de la vida social continuarán esperando las respuestas que una mera reforma del texto no está en condiciones de aportar.

 

1. DISCUSIÓN DE ALGUNAS PROPUESTAS CONCRETAS DE REFORMA

 

El debate sobre las instituciones concretas de la Constitución que habrán de reformarse en caso de prosperar una moción en este sentido es demasiado amplio como para ser agotado en este estudio. A continuación me propongo discutir sólo tres problemas -por cierto bastante importantes- acerca de los cuales varios autores han llamado la atención: a) el bicameralismo; b) los efectos de las sentencias constitucionales; y c) el sistema de selección de jueces. Como veremos, el análisis que efectuaré muestra que sólo en los casos b) y c) parecen haber argumentos de peso para realizar la reforma. En cuanto a b), el mismo puede ser paliado mediante la labor de la doctrina y de una jurisprudencia seria. El tercero está tan conectado a los rasgos de la cultura política del sistema en general que no parece que ninguna reforma institucional pueda por sí misma solucionarlo. De todos modos, intento realizar algunas contribuciones para el caso de que se decida modificar el actual diseño institucional.

El análisis que efectuaré no debe hacernos perder de vista que existen además otros aspectos puntuales muy importantes y que también exigen atención. Por ejemplo, el problema del actual modelo de descentralización, que parece ser poco adecuado; o el de los votos de los ciudadanos residentes en el extranjero, etc. Todo ello requería, no obstante, un estudio a parte.

a) La supresión del bicameralismo

No pretendo detenerme demasiado en este punto. Mi intención se limita a llamar someramente la atención sobre algunas cuestiones que creo deberían considerarse a la par que el problema de lograr un parlamento más expeditivo y eficaz. Algunos políticos suelen decir que el Senado adquiere su pleno sentido en un sistema federal y en un país extenso y populoso, lo cual no es del todo exacto (Véase G. Sartori). De todos modos, lo que deseo destacar es más bien que, dadas ciertas condiciones, un sistema bicameral puede llegar a desempeñar algunas funciones valiosas. Por ejemplo, como mecanismo que actúa para frenar las pasiones, forzar a una reflexión más profunda antes de proceder a una toma de decisión, y en fin, evitar la toma de decisiones apresuradas, fomentando así una deliberación pública de calidad. Quizás un ejemplo de esto sea el de la Ley No. 1682 "Que reglamenta la información de carácter privado". Si mal no recuerdo, el proyecto inicial fue presentado en la Cámara baja, según se dijo en su momento por algunos diputados que se habían sentido aludidos por su inclusión como morosos en algunos registros privados. El proyecto inicial, presentado en estas condiciones tan poco propicias para la reflexión serena y desinteresada, fue notoriamente mejorado tras su tratamiento por la Cámara alta.

En este sentido, resulta bien conocida la anécdota la siguiente. Cuando Jefferson preguntó a Washington por qué habían decidido instituir un Senado, éste a su vez le preguntó: "¿Por qué se vierte el café en la cafetera?" A lo cual Jefferson respondió: "Para enfriarlo". "Pues nosotros", replicó Washington, "vertimos la legislación en la cafetera senatorial para enfriarla". Por otro lado, el alegato de Madison sobre el Senado como mecanismo de protección del pueblo contra sus gobernantes también es digno de ser atendido. En este sentido, una estrategia de división ("divide y vencerás") a veces puede ser sensata para evitar el despotismo legislativo (6).

Es obvio que aquí debería procederse al balanceo con las exigencias de la gobernabilidad, la eficiencia, y la expeditividad, de esto no hay duda. Además, así como funciona nuestro sistema político actualmente, está claro que estas funciones valiosas no siempre se cumplen. Sin embargo, por lo menos considero importante que estas cuestiones sean aireadas en el debate antes de proceder a la supresión del bicameralismo, teniendo presente que, en circunstancias adecuadas y tomando en cuenta además otros rasgos del sistema bicameral (composición asimétrica, etc.), una cámara alta podría contribuir a robustecer una genuina democracia deliberativa, además de reducir ciertos riesgos que pueden amenazar a una democracia. Menos controvertida me parece la propuesta de reducir el número de escaños en el Congreso (sobre todo si el argumento es el de reducir costos).

