Después de la lluvia en el sur, el cielo había quedado limpio. Las estrellas eran más nítidas en aquella alta noche de Encarnación. Muy cerca de la Estación Pakukua, a orillas del río Paraná, el requinto de JUAN CANCIO BARRETO y la guitarra de EFRÉN "KAMBA'I" ECHEVERRÍA ignoraban la Semana Santa y desde sus manos de geniales intérpretes dejaban retozar los duendes que habitaban las cuerdas de sus instrumentos.
La farra era en el aserradero de Germán Ayala. Juan Cancio había llegado a ese lugar porque el anfitrión lo había invitado en reiteradas ocasiones y su compadre CARLOS MARÍA HEILBORN (conocido como Buby) le había regalado el maderamen para la casa que estaba construyendo en Lambaré. "Germán, concuñado de Carlos María, es el que debía darme la madera que yo le pidiera así mi construcción fuese de 20 pisos", recuerda Juan Cancio al referirse a lo ocurrido en 1977.
Sobre la medianoche las dos guitarras insomnes cabalgaban por un territorio poblado por múltiples melodías. Que esos dosseres musicales estuviesen juntos no respondía a un designio del azar. A los 11 años, en el Obraje de Puerto Naranja Hái jurisdicción de Choré, departamento de San Pedro- aquel niño que había nacido "por casualidad" -dado que sus padres habían huido del obraje de Puerto Delicia (Provincia de Misiones, Argentina) para que él pudiera nacer en Caazapá, valle de su padre, o Quyquyhó, tierra de su madre-, con la partera doña Cristeta en Asunción el 27 de mayo de 1950, se convertía en alumno de Efrén Echeverría.
"A mí desde los siete años me gustó la guitarra. Che gustaiterei voi. Por eso cuando mi padre, Rodolfo Barreto (don Pochó) me entregó a Kamba'i para que me enseñara a tocar fue algo inmenso para mí", cuenta Juan Cancio quien a partir de las enseñanzas de su maestro adquiriría un estilo muy personal para atrapar con el sonido de su requinto el corazón de su auditorio en los más diversos escenarios.
En medio de las hangadas, los vigorosos troncos de tajy, el canto de los pájaros, el rocío del alba, aquel niño akámbukumi fue desentrañando los primeros secretos de aquella caja sonora capaz de contener en tan reducido espacio un maravilloso universo de polcas y guaranias. Su preceptor era un hombre humilde y sabio: nota a nota, día tras día, iba sembrando en él su arandu ka'aty imposible de reproducir en palabras. El aprendiz captaba sus gestos y silencios como parte de un compartido manual de aprendizaje.
Ya con las alas fortalecidas, luego vendría el capítulo del quebracho en Fuerte Olimpo, sus amigos Chamacocos, curiosamente trilingües (hablaban su propia lengua, el español y el inglés) y otras postas de su itinerario de andariego.
Quizás la imagen del río siempre estuvo con ese Juan Cancio que iba creciendo en su arte. El Jejuí primero y después el Paraguay, con sus rumores, tuvieron que haberse quedado en algún recodo de su memoria y su sensibilidad de compositor. Por eso, en aquella noche encarnacena, el Paraná cercano al lugar donde celebraban la vida le entregaba secretas armonías.
"Como a la una de la madrugada salí de la sala donde estábamos. Llevé mi requinto y me senté sobre unos rollos. No muy lejos de allí veía el ajetreo de la balsa con los vagones en la ESTACIÓN PAKUKUA, en la zona baja de Encarnación. Ñasaindy pôrâ che mandu'a pe okypa rire (La luz de la luna brillaba luego de la lluvia). Para entonces ya tenía una melodía en mi mente. Era una polca vivaz que acabaría en un valsecito que reproduce la marcha del tren. Al volver, como en media hora, le pedí a Efrén que me acompañara en Sol mayor. Y toqué con él lo que acababa de hacer. Así nació la melodía de ESTACIÓN PAKUKUA que no tiene letra", concluye el autor.