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HÉCTOR FRANCISCO DECOUD (+)
  VIA CRUCIS - (MUJERES EN LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA) - Escritos de HECTOR F. DECOUD - Año 1991


VIA CRUCIS - (MUJERES EN LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA) - Escritos de HECTOR F. DECOUD - Año 1991

VIA CRUCIS (MUJERES EN LA GUERRA DE LA TRIPLE ALIANZA)

Escritos de HECTOR F. DECOUD


Antes de hablar sobre el éxodo de la población asuncena, en su faz general, pediría la benevolencia del lector, para singularizarme, especialmente, en lo que concierne a mi madre, tanto en homenaje al amor materno, cuanto por considerar que el acto cometido con ella, hería más honda y cruelmente, no sólo su persona misma, sino que también, los afectos y vínculos más nobles y sagrados, en su doble calidad de madre y esposa.

En efecto, entre las distinguidas familias asuncenas, que, bajo la infamante inculpación de traidoras (Eran todas aquellas cuyos padres, esposos, hermanos, hijos, etc., se habían alistado en los ejércitos aliados, o que habían caído prisioneros en poder del enemigo y, más tarde, todos los deudos sobrevivientes a los sacrificados en San Fernando, Itá Ybaté, etc. con motivo de la supuesta gran conspiración.), soportaron la vía crucis, la primera lo fue la señora Concepción Domecq de Decoud, esposa del coronel Juan Francisco Decoud, y madre de Juan José, José Segundo, Adolfo, Constancia, Eduardo, Héctor Francisco, Concepción y Diógenes Decoud. Los tres primeros y el último, fueron llevados sucesivamente a Buenos Aires, antes de la guerra, para ser educados.

Apenas había comenzado la guerra, cuando, una tarde, la policía le notificó a la señora Domecq de Decoud, para que se preparase a partir a Humaitá, al día siguiente, en el vapor nacional Ypora.

-¿Y mis hijos con quién quedan? -le preguntó la señora de Decoud.

-Tengo orden de enviarlos en compañía de Ud., -fue la contestación que recibió.

Al día siguiente, muy temprano, se presentó a la casa de la señora de Decoud, Oliva entre 14 de Mayo y 15 de Agosto, el juez de paz de la Encarnación, Escolástico Garcete, acompañado de un amanuense y tres policianos y, con imposición brusca e imperativa, la sacó a la dueña de casa y a sus hijos, criaturas entonces, y, luego, cerró las puertas, se incautó de las llaves y procedió a lacrarlas y sellarlas una por una. Hecho esto, dispuso la conducción de toda la familia al puerto.

Por delante caminaba Constancia, que era la mayor, seguida por Eduardo y Héctor Francisco, precedidos por la madre de todos ellos a la que acompañaba Concepción, formando un grupo que marchaba llorando amargamente. Los tres policianos; iban detrás, incitando a apresurar la marcha.

Por todo el trayecto salían los dueños de casa a informarse de los llantos que oían y se encontraban con un cuadró lastimoso que los hacía estremecer y prorrumpir también en desesperados llantos presagiando desde ya la triste suerte deparada a esta distinguida familia, víctimas inocentes del implacable odio del Caraí. (Traducción literal, señor, en sentido general; pero con referencia a la personalidad del mariscal López, equivalía a señor, dueño de vidas y haciendas.)

 

Dos días después de llegar a Humaitá, la señora Concepción Domecq de Decoud, fue conducida por una guardia ante un consejo de guerra, cuyo fiscal era el coronel Silvestre Aveiro, y uno de los jueces, el general Vicente Barrios. Sometida a un riguroso interrogatorio, nada de lo que deseaban, pudo obtenerse de ella. No era posible que una señora, ajena completamente a los asuntos de estado, estuviese al corriente de ellos y, mucho menos, de los planes de guerra de los enemigos, como lo pretendían sus jueces, sospecha a que les inducía el solo hecho de residir en Buenos Aires su esposo, el coronel Juan Francisco Decoud, pretexto que sirvió para el encono y ensañamiento contra su indefensa familia.

Aún así, el interrogatorio duró muchos días, hasta que, al fin, una mañana el coronel Aveiro, acompañado de otro jefe militar, se presentó a la señora de Decoud, que seguía con todos sus hijos en calidad de presos en la proa del Ypora, y le notificó una sentencia, cuyo contenido nunca pudo saberse, porque no se le enteró de ella, pero se deduce que fue de muerte, a estar por lo que siguió después. Luego el coronel Aveiro, le aconsejó a la misma señora, que lo viese al obispo Palacios que, seguramente, desempeñaba altas funciones secretas relacionadas con las del consejo, y le solicitase que intercediera por ella ante el mariscal López, en el sentido de obtener el perdón de sus malas acciones para con la patria, única manera de salvarse de la terrible sentencia que, de un momento a otro, se cumpliría fatalmente.

A juzgar por la manifestación del fiscal Aveiro, en la carta que éste dirigiera al autor de esta obra..., el obispo Palacios y el general Barrios quisieron que la señora de Decoud fuese sometida a torturas, a fin de arrancarle respuestas afirmativas a las preguntas del interrogatorio, y que aquel se opuso a semejante procedimiento. Sin embargo, más tarde no tuvo escrúpulo para mandar aplicar a muchos y hacer él, personalmente, con sus propias manos, castigos corporales a la desgraciada madre del mismo mariscal López.