b) Los efectos de las sentencias estimativas de inconstitucionalidad

Algunos autores también han demostrado una cierta inquietud con relación al problema de los efectos de las sentencias de inconstitucionalidad, inquietud que me parece completamente legítima. En efecto, en otro lugar he sostenido la tesis de que la opción por el efecto inter partes se basó en el desconocimiento por parte del constituyente de dos cosas: a) que esta modalidad, importada de un sistema del common law, no cuajaba bien con un sistema de derecho civil, como ya lo dejó en evidencia la construcción de Kelsen de un modelo de justicia constitucional para los sistemas de derecho civil en Europa-continental; y b) que el efecto erga omnes de las sentencias estimativas no otorgaba más poder a los jueces como pensó el constituyente. Prueba de lo último es que el problema de la "objeción contramayoritaria" al control jurisdiccional de la ley ha sido más gravitante en el derecho constitucional norteamericano (donde rige el efecto inter partes) que en el europeo (donde rige el efecto erga omnes).

¿Qué hacer si finalmente no se produce la reforma? A mi criterio, el funcionamiento del sistema podría ser respaldado mediante la labor de una doctrina jurídica adecuada, complementada además por una jurisprudencia seria y coherente. Si bien en general la modalidad no encaja bien y puede a veces conducir a resultados absurdos, no es menos cierto que existen varias técnicas jurídicas para mitigar algunos de los resultados a los que en ocasiones podría conducir. Estas técnicas son bien conocidas en otros países latinoamericanos que han seguido el modelo norteamericano. También en el propio modelo americano pueden hallarse muestras: por ejemplo, las acciones de clase ("class actions"). De modo que creo se podría profundizar el conocimiento de estas técnicas en nuestro derecho, a fin de determinar la efectividad que las mismas podrían llegar a tener en distintos supuestos. Si logramos construir una doctrina constitucional sólida que nos ayude a lidiar con estas situaciones (señalado incluso algunas circunstancias donde podría excepcionarse el principio), quizás muchos de los problemas y confusiones que ha suscitado nuestro sistema se disipen.

Otro problema que también ha causado cierta perplejidad en la comunidad jurídica y acerca del cual también he llamado la atención en otro lugar es el del empleo del término "validez" en el artículo 137 de la Constitución ("carecen de validez todas las disposiciones o actos de autoridad opuestos a lo establecido en esta Constitución"), sobre todo cuando lo contrastamos con el efecto inter partes para las sentencias estimativas de inconstitucionalidad prescrito en el artículo 260 inc. 1) del mismo cuerpo legal. He sostenido que ésta es sólo una contradicción aparente, que puede ser solucionada cuando reconocemos que la expresión "validez" reviste en el lenguaje jurídico más de un significado. Es decir, "validez" no necesariamente equivale a pertenencia al sistema. El término puede aludir también a la fuerza obligatoria de un precepto en su relación con la Constitución. Por ejemplo, una ley declarada inconstitucional no es inválida en el sentido de que resulta expulsada del sistema, sino que es inválida en el sentido de que carece de fuerza obligatoria para ser aplicada al caso concreto. Para el lector lego en estos vericuetos legales, este argumento podría sonar a una sospechosa maquinación jurídica. Sin embargo, el fenómeno tiene una razón de ser que se vincula al sistema del common law de donde proviene el instituto, y acerca de la cual me remito a lo que ya he dicho sobre el tema en otro lugar. Además, considero que ésta es la única forma de dar sentido a las distintas disposiciones constitucionales sobre el tema. Por último, no estoy seguro de que el sistema de efectos inter partes pueda atentar contra el principio de supremacía constitucional, sobre todo si admitimos cuanto se acaba de exponer. Quizás una prueba de esto sea que esta modalidad rige en los Estados Unidos, donde es perfectamente compatible con el citado principio.

Independientemente a todo lo dicho hasta aquí, si la reforma finalmente se lleva acabo, considero que sería una buena ocasión para discutir a profundidad el tema, y en su caso, efectuar las modificaciones necesarias para que el sistema resulte más adecuado.

c) La reforma del sistema de selección de jueces

Otra de las inquietudes que puede legítimamente estar detrás de la intención de promover una reforma constitucional en nuestro país es la de asegurar mejor la independencia del poder judicial. Uno de los aspectos de esta independencia radica en el sistema de selección de jueces. Es evidente que el problema de asegurar la independencia de la justicia con respecto al poder político es algo sentido como una necesidad por toda la sociedad, sobre todo teniendo presente que la justicia ha generado muchas dudas y cierta desconfianza por parte de la ciudadanía. En este sentido, considero que hay razones justificadas para repensar el sistema de selección de jueces. Sin embargo, abrigo mis dudas sobre si este problema ameritaría por sí sólo una reforma constitucional, ya que si hay un terreno en el que los hábitos y actitudes culturales son significativos, éste radica precisamente en el ámbito de la justicia. Mi impresión general es la de que si se corrigen las patologías que afectan a otras partes del sistema político, puede que el problema de la justicia se corrija sólo. Por el contrario, si diseñamos un modelo alternativo en lo que hace, por ejemplo, a la selección de jueces, puede que los mismos vicios de siempre terminen reproduciéndose en el nuevo modelo.

