MISIÓN A LOS TOBATINES
Obra de BARTOLOME XIMÉNEZ
Fuente: TRES ENCUENTROS CON AMÉRICA
TRADUCCIÓN, EDICIÓN Y NOTAS
ARTURO NAGY Y FRANCISCO PEREZ - MARICEVICH
EDITORIAL DEL CENTENARIO
Asunción - 1967 - Paraguay
Colección "PARAQUARIA" Nº 2
Hecho el depósito que marca
la ley 94.
Copyright by EDITORIAL
CENTENARIO
(en formación)
PRINTED IN PARAGUAY - IMPRESO EN PARAGUAY
Editorial "El Arte" S.A. Cerro Corá 726/64 - Asunción
NOTA PRELIMINAR
Al cumplirse el bicentenario de la expulsión de los jesuitas del Paraguay, la Editorial del Centenario se adhiere a la conmemoración de ese acontecimiento publicando, en traducción castellana, tres relatos difícilmente accesibles al público. Estos relatos abarcan más de cien años de la obra evangelizadora de la Compañía y reflejan tres fases sociológicas de la misma. Esta diversidad de caracteres deriva no sólo de los naturales cambios generacionales sino también de las distintas nacionalidades de los autores.
El primero de los relatos, traducido del latín, corresponde al Padre Nicolás del Techo y se refiere a una tentativa para evangelizar a los guayakíes. El segundo, escrito originalmente en español por el Padre Bartolomé Ximénez sobre una expedición evangelizadora a las tierras de los tobatines, llegó hasta nosotros en las traducciones alemana y latina del Padre Antonio Sepp. El último es un fragmento de la monumental obra del Padre Martín Dobrizhoffer que relata su encuentro con los cainguáes del Mbaéverá. Nuestra versión está basada en el original latino y en la traducción alemana.
En la interpretación de algunos pasajes del texto del Padre del Techo nos fue de gran ayuda la erudición filológica del Profesor Rolando Natalizia, a quien nos complacemos en expresar nuestros agradecimientos.
MISIÓN A LOS TOBATINES
Obra de BARTOLOME XIMÉNEZ
Descripción de la gloriosa misión apostólica emprendida en el año 1697 por los reverendos padres jesuitas Bartolomé Ximénez y Francisco de Robles, para convertir la nación pagana que nosotros llamamos de los Tobatines. Esta relación se sacó del original que el nombrado R. P. Bartolomé Ximénez había remitido al Rvdmo. Padre Simón de León, a la sazón Provincial del Paraguay, y éste confió y ordenó la traducción del texto español al idioma alemán, al P. Antonio Sepp, quien quiso añadir este relato a su historia.
CAPITULO PRIMERO
Los padres misioneros salen del pueblo de Nuestra Señora de la Fe y llegan a una aldehuela de españoles.
A la tardecita del día del Santo Apóstol Andrés salimos de la gran reducción llamada Nuestra Señora de la Fe, hacia Caazapá, un pueblecito de indios cristianos, instruídos en la fe católica y educados con incesante celo por los muy reverendos padres de la universalmente famosa y seráfica orden de San Francisco. Cuidaba, a la sazón, de estas nuevas plantitas de la fe católica romana el Rev. Padre José Abad, Definidor de su santa orden seráfica, quien profesaba mucha buena voluntad tanto para con nuestra humilde Sociedad como para conmigo, ya que a algunos de sus indios había yo enseñado música y el arte de cantar. Viviendo en la mencionada reducción de Nuestra Señora de la Fe, él me había visitado algunas veces, y retribuyéndole los honores con que él me solía recibir, siempre lo honraba yo de manera especial. Le obsequié con algunos curiosos objetos de procedencia europea, entre ellos un pequeño catalejo de marfil, que él apreciaba muchísimo y, más tarde, me devolvió el favor mandándome una bolsa de romero desecado. Cuando llegamos al pueblo de este gran cuidador seráfico de almas, nos recibió con su cortesía innata y paternal afecto, nos abasteció con cosas de varia índole, necesarias para esta misión, tomó inmediatamente, y con toda seriedad, la carga de la misión sobre si, y nos ayudó desde el principio hasta el fin, como si él hubiese sido el causante y estuviese a cargo de la misma. Por eso se lo puede y debe llamar justamente y con buen derecho, fundador y benefactor mayor de esta misión tan gloriosa.
Luego de esta reducción y pueblo de indios cristianos llegamos a una aldehuela de españoles, los cuales también nos recibieron con grandes honores. Quedamos allí cinco días; predicamos y escuchamos la confesión de estos pobres españoles que, en señal de agradecimiento, nos dieron por compañero a un joven español como baqueano, muy enterado de las circunstancias, montañas, selvas y ríos donde moraban esos tobatines incrédulos. Después de haber recorrido un buen tramo de camino, llegamos a unas hermosas tierras que los españoles llaman de la Santa Cruz. Necesitamos dos días y medio para cruzar esos alegres campos cubiertos de pasto verde y luego llegamos a un riachuelo, donde plantamos nuestras tiendas y chozas de ramas, y enseguida despachamos a nuestros exploradores.
CAPITULO SEGUNDO
Crueldad del brujo y tirano Pedro Pucú o Pedro el Largo, y del anciano Marcos Chapí, que ya habían desertado dos veces de la fe católica.
HACIA occidente hay unos escollos y rocas altos y abruptos, circundados por oscuras selvas, espesuras intransitables y densos zarzales, en medio de los cuales, como en una fortaleza, vive el famoso cacique, brujo y terrible tirano que se llama Pedro Pucú. Este indio, famoso por su puño, arco y flechas, dio mucho que hacer pocos años atrás a los españoles residentes en la aldehuela antes mencionada; su sólo nombre causó terror en sus almas e hizo temblar sus corazones. Los españoles trataron de capturarlo, ya que era el jefe, y quisieron quitárselo de en medio en varias escaramuzas que tuvieron con él y sus secuaces llevados a la guerra contra su voluntad; mas el brujo se defendió con sus flechas puntiagudas y venenosas con tanta bravura, que los españoles, antes que morder el polvo, buscaron su salvamento en la fuga. Este Pedro, no sólo era cruel y salvaje en los combates sino también en tiempos de paz, y vivía siempre en horrorosa avidez de sangre. Una vez llegaron a sus chozas de paja algunos neófitos prófugos, pertenecientes a la grey del antes mencionado muy reverendo P. José Abad, que semejantes a ovejitas reacias y rebeldes, se perdieron en el monte y en las cavernas, buscando la libertad, a la que estaban acostumbrados en su pasado pagano. Cuando llegaron a la toldería de este bárbaro, como dije, creyendo haber salvado la vida terrenal, la perdieron, y quiera Dios que no hayan perdido también la eterna, ya que el horrible tirano mató a tres de ellos con sus flechas. En otra oportunidad, nuestros padres misioneros mandaron un buen número de indios cristianos para espiarlo a él y a los suyos, mas fueron descubiertos por él y por su ayudante en la brujería, Marcos. Algunos fueron heridos; dos de ellos mortalmente y perdieron su vida, pero fueron más felices que los tres pobres indios prófugos mencionados, porque ellos fueron enviados en misión por los cuidadores de sus almas, y como ovejas obedientes a sus pastores dejaron sus vidas entre los lobos voraces. Por añadidura, como ya se dijo en el principio, este Pedro el Largo, lo mismo que el anciano Marcos, era un mameluco bautizado dos veces y abjurando en ambas de la fe. Mientras sirvió a los españoles, fue tratado muy duramente por ellos y concibió un odio y aversión indecibles con respecto al nombre cristiano. Junto con los suyos combatió contra los españoles, ganó varias escaramuzas, como se dijo, y se hizo cruel y terrible a los ojos de sus adversarios. Además, era un charlatán elocuente y muy locuaz, embrujando con sus bien torneadas frases a los ingenuos indios de tal manera, que éstos se le sometieron voluntariamente como siervos y esclavos siguiéndole, junto con el astuto Marcos, por doquiera, como si estos dos jefes hubiesen sido las reencarnaciones de Moisés y Aaron. Los dos jefes presentaron a sus indios el dulce yugo de Cristo como cosa amarga e insoportable; les dijeron que la libertad cristiana era la esclavitud ejercida por los españoles; que las leyes divinas y de la Iglesia Católica eran tiranía y la enseñanza de los padres misioneros un lazo para entregar a los pobres indios al poder de los españoles. Con estas y semejantes mentiras cerraron ellos todas las puertas y entradas a la verdadera fe, de tal guisa que parecía humanamente imposible llevar a estos pueblos cegados a la clara y verdadera luz de la única redentora religión católica.