¡Ironías del destino!

La señora Domecq de Decoud se entrevistó entonces con el obispo Palacios, y éste le hizo firmar una solicitud de gracia, en los términos indicados por el coronel Aveiro.

El mariscal López le conmutó la pena a que había sido condenada, por la de diez años de confinamiento en el Chaco, cuya notificación le hizo el capitán Vicente González, quien, en el acto, le intimó a que hiciera una manifestación pública, declarando que renegaba de su esposo e hijos, que se encontraban fuera del país, si es que, a su crítica y angustiosa situación, prefería su libertad. La señora de Decoud, con visible indignación, reflejada en su rostro y ademanes, dijo que no lo haría, porque a su conciencia le repugnaba tener que ofender a Dios, nuestro Señor, y que, más bien, estaba resuelta a sufrir y hasta perder la vida antes de abjurar de su fe cristiana, encarnada en su esposo e hijos.

En la misma tarde en que fue notificada la señora de Decoud una canoa con ocho soldados remeros, se encargó de conducirla solita al Chaco, es decir, sin ninguno de sus hijos. Estos continuaron presos en la cubierta de proa del Ypora.

Indescriptible fue la escena que se produjo en la escalera de desembarco, en el acto de la separación de la madre de sus hijos.

El capitán Ortiz que mandaba el Ypora, se vio obligado entonces a ordenar imperativamente a cuatro soldados, que cada uno se encargase de desprender por la fuerza a los hijos fuertemente agarrados de la madre (...).

La señora de Decoud fue llevada al Chaco, frente a la batería Londres, a poca distancia del extremo de la punta de la cadena, tendida bajo el agua del río para impedir el pasaje a los buques de guerra enemigos. Allí se le construyó un rancho ligero con techo de paja y paredes de cuero. Una frazada que llevó, le servía de cama y abrigo. Su alimentación se reducía a la sobra escasa dejada por los soldados que la custodiaban. En este rancho permaneció un largo tiempo, después, fue transportada a Guazúcuá, de donde, al cabo de otro lapso de tiempo la llevaron al paraje conocido por Ñuatí, jurisdicción del departamento de Paraguarí. Aquí estuvo hasta diciembre de 1863, para luego trasladarla a Piribebuy y, finalmente, a Yhu, siempre bajo rigurosa vigilancia.

Poco después de su llegada a Yhu, fueron llegando también sucesivamente una infinidad de familias, nacionales y extranjeras, la mayor parte asuncenas, todas confinadas, como se ve más adelante.

Los cuatro hijos, tres criaturas entonces, continuaron presos a bordo del Ypora, hasta unos días antes del combate de Riachuelo (11.VI.65), en que fueron desembarcados y conducidos a la mayoría. (Se encontraba al lado de la casa del mariscal López.)

De aquí fueron enviados a Apuhá (Nombre dado al conjunto de unas pocas casas que fueron levantadas como plantel para la formación de un pueblo.), distante unos 700 metros, siempre bajo estrecha custodia. 

Una tarde en que el mariscal López, acompañado de su estado mayor, pasó por frente a la prisión de estas criaturas traidoras (Así se les llamaba) una de ellas, Héctor Francisco, le salió al encuentro y, después de pedirle la bendición, como se acostumbraba hacer entonces a los padrinos, le rogó que lo llevase consigo, para así poder matar a los cambaí, expresión corriente que tanto le halagaba.

El mariscal López le contestó que lo haría poner en libertad y lo mandaría a la Asunción para entrar a la escuela. (Es patético que un niño de 12 años (el hecho ocurrió en 1867) tenga que adular al perseguidor de su familia; lo cierto es que, mientras Concepción Domecq de Decoud recibió el tratamiento de traidora y tuvo que ir a Yhu y Espadín, sus hijos merecieron mejor tratamiento mediante la actitud de Héctor Francisco (aún así, murieron dos de ellos: Eduardo y Constancia). por otra parte, Héctor Francisco (1855-19 ), fue ahijado de bautismo del entonces general Francisco López. La desgracia de la familia vino después, en 1857, cuando dos tíos de él fueron fusilados y su padre tuvo que exiliarse en la Argentina para salvar la vida. La esposa y los cuatro hijos del coronel Juan F. Decoud, que habían quedado en Asunción, tuvieron que expiar la culpa de aquel, que se encontraba en Buenos Aires; se los castigó a causa del parentesco con el organizador de la Legión Paraguaya.)

 

A consecuencia de los malos tratos que sufrió la hermana Constancia, tanto a bordo del Ypora, como en Apuhá, murió pocos días después de regresar a Asunción.

Eduardo fue reclutado para el servicio militar, y acompañó al mariscal López, hasta Cerro Corá, en donde murió de hambre. Héctor Francisco y Concepción fueron destinados a Valle Pucú, jurisdicción de Areguá, de aquí a Piribebuy y después a Ajos, de donde fue reclutado el primero y traído a San José, escapándose poco después, con un compañero para no caer en poder de los cambá, cuando fue abatida la plaza de Piribebuy.

Antes de llegar a Ajos, fue alcanzado y hecho prisionero por el sargento mayor Adolfo Saguier, que, al frente de un escuadrón de caballería brasilera, se dirigía a aquel pueblo.