Dicho esto, considero oportuno hacer unas aclaraciones para el caso de que finalmente se decida llevar a cabo una reforma constitucional sobre el asunto. En primer lugar, cabe señalar un problema del que me he ocupado en otro lugar y que no siempre es advertido en razón del carácter híbrido de nuestro modelo de justicia constitucional. La jurisdicción constitucional, conformada en nuestro país por la Corte Suprema y la Sala Constitucional, no es (ni teórica ni políticamente) igual a la jurisdicción ordinaria. Como es sabido, la jurisdicción constitucional es la encargada de controlar la adecuación constitucional de los actos de poder. A diferencia de la jurisdicción ordinaria, que cumple una función de estricta sujeción y aplicación de las leyes, o de carácter predominantemente "técnico" si se quiere, la jurisdicción constitucional tiene un carácter mixto: comparte elementos jurídicos y también políticos. Si bien emplea el método jurídico para la resolución de los procesos constitucionales, reviste algunas peculiaridades específicas: a) en primer lugar, el texto mismo con el que opera, que tiene un carácter acentuadamente político, y que además, no emana de la autoridad constituida, sino de la constituyente; y b) también posee una dosis de discrecionalidad interpretativa mayor de la que cabría aceptar con relación a la jurisdicción ordinaria, acentuada por los rasgos de amplitud e indeterminación que caracterizan a las normas constitucionales, además de otras peculiaridades propias del juicio de constitucionalidad de la ley que no viene al caso ahora profundizar. Lo cierto es que, en función al componente político de la justicia constitucional, hace ya muchos años, Hans Kelsen, arquitecto del modelo europeo de justicia constitucional, advirtió la importancia de que los partidos participen abiertamente en la conformación de los cuadros de la justicia constitucional, en lugar de permitir que los mismos ejerzan su influencia de manera oculta. Si admitimos que la justicia constitucional es una jurisdicción con un marcado componente político, entonces deberíamos asegurar una cierta representatividad política de parte de los órganos que habrán de conformarla. Nada de esto debería sorprendernos. La práctica es común en Europa (aunque las condiciones no son las mismas, claro está). El desafío consiste en asegurar la independencia de los jueces una vez elegidos, evitando su sumisión al poder político. Para ello se suele acudir a dispositivos como la inamovilidad, cosa que en nuestro medio no sé si resultaría del todo aconsejable, o bien, el establecimiento de plazos de inamovilidad de duración relativa, etc.

Para recapitular, creo que debemos realizar la siguiente distinción. Aún a riesgo de ir en contra de la opinión mayoritaria, no me parece adecuado que los candidatos a ministros de la Corte Suprema de Justicia deban provenir de ternas confeccionadas por el Consejo de la Magistratura, que es una organismo de baja intensidad democrática. Considero que lo más adecuado es seguir a Kelsen en esto. Los jueces de la justicia constitucional deberían ser elegidos, al menos en parte, a través de mecanismos en los que intervengan órganos que revistan una alta intensidad democrática y representativa. En cuanto a la selección de los jueces ordinarios, si logramos convertir al Consejo de la Magistratura en un órgano técnico, que actué en base a criterios objetivos (como los sugeridos por Morínigo en su obra citada), quizás resultaría justificada su permanencia, en este caso, para la selección de los jueces que habrán de integrar la jurisdicción ordinaria. Si no termina convirtiéndose en un organismo técnico, creo que el Consejo de la Magistratura debería ser suprimido (siempre, claro está, que se decida llevar adelante la reforma), ya que no se ha despolitizado, y en consecuencia, no ha cumplido adecuadamente con la finalidad para la cual fue creado.

