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Ricardo Migliorisi (+)

  «EL VERDADERO ROSTRO DE LA FELICIDAD». ACERCA DE RICARDO MIGLIORISI Y EL TEATRO - Por AGUSTÍN NUÑEZ - Domingo, 23 de Junio de 2019


«EL VERDADERO ROSTRO DE LA FELICIDAD». ACERCA DE RICARDO MIGLIORISI Y EL TEATRO - Por AGUSTÍN NUÑEZ - Domingo, 23 de Junio de 2019

«EL VERDADERO ROSTRO DE LA FELICIDAD». ACERCA DE RICARDO MIGLIORISI Y EL TEATRO

Especial: Ricardo Migliorisi

 

Por AGUSTÍN NUÑEZ

 

arcangel134@yahoo.com

Lo conocí cuando ambos cursábamos el segundo año de secundaria en el colegio de San José. Aunque estábamos en secciones separadas, coincidíamos en los recreos y también, semanalmente, en los cines. Así empezó nuestra amistad. Hablando de esa pasión que nos unía: el cine. Era un muchacho callado y, hasta cierto punto, temeroso. Venía del colegio Dante Alighieri, y yo pensaba que, como muchos otros, no duraría en el San José. Al cabo de un tiempo, con temor, me confesó que estaba estudiando dibujo y pintura en el taller de Cira Moscarda. El año anterior yo había intentado estudiar en el Instituto de Bellas Artes, del cual salí despavorido, huyendo de profesores cuadriculados y dictatoriales. Ese fue otro secreto compartido, ya que el común de nuestros compañeros veía el arte como algo inútil, propio de maricones. Me prometió presentarme a su profesora, similar, según él, a un duende. Y pude comprobarlo pronto cuando ella, con encanto de duende, me cautivó. Al año siguiente se unieron las secciones, fuimos compañeros, y empezaron sus primeras exposiciones colectivas y las burlas de los compañeros sobre su obra. «¿Este piensa que sus cuadros alguien va a colocarlos en su sala?», «¡Esas latas y varillas él dice que son una escultura, pero parecen el sombrero de Napoleón!», «Siempre dije que ése del Dante es medio rarito». Por supuesto, en una sociedad machista alguien así debía ser apartado y, ¿por qué no?, castigado, volviéndolo objeto de burla. Fuera del colegio, empezamos a encontrarnos para estudiar y preparar tareas. Y así encontramos nuevos amores compartidos: el teatro y la literatura. Recuerdo la primera vez que lo visité. En la sala de su casa había una bellísima pintura de una mujer desnuda acariciando a un caballo blanco. El único antecedente similar en Asunción estaba en la sala de la casa de la profesora de inglés, Elsy Rooth, algo muy criticado por sus alumnos, que en su caso, sin embargo, lo comprendían, ya que ella era «gringa» y «allá la gente es distinta». De pie ante la imagen, quedé mudo, extasiado, pese al sentimiento de pecado que podía despertarme. «¿Te gusta?», me preguntó Ricardo. «Lo pintó mi mamá». Sonreí y le confesé que mi mamá también pintaba. Pero, añadí, bodegones, y hasta una hermosa imagen de Santa Teresita del Niño Jesús. Él, lejos de burlarse, me dijo que cada cual pinta lo que le gusta, y que todo sirve. Una vez más me demostraba su libertad mental. Fue un tiempo de mucho estudio, entre risas, intercambios de novelas, discusiones sobre películas e idas al teatro. Gran parte del tiempo la pasábamos en su casa. Y otra parte en la mía, donde mi familia lo adoptó como uno más. Con mi hermana Marta se hicieron grandes amigos, ya que ella compartía nuestros intereses. Más tarde se nos unió otro compañero, Ricardo Díaz Peña, que por varios años se volvió un miembro valioso de esa particular sociedad. De pronto, ¡la sorpresa! Me comentó que una chica lo había contactado por teléfono y le había propuesto ser su novia. ¡Hablaban todos los días, y él estaba feliz! Hasta que un día se dio el encuentro, en el apartamento de la abuela de la joven, que vivía en los altos de Casa Lobo, sobre la calle Palma. Me contó que lo invitó a subir, que hablaron y se rieron mucho y que, al despedirlo, le dio un furtivo beso y luego cerró la puerta de calle y nunca más supo de ella. No obstante, de tanto en tanto, la recordábamos.

De pronto, irrumpieron en el ambiente paraguayo los primeros atisbos del hipismo, sacudiendo polvareda y convirtiendo a Ricardo en uno de sus más fieles seguidores. Se sumaron con fuerza a nuestro universo sonidos maravillosos, himnos de paz y amor que paliaban tanta persecución y violencia urbana. Nos graduamos de bachilleres y decidimos estudiar arquitectura. En la facultad, nuevamente pertenecimos a cursos distintos pero nuestra relación se fortaleció a partir de la creación del grupo de teatro Tiempoovillo, conformado básicamente por estudiantes de esa carrera. Fue un momento estelar en el que coincidimos un grupo de jóvenes dispuestos a jugarnos hasta las últimas consecuencias en escena para expresar nuestro punto de vista ante esa sociedad que nos tildaba de «grupo maldito». Salimos del espacio escénico convencional, nos nutrimos de Grotowsky y Artaud (en esa época desconocidos en el país), experimentamos nuevas maneras de formación actoral, la visualización poético-agresiva fue constante en nuestros espectáculos y Ricardo se volvió nuestro norte y apoyo. Teníamos vastos sectores de la sociedad en contra. Nos cerraban las puertas para los ensayos, nos trataban de drogadictos, satánicos, depravados, «reventados», promiscuos... Solo Abelardo de Paula Gómez se jugó por nosotros al brindarnos el espacio de la Misión Cultural Brasilera. Afrontamos mil percances y Ricardo fue de los más fuertes para enfrentar el repudio y la crítica. El maltrato y el rechazo social sufridos en la niñez y la adolescencia lo habían templado a fuego para seguir la travesía contra viento y marea. Y así, en 1973 iniciamos con Tiempoovillo un largo y maravilloso peregrinar por gran parte de Latinoamérica. Creo que para todos los integrantes del grupo fue una de nuestras mejores y más ricas experiencias. Hicimos teatro en salas cubiertas de mármol y en caseríos donde actuábamos con el barro hasta las rodillas. A veces, los niños subían al escenario a pellizcarnos para ver si éramos reales o muñecos. Ricardo reía y curtía a plenitud cada momento. Vivíamos en comunidad y nos turnábamos para hacer las tareas. Confieso que Ricardo y yo éramos los peores cocineros, a tal punto que en El Salvador tuvimos que cortar los fideos con cuchillo en panes. Pero, eso sí, la regla era no quejarse. Terminó la gira luego de un año y medio. Nos despedimos con mucha tristeza y con la promesa del reencuentro. Ricardo fue por un tiempo a Honduras, donde participó en proyectos importantes que incluían a la gran actriz mexicana Carmen Montejo. Luego fue a México, invitado por ella. Al cabo de un tiempo, lo llamé a Colombia para conformar el grupo de Actores Estudio. Allí seguimos, inseparables, actuando en varias obras y dirigiendo otras, recorriendo todo el país. En 1975, Y… ¡se me dio la gana!, dirigida por Ricardo, recibió el premio Mejor Espectáculo, otorgado por la crítica. El siguiente paso fue celebrar nuestra amistad con un espectáculo, ¡Gracias por su ausencia!, elaborado sobre partes de nuestras vidas combinadas con fragmentos de obras que habían significado momentos importantes en nuestra vida teatral. Con ella volvimos a Asunción, para luego radicarnos por unos años más en Colombia.

Él regresó a Paraguay un tiempo antes. Yo, luego de la caída de la dictadura. Coincidió con el regreso de Roa Bastos, que nos indujo al estreno mundial de Yo, el Supremo, la obra con mayor asistencia de público en la historia del teatro nacional. Y fueron siguiendo muchas otras. En los últimos años, Ricardo priorizó su labor en las artes plásticas, sin dejar de estar presente cada vez que el teatro lo solicitaba. Fue el visualizador de casi todas mis obras, aún las realizadas en Colombia y Estados Unidos. Aceptó ser docente de Diseño de Vestuario en El Estudio, como un acto de retribución de amistad, ya que era temeroso a exponerse a hablar en público. Asesoró a Teresa González Meyer, ex Tiempoovillo, en la elaboración de la memoria del grupo. Infelizmente, en el momento de su lanzamiento, él ya estaba internado. En nuestras últimas charlas, le conté de un espectáculo que quería hacer el año entrante, sobre su vida y su obra. Al comienzo se sintió sorprendido; luego la idea le fue seduciendo, hasta apasionarle. Hoy, sin mi compañero de vida, sigo con el firme propósito de festejar en esa obra todo lo maravilloso vivido en su compañía. Es una promesa. En la escena final de ¡Gracias por su ausencia! un actor, en su camerino, se mira al espejo, dispuesto estratégicamente para reflejar al público, mientras se va sacando el maquillaje, y dice:

–¿Estás ahí otra vez? ¡Estoy cansado de verte cada día! Desde ahí, mirándome, sin decir nada... ¿No te cansas de verme? Tal vez un día encontremos reflejado, de tu lado y del mío, lo que tanto buscamos: el verdadero rostro de la felicidad.

 

 

 

Agustín Nuñez (a la izquierda) y Ricardo Migliorisi (a la derecha) en "Gracias por su ausencia!"

(Bogotá, 1977)

 

 

Ricardo Migliorisi (derecha) como Abuela Desalmada en "La Cándida Eréndira", Teatro Arlequín. 1988.

 

 

 

Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Edición Impresa del Domingo, 23 de Junio de 2019

Página 3

www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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