CAPITULO TERCERO
Los padres misioneros alcanzan la selva de los infieles, despachan a algunos espías que atraviesan la selva espesa y llegan a las chozas de los bárbaros.
CUANDO llegamos a esta selva, estaba cercano el tiempo de la Santa Navidad, por lo que se hizo una comunión general suministrando a todos el sagrado pan de los ángeles, con plena esperanza de que en esa noche sagrada se levantase para estos bárbaros la verdadera estrella matutina, llevando consigo la luz de la fe genuina. No nos resultó difícil imaginarnos el afable y pobre Niño Jesús en su pesebre, abandonado por los hombres y no reconocido por los suyos. Y, a pesar de que no encontramos salvajes faunos cornudos o divinidades forestales en estos oscuros montes, no faltaban allí habitantes, que de nuevo, o de la misma manera que antiguamente, se negaban a reconocer a su verdadero Dios, Creador y Señor, no obstante el hecho de que el buey y el asno lo hubiesen reconocido. El mencionado brujo, como ya relatamos, condujo a estos bárbaros cegados a los bosques tenebrosos y entre rocas ásperas, de tal manera, que no pudimos encontrar la menor huella o señal de pies humanos. Por eso decidimos enviar a nuestros indios, divididos en dos patrullas, a que encontraran las huellas de los paganos. Nosotros pensábamos seguir inmediatamente a los nuestros. El 28 de diciembre, fiesta de los niños inocentes, nuestros indios empezaron a penetrar en la espesura, para abrirnos un sendero. Lo que eso costó a los pobres indios que no llevaban zapatos y calzas, no lo puede imaginar fácilmente ni el más compasivo de los lectores, desde que los bosques y espesuras del Paraguay tienen poco en común con las selvas europeas. Parece que aquí la naturaleza se ha olvidado de las buenas reglas, cubriendo los altos cedros, que en otra parte adornan al Monte Líbano, con una maraña de abrojos y plantas espinosas, y cercando las gloriosas palmeras con zarzales puntiagudos de tal guisa, que el que quiere romper el cerco, tiene que teñir y bañar su mano, como señal de victoria y de sus gloriosos hechos heroicos, con la púrpura de su propia sangre. Estos montes antes pueden llamarse salvajes espesuras llenas de espinas y oscuros setos vivos, que florestas o bosques, ya que desde mil años, con sus varios zarzales y matorrales ariscos han sido condenados, por decirlo así, a formar un lugar selvático que parece inhabitable hasta para los mismos tigres terribles. Después que nuestros espías pasaron diez días enteros explorando estos salvajes lugares intransitables y ya estaban algo alicaídos, o mejor dicho, desesperados de salir de este laberinto enmarañando, ¡oh milagro!, la divina Ariadne los condujo como haciéndoles seguir un hilo, a un alegre arroyo, donde encontraron siete cabañas de ramas, señal certera de que estas chozas, si bien poco aptas para seres humanos, pertenecían a los bárbaros. ¿A quién se le habría ocurrido pensar que junto a estas plateadas fuentes hubiesen residido ninfas y náyades con su Apolo? El sólo aspecto de los repulsivos y tenebrosos bosques hacía inhabitable este paraje basta para los crueles y salvajes tigres. Después de haber observado las chozas, los espías vieron algunas pisadas humanas en la arena, siguieron las huellas y se dieron cuenta de que estaban llegando a un sendero, que se ensanchaba paulatinamente. Siguiendo el camino, los espías llegaron al fin al campamento de los bárbaros. Estos estaban durmiendo profundamente y ni se soñaban que se les iba a aparecer la luz de la fe verdadera. Nuestros espías, encontrándolos en un sueño profundo, silenciosa pero apresuradamente retornaron, y, llenos de alegría, nos trajeron la agradable noticia de cómo ellos, por la especial voluntad de Dios, encontraron el camino que llevaba a los bárbaros y de cómo ellos mismos habían llegado hasta la toldería. Era justamente la fiesta de los Tres Reyes Magos, una señal certera de que la estrella del conocimiento de Dios debía aparecer a estos pueblas salvajes. Nosotros estábamos convencidos de que, siguiendo la estrella a través de esta inmensa selva y lugares selváticos, el recién nacido Niño Jesús por fin nos conduciría a la meta de nuestros deseos, lo que sucedió también, a pesar de todo el poder de las puertas del Infierno que empezó a poner obstáculos en nuestro camino.
CAPITULO CUARTO
El enemigo malvado informa a los paganos de la llegada de los siervos de Dios, a través del humo. Los infieles huyen.
APENAS recibimos la feliz noticia, decidimos inmediatamente recorrer dicho sendero y por eso nos pusimos en camino, siguiendo de cerca a nuestro baqueano. No quiero poner en el papel todo lo que habíamos soportado durante este viaje; lo confío sólo a Dios Todopoderoso. Ya habíamos recorrido un buen tramo de camino y no estábamos marchando como temibles y bien ordenados batallones militares, sino cada uno de nosotros ponía sus pies en las huellas de los que iban delante. Avanzamos, pues, en gran silencio y valerosamente, sin causar ruido en lo posible, pasando a través de los matorrales y abrojos, manteniendo un silencio contínuo, para que los paganos no se enteraran de nuestro arribo. Este podía hacerlos huir a las profundidades del monte e imposibilitar la prosecusión de nuestra empresa. Es necesario saber que, en los campos y bosques del Paraguay, los viajeros no tienen otra señal de este o de otro lugar, que el humo que se ve levantarse de día, y los fuegos llameantes que se observan de noche. Si quieres mantener en secreto tu llegada, sin enterarse nadie, debes tener mucho cuidado con el fuego y si quieres cocinar tus alimentos cotidianos, trata de esconder el humo de tu cocina todo lo posible, y trata de encender el fuego en tales lugares, que el humo no te traicione. Si descuidas eso, te aseguro que tu llegada se sabrá por el humo mucho más rápidamente, como si la gente se hubiese enterado por mensajeros o chasquis velocísimos. Nos preocupamos mucho de hacer el menos humo posible, a pesar de que nuestros alimentos eran en su mayoría fríos. Como se dijo, avanzamos valerosamente y, a la puesta del sol, alcanzamos la región de los infieles y mantuvimos nuestra llegada tan secreta y silenciosa, que humanamente parecía imposible que los bárbaros pudiesen enterarse de ella.
Sin embargo, el Espíritu de las Tinieblas nos descubrió, o por intermedio de su hechicero de confianza, o avivando él mismo algún fuego y haciendo levantar humo, para que los bárbaros, como ellos mismos más tarde lo confesaron, se dispersaran atravesando los espesos matorrales y setos, y tomaran las de Villadiego. Cuando la estrella matutina apareció en el firmamento azul, nos levantamos esperanzados en nombre de la Santísima Trinidad y nos acercamos a las mencionadas chozas de paja, pensando que encontraríamos a los bárbaros durmiendo. Mas, a pesar de haber caminado en silencio, como con sandalias de algodón y, como suele decirse, en puntas de pie, cuando llegamos a sus chozas, con la idea de tomarlos en el sueño con la red del santo pescador Pedro, he aquí que nos encontramos engañados, ya que en vez de los paganos hallamos algunas calabazas vacías, que les sirven para beber; ollas rotas, cenizas, carbón de leña, hogares abandonados; segura señal de la huida que habíamos causado. Cuando vimos que el diabólico enemigo de las almas había trastornado nuestro trabajo y nuestra fatiga, confortamos a nuestros cansados indios con nuevo y vigoroso ánimo y les ordenamos que acosaran valerosamente a los prófugos, observaran diligentemente los senderos y las pisadas y que siguieran a los infieles hasta donde éstos llegaren. (....)
CAPITULO QUINTO
Los indios cristianos encontraron nuevamente las huellas de los bárbaros fugitivos. Conversación de Tomás Anotí, un cristiano, y de los padres misioneros con Pedro Pucú el pagano.