Una última observación. Habida cuenta la diferencia entre jurisdicción constitucional y jurisdicción ordinaria, considero muy importante, sobre todo a efectos de lo que decíamos más arriba con relación a la cultura jurídica y a la necesidad de contar con cuadros preparados, que la Sala Constitucional, por lo menos, esté integrada por uno o dos especialistas en derecho constitucional. En este sentido, lamento que el último debate parlamentario para la integración de la Corte Suprema se haya puesto muy poco hincapié en este extremo. Si tomamos en cuenta el carácter sumamente específico y cuasi-político de esta jurisdicción, es normal exigir que la misma sea integrada por profesionales que hayan recibido una adecuada formación en esta materia. Dada su enorme complejidad, los procesos constitucionales requieren de una pericia adecuada capaz de ponderar un cúmulo de elementos de modo a no crear disfunciones en el sistema político en su conjunto. Además, sólo mediante la actuación de magistrados plenamente capacitados podrán desplegarse con toda su fuerza las enormes potencialidades de todo tipo contenidas en la parte dogmática de la Constitución.

 

2. EL FEDERALISTA Y EL PARAGUAY

 

En este epígrafe pretendo presentar otras consideraciones adicionales que creo deberían ser tomadas en cuenta en el debate sobre los aspectos concretos de la reforma en caso de que la misma sea finalmente llevada a cabo. Me temo que muchos de los políticos que están actualmente interesados en la reforma, no lo estarían tanto si la misma se llevase a cabo ciñéndose a estas prescripciones. Deseo rescatar además con estas líneas algunas de las funciones más tradicionales de las constituciones. En este sentido, mi propósito es hacer hincapié en lo siguiente: así como la gobernabilidad no depende sólo de la constitución, debemos recordar además que las constituciones no se limitan a asegurar la gobernabilidad. En efecto, las constituciones cumplen además algunas funciones adicionales, como la del "precompromiso racional", tendente a evitar que en la práctica surjan algunos problemas que es probable que ocurran si no se toman de antemano los recaudos adecuados. Las constituciones a veces se muestran más aptas para cumplir esta finalidad de límite al poder que para otros fines, y por eso considero que en éste ámbito cobran mayor fuerza las inquietudes de reforma, aunque repito, no estoy seguro de que ésta sea la inquietud que anima a algunas propuestas actuales de reforma.

El debate llevado a cabo en el siglo XVIII para la aprobación de la Constitución de los Estados Unidos sigue siendo un referente importante para la teoría constitucional contemporánea, y en ese sentido, presenta un marco referencial teórico del cual se pueden aprovechar algunas ideas, siempre que seamos cautelosos de no desconocer las especificidades y condicionamientos propios de nuestra realidad. Naturalmente no puedo entrar en los detalles de un debate riquísimo. Pero tampoco puedo resistir hacer algunas insinuaciones. Más allá de la inquietud genérica de instaurar un buen gobierno republicano, Madison, Hamilton y Jay, redactores de El Federalista, compartían un cúmulo de inquietudes y de posturas políticas comunes. En primer lugar, desconfiaban de la democracia populista, por eso defendieron, en pugna con los "anti-federalistas", un modelo con tantos dispositivos antimayoritarios, como el control judicial de las leyes, el Colegio Electoral, etc. En segundo lugar, querían instaurar una república deliberativa, es decir, una república en la que la toma de decisiones colectivas habría de basarse en la razón y no en el ejercicio bruto del poder. Éste era el sentido de varios dispositivos institucionales, como la separación de poderes, o la bicameralidad del Congreso, que contribuirían a una mayor deliberación. Pero quizás lo más importante para los efectos de mi exposición es lo siguiente: los Framers intentaban diseñar un modelo a) que causara el menor mal posible, es decir, un gobiernolimitado; y b) que pudiera reducir el peligro de las facciones. Muchos dispositivos constitucionales pueden ser leídos en esta clave.

Veamos primero la estrategia del mal menor (gobierno limitado). La misma parte de un temor en general hacia la conducta de los políticos una vez que estén en el poder. Esto propicia una forma de democracia "dual": los políticos no son el pueblo mismo. El pueblo está por un lado, y los políticos que detentan el poder por el otro. Siendo así las cosas, cabe admitir la posibilidad de que los políticos que están en el poder puedan atentar contra los intereses del pueblo. Si aplicamos este modelo a las condiciones de nuestro medio (y creo que existen buenas razones para ello), entonces deberíamos buscar dispositivos que minimicen la posibilidad de que los políticos puedan infringir daños a la ciudadanía. Esta línea argumental puede fácilmente conectarse con el tema de la posibilidad de la reelección presidencial (que dicho sea de paso, me parece ser la motivación real detrás de la reforma que promueven ciertos sectores políticos). En Latinoamérica hemos asistido en los años de esta primavera democrática que vive la región desde los ochenta a escándalos que afectaban a un buen número de gobernantes salientes. El caso de Menem es paradigmático. Gozaba de una gran popularidad cuando promovió la reforma constitucional que permitió su reelección, y recién cuando dejó el poder y se produjo la alternancia pudieron ventilarse algunas de las cosas que se hacían entre cuatro paredes durante su gobierno. Sugiero al menos como hipótesis que este patrón se ha reproducido en varios otros países, incluido en el nuestro. Únicamente cuando los gobernantes dejan del poder, se "destapan las ollas". (Perú, Costa Rica, Brasil, Bolivia, Venezuela, Ecuador, El Salvador, etc., ofrecen muestras muy significativas.) Cuanto más tiempo estén en el poder, más daño podrán hacer, y más tardaremos en enterarnos de las cosas que se estuvieron haciendo (y quizás por el transcurso del tiempo ni siquiera nos enteraremos de muchas de ellas).