  

EVACUACIÓN DEL SUR DEL PARAGUAY (1866 - 1868)

  

La peregrinación del pueblo paraguayo, durante la guerra con la triple alianza (1865-1870), comienza, propiamente, con la evacuación de las poblaciones situadas sobre el río Paraná, con motivo de las noticias recibidas por el mariscal López, de que el barón de Porto Alegre, al frente de una división de 12.000 hombres, con 13 cañones rayados, había salido de Río Grande en dirección al Paraguay, con el propósito de cruzar el Río Paraná por Candelaria, e internarse hasta la Asunción. Los habitantes y haciendas de estas poblaciones, fueron retirados: las próximas a Humaitá, al norte del Arroyo Hondo, y las más lejanas, a las Misiones.

Pocos meses después, se recibió aviso en el ejército paraguayo, de que una columna enemiga de 10.000 hombres, la mayor parte de caballería, bajo el mando del general Osorio, se proponía atravesar el Río Paraná en Encarnación, y avanzar hasta la Asunción. Se hizo entonces extensiva la evacuación a todos los pueblos de las Misiones, así como a los que se encontraban al sur del Tebicuary, debiendo venir a establecerse al norte del mismo.

Los habitantes de todos aquellos pueblos y las haciendas fueron repartidos desde Caapucú, hasta Paraguarí y los pueblos intermedios: Acahay, Ibycuí, Quyquyo, Mbuyapey e Ybytymí; y los cercanos a Encarnación, tales como Carmen, Cangó, etc., desde Caazapá hasta Villa Rica.

Tan luego como los aliados se pusieron en marcha para Tuyu-cué. (octubre de 1867), el mariscal López impartió sus órdenes para que todos los habitantes y haciendas del departamento de Ñeembucú (Villa del Pilar), se trasladasen al norte del Tebicuary.

Sitiado Humaitá, el jefe de la plaza, viendo que las provisiones de boca se agotaban, mandó pasar al Chaco las 900 mujeres que se encontraban dentro, las cuales pertenecían a una partida de las que habían sido repasadas del norte del Arroyo Hondo. Estas mujeres, con sus criaturas y muchos ancianos y ancianas, siguieron la misma trayectoria del mariscal López hasta San Fernando, de donde fueron internadas al norte del arroyo Pykysyry.

Una mitad de toda esta gente murió en esta vía crucis de hambre, penurias y privaciones de todo género, desde que no tenían cómo alimentarse ni adquirir para sus ropas, pues, apenas habían podido sacar de sus casas solo lo que llevaban puesto. La otra mitad, que tuvo la suerte de sobrevivir, agregada a las poblaciones de Ñeembucú, y de las Villas Franca, Oliva y Villeta, fue remitida en dos grupos, a Caacupé, a fin de que fuesen distribuidas en los departamentos circunvecinos de aquella parte de la Cordillera, con recomendación de que se ocupen en sembrar toda clase de legumbres.

  

LA MILITARIZACIÓN DEL PAÍS

Las 500 mujeres que se encontraban bajo el amparo de las fuerzas que cubrían las baterías de Angostura, cuando la rendición de ésta, y otros cientos más, y, tal vez, mil, que cayeron en Tororó, Abay y Lomas Valentinas (1868), se vieron obligadas, a falta de medios de subsistencia, a agregarse a los ejércitos aliados y seguir con ellos hasta la Asunción.

La mayor parte de estas mujeres, si no todas, procedían de los campamentos del ejército paraguayo, en donde iban a atender a sus padres, hermanos, hijos, esposos, etc. Desde Paso Pucú, se les mandó construir viviendas.

El historiador Thompson, al referirse a este asunto, dice:

Las mujeres del campamento tenían a su disposición una hilera de ranchos en cada división, y, en Paso Pucú, había dos grandes aldeas de estás casuchas. Tenían sargentas nombradas por ellas mismas, que eran responsables del orden. Las mujeres podían recorrer libremente todo el campamento, excepto en el tiempo de cólera, que no se les permitía separarse de sus divisiones. Al principio no podían permanecer en los cuarteles después de la retreta, pero, hacia el fin de la guerra, esta orden fue abolida. Asistían a los hospitales, y lavaban la ropa de sus esposos. No podían dejar el campamento sin un permiso especial firmado por Resquín. No se les repartía raciones, y tenían que vivir con lo que les daban los soldados.

Para seguir adelante, conviene conocer lo siguiente:

Que desde 1868, ya no había quedado, ni aún en el último escondrijo del Paraguay, un solo hombre apto para empuñar las armas, que no estuviese en los campamentos al servicio del mariscal López. Fue entonces que se resolvió la organización de batallones del sexo femenino en toda la república, formándose de todas aquellas que estaban en condiciones de cargar un fusil, comenzando por la capital, como estímulo para las demás.

Llamadas que fueron, se alistó el número necesario para la formación del primer batallón de infantería, el cual fue bautizado con el nombre de voluntarios, cuyo cuerpo recibió inmediatamente la primera instrucción, en la plaza de armas.

Pero, inesperadamente, y a pesar del más grande entusiasmo reinante entre las voluntarias, por disposición del caraí, fue disuelto.

Masterman, refiriéndose a la formación de este batallón, dice:

 

A principios de este año (1868), se formaron efectivamente varios regimientos de mujeres. Sus servicios eran, por supuesto, voluntarios; pero no se necesita recordar al lector lo que eso significaba en el Paraguay; hubo momentos en que se esperaba verlas marchar al ejército, pero después de adiestrarse por algunas semanas en los ejercicios militares, la idea fue abandonada. Este hecho ha sido objeto de muchos comentarios y ha sido negado igual número de veces, pero yo doy fe de su verdad. Tengo en mi poder una lista impresa con los nombres, sesenta por todo, empezando con el de Juana Tomasa Frutos, y terminando con el de Brígida Chaves, y encabezada: Lista nominal de las señoritas que se ofrecen para tomar las armas. Doña Carolina Gill, antigua amiga mía, era capitana de una compañía. (Jorge Masterman, citado, página 198)

Hago constar pues, que desde este año de la guerra, la población no combatiente de la república se encontraba reducida puramente al sexo femenino, ancianos de ochenta y más años, criaturas menores de once a doce años y sordomudos, paralíticos, ciegos, etc.

 

EVACUACIÓN DE ASUNCIÓN (1869)

 

Enterada la población asuncena del bando que ordenaba la evacuación de la capital... toda la noche de ese día, lo pasaron en una intensa y febril actividad, arreglando sus ropas y utensilios más indispensables y fáciles de llevar en la jornada a emprender; y, en previsión de lo que pudiese ocurrir, algunos enterraron, bajo tierra, el dinero amonedado que aún conservaban, junto con el resto de las alhajas y piedras preciosas que les habían quedado después de la entrega obligatoria de todo lo más preciado que tuvieron para la fabricación de la famosa espada y el álbum de oro que fueron regalados al mariscal López. Gran parte de aquellas más primorosas joyas fueron a parar en la bolsa de madame Linch de Quatrefages.

 

No bien hubo amanecido el día 23, cuando las familias pudientes que no habían enterrado sus alhajas y dinerito, corrieron a la legación de los Estados Unidos de Norte América y a los consulados de Francia e Italia, únicos que existían en el Paraguay, y entregaron, en calidad de depósito, todo bien empaquetado, lacrado y escrito a tinta en la parte superior, el nombre del depositante, pues, tanto la legación como los consulados, se habían negado a otorgar recibos.

Mientras tanto, por todas las calles de la Asunción, se veían a grupos de mujeres y criaturas de todas las condiciones sociales, con sus atados, dirigiéndose hacia las afueras, camino a Luque.

En muchos de estos grupos, llamaban la atención, ya un octogenario u octogenaria, ya un tullido, ya en fin, una enferma, etc. conducidos por sus hijos, sobrinos, menores de edad o parientes, en carritos de mano, camillas o hamacas colgadas de un palo, cuyos extremos descansaban sobre los hombros.

No faltaban también ancianos, enfermas medio paralíticas, ciegos, etc. que iban caminando sin más apoyo que un báculo, o guiados por un lazarillo.

Todos estos cuadros constituían escenas de dolor, que sólo el que los ha presenciado, puede apreciar, en toda su intensidad, la triste y desgarradora impresión que produce semejante espectáculo conmovedor.

Las familias pudientes que no estaban acostumbradas a tales marchas, no pudieron resistir y mientras unas habían llegado a las orillas del Campo Grande, otras apenas habían alcanzado la Recoleta, viéndose obligadas a pernoctar en el sitio en donde el manto oscuro de la noche les había sorprendido. La que más había caminado este primer día, no pasó de una legua y cuarto.

En ambas orillas del camino de la Recoleta al Campo Grande, se extendía esa noche, a manera de una interminable sábana desplegada, el apiñado grupo de casi toda la población asuncena, tendida sobre el césped.

Aquellas pobres familias desheredadas de la fortuna, lo pasaron toda esa noche en lastimeros gemidos de dolor y sollozos, pidiendo a Dios misericordia.

Desde antes de amanecer del día 24, hicieron los preparativos para proseguir la marcha a Luque, punto señaládoles por la policía para vivir, cuyos preparativos consistían, como es fácil suponer, en volver a ordenar sus atados y descalzarse, sabiendo que forzosamente tenían que cruzar varias lagunitas y el arroyo Itay.

Al aclarar el día, la caravana se puso en marcha, en medio de esfuerzos supremos, para caminar, a pie desnudo, aquellas señoras y señoritas que no estaban acostumbradas a este género de vida.

A pesar de todo y del descanso que se dieron al otro lado del Itay, llegaron a Luque a la puesta de sol, y tal fue la desesperación en que se vieron otra vez, al encontrarse sin un techo en donde albergarse esa noche, por cuanto que la mayoría de las casas, habían sido tomadas para instalarse las oficinas públicas y también para alojamiento de las familias agraciadas, para lo cual tuvo que trasladarse a otros puntos una parte de la población luqueña. (De distinción, consideradas no traidoras (itanto jhú yba: sin fiche negra), cuyos padres, hermanos, esposos, hijos y demás parientes se encontraban sirviendo en las filas del ejército paraguayo y en los prestos civiles.)

Entonces, las recién llegadas, como medida suprema del momento, tomaron como por asalto los corredores de las casas y los de la iglesia y allí se instalaron, quedando una parte en la plaza del mercado, completamente a la intemperie.

 

Las familias que habían hecho el viaje a pie por la vía férrea, fueron más felices, porque no tuvieron necesidad de sacarse sus zapatos y menos mojarse los pies como las que hicieron por la Recoleta.

Dos días después de tanto sufrir, Dios protegió a aquellas pobres familias que recibieron la orden de diseminarse por todos los pueblos cercanos a Luque, comprendidos San Lorenzo, Capiatá, Itaguá y todos los de la vía férrea hasta Pirayú.

Era cosa de ver aquella caravana martiriológica, cuando se puso de nuevo en marcha, en medio de grandes dificultades y llantos de las criaturas, paralíticos, ciegos, etc., que con las fatigas de las marchas anteriores, sus dolencias se tornaron insoportables.

En cambio, las familias agraciadas, fueron transportadas por ferrocarril y alojadas en las principales casas de la segunda capital de la república, rodeadas de todas las consideraciones usuales prodigadas a los grandes servidores del mariscal López. Ni remotamente pasaba por la imaginación de todas ellas que, en pocos días más, se trocaría la suerte que aún les estaba sonriendo, en suplicios indecibles.

Inmediatamente de desalojada la Asunción, fue circundada de guardias, con la prohibición expresa de no permitir el acceso a nadie. Sólo se dejó una puerta de entrada en la calle España, esquina (hoy) General Santos, cuya puerta estaba colocada en uno de los extremos del cerco de palo levantado en todo el ancho de la primera. Esta empalizada fue conocida con el nombre de Estacada, también custodiada por una guardia.

Durante los primeros quince días de haberse evacuado la Asunción, se permitió a las familias asuncenas visitar sus casas y sacar lo que quisieran. Para el objeto, bastaba un permiso de la autoridad en donde residían, pero cuando comenzó la arreada de San Fernando, se prohibió en absoluto la entrada, quedando las infelices familias privadas completamente de continuar su provisión de ropas y demás necesidades caseras. La vigilancia ejercida sobre la Asunción continuó hasta el primero de enero de 1869, fecha en que se levantó ante el desembarco de las fuerzas brasileras, ocurrido en este mismo día.

Estas fuerzas encontraron a la Asunción tal cual la habían dejado sus moradores.

 

LA CONSPIRACIÓN DE SAN FERNANDO

 

No había transcurrido aún una quincena de días después de haberse evacuado la Asunción, cuando comenzó la arreada a San Fernando de todas las personas más espectables de ambos sexos, tanto por su posición social como por su fortuna, incluso nacionales y extranjeros. Una supuesta tenebrosa conspiración, fraguada sorda y cautelosamente por el mariscal López y madama Linch de Quatrefages, tendiente a terminar de un golpe con todos aquellos que le servían de barrera para el móvil siniestro que les había impulsado, fue la causa de esta comedia de epílogo sangriento y cruel.

En cuanto se reanudó la interrumpida comunicación telegráfica entre la Asunción y el mariscal López, con motivo del sitio de Humaitá y el pasaje de los acorazados brasileros por las fortificaciones de este punto, fue llamado urgentemente al campamento del mariscal, Benigno López, el menor de todos los hermanos López, el cual estaba entonces en la Asunción.

Benigno López fue recibido en los primeros días de marzo, en Ceibo, punto del Chaco, donde se encontraba a la sazón el mariscal, de paso para San Fernando. Después de una larga conferencia entre ambos, éste acompañó al ejército hasta su llegada al tristemente célebre paraje que la historia lo llama, desde entonces, tumba de San Femando.

Los fiscales de sangre de San Fernando y Lomas Valentinas, por el solo hecho de aquella entrevista, a insinuación del mariscal procedieron a la arreada de la referencia, en la cual, como se ha visto, se incluyó a las esposas, madres, hermanas, hijas y hasta a las amigas de los supuestos conspiradores, contándose entre ellas a Dolores Recalde, de 21 años de edad; Josefina Recalde, de 23 años; Mercedes Egusquiza de Mongelós y María de Jesús Egusquiza, de 30 y 28 años de edad, respectivamente (ambas hermanas carnales de Félix Egusquiza, agente del gobierno del mariscal López en Buenos Aires); Juliana Insfrán de Martínez, de 22 años; Inocencia López de Barrios, Rafaela López de Bedoya (ambas hermanas carnales del mariscal López); dos esclavas de estas últimas, llamadas Ana Rojas (conocida por Ana-mí) y Rosario Barrios y otras muchas más, en donde, como se sabe, se procedió con ellas de la manera más cruel que se puede imaginar.

Naturalmente, las madres, esposas, hermanas, hijas, parientas y hasta las amigas de los arreados a San Fernando, que vivían cómodamente en Luque, como hemos visto, y en los pueblos circunvecinos, dejaron, por este hecho; de ser agraciadas.

Así que, las consideraciones que se les tuvieron antes, se trocaron, primeramente, por el enfriamiento de las relaciones con las autoridades, luego por el desprecio, y finalmente, por la persecución, con el mote de traidoras y otros calificativos deprimentes. De esta manera se compensaban las cosas por extremos.

 

NUEVO ÉXODO A FINES DE 1868

Después del combate de Abay, el mariscal López, que se encontraba en ltá Ybáté, tomó algunas providencias tendientes a asegurar su retirada a la Cordillera, en donde había dirigido su visual. Entre aquellas, se incluía la habilitación de la ciudad de Piribebuy como tercera capital provisoria de la república, ordenando, a la vez, al vice presidente Sánchez, su traslado, con los empleados civiles, el archivo nacional y los ornamentos de oro y plata de las iglesias, etc., así como el envío de las familias traidoras a los pueblos lejanos de la Cordillera, señalados al efecto.

El resto de la población asuncena, itanto jhú yba, y los habitantes de Luque y sus contornos, fueron retirados y diseminados por los pueblos de la Cordillera, cercanos a la nueva capital.

El éxodo de estas poblaciones, fue también doloroso, por el estado de aniquilamiento que presentaban las familias, particularmente asuncenas, como también por las dificultades que tuvieron para la conducción de sus enfermos, ciegos, etc.

Baste decir que todos los medios de conducción de éstos se les había destruido y no encontraron quién los podía reponer, a falta de hombres aptos para el trabajo. Entonces, las infelices mujeres fabricaron, de dos palos cortados de los montes, con travesaños atados con juncos, una tosca camilla, y en ella acostaban a sus enfermos y, entre cuatro, conducían en hombros, en medio de lastimeros llantos.

El autor de estas pálidas narraciones jamás olvidará los cuadros dolorosos que presentaban estas caravanas martiriológicas, de las que también formó parte.

Al cruzar el reventón de la laguna Ypacaraí, cuya profundidad daba hasta la altura de la cintura, una de las conductoras de una camilla en la que iba una octogenaria enferma asuncena, de Ycuá Arazá, llamada Dejesús Galeano, se resbaló y cayó al agua,

sumergiéndose la enferma, a quien, con esfuerzos inauditos, consiguieron sacarla a flote, pero, antes de llegar a la orilla opuesta, expiró.

Esta desgraciada como trágica muerte y su entierro en el borde de la laguna, produjeron en la caravana una lamentación y consternación generales que duraron todo ese día y toda la que la pasaron velando, a la intemperie, envuelta en el manto oscuro de la noche, el cuerpo de la infortunada Dejesús Galeano.

 

LA MARCHA DE LAS DESTINADAS A THU (1869)

 

Acampado el mariscal López en Ascurra, se le avisó que las familias Itanto jhú yba, recientemente llegadas, vivían agrupadas en los ranchos que habían podido conseguir y que, en cambio, las traidoras, vivían en medio de grandes comodidades por toda la Cordillera, como que fueron las primeras en llegar. La contestación no se hizo esperar, disponiendo que todas ellas fuesen destinadas a Yhu. (De aquí el nombre de destinadas a las familias traidoras, que eran enviadas, en tal carácter, a los pueblos lejanos y más raídos de la República.)

Las caravanas martiriológicas que se formaron de éstas en los diferentes puntos de las cordilleras, se pusieron en camino -la mayor parte, en un mismo día, a mediados de enero de 1869, muy temprano. A cada grupo lo acompañaba un viejo sargento y cinco criaturas de 12 años, armados de lanzas cortas.

Si bien el éxodo de la población asuncena, la de Luque y pueblos cercanos, produjo impresiones conmovedoras, las originadas por cada una de estas nuevas caravanas eran mil veces más tristes y dolorosas por el trato que, desde entonces, recibieron a causa de la infame y gratuita imputación que pesaba sobre ellas.

Las familias traidoras, después de un recorrido de unos 140 kilómetros, en medio de grandes sacrificios, llegaron al fin al pueblo de Yhu, lugar de su destino. El viaje lo hicieron en dos meses, por haber encontrado los arroyos muy crecidos, particularmente el Tobatiry, en cuya orilla se vieron obligadas a permanecer más de ocho días, aguardando la bajante.

En Yhu se encontraron con unas cincuenta familias que habían llegado con anterioridad a ellas y, con las que fueron llegando sucesivamente hasta el 31 de mayo de 1869, sumaron 2021, entre adultas, criaturas y unos pocos enfermos, paralíticos, ciegos, etc.

 

En todo el camino recorrido por las pobres destinadas, se destacaban, de trecho en trecho, y en ambos bordes, unas 100 cruces de palo tosco, que indicaban el lugar en donde habían sido sepultados los deudos de aquellas infelices que, no pudiendo resistir a la miseria, al hambre y a las inclemencias del tiempo, se habían adelantado a sus madres, hermanas, hijas, etc., en rendir el alma a Dios. ¡Tal vez fueron más felices que los que les sobrevivieron!

 

VIDA EN YHU

A todas las traidoras que iban llegando a Yhu, el juez de paz, que era el encargado de ellas, las anotaba minuciosamente en un libro, y luego les notificaba:

1º) Que bajo ningún pretexto podían alejarse del pueblo a la distancia de una legua, en todas las direcciones, so pena de ser consideradas como desertoras y penadas con lanceamiento; 2º) Que inmediatamente, cada familia debía construir una casa para su vivienda; y 3º) Que hecho esto, se encontraban en la obligación de sembrar porotos, mandioca, maíz, sandías, zapallos, etc., cuyas semillas se les entregaría en el juzgado, debiendo antes preparar el terreno que se les señalaría.

Cada familia construyó un ranchito como pudo, es decir, por intermedio de los viejos o criaturas de los antiguos vecinos de allí, y por los que acompañaban a las caravanas. Lo cierto es que, en poco tiempo, se destacaron alrededor del pueblo, una cantidad considerable de ranchitos construidos de cuatro estacas, con horquetas, paredes y techos formados de hojas de palmera (pindó y yatay guazú). Las pocas que conservaban aún sus maltrechas carretas, continuaron sirviéndoles de vivienda. Al conjunto de estos ranchos, se le bautizó con el nombre de destinada cuera campamento (campamento de las destinadas).

Durante los primeros cinco meses de confinamiento, las destinadas lo pasaron relativamente bien, porque encontraron un poco de carne, mandioca, maíz, poroto, etc., que comprar, no tan solo en el departamento, sino también en San Joaquín, muy próximo, donde iban y venían mediante permiso previo del juez.

La obligación de sembrar que se les había impuesto, quedó en un completo olvido, por no haberse mencionado más. No faltaron, sin embargo, algunas pobres, que se arreglaron con las vecinas antiguas y sembraron algo en sus chacras, quedando después todo abandonado cuando cambiaron de destino.

Aparte de todas estas ventajas, los montes se encontraban con inmensos y variados frutos, que les servían de alimento. Entre ellos, el más abundante era el de la naranja agria, cuya fruta madura, cortada transversalmente y puesta sobre ceniza caliente para ablandarse, después de remover toda la pulpa con un palito tableado en uno de los extremos, a manera de corta-papel, constituía su principal alimentación. A este preparado, le daban el nombre de chochoca. Las que podían haberse agenciado alguna miel de abeja silvestre (lechiguana), cuya cosecha era fácil por no requerir herramientas, lo endulzaban con ella, pero más bien era un manjar destinado a las criaturas o enfermos.

También del corazón del tallo de los cocoteros, sacaban harina o formaban del mismo, previa maceración ligera, una cocción de consistencia gelatinosa, semidulce, llamada calostro, encanto de las insaciables y hambrientas criaturas. En fin, la necesidad había aguzado el ingenio de aquellas pobres gentes que sería largo describir y enumerar tales alimentos, si así puede llamarse a todos esos productos que les sirvieran para entretener su mísera existencia.

Este estado de relativo bienestar de las destinadas se tornó, después del 31 de agosto, en una angustiosa pesadumbre, en razón de que, declarada capital provisoria de la república San Isidro de Curuguaty, las comisiones militares para los pueblos de Villarrica y demás, tenían que pasar por Yhu y, con este motivo, el vejamen de las destinadas iba en aumento. No pasaba un soldado por este pueblo, sin que las insultase con el mote de traidoras, sucias, hambrientas y otros mil calificativos por el estilo (...).

Un incidente conmovedor se produjo de pronto en Yhu, que debe ser constatado.

En una mañana de mediados de setiembre, amaneció muerto el desgraciado padre del obispo Palacios, Gregorio Palacios, que ya anciano no pudo resistir a la peregrinación y a los malos tratos que sufrió, caminando a pie desde Tobatí.

El alférez Sixto Benítez, que venía llegando al pueblo, se encontró con el cadáver de Palacios, conducido al cementerio por su esposa, María Ana Dolores Pereira de Palacios, sus dos hijas y otras deudas, y preguntóles de quién era el cuerpo que conducían.

 

No bien le informaron del nombre cuando, con ademán desdeñoso, ordenó que el cadáver fuese tirado allí mismo, pues que a los traidores no se les podía enterrar, como ellas deseaban.

Todas las súplicas y llantos de nada valieron para el inhumano alférez Benítez, y el cadáver quedó insepulto y abandonado allí.

Estos rasgos, al parecer inconcebibles, dan la medida del grado de perversión que había alcanzado el sentimiento de humanidad para con aquellas inocentes víctimas que expiaban imaginarias culpas, inventadas con fines tan repugnantes a la moral y a la civilización.

 

NUEVA MARCHA: DE YHU A CURUGUATY

 

Y precisamente, en la noche de ese mismo día, como a las 8 horas, en momentos que las familias en grupos rezaban por el alma del desgraciado que esa mañana había sido arrojado a las aves de rapiña, se les presenta el mismo oficial con treinta hombres, quien invocando órdenes del mariscal López, comienza por arrearlas por delante en dirección a Curuguaty, con la prevención de que serán lanceadas todas aquellas que no pudiesen marchar o quedasen rezagadas en el camino, aunque fuese por absoluta imposibilidad.

Esta inesperada y violenta marcha, a altas horas de la noche, por aquellos desiertos, pantanos, arroyos profundos, cordilleras, etc. produjo en todas las familias, una lamentación a gritos, que se elevaba a los cielos, pero como la orden venía del caraí, no había más remedio que cumplir.

La caravana, compuesta ya de unas 2.500 almas, con la incorporación de los pobladores de Yhu y San Joaquín, se puso en marcha, pasado de media noche, pero mientras se consiguió encauzar aquella corriente humana, que se desbordaba de un lado al otro, ya buscando una hija a la madre o viceversa, ya corriendo una en busca de algo que había olvidado en su vivienda, ya desviándose del camino una enferma, ciego, etc., volteada, en el trajinar de la multitud, ya por un desmayo que se produjo en millares, ya en fin, por los insultos, amenazas y golpes que les daban los soldados conductores. Les sorprendió el día, y recién con el sol alto, se consiguió romper la marcha lenta; pero, no bien habían caminado unos cien metros cuando 10, 20, 30, 50 y más infelices, no pudiendo continuar, se tiraron al suelo e, implorando a Dios, pedían a gritos a sus compañeras de infortunio a que las rodeasen para no ser lanceadas por sus conductores, por cuyo motivo las expedicionarias solo caminaron en ese día media legua para pernoctar.

Desde el segundo día en adelante, la multitud se vio obligada a reforzar su marcha, caminando todo el día y hasta media noche, incitadas para ello por los golpes y los insultos groseros de toda la soldadesca, que esgrimían a cada instante sus lanzas y, blandiendo su espada el alférez que comandaba, amenazando lancear a la que no pudiese o no quisiese marchar. Con estas caricias las obligó naturalmente a hacer prodigios de sacrificios, llegando a la nueva capital de la república, a los catorce días y seis medias noches, después de haber fallecido, en tan penoso y largo trayecto, tres de ellas, a consecuencia de los golpes recibidos.

¡El espíritu se oprime al contemplar tan desgraciados cuadros!

En la jornada emprendida, las traidoras habían perdido, por distintas causas, 30 deudos: 5 adultas y 10 criaturas, desaparecidas; 12 adultas y 3 criaturas, muertas - incluso las 3 azotadas, que fueron tiradas en las orillas del camino recorrido y, por consiguiente, sin el consuelo siquiera para sus deudos sobrevivientes, de haberlas enterrado, por prohibición expresa de los inhumanos y sanguinarios conductores. No bien había hecho alto la multitud, y sin tiempo aún de respirar, el comandante mandó hacerla desfilar de un extremo a otro de la nueva capital, y luego ordenó el contaje a toda prisa, operación que tuvo que repetirse porque el resultado obtenido no correspondió a la cantidad que había indicado el conductor -tal cual, como si se tratase de una tropa de novillos.

Terminado el contaje, se hizo una lista de todas las traidoras, para cuyo trabajo fueron habilitadas muchas de éstas.

Entre tanto, otras de las mismas, escribieron una petición al mariscal López, haciéndole protestas de obediencia e impetrándole perdón, terminando con mil adulaciones y bajezas de este género, impuestas por su desesperante situación.

El comandante se impuso del petitorio, contestando que estaba conforme y que lo suscribieran. Así se hizo, pero habiendo faltado papel para continuar las firmas, se tuvo que arrancar unas hojas en blanco de un libro antiquísimo encontrado en la casa de un vecino.

Tan contento se mostró el comandante con la solicitud, que permitió a las destinadas que descansen libremente, mandándoles repartir la carne que había dejado la noche transcurrida una comisión que pasó por allí y que no tuvo tiempo de aprovechar.

 

DE CURUGUATY A IGATIMÍ

 

Como que, para las infelices peregrinas, todo se compensaba por los extremos, al oscurecer de ese día, llegó a la capital una comisión de 25 hombres, al mando de un alférez, e inmediatamente se dispuso que las traidoras marchasen a Igatimí, resguardadas por la misma comisión conforme la orden de caraí.

Las pobres mártires, que se encontraban tendidas en el suelo, durmiendo profundamente por el cansancio que, les había producido la jornada emprendida, creyeron firmemente que el enemigo les pisaba el talón. No de otra manera se podía deducir la inesperada marcha, que coincidía con las noticias anteriores y el movimiento inusitado de fuerzas en todo el día y en las anteriores, cuando aún se encontraba la caravana en viaje.

A pesar de las protestas de cansancio de las pobres destinadas, a pesar de las protestas de sumisión al caraí y a la patria, a pesar en fin, de mil protestas más, de nada les valió y, como a las 10 horas de la noche, la multitud se puso en camino, yendo por delante las vecinas de Yhu, San Joaquín y Curuguaty, que acostumbradas a estas marchas y más que todo como conocedoras del camino, les fue fácil enfilarse, pero no así las infelices destinadas, que tenían que cuidar de sus criaturas, ancianas, enfermas, etc., en medio de una impenetrable oscuridad que no permitía distinguir a medio metro de distancia; pero, como que había que salir de Curuguaty, los conductores recibieron orden del comandante de acariciar a las reacias y, recién después de poner en ejecución este procedimiento, fue que la multitud se movió entre caer y levantarse, en medio de una lamentación que llegaba a los cielos. Fue tal la confusión y el espanto que produjo esta vía crucis, que las madres, no pudiendo hallar a sus hijas y éstas a aquellas, se tiraban al suelo llorando desesperadamente, en la firme creencia de que la pérdida era para siempre.

Así, cayendo y levantándose; de pronto comenzó a amanecer, y el oficial conductor ordenó que la caravana doblase a la derecha, hacia un monte que se divisaba a corta distancia. Las chiñuelas (Vocablo con que se designaba a las que servían de guía al grupo, marchando siempre a la cabeza, a semejanza de las reses mansas y baqueanas a las que sigue la tropa arisca o alzada.) rumbearon hacia el sitio indicado y fueron seguidas por aquellas. Llegadas a la orilla del monte, el mismo oficial dispuso que penetrasen en él. Habían caminado unos quinientos metros de distancia, desde la capital hasta ese punto, en casi toda una noche.

La multitud se confundió con los cimientos de los árboles, en aquel monte virgen, y los conductores se colocaron en la orilla, con orden expresa de lanceamiento a la que intentase asomarse a ella.

Allí, a manera de las bestias, se tendieron en el suelo, las pobres desheredadas, y lo pasaron, todo el día y noche, devorando tan solo naranja agria, que abunda en ese lugar, impelidas por el hambre insaciable que padecían.

Esa tarde, el oficial conductor, comunicó a sus cautivas, que el caraí, hacía un momento, había pasado para Igatimí, y que, tanto él como la madama (En el ejército paraguayo se le llamaba con este único nombre.) no querían mirar a las traidoras a su paso. De ahí fue la arreada a altas horas de la noche.

Al día siguiente, al rayar el día, el oficial ordenó la prