Su cuerpo serpenteante, su viento con aroma de frutas de monte y su frescura habían quedado varados en su memoria. El río Jejuí —que nace entre las piedras del Mbaracayú y desemboca en el río Paraguay, más abajo de Puerto Antequera, tras cruzar el departamento de San Pedro— permanecía poco menos que intacto en los recuerdos del músico y compositor Guido Cheaib (nacido el 7 de junio de 1959 en Itacurubí del Rosario, departamento de San Pedro).
Pudo haber sido en 1996. Acaso un poco antes, un poco después. Guido viajaba con un amigo a Pedro Juan Caballero. El colectivo se detuvo en el puente sobre el Jejuí. Fue entonces cuando, de un solo soplo, recobró cuanto había experimentado en un cada vez más lejano recodo de su infancia.
“Ese es el río más bello del planeta Tierra. Sinuoso, lento o veloz según donde corra, jamás vi algo igual. Yo tendría nueve, tal vez diez años cuando me fui a pescar con mi padre al Jejuí. Por entonces, vivíamos en el Cruce Liberación, que es la puerta de entrada a Chore. Navegábamos en una canoa manejada con tacuara. Veía como una pintura las hangadas con su cargamento de rollos bajando hacía los puertos del río Paraguay. Eso es lo que se me venía a lamente”, rememora Guido.
Inmediatamente, como brotando del manantial de su pasado, una melodía se vistió de silbido y fue creciendo a la par del rumor del agua. Era el principio de lo que redondearía luego.
Por entonces, la carrera musical de Guido vivía uno de sus picos más altos: estaba a punto de viajar a Emiratos árabescon su hermana Elsa para hacer presentaciones musicales. Con ella, a los nueve años, había empezado a componer. Sumada a ellos Dilda, otra de las hermanas, conformaron “Paraguay 3”.
“Nuestros padres —Máximo Cheaib y Pabla Núñez, ya fallecidos— eran cantores. De ellos heredamos la vocación por el canto. Los diez hermanos cantamos”, cuenta el que con una formación autodidacta fue construyendo su camino dentro de la música. Después de ganar el Festival de Ypacaraí en 1980 con sus hermanas, alrededor de 1985, junto al poeta Ramón Silva, incorporó a la música paraguaya el tangará.
“Ese es un ritmo indígena, de la danza de los guaraníes Paĩtavyterã. En la música paraguaya, la melodía es de origen europeo. En cambio, el ritmo es autóctono. Lo que nosotros hicimos con el tangara es darle un ropaje melódico paraguayo. El ritmo puede ser un 6 x 8, 9 x 12 ó l2 x 8 según las exigencias expresivas de la obra”, explica para volver sobre la incipiente composición que había empezado en el camino.
“Ya en Asunción, tomé la guitarra y fui completando el esqueleto de lo que ya tenía. Le faltaba una parte que no podía hacer con el silbido: la rítmica, que es el tangara. En ese molde, al principio es lenta, luego la guitarra le hace un breve puente y la música es más rápida. Lo que describe es que en un largo trecho el río se desplaza con ceremoniosa lentitud. Al llegar a La Niña —un lugar de San Pedro— sin embargo, cabalga sobre piedras y es más veloz”, indica.
“Mis hermanas —como siempre— fueron las primeras que escucharon aquello que todavía no había bautizado con ningún nombre. Dilda fue la que dijo que la fuente de la obra eran mis recuerdos. Mandu’a la tituló ella y así quedó”, sigue relatando.
Algún tiempo después, la profesora Marisol Pecci armó una coreografía basada en tangarás inéditos. Una de ellas fue Mandu’a.
En su disco “Una guitarra en el crepúsculo” (2008), Guido grabó esta obra suya con orquesta. El silbido permanece como si fuera el agua que va copiando los recodos del Jejui milenario.
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MANDU'A
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