Asumo que el argumento que vengo exponiendo parte de una visión antropológica negativa, pero eso sí, realista a la vez. Los dispositivos institucionales de control hasta ahora no han sido eficaces. Instituciones como la Controlaría se ven impotentes para detectar y controlar la avalancha de casos de corrupción. El control ciudadano y el de la prensa no siempre garantizan la adopción de medidas eficaces y tampoco son suficientes para detectar todas las posibles irregularidades. Por eso considero que la alternancia obligatoria es, hasta ahora, nuestra mayor herramienta de control, y que quizás sería conveniente extenderla incluso a otros funcionarios, como los parlamentarios (7).

Ahora bien, el esquema del diseño institucional que se corresponde con el argumento del "menor daño posible" entrañaría también un modelo constitucional minimalista. Para los americanos del siglo XVIII, esto no representaba ningún problema, ya que esta particular teoría del Estado se complementaba con una teoría de la sociedad y con una determinada ética (la ética protestante) que parecían favorables a un modelo de constitución minimalista, de "rules of the game". Es poco probable que un modelo de constitución minimalista resulte atractivo para las condiciones en que se desenvuelven las sociedades contemporáneas. Hoy día en casi todos los países se requiere una importante dosis de intervención estatal en determinados sectores de la vida social, sin los cuales parecería imposible llevar a cabo tareas que hoy día se consideran indispensables. Además, la intervención del Estado parece ser en algunos casos una herramienta imprescindible a la hora de implementar políticas adecuadas que posibiliten a la población más carenciada salir de su situación de pobreza y de exclusión social. Por último, las constituciones hoy día ya no responden al paradigma minimalista del "rules of the game", sino que se hallan cargadas de contenidos axiológicos y de directivas hacia las cuales debe tender la sociedad. En otras palabras, se ha desdibujado la separación tajante entre Estado y sociedad del liberalismo clásico. A la luz de todo lo dicho, la vuelta a una constitución minimalista debería desecharse. Sin embargo, algunos dispositivos específicos, como el de la limitación de los mandatos de los funcionarios públicos, podrían ser rescatados.

Veamos ahora el problema de las facciones. Nuevamente, no pretendo seguir a rajatabla ni los orígenes del problema en el debate constituyente norteamericano ni tampoco las prescripciones específicas que allí se extrajeron. Más bien pretendo rescatar algunas nociones que creo pueden resultar útiles, como la noción de "facción" y el problema del interés general de cara a los intereses de grupos auto-interesados, sugiriendo que las mismas podrían incorporarse a una teoría sobre el diseño institucional adecuado para nuestro medio. Cuando hablo del "interés general" no me refiero a una entidad metafísica o misteriosa que pueda desembocar en alguna forma de totalitarismo. Me refiero simplemente al ideal que expresa que la toma de decisiones políticas en una sociedad deba ser justificada sobre la base de argumentos que aunque no sean efectivamente compartidos por todos, por lo menos puedan aparecer como razonablemente justificados, en base a ciertos valores públicos, ante los afectados por la decisión.