HABIENDO despachado a algunos de los nuestros, los mismos descubrieron felizmente el sendero de los bárbaros fugitivos y lo recorrieron hasta llegar, en la fiesta de la Purificación de la Santísima Virgen y Madre de Dios, al lugar donde los prófugos se habían escondido. Era esta una espesa y tenebrosa selva, donde los paganos se habían fortificado de tal manera, que los nuestros no pudieron avanzar ni un paso más. Los bárbaros, cuando se enteraron de nuestra llegada, empezaron a ulular y gritar terriblemente. Las montañas y los valles redoblaron el eco y causaron doble temor en los corazones de los nuestros. Tomás Anotí, un indio cristiano, nativo de mi reducción de Nuestra Señora de la Fe, un hijo que siempre me fue fiel, tomó el corazón con las dos manos, se puso a ulular terriblemente y gritó: "Traigo tabaco y yerba mate; traigo tela de algodón; traigo agujas y alfileres, cuchillos y anzuelos de pescar, en cantidad y como regalo. Queridos hermanos, venid acá y no temáis; os traemos paz; paz y no guerra. Venid, venid!". Los bárbaros aguzaron los oídos y se les hizo agua la boca a la mención del tabaco y de la yerba; mas el arriba mencionado hechicero y cacique Pedro Pucú no permitió de ninguna manera que un solo infiel saliera del bosque. Sólo él se aproximó algo y conversó con Tomás, diciéndole que esas agujas y esos alfileres eran mera trampa para entregarlos a la dura esclavitud de los españoles. Nuestro Tomás contestó al astuto brujo e impostor, diciéndole que esto no era así y que los padres venían a sus chozas para librarlos de la eterna esclavitud del infierno y llevarlos a la libertad de los hijos de Dios, conduciéndolos desde estos tremendos, salvajes y tenebrosos montes a los campos celestiales. "Los padres, continuaba Tomás, nos aman, a nosotros y a nuestros hijitos, de tal manera que preferirían morir por ellos, antes que entregarlos a los españoles o a los portugueses. Libraron a muchos miles de indios de la servidumbre de los españoles, pero nunca les entregaron a nadie. Habla, pues, y confiesa, decía Tomás a Pedro Pucú, ya que tú has vivido entre los españoles, ¿cuántos indios has contado que los padres de la Sociedad de Jesús habían entregado? Ni uno solo podrías mencionarme como argumento. Resulta, pues, que te equivocas mucho y dime, tú, que escapando de la terrible servidumbre de los españoles, estás dando vueltas por estas regiones salvajes y montes oscuros, entre víboras venenosas y animales salvajes, ¿si no sería mejor para ti vivir con nosotros, bajo la paternal tutela de estos santos varones, en una aldea bien ordenada? Pedro, querido hermano! Yahá anga pay Piri: Vamos hasta nuestros queridos padres, cuidadores cristianos de nuestras almas y pastores fieles; ellos nos esperan con sus brazos sacerdotales abiertos para abrazarte, para acariciarte, para estrecharte a su corazón y para darte de comer y vestirte."
Mientras este predicador cristiano cambiaba palabras con el hechicero conversando con él largo rato, y esforzábase bastante en ganarse el corazón del brujo con tabaco y yerba, que se consideraban golosinas especiales, he aquí que vinieron algunos indios para anunciarnos con alegría, cómo Tomás había ya llegado al paraje de los infieles, y que estaba conversando con el hechicero Pedro. Al escuchar este informe, nos pusimos animosamente en marcha y, cercano el mediodía, alcanzamos la entrada del bosque, donde los bárbaros se habían fortificado. Apenas nos vio el mameluco, escondió su piel de lobo voraz bajo el vellón de una humilde oveja. Vino a nuestro encuentro, escuchó nuestras palabras. Sin embargo, al término de ellas no dejó de repetir que nosotros veníamos a capturarlo con los suyos para entregarlos después a los españoles o echarlos a una esclavitud tiránica. Nosotros contestamos que nada de eso era verdad; que ni el deber sacerdotal, ni la ley divina como tampoco el derecho, órdenes y voluntad del rey de España accederían a tal cosa; es más bien voluntad de nuestro rey que nosotros os libremos de la eterna servidumbre de Satanás, os convirtamos en cristianos e hijos de Dios; pero si vosotros os demostráreis obstinados y preferís ser hijos del diablo antes que de la salud eterna, nosotros, a pesar de todo, no os obligaremos ni usaremos violencia contra vuestra libre voluntad. "Sin embargo, Pedro nuestro, continuamos diciéndole, pondera y medita bien, que Dios, creador del cielo y de la tierra, a quien tú, aunque perjuro y renegado, habías reconocido una vez como a tu Dios, no permite que nadie se mofe de El, y ya tiene preparado para tí el precipicio infernal avivando el gran fuego eterno. Tus antepasados se queman y se asarán ahí hasta que Dios siga siendo Dios y tú, junto con ellos, serás torturado miserablemente para siempre. ¿No ves que la boca del infierno ya está abierta para tragarte? Oh, Pedro nuestro, líbrate de esas penas espantosas; llegó el tiempo, llegó ahora el día de la salvación". El salvaje bárbaro escuchó estos y semejantes discursos, mas, testarudo como antes y hasta con más temeridad y coraje, nos dijo: "Si no queréis abandonarnos por las buenas, tendré que echaros por la fuerza: no me faltan arcos y flechas, ni hondas y piedras, ni mis lanceros duermen y roncan, como pensábais ayer; mis súbditos mantienen una vigilancia suficientemente despierta y viva. Salid rápidamente, si no queréis conocer mis flechas." Con eso, sacó una flecha de su carcaj, tendió el arco y abrió los brazos, como si quisiese disparar en el acto.
CAPITULO SEXTO
Cómo el Padre Francisco de Robles ofreció su pecho a las flechas de un bárbaro y cómo ganó el corazón de los infieles.
EL terrible bárbaro creyó que con sus altisonantes palabras podía aterrorizar a los siervos de Dios, pero éstos tenían un corazón más fuerte, y estaban más preparados a recibir la muerte de lo que lo estuviese el cacique para matarlos. El reverendo Padre Francisco de Robles, este diligente y enardecido cuidador de almas, dijo con cristiana libertad: "No temo nada de tu arco y tus puntiagudas flechas. Afloja tu arco y dispara; aquí tienes mi pecho para tus flechas y mi corazón como blanco de tu inhumana crueldad." En eso, desnudó su pecho, mostró su firme corazón sacerdotal y, quitando una flecha de la mano del tirano, dijo. "Apunta y dispara aquí, porque yo estoy siempre listo para morir, y antes que nada, por tí y por todos tus compañeros". Estos, que estaban predestinados por el cielo, y acompañaban al bárbaro cruel más por temor que por propia voluntad, en número de treinta y siete echaron inmediatamente sus arcos y flechas al suelo, pidieron perdón y los poco antes voraces lobos, ahora ovejitas tranquilas, deseaban comida para aplacar el hambre, y tela para cubrir sus miembros desnudos. Y ¿qué otra cosa podíamos hacer nosotros, que apagar sus deseos? Nuestros indios cristianos, llenos de consuelo vieron que la labor y fatiga mancomunada de ellos y nuestra, empezaron a actuar ventajosamente, así que se sentaron amistosamente con los infieles y nosotros les dimos una merienda, yerba del Paraguay para beber en calabazas huecas, y sacamos galletas de nuestras mochilas: estas galletas no tienen sal, son duras como piedra, duran mucho tiempo y por eso solemos llevarlas con nosotros en nuestros largos viajes. Después de la comida distribuímos algunos regalos, como alfileres, agujas, anzuelos y un poco de tabaco: y para ganar del todo sus corazones, y alejar cualquier sospecha de enemistad y violencia, dejamos nuestra seriedad de lado y nos sentamos con ellos en su círculo, y como no convenía beber con ellos de la calabaza, tomamos la misma, y como si no hubiésemos tenido asco y repulsión, para testimoniar nuestra amistad llevamos la calabaza a los labios un poco e hicimos sobre ella con la mano derecha la señal de la santa cruz y dijimos: tomad, hijos nuestros, bebed con ánimo, que Dios bendiga vuestra bebida. Luego, los indios se pusieron a beber animosamente y se llenaron con la yerba. Esta bebida no es otra cosa que agua cualquiera recogida de un río, con un puñado de hojas bien machacadas y pulverizadas de cierto árbol. Las hojas se asemejan a las del laurel y son siempre verdes y según lo que cuentan los indios viejos, fue el santo Apóstol Tomás quien les enseñó su uso. La gente seca y reduce a polvo estas hojas; en invierno les echan agua caliente, en verano agua fría, mézclanlo todo bien y después se la beben. El sabor es como si tú redujeras a polvo un puñado de heno seco, lo metieras en un vaso, le agregaras agua fría o caliente, y te lo bebieras. Esta yerba paraguaya se lleva muy lejos, hasta a quinientas millas, al Perú, y por eso se vende muy cara. Aquí un quintal cuesta alrededor de dos táleros imperiales. Como dicen y opinan todos los médicos españoles, la yerba es sanísima y su fuerza y acción son muy variadas. Refresca y enfría los pulmones y el hígado calentado, no permite que se forme arena o piedras, y es por eso por lo que no es fácil hallar a un indio que se encuentre en esa condición y sufra de eso. No sólo apaga la sed, sino sacia y refuerza el estómago: es algo amarga y calma la hiel negra. Nuestros indios la aprecian muchísimo y la toman diariamente; la beben habitualmente hasta las mujeres de los indios. Cuando los bárbaros, como se dijo, se hubieron llenado a su gusto con esta yerba, les hicimos un discurso acerca de nuestra llegada y de los artículos de la fe católica, que todos ellos, exceptuando al maligno de Pedro el Largo y a Marcos, su discípulo, escucharon atentos y con buena voluntad. Por su parte, estaban completamente listos para someterse a los padres, siempre que los dos mencionados caciques asintieran. Sin embargo, nosotros podíamos esperar cualquier cosa, menos eso, de estos cristianos renegados y mamelucos. Ellos se oponían con mucha seriedad e imposibilitaron lo que nosotros ya pensábamos haber llevado a un fin bueno y feliz. Les pusimos dos condiciones: primero dijimos que estábamos preparados para quedarnos nosotros y nuestros indios cristianos, levantar en el paraje que les gustara, una aldea para ellos y para sus hijos, construir una pequeña iglesia, dotarlos con campos y tierras de labranza, y traer bueyes, vacas, caballos y mulas. La segunda condición consistía en asegurarles bajo nuestra honorabilidad y buena fe sacerdotal, que no sólo no los íbamos a entregar a los españoles, sino que los habríamos de defender de éstos y, si fuese necesario, nos dejaríamos matar por ellos. Ninguna de estas dos condiciones agradó a ambos hechiceros y en tanto ellos dominaran a los otros infieles, como caciques y tiranos, estos pobres diablos no tendrían el coraje de hacer nada sin el consentimiento de sus jefes, sabiendo muy bien que pagarían con sus vidas. Los tiranos estaban decididos a fortalecer su dominio.
Como las dos arriba mencionadas condiciones no tuvieron éxito, recurrimos a otra invención y argucia cristiana diciendo, que habíamos traído con nosotros gran cantidad de alfileres, agujas y otros regalos semejantes, y que no nos faltaban perlas y otros adornos femeninos para regalar a sus esposas. Además, dijimos, la misericordia cristiana nos obligaba a distribuir un poco de pan blanco entre sus hijitos; que teníamos cantidad de cintas y cordoncitos de seda, cuchillitos, vidrios de color y perlitas para brazaletes y collares para sus hijas; teníamos un sin fin de chucherías semejantes. Sería poco decente, por no decir vergonzoso, llevárnoslos otra vez, de balde, estos regalos que vinieron de tan lejos, desde España, atravesando los mares, y habría sido lamentable dejar morir a los pequeños angelitos inocentes durante el invierno, helados por el frío, mientras no nos faltaban géneros para ellos. Por lo menos, dijimos, traed aquí a vuestros pequeños, inocentes y afables angelitos, que queremos darles de comer, vestirlos y acariciarlos. A los infieles ya se les hacía agua la boca y sus corazones reían a la idea de recibir las cintas de seda de diversos colores, así que estaban prontos a traernos a sus chiquilines y a sus mujeres, estas pobres diablas. Mas Pedro Pucú vio el cebo y les dijo que esas cintas de seda eran lazos para llevarlos a los grillos y para entregarlos a los españoles, en una servidumbre intolerable; que no tenían que aceptar estos tratos que les quitarían la libertad, innata en todos los hombres. Dijo después con gestos iracundos y con la boca echando espumas: "Idos de prisa, si no queréis recibir algo diferente."
CAPITULÓ SÉPTIMO
Cómo los Padres festejaron el día de la Purificación de María entre los bárbaros. El hechicero Marcos, observando las ceremonias religiosas, se da por vencido, y se une a los nuestros.
ERA la tarde de la Candelaria. Cuando vimos, pues, que toda invención y argucia humana resultaron vanos, nos volvimos a Dios, recurriendo a la intervención de la purísima Madre de Dios, con toda confianza, para que ella, que puso al mundo a su Hijo como luz para la revelación de los pueblos, en el santo día de su fiesta de la Candelaria iluminara también a estos obcecados paganos y les encendiera la luz de la única y verdadera fe de la salvación, lo que sucedió, como resultará dentro de poco. Después que Pedro Pucú nos había mostrado el camino, no obstante todo ello, osamos hacer aún algo e inventamos la siguiente astucia: "Pedro, dije yo, ya que tú has vivido entre los españoles, sabrás por cierto, que en el día de hoy nosotros y todos los cristianos hacemos una gran fiesta, a saber, la de la Candelaria, de la Purificación de la Santísima Virgen María, Madre de Dios". (Los siervos de Dios hicieron lo mismo que el gran profeta Moisés, estando delante del Faraón, había pedido. El había dicho: tenemos que hacer una gran fiesta.Dimittenos, ut sacrificemos Domino in deserto. Permitidnos que podamos ofrecer en el desierto a nuestro Dios el sacrificio que le pertenece., Nuestros siervos de Dios tenían más suerte que Moisés. Lo que éste no pudo obtener del Faraón, los padres recibieron del tirano, pero no por la intervención de María, una hermana de Moisés, sino por la de la Santísima Madre de Dios, María.) El benigno lector escuche la astucia y se maraville. "Ahora bien, continuaron diciéndole los padres, no conviene que nosotros pasemos en silencio una festividad tan solemne: por otra parte, nos encontramos en tu tierra como viajeros y forasteros. Por eso te rogamos darnos tu autorización para que podamos realizar aquí nuestras devociones y, quedándonos hoy, cumplamos con nuestras obligaciones cristianas con respecto a la queridísima Madre de Dios." ¿Qué podía decir el bárbaro a esa solicitud tan cortés? Queriéndolo o no, se vio capturado por la inesperada gentileza de sus huéspedes desagradables; consintió y concedióles lo que le solicitaron. Sin embargo, tejió secretamente una traición, que no le resultó, como más tarde se verá. Para poder festejar este día de la Santa Candelaria de la manera más digna posible y, porque, por otra parte, no nos sentíamos completamente seguros entre estos bárbaros salvajes, que se estaban reuniendo siempre en mayor número y saliendo de los bosques con sus flechas puntiagudas llegaron poco a poco a unos cincuenta, ordenamos a los nuestros confesar todos sus pecados y arrepentirse de ellos y, dado el inminente peligro, recibir en este paraje desierto y abandonado el santísimo pan de los ángeles. Esto aconteció también y muchos de ellos hicieron una confesión general de toda su vida. Solemnizamos, pues, la fiesta de la Santa Candelaria con toda la pompa y fausto que podíamos. Preparamos velitas de cera que nos dieron las laboriosas abejitas de los bosques cercanos, las distribuímos entre nuestros indios, organizamos una procesión, se canto la misa solemne, se hizo una prédica, comulgaron nuestros indios y asistieron con gran devoción al servicio divino. Los espantosos y salvajes infieles, cubiertos con pieles de tigres y de lobos, estaban ahí con sus arcos, flechas, lazos y garrotes en las manos, pero silenciosos y decentes, enmudecidos y maravillados, al ver las ceremonias y el esplendor sacerdotal de la santa misa. Escucharon la santa palabra de Dios con la máxima atención, especialmente Marcos, el hechicero. Plugo al divino sembrador pues, que un granito de semilla evangélica cayera en la tierra, es decir, en el corazón de este bárbaro, y que diera frutos después. Para decirlo mejor, la santísima Madre de Dios quiso encender en el alma de este habitualmente corrompido mameluco una lucecita de su misericordia, y Marcos, impulsado por el Espíritu Santo, al terminar la misa habló a los suyos en estos términos: "La cordura nos obliga a someternos totalmente de una vez a estos santos padres, siguiendo profunda y rígidamente todo lo que ellos acaban de predicarnos de la fe cristiana, con tanto celo y con lágrimas en los ojos. No hablo del trato liberal y de los numerosos regalos que ellos distribuyeron entre nosotros, pobres y harapientos desgraciados, ni hablo de las grandes promesas que nos hicieron, de las seguridades ciertas de que nos defenderán de los españoles, lo que ellos fortalecieron con su palabra y honor sacerdotal. Todo eso constituye una verdadera señal de la afectuosa misericordia que ellos sienten por nosotros. Es harto conocido, y vosotros lo habéis experimentado en vuestra propia carne, con qué maldad fuisteis tratados por los españoles, cuántas veces escapásteis, y cuántas veces habéis sido buscados, encontrados y puestos de nuevo en dura servidumbre. No hay bosque tan tenebroso, espesamente cercado de espinas y abrojos, que ellos no hayan penetrado para arrastraros afuera; no hay montañas o rocas inaccesibles que ellos no hayan escalado; no hay cuevas tan profundamente excavadas por la naturaleza, donde ellos no os hayan seguido y sacado, y no hay campos tan largos y anchos, esteros y pantanos tan cenagosos, donde no os hayan descubierto. ¿Qué queréis mas? En estos montes hondos y desiertos pensáis estar seguros y libres de toda persecución, y a decir verdad, parece que la naturaleza misma había construído fortalezas para vosotros y os hizo casi invisibles; sin embargo, estos dos santos varones apostólicos, sin armas y poder bélico, encontraron nuestras huellas, nos buscaron y nos encontraron. ¿Con cuánta más facilidad no os encontrarían los perros de caza españoles, que todo lo olfatean, persiguen y agarran? ¿Queréis tener otra vez la cuerda al cuello y las cadenas de hierro a los pies? Y para que no penséis que todo eso no es otra cosa sino palabras vacías, dejad hablar a los niñitos de pecho, escuchad los lamentos de nuestras mujeres y mirad sus largas cabelleras arrancadas, recordad los fuertes apaleos que los españoles nos dieron como desayuno, los duros látigos y las vergas de bueyes con que nos sirvieron como almuerzo, las sórdidas chozas donde tuvimos que pasar las noches, después que nos echaran, como a los perros, a guisa de cena una galleta negra, insípida y dura como piedra: sí, sus animales comían mejor que nosotros, infelices esclavos. Y admitamos también que los soldados españoles no nos busquen y no nos capturen en éstos montes oscuros y entre estos duros escollos; pero, ¿quién nos dio el solvoconducto de que nuestros decididos y jurados enemigos tradicionales, los payaguáes y guaycurúes que siempre han combatido y vencido a la nación de los tobatines, no nos acosarán y hostigarán? Aún tiene que vivir con fuerza en vuestra memoria el recuerdo de la muerte de nuestros padres y hermanos que hace algunos años fueron devorados por los espantosos antropófagos payaguáes y guaycurúes. Termino, pues, mi discurso, y en vez de mis palabras dejo hablar a los desecados huesos de los muertos y a las calaveras sin cabellos, que unánimemente confirman que vosotros no estaréis seguros ni en las cuevas de los animales salvajes. Si esto es así, como en verdad no es de otra manera, y mis cabellos grises lo confirman, entonces seguidme, abandonad estos salvajes y oscuros antros, rocas abruptas y enmarañados, intransitables montes; que seamos hombres cuerdos y no bestias irracionales, que escapándose van huyendo de un bosque a otro. Estos santos padres, por puro amor de nuestras pobres almas no hesitaron en emprender un viaje tan largo y tan duro, pasaron a través de setos, espinas y abrojos, rocas y escollos para buscarnos, y por fin nos encontraron. ¡Hagámoslo, amadísimos hermanos!: sometámonos a estos santos padres. Yo seré vuestro baqueano y guía, y ni me separaré de vosotros ni os abandonaré, sino que os defenderé hasta la muerte." Hasta aquí habló el bárbaro. El otro hechicero, Pedro Pucú, le contestó de esta manera: "Marcos mío, tú predicaste para las estúpidas mujeres viejas, pero no para mí. Tus discursos son vanas imágenes del corazón de una liebre cobarde, más asidos a la idiotez que tomados de la verdad. Díme, ¿Dónde está el ánimo de tu floreciente juventud? ¿Dónde el corazón valeroso de tus antepasados? ¿Dónde la fuerza de tu arco y de tus flechas? ¡Qué vergüenza! Dejaste que se acercaran a tu alma con agujas y alfileres, que te capturaran con anzuelitos y te ataran y hechizaran con cintitas de seda. Y lo que es lamentable, es que entregas tus cabellos grises, a tu mujer y a tus hijos, a las manos de estos embaucadores (así llamaba él a los hombres de Dios) y por consiguiente a la eterna servidumbre. ¿Dónde están tu cordura y tu memoria? ¿No recuerdas los azotes y latigazos que, no los españoles o las autoridades del gobierno, sino estos impostores espirituales suministran diariamente a sus propios indios cristianos y bautizados, sin respetar ni a los varones viejos, maduros y de cabellos grises? Sus palabras son miel y azúcar, pero sus manos están llenas de azotes amargos y sangrientos látigos. El fruto no cae lejos del árbol: estos sacerdotes son como sus padres, insoportables y crueles tiranos que, crecidos de las mismas raíces, sólo buscan el modo de engañarnos para entregarnos por fin a sus parientes, como esclavos destinados a trabajos pesados. Y supongamos también que en el caso de quedarnos aquí, nos encuentren los sabuesos de los españoles. ¿Nos faltan, por ventura, garrotes y palos para darles la bienvenida y para despacharlos? ¿O es que, por acaso, nuestras puntiagudas flechas se volvieron obtusas, o que se aflojaron nuestros tensos arcos? ¿Tendrían que aterrorizarnos los mosquitos españoles, a nosotros, que hemos vencido a los crueles tigres y hemos sometido a las bestias salvajes? Y admitamos también que estos embaucadores no nos entreguen a los españoles, sus amigos y parientes; y digamos que mantuvieran su palabra y honorabilidad sacerdotal; pero sus propios indios y ahijados no aceptarán el pacto, y se vengarán de los terribles asesinatos que nosotros cometimos en los españoles, sus amigos. (Piense el benigno lector, cómo la justicia divina pone un gusano roedor en el corazón y en la conciencia hasta de los bárbaros más salvajes, ya que este mameluco estaba temeroso a causa de sus delitos). Aunque los padres nos perdonen las matanzas cometidas por nosotros, sus indios no cejarán y si en apariencia nos perdonaran, no podremos estar seguros de que, en lugar de nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos no se ahogarán en un baño de sangre. Ves, pues, mi viejo Marcos, que de ninguna manera es aconsejable y práctico someternos y entregarnos a estos impostores. Sin embargo, si alguien de vosotros fuese tan loco y descocado, que, no obstante todo, quisiese seguirlos, le digo ya desde ahora que no querré saber más nada de él; y si ellos, o aquellos que los siguiesen, tuvieran que volver otra vez para embaucarnos o para convencernos, vosotros lo haréis por vuestro riesgo, pero ellos, los padres, tendrán que pagar nada menos que con su vida". Aquí el hechicero Pedro Pucú terminó de hablar. A través de este charlatán el enemigo infernal empezó a atacar la semilla de la enseñanza evangélica que cayera en el corazón del viejo Marcos, pero esta tenía ya raíces bien profundas, desde que él decidió entregarse con los suyos y seguir a los siervos de Dios; como después los siguió realmente. Llamó a los suyos, los amonestó brevemente y se puso en marcha, dejando atrás un buen tramo de camino. Pero como era viejo y débil, y sus piernas se resistían a llevarlo al mismo paso que los padres en el viaje de retorno, se vio obligado a parar en una de las chozas que los bárbaros, como ya dijimos, abandonaron a la llegada de los padres. El maldito hechicero y tirano Pedro Pucú no pudo resignarse a la partida de Marcos y mandó a uno de sus dos hijos para decirle que le quitaría la vida, apenas diera un paso más. ¿Qué debía hacer el pobre viejo? Si continuaba lentamente su viaje, débil como estaba, el monstruo lo seguiría y lo alcanzaría fácilmente. ¿Se quedaba ahí? Entonces le remordería la conciencia, negándose a que la semilla evangélica se secara en su raíz. Sin embargo, dada la ausencia de los dos celosos varones apostólicos, no había bastante humedad espiritual y Marcos corría el peligro manifiesto de que la semilla se secara y muriese antes de brotar.
CAPITULO OCTAVO
Graves dificultades puestas en el camino de los padres misioneros. Solución animosa de las mismas.
EN esta situación se encontraba nuestra misión, y a pesar de que la labor y fatiga no estaban perdidas irremisiblemente, no había ninguna seguridad con respecto al tan deseado efecto y éxito feliz. Dos medios se presentaron para alcanzarlo: primero, la extremadamente fastidiosa paciencia, con la cual debíamos permanecer cerca de la toldería de los bárbaros, para atraerlos con nuestros regalos, a saber, de yerba paraguaya y tabaco, que son casi los únicos medios para convertir a estos indios del Paraguay. Segundo: podíamos echar mano a la medida ya tantas veces usada por los padres misioneros, la de arrestar con argucia espiritual a los dos cabecillas y mantenerlos encarcelados; y si la bondad sacerdotal no tuviese resultado, entregarlos al poder de los españoles, y ya que teníamos buena esperanza de que Marcos se sometiese, encadenar al caudillo Pedro Pucú como a un renegado que abandonó dos veces la Iglesia católica romana, el cual contrariamente a todo derecho eclesiástico y civil dio en cabecilla, cacique y tirano, se hizo bautizar dos veces, asesinó a muchos españoles, atacó y mató a tantos indios cristianos y destruyó tantas almas adquiridas con la cara sangre de Cristo, que hasta el día de hoy él había tenido escondidas en la noche y tiniebla de su incredulidad, las condujo a los oscuros montes y los hechizó con sus diabólicas brujerías y fue, contra toda naturaleza y los derechos de los mismos paganos, un espantoso asesino y verdugo sediento de sangre de sus mismos súbditos. Estos y otros importantes argumentos de semejante índole, movieron a nuestros celosos padres a usar otros medios y ya que la afectuosa palabra evangélica resultaba insuficiente para conducir a este horroroso monstruo a las puertas celestiales, o al redil cristiano, debía recurrirse al duro "compelle intrare", ordenado también por Cristo, y echarlo adentropor la fuerza. Usaron de este medio también otros padres misioneros, tales como el R. Padre Lucas Quessa y el P. Justo Marsilla, que atacaron por la fuerza a los tobatines, les hicieron la guerra y después los convirtieron a la fe de Cristo. Un ejemplo similar y reciente lo tenemos en nuestro Juan Moreyra, cacique de los Yaros, quien fue puesto en la libertad de los hijos de Dios a través de las cadenas de hierro que yo le hice aplicar (*).
Ya que no había ningún otro medio disponible, como dijimos, para ganarnos al delincuente Pedro Pucú, usamos la malicia. Pedimos socorro suficiente, y solicitamos más indios para atemorizar al tirano que confiaba demasiado en su arco y en sus flechas. Despachamos, por consiguiente, una carta al R. Padre Leonardo de Salinas, Superior a la sazón, y ahora, mientras escribo estas líneas, Rector del Colegio de Córdoba del Tucumán, rogándole que nos ayudara con ochenta indios y, al mismo tiempo, nos autorizara para que dos españoles, buenos conocedores de los montes y desiertos, pudiesen servirnos, disfrazados y vestidos con prendas indias, como baqueanos, para realizar el estratagema excogitado. El Reverendo Padre Superior y sus padres consultores opinaron que el proyecto era aconsejable y ordenaron a todos los padres misioneros orar en sus misas y rezos por el feliz éxito. Al mismo tiempo despacharon a los ochenta indios junto con dos jóvenes españoles. Fue indescriptible la alegría con que recibimos esta ayuda de fuerzas frescas: empezamos a practicar nuestro estratagema golpeando duramente el hierro mientras estuviese caliente. (....) Alejamos, pues, nuestras tiendas y el campamento de las chozas de paja de los bárbaros a una distancia que se podía recorrer en un corto día, para atacarlos durante una noche oscura. Cada indio tenía en la mano un asta de buey, llena de sebo (aquí no se conocen las leñas resinosas que arden tan bien), encendida a la manera de antorchas llameantes y todos marcharon a través del espeso y oscuro monte, con la intención de aterrorizar a los bárbaros, destruír sus chozas, apoderarse de sus arcos, flechas, piedras, hondas, palos y porras, capturar y mantener bajo vigilancia a los dos cabecillas, a Pedro Pucú y a su hijo; prometiendo la libertad a los otros bárbaros, regalarles alfileres y agujas, distribuir entre ellos generosamente tabaco y yerba paraguaya, y abrazarlos con toda amistad. En eso consistía el proyecto o ardid sacerdotal, con el cual empezamos a combatir las puertas del infierno y a echar al príncipe de las tinieblas de su imperio, ocupado por tan largo tiempo y contra todo derecho divino.
CAPITULO NOVENO
Las puertas del infierno se esfuerzan en trastornar el buen proyecto de los padres.
HASTA ahora se había formado la opinión de que esta misión no debía retroceder en su exitoso desarrollo ante las puertas del infierno. Sin embargo, desde hoy empezó el furibundo Cerbero a mostrar sus vengativos colmillos de tal manera que, no sólo puso a prueba todo su poderío infernal, sino que probó armar hasta al cielo contra nosotros. Después de dos meses de lluvias ininterrumpidas las aguas de los ríos y arroyos salieron de madre, y el 24 de Febrero, una vez que la gran luz del mundo había pasado el círculo de mediodía, del noroeste se levantó una espantosa tempestad. Las densas y negras nubes se reunieron y cubrieron el firmamento celeste; empezó a relampaguear y a tronar, y un rayo pasó sobre mi cabaña de paja, de manera que me volteó y por largo rato me quitó los sentidos y la conciencia. Cuando volví en mí, y por la especial defensa de mi ángel protector me encontré sano, mi primer y mayor cuidado fue el de averiguar cómo estaban las ovejitas que me fueron confiadas. Salí para verlos, y he aquí que una choza de paja de los nuestros estaba envuelta en llamas y once pobres indios yacían en el suelo. Uno estaba completamente deshecho por el rayo, mientras otro estaba moribundo e inconsciente. En esta terrible tragedia el tiempo no permitía hacer otra cosa, que absolver,sub conditione, de sus pecados, a los indios que estaban luchando con la muerte y suministrarles urgentemente la extrema unción, en vista de la inminente y manifiesta agonía, lo que se hizo también. Sacamos al indio moribundo de la choza y lo acostamos en el suelo desnudo, y hasta que la monstruosa tempestad no empezara a ceder, y el frío y el espantoso viento huracanado, junto con una contínua lluvia torrencial, dejaran de tratar despiadadamente a los pobres indios semidesnudos, no tuvimos otra cosa que hacer, que armarnos de una firme paciencia basada en la misericordia divina. El rayo había muerto a tres indios y un cuarto, llamado Matías, a quien yo conozco bien, quedó tan mal parado, que hasta el día de hoy no ha vuelto completamente en sí. La triste muerte de los tres indios causó en sus compañeros no sólo una natural contrariedad física, sino también, en sus ánimos, un fastidio, disgusto y repulsión a continuar la obra iniciada. Por consiguiente se pusieron a refunfuñar y a tener consejos secretos para hallar la manera de trastornar y echar al agua nuestro proyecto. La pusilanimidad ocupó el lugar de una fuerte decisión y no era nada difícil echar al suelo sus ánimos atacados y hostigados por tantas adversidades: ya que esta pobre gente, aún sin contrariedades y de por si, es pusilánime, con el corazón de una liebre, y la primera desgracia les quita todo el coraje. Uno de ellos, quien creía no poder resistir el miedo y el terror, habló al padre en estos términos: "¡Padre mío! Tú ves ahora claramente cómo hasta el cielo se resiste a nuestros proyectos: si tu labor y fatiga gastadas hasta ahora para ganar a los paganos hubiesen encontrado favor delante de Dios, todo habría marchado, sin duda, mucho mejor. Después de tantos días de cansador viaje, el penetrar en los montes tenebrosos después de haber vencido tantos peligros, pasando a través de bosques espinosos sin caminos, después de tantos días y tantas noches soportados con hambre, sed, calor y frío, no has ganado ni a un solo pagano; al contrario, con tu llegada a destiempo, los volviste, como lo hacen los tigres crueles, más huidizos y salvajes de lo que fueron antes. Hasta el tiempo se opone a tus designios, ya que las contínuas lluvias torrenciales no permiten que avancemos un paso más. Hemos consumido los pocos alimentos y abastecimientos que aún había, nuestras sacas y mochilas están vacías. No tenemos esperanzas de que venga algún socorro en estos desiertos y es imposible mandarnos abastecimientos por causa de la crecida de los ríos y arroyos. Por eso la modesta providencia requiere que volvamos atrás y no nos opongamos más testarudamente a los designios divinas. Porque, ¿qué otra cosa quiso manifestarnos el cielo irritado con la triste muerte de nuestros fieles compañeros, sino que nosotros, por medio de su muerte salvemos nuestras vidas? ¡Padre mío! Un argumento suficiente tendría que resultar para ti el hecho de que hasta el cielo se opone a tus proyectos, echándonos rayos, truenos y granizo, y hasta los cuatro elementos normalmente mudos, especialmente el fuego y el agua, nos gritan que debemos abandonar nuestro proyecto, volver atrás los pies y esperar una mejor y más feliz hora para poder llevar a buen término esta misión iniciada por ti". El indio dijo todo eso, cuyos argumentos parecieron fortalecidos y confirmados por el triste caso, como sigue.
CAPITULO DÉCIMO
Triste caso del baqueano español Pedro Benítez. Llega un nuevo socorro de ochenta indios y algunos españoles.
LA pusilanimidad de nuestros pobres indios, causada en su acobardado ánimo por la desgracia mencionada, aumentó aún más con el triste caso de nuestro noble y joven intérprete y baqueano español, Pedro Benítez. Este, como se relató al principio, se ofreció como guía de los nuestros, que no conocían estos desiertos y montes, y sin este acompañante difícilmente habrían podido llegar a los infieles. Cuando nosotros estábamos completamente decididos a capturar al cabecilla y mameluco, y para ese proyecto y finalidad solicitamos al Padre Superior una significativa ayuda de indios, este joven español obtuvo el permiso de hacer de capitán de los indios cristianos. Así que, según la oportunidad o necesidad, o si el asunto debía llegar a un ataque y combate cuerpo a cuerpo, él podía animar a los nuestros en la batalla. Vino entonces a nuestro campamento el mencionado noble español Pedro Benítez, montado en un brioso rocín. Apenas lo vimos, el animal indisciplinado, no soportando las espuelas, empezó a rebelarse y a encabritarse, y se volvió tan salvaje que volteó al noble caballero, que se dislocó un brazo y le asestó un golpe casi mortal en la sien. Nosotros, junto con los indios, corrimos para dominar al salvaje animal, pero este rompió sus aperos en pedazos, de manera que no pudimos agarrarlo. Corriendo a galope suelto, el animal dejó caer tras de sí, sobre el pasto verde, la espuma de su boca como señal de su furia bestial. Levantamos con amor cristiano al pobre caballero joven y lo curamos según nuestras mejores posibilidades. A pesar de que en dos meses le curamos las heridas, no fuimos capaces de reponer en su debido lugar el brazo dislocado, que salió de la juntura del hombro. Por eso tuvimos que mandarlo a casa, lo que los indios cristianos hicieron con amor edificante, y lo llevaron a hombros hasta su aldehuela. Después de este triste caso llegaron finalmente ochenta indios, una ayuda de gente fresca para los nuestros, que estaban agotados; junto con doce jóvenes españoles disfrazados de indios, que debían conducir al combate a los nuestros, y si fuese menester, exhortarlos y animarlos. Pusimos en marcha el ardid de guerra ya mencionado, a saber, atacar al hechicero Pedro Pucú durante una noche tranquila. Por eso nos retiramos de su campamento a la distancia que se podía recorrer en pocas horas y cuando vino la noche oscura favorable, como único medio para echar la red sobre la presa, los ochenta indios encendieron sus astas de buey llenas de sebo y gordura, que en vez de la resina ardían excelentemente y penetraron en el monte, para alcanzar las chozas de ramas de los bárbaros, caminando a través de la espesura. El Príncipe de las tinieblas, sin embargo, que estaba preocupado por perder su imperio hasta ahora tranquilo, informó inmediatamente a su buen amigo y confidente, el hechicero, de nuestra llegada. Por eso, el cacique, aún antes de que se levantara el sol, se escapó otra vez con los suyos. Pero aquel que conoce las cavernas secretas y los escondrijos de los animales, nos puso sobre las huellas de la presa, y nos la entregó, como se demostrará enseguida.
CAPITULO UNDÉCIMO
Al espantoso bárbaro Pedro Pucú mata la misma flecha con la que él atravesó el brazo de un cristiano. Hecho notable de un cristiano nuevo.
LLEGO por fin el momento en que la severa justicia de Dios apareciera en la escena e iniciara esta tragedia, dando órdenes al Vulcano infernal, para que éste trajera a los Cíclopes, sus ennegrecidos herreros, y entregara la flecha ya preparada, a la torva muerte que tenía su arco ya tendido. El blanco del alto arquero de piernas huesudas tenía que ser Pedro Pucú, junto con sus dos hijos. Como los bárbaros, después de nuestra llegada, como se dijo, se pusieron en plena fuga, nosotros ordenamos a los nuestros seguirlos de cerca y, en el caso de alcanzarlos, decirles primero, con buenas palabras, que los padres y hombres apostólicos vinieron a su tierra no con la espada, sino con la rama de olivo de la paz amistosa. Les dijimos también que si estos pueblos salvajes recurriesen a sus arcos y flechas, ellos tampoco tenían que dejar sus flechas en los carcajes. ¿Qué sucede? El bárbaro fugitivo Pedro Pucú, junto con sus dos hijos y sus combatientes, nadando como peces, cruzaron un río y los nuestros, tampoco perezosos, con arcos y flechas se echaron al agua y nadaron animosos tras la presa. Alcanzada la orilla opuesta, encontraron a los bárbaros en pleno plan de guerra. Les contaron la causa de su llegada, a saber, que fueron mandados por los padres con designios pacíficos, para conversar, y pidieron una resolución y contestación, como señal del cumplimiento de su embajada. Mas los bárbaros contestaron con una lluvia de flechas y el primero en tender la cuerda de su arco y en disparar la desafortunada flecha, fue el hechicero Pedro Pucú con sus malaconsejados hijos. Ya con el primer disparo hirieron a cuatro de los nuestros, uno de los cuales recibió dos flechazos. Los nuestros, que en vez de una modesta contestación vieron volar las flechas, se excitaron por la fresca sangre de sus compañeros, tomaron inmediatamente sus arcos y con gran coraje devolvieron los disparos a los paganos. El bárbaro salvaje Pedro Pucú, después de haber disparado mucho, se quedó con una última flecha, la hizo volar con gran furia, con tal suerte, que esta traspasó el brazo de uno de nuestros indios, residente en mi reducción de Nuestra Señora de Fe. Indudablemente, la Madre de la misericordia quería que el honor y alabanza de esta victoria fuesen únicamente suyas; reanimó al soldado cristiano herido, y como éste no tenía ya ninguna flecha, sino la que lo hirió, la sacó con especial coraje de su brazo herido, la colocó en su arco y la disparó contra Pedro Pucú. Tuvo tanta suerte que, como si fuese un David redivivo, le hirió rompiéndole mortalmente la sien. El monstruo, no obstante su grave herida, tomó las flechas de sus hijos y las disparó, una tras de otra, hasta perder sus fuerzas y, desangrándose por la herida recibida, cayó al suelo. Ahí yacía la torre de carne, Goliath, el gran Pedro Pucú. Los nuestros, verdaderos y celosos cristianos, más preocupados por el cuidado del alma que del cuerpo, a pesar de que él no había merecido tales obras de amor, decidieron traer prestamente el cuerpo cubierto de sangre hasta nosotros, para que pudiésemos disponerlo, a través de una sincera confesión, a la felicidad eterna. Mas, ¡qué destino y sentencia justa de Dios! Pedro Pucú no merecía la felicidad eterna. En el camino vino un indio de otra reducción y como aún escuchara algún estertor de Pedro Pucú, no pudo contenerse y lo mató atravesándole el corazón con una flecha con lo que lo mandó a la desgracia eterna. Sus dos hijos estaban mortalmente heridos y se supone que hayan seguido de cerca a su padre en el camino al infierno. Este era el fin y bien merecida muerte desgraciada del bárbaro Pedro Pucú, que aconteció como manifiesta venganza de Dios, corno se verá más adelante. Cuando nosotros llegamos por primera vez a las cabañas de hojas de estos infieles, vimos un crucifijo clavado en el suelo. Este crucifijo estaba bien tallado y ornado, y sin duda debió colocarlo ahí un español devoto, como señal de su primera llegada. En esta cruz vimos clavado un gran pájaro semejante a un águila, que tenía sus alas abiertas, como nuestro pobre Redentor y Salvador había tenido sus brazos en la cruz. El pecho del ave de rapiña estaba atravesado por una flecha. Cuando vimos esto, preguntamos a nuestros indios, qué debía significar el pájaro en la cruz. Ellos nos contestaron enseguida, que era cierta señal de mofa, con la cual Pedro Pucú, el mameluco, que había abandonado la religión cristiana, quiso burlarse del misterio de nuestra redención, y en vez de Cristo, el Redentor, clavó un ave de rapiña a la cruz. Además, dijeron los indios, por esta águila negra el hechicero quiso aludir también a los misioneros vestidos de negro, los cuales, con el crucifijo en la mano, vinieron a su tierra, semejantes a un ave de rapiña, para robar las almas; sin embargó, algún día pagarían este robo en la cruz, con su sangre. Esta era la burla a la cruz y al mismo tiempo una cierta amenaza del bárbaro, con la cual él había empezado a meternos miedo en cuanto a nuestros buenos proyectos. Pero nosotros volvimos más animosos que antes y él, con esta irrisión, cargó sobre su cabeza la venganza de Dios, como resulta de su infeliz muerte. Y ahora veamos, de qué manera continuó y terminó esta misión tan fatigosa.
CAPITULO DÉCIMO SEGUNDO
Tres pobres indias, junto con sus hijitos, se rinden a los padres misioneros
APENAS se había ido a Satanás, por su propia flecha, la maldita alma de este gran delincuente, cuando se abrió inmediatamente un extenso campo a la conversión de estos incrédulos. La misericordia divina quiso empezar con las débiles mujeres. Salieron del bosque y oscuro monte tres pobres indias con sus chiquilines inocentes en brazos, encontraron a nuestros indios y preguntaron dónde estarían aquellos padres que trajeron la verde rama de olivo de la paz amistosa en su tierra, y que vinieron para convertirlas a la verdadera fe. Los indios les dijeron que nosotros teníamos nuestras chozas de ramas ahí cerca y que buscarían la oportunidad para que ellas pudiesen hablar con nosotros. Una de las tres mujeres les contestó, diciendo: "Queridos hermanos, yo traigo aquí en brazos a un niño enfermo, fruto de mi amor, y temo mucho que se me muera. Yo había escuchado que vuestros padres trajeron consigo varios medicamentos para curar a los enfermos, por eso os ruego que me llevéis enseguida junto a ellos, para que mi hijo y yo, que está por morir, recibamos consuelo". Aquí hay que notar que nuestros indios, cuando llegaron por primera vez a estos bárbaros, les contaron, entre otras cosas, parte en verdad, parte como una fábula nacida en sus cabezas, que nosotros habíamos traído con nosotros una preciosísima agua fortificante y si rociábamos a algún enfermo con ella, éste se levantaría enseguida sano y salvo. (Ellos pensaban en las fuentes salvadoras del santo bautismo). Contaron además que nosotros teníamos el poder de hacer fructificar con ciertas bendiciones los campos estériles, alejar las tempestades y los granizos de las tierras de labranza, desterrar para siempre las voraces langostas, las hormigas dañinas, los insectos y gusanos. Estos y semejantes cuentos simples, más devotos que reales, dieron ánimo a los infieles para sometérsenos por fin aceptando la verdadera religión, como se verá dentro de poco. Cuando estas tres indias muy miserablemente vestidas y semidesnudas vinieron a vernos, no puede expresarse qué consuelo sentimos en nuestro corazón, ya que empezamos a recoger los primeros frutos de nuestra misión hasta ahora estéril. Estas tres mujeres tenían cierta semejanza con las tres santas mujeres, discípulas de Cristo, que ellas, sin conocer aún con su corazón e inteligencia al Redentor, lo habían anunciado a sus salvajes hombres, ya que estas pobres desgraciadas, embaucadas por el hechicero Pedro Pucú, creían que nosotros íbamos a entregarlas, junto con sus maridos, a los españoles. Cuando vieron con sus ojos lo contrario, se volvieron nuestras mejores propagandistas y hasta nos descubrieron todos los más secretos e íntimos proyectos de sus hombres, diciendo que éstos ya desde mucho tiempo atrás estaban listos a someterse a nosotros, y a aceptar la verdadera fe. Mas Pedro Pucú lo impedía siempre, haciéndoles creer que nosotros éramos impostores y traidores que vinimos vara entregarlos como esclavos a los españoles. Si esto no fuese así, ellos no habrían tenido ninguna oposición en convertirse totalmente a Cristo. Cuando la mujer nos dijo todo eso, llorando y temblando, y nos entregó a su hijito enfermo que tenía en sus brazos, para que lo curásemos, tomamos al chiquilín, lo envolvimos en un pedazo de lienzo y le dimos de comer un poco de pan blanco y lo cuidamos hasta que sanara y recuperara sus fuerzas perdidas. A su madre y a las otras dos indias les regalamos lienzo de algodón, en vez de las salvajes pieles de tigres y ciervos, perlas de vidrio para sus collares y aretes, alfileres, agujas, anzuelos para pescar y otras chucherías semejantes.
CAPITULO DÉCIMO TERCERO
Los nuestros conducen al viejo Marcos a los padres, que lo reciben amistosamente y lo aceptan junto con su hijo.
EN el capítulo séptimo hemos relatado cómo Marcos, que antes fuera hombre de confianza y compañero jurado de Pedro Pucú y ahora se había vuelto enemigo capital del mismo, había sido convertido por nuestros predicadores evangélicos, observando las ceremonias litúrgicas que nosotros habíamos realizado en la gran fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, o de la Candelaria, y cómo quería acompañar a los nuestros, pero, por su edad avanzada y fuerzas debilitadas, no pudo seguirnos y, mientras tanto, demoró en una de las chozas abandonadas por nosotros, con plena esperanza de que Dios misericordioso le daría los medios para llegar hasta nosotros y para aceptar la verdadera fe, lo que también sucedió, ya que despachamos a algunos indios para traernos al viejo Marcos. Los indios lo encontraron en la mencionada choza de ramas, cerca del fuego y lo informaron de la causa de su llegada y misión. El buen viejo, como un Simeón redivivo, esperando la redención de su pueblo, empezó a pedirles con la mayor alegría que sin perder tiempo lo condujeran a los padres, ya desde tanto tiempo deseados. Fue así que cuando Marcos llegó hasta nosotros, cayó de rodillas y pidió perdón por su anterior testarudez, originada más en su terror al horroroso tirano Pedro Pucú, que en su propia voluntad. Dijo que ahora estaba listo a abandonar su magia negra, a seguir el camino de la verdad y a someterse al dulce yugo de Cristo con todos los suyos; con la sola condición y excepción de que nosotros lo aceptáramos bajo nuestro favor y protección paternal y que de ninguna manera lo entregásemos a los españoles. ¿Había algo más fácil que eso? Le prometimos bajo nuestra fidelidad sacerdotal, que no sólo lo defenderíamos del gobernador español, sino que lo haríamos residente y ciudadano de nuestra reducción llamada Nuestra Señora de Fe. Para que él pudiese ver y reconocer que las palabras correspondían a las obras, le hicimos algunos regalos y ordenamos a algunos indios que lo condujeran a la población mencionada. Cuando estos indios llegaron con la presa, es difícil describir el alboroto y júbilo de los habitantes cristianos de mi reducción, cuando por fin vieron recogidos a los tan largamente esperados frutos de una misión tan dificultosa. Recibieron al querido viejo con gran alegría, lo aceptaron como residente y vecino y le dieron una casa. (... )
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