Los Framers tenían pavor a las facciones y por eso pretendían limitar su tendencia autointeresada y contraria a la virtud ciudadana orientada al bien común que debería caracterizar a una república sana. Se trataba de neutralizar a las facciones políticas que en el intento de promover sus intereses sectarios podían cometer todo tipo de tropelías contra las minorías y también contra el pueblo ("the people"), es decir, la masa de ciudadanos que no detentaban cargos públicos. Como ya he dicho, no me parece descabellado caracterizar a nuestra cultura política como una cultura facciosa. (Creo que en al análisis de Morínigo hay varios elementos que corroborarían esta afirmación.) Hace tiempo que las ideologías dejaron de desempeñar cualquier papel en la política cotidiana paraguaya. Los partidos tradicionales se desenvuelven de conformidad a una lógica de grupos de interés que son coyunturales y que no responden a ninguna unidad normativa o ideológica, y donde predomina la figura del líder carismático, así como los intereses específicos (principalmente económicos) que se generan en torno a cada grupo. Es más, muchas veces las distintas facciones en el poder se unen en espíritu corporativista para cometer todo tipo de burlas ante una ciudadanía que debe resignarse a observar cómo se van desarrollando sucesos que son verdaderamente escandalosos. Todo ello debería movernos a pensar seriamente en robustecer el modelo de democracia dual, en el sentido de considerar que quienes gobiernan no son realmente el pueblo, y pueden, por tanto, atentar contra éste, y en general, demostrar una actitud de permanente desprecio hacia el interés general. Por tanto, se debería potenciar al máximo todos los mecanismos de control y sobre todo, establecer plazos limitados que eviten que los políticos se perpetúen en el poder.

Nada de lo dicho hasta aquí implica que no deban al mismo tiempo mejorarse las instituciones propias de una democracia representativa, como la situación de los partidos, los sistemas de elección de representantes, la calidad de la deliberación pública, la búsqueda de mecanismos eficaces que obliguen a considerar el interés general y que hagan efectiva una political accountability hacia el electorado por parte de los representantes, así como otros temas conexos (Seall). En el fondo, también deberíamos preocuparnos de instituir un "buen gobierno", no sólo de evitar uno malo. De todos modos, creo que es acorde al sentido común el intentar tomar algunas precauciones elementales, sobre todo sabiendo como van las cosas por ahora.

 

V. CONCLUSIÓN

 

Decía Stephen Holmes que las constituciones pueden permitirnos dar por sentados ciertos asuntos y ocuparnos mejor de cuestiones políticas más concretas y apremiantes. Si permanentemente estamos con la idea del pueblo como legibus solutus, nunca podremos encarar estas necesidades más inmediatas. A pesar de esta sugestiva proposición de Holmes, la decisión de llevar adelante una reforma constitucional puede llegar a adoptarse (¡recordemos que el Paraguay es el cementerio de todas las teorías!) En principio, no existiría ningún impedimento legal o político para hacerlo. Es más, como bien dijo Jefferson en su conocido argumento sobre la tiranía del pasado, una constitución no puede atar para siempre a las generaciones futuras. Aún así, cabe formular las siguientes preguntas. ¿Cuál es el impacto que podría esperarse de una eventual reforma constitucional? Habida cuenta el alto costo político, de recursos y de tiempo que implica una reforma constitucional, ¿no existen otros asuntos que deben ser priorizados? ¿Qué puede hacerse si no se lleva a cabo una reforma constitucional?

En respuesta a estas preguntas, he intentado poner de relieve algunas cuestiones que subyacen al texto constitucional a efectos de llamar la atención sobre los mismos, argumentando que una reforma del texto quizás no produzca ningún impacto significativo en nuestras vidas si no se atacan otros problemas que a veces no son tan visibles pero que sí tienen una enorme fuerza para modelar la realidad. He intentado demostrar además que existen muchas estrategias que podrían llevarse a cabo para mejorar nuestras prácticas constitucionales, y quizás también la gobernabilidad. Estas estrategias pueden implementarse de manera alternativa o en conjunción con una reforma constitucional. Y si bien estas estrategias también son costosas, las mismas podrían resultar mucho más eficaces a la hora de modificar nuestros hábitos y actitudes políticas y de buscar soluciones a ciertos problemas. Una muestra de esto es la reforma de la administración pública, para la cual no necesariamente se requiere una reforma constitucional. He empleado además el caso de los derechos sociales y económicos como ejemplo. Si logramos construir una doctrina jurídico-constitucional adecuada, es mucho lo que podría hacerse para dar efectividad a ese modelo de sociedad que se plasma en la parte dogmática de la Constitución y que aún resulta muy ineficaz. La cultura jurídica podría actuar así de catalizador que obligue a una clase política indiferente a llevar a cabo determinadas tareas que la Constitución exige. La pobreza y la escasez de recursos no pueden esgrimirse como excusas indefinidamente, y en este sentido, el derecho también conoce de recursos para lidiar con situaciones de escasez. Este modelo de cómo sacarle provecho a la constitución por distintas vías podría extenderse a otras situaciones. Por ejemplo, si combinamos esta actitud con una cultura del cooperativismo, que tan buenos resultados ha dado en ciertos lugares y poblaciones del país, las perspectivas de desarrollo son enormes. Se trata, en definitiva, de no dejarnos limitar por el texto, sino de intentar ser sacarle el máximo provecho posible: "la constitución no es un marco, es un horizonte…", solía decir sabiamente Don Adriano Irala Burgos.

La propuesta de reforma constitucional, a mi criterio, hasta ahora no sólo no ha sido adecuadamente justificada, sino que algunas propuestas concretas hasta riñen con el más elemental sentido común, como es el caso de la reelección. Me resulta paradójico que los partidos políticos deseen impulsar una reforma de la constitución, cuando que lo primero que debería reformarse son los partidos mismos, sus prácticas, sus estructuras, sus cuadros dirigentes, su manera de hacer política, etc. Aún bajo el supuesto de que existan argumentos de principio que justificarían una reforma, por ejemplo, el de hacer más inclusivo el proceso político para dar el voto a los paraguayos residentes en el extranjero (algo que dudo sea la motivación real de los políticos reformistas), considero que es algo contradictorio promover una reforma constitucional con esta finalidad cuando que hoy día el voto significa poco o nada para una buena parte de la población residente en el país y que se halla sumida en la más absoluta miseria e ignorancia.

Al decir de Rawls, la manera en que una sociedad organiza su agenda pública forma parte de la razón de esa comunidad. De nosotros depende determinar cuáles son las prioridades y dónde deberíamos invertir tiempo y recursos que en política son limitados. Al hacerlo, deberíamos ser conscientes de que la concentración de energías en una reforma constitucional puede suponer una enorme distracción de recursos y de tiempo en detrimento de la atención de necesidades mucho más apremiantes, o bien, en detrimento de la implementación de estrategias tendentes a la modificación de hábitos y actitudes muy arraigadas en nuestro medio y que subyacen al texto constitucional, condicionándolo de manera relevante. Debemos considerar que no sólo es probable que la reforma resulte finalmente inútil si no se adoptan otras medidas, conforme he intentado demostrar, sino que además, no podemos asegurar lo que pueda llegar a ocurrir en un eventual proceso de reforma. Puede que depositemos nuestras mejores intenciones y esfuerzos con miras a la reforma. Sin embargo, llegado el momento, no sabemos si realmente se mejorará el problema de la gobernabilidad, o si los actores involucrados se encargarán de agudizarlo aún más. En otras palabras, puede que "Ulises se desate" y que no podamos ya controlar el resultado de la reforma.

Si sólo modificamos el texto, es probable que se reproduzca en nuestro país lo que ha ocurrido en tantos países latinoamericanos. Ante la frustración que resultará de no haber encarado el problema subyacente, dentro de unos años se plantearán nuevas reformas constitucionales, a las que de seguro seguirán más y más reformas. La pregunta entonces será: ¿a dónde nos ha conducido todo esto?


 

NOTAS

 

1.Agradezco a los profesores Marcello Lachi, Augusto Martín de la Vega, Juan Carlos Mendonca Bonnet y Jorge Silvero por sus incisivas críticas y útiles comentarios a versiones previas de este trabajo. También formularon valiosas observaciones Guillermo Domaniczky, Cesáreo Giménez, José Moreno Rodríguez, Roberto Moreno, Michael Núñez y Víctor Vázquez. Los defectos y errores que permanecen son imputables sólo al autor.

2.En palabras de Friedrich, la creación de la Constitución "es sólo el punto de partida para una evolución constante, en la que los usos y costumbres desempeñan un gran papel".

3.¿A qué me refiero cuando empleo el término "relevante"? Es evidente que una reforma del texto que suprima, por ejemplo, la figura de la vice-presidencia, o que reduzca el número de escaños en el Congreso, debería tener un efecto directo en la realidad. Sin embargo, no es éste el aspecto que aquí me interesa. Una constitución no sólo crea cargos y establece estructuras políticas sino que pretende además, como dije antes, fundar una práctica. El aspecto sobre el cual deseo llamar la atención tiene que ver más bien con la calidad de nuestra práctica constitucional. Los criterios para evaluar esta práctica deben hallarse en el cúmulo de valores que orientan y dan sentido a una determinada práctica social, en este caso, la práctica constitucional, y que se supone deberían ser empleados por los participantes inmersos en dicha práctica para justificar y evaluar mutuamente sus acciones. Por lo demás, como lo demuestra un reciente episodio, aún las disposiciones más tajantes de la Constitución, como la que exige la ciudadanía natural para acceder al cargo de presidente de la República, pueden dejar de tener operatividad a falta de una cultura política adecuada.

4.Las citas podrían multiplicarse, pero traeré a colación un solo ejemplo: "…en lo referente a la tutela, debe también rechazarse la afirmación de que, mientras los derechos de libertad se benefician de la protección otorgada a las normas constitucionales, los derechos sociales no pueden ser objeto inmediato de tutela por su carácter programático…[L]os derechos sociales positivados en la Constitución son siempre normas jurídicas inmediatamente aplicables y que hacen inconstitucional cualquier acción contraria a su contenido (en determinadas ocasiones, pueden determinar también fenómenos de inconstitucionalidad por omisión, en los casos en que los poderes públicos soslayen o aplacen injustificadamente el cumplimiento de los mandatos constitucionales encaminados a la realización de estos derechos.)". (A. E. Pérez Luño, Los derechos fundamentales, 2ª edic., Tecnos, 1986, pp. 211-2).

5.Los propios ministros se beneficiarían con una jurisprudencia y doctrina más fiables, ya que así podrían desempeñar mejor sus funciones. En el último juicio político a los ministros de la Corte Suprema, muchas de acusaciones tuvieron que ver con cuestiones que en realidad eran dudosas desde el punto de vista jurídico, y que con una buena doctrina y con una jurisprudencia coherente, pudieron haber adquirido mayor claridad.

6.Sobre el valor y función del bicameralismo, véase además la discusión obrante en P. Pettit, Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barcelona/Buenos Aires/Mexico, 1999, pp. 233 y ss., donde el autor sugiere que el bicameralismo podría resultar atractivo para dispersar el poder y diseñar un gobierno no-manipulable y capaz de resistir la arbitrariedad estatal. Para otras funciones valiosas (y también disvaliosas) del bicameralismo, véase esta voz en N. Bobbio y N. Matteucci (dirs.), Diccionario de Política, 2ª edic., Siglo XXI, Madrid, 1982.

7.Suele decirse que no se debería limitar el derecho de la mayoría a reelegir a quien desee. Este argumento desatiende el hecho de que una de las funciones de las constituciones es precisamente la de establecer que ciertas cuestiones no podrán ser ya decididas por la regla mayoritaria. Es decir, las constituciones actúan como mecanismo de bloqueo a las decisiones de la mayoría con respecto a ciertas cuestiones que la autoridad constituyente ha removido de la agenda política ordinaria (por eso se habla de una relación de tensión entre constitución y democracia). No podemos elegir a un presidente de 34 años, aún cuando la mayoría así lo quiera, justamente porque la Constitución lo prohíbe, y sin embargo a nadie se le ocurre decir que esta prohibición atenta contra el derecho del pueblo a elegir a quien quiera. Tampoco podemos elegir a un presidente sudafricano, si vamos al caso, ni al vocalista de U2. Además, si nos ceñimos al argumento de que el pueblo debe poder elegir a quien quiera, ¿por qué deberíamos limitar la reelección a una sola vez? ¿Por que no extenderla indefinidamente? Evidentemente, el precepto constitucional, más allá de las contingencias específicas que lo motivaron, halla su razón de ser en ciertas condiciones de nuestra vida política: por ejemplo, la de que el Presidente que tiene a su disposición el aparato estatal podrá emplearlo para adquirir una enorme ventaja por sobre sus adversarios en una contienda electoral, y en general, la voluntad del constituyente de establecer un gobierno limitado, habida cuenta las lecciones de nuestra historia política. Más atendible me parece el argumento de que cinco años no es suficiente para implementar un plan de gobierno. De todos modos, esta es una cuestión muy dudosa desde un punto de vista empírico. Es probable que un buen administrador pueda en efecto hacer bastante en dicho plazo, aunque también puede que el tiempo no le alcance. De todos modos, esto debería movernos a exigir a los políticos que se centren de una vez por todas en políticas de Estado y de largo plazo, en el entendimiento de que todos estamos metidos en esto, y de que por tanto, la política debe verse como una actividad de colaboración entre distintos actores políticos y sociales a través del tiempo. El caso de los parlamentarios quizás amerite un tratamiento distinto, permitiendo, por ejemplo, la posibilidad de reelección por una sola vez. De este modo, se contaría con un mecanismo de incentivos que permita a los electores premiar a los parlamentarios que han desplegado una buena labor.
 

 

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Fuente: http://www.novapolis.pyglobal.com

(Registro: Agosto 2011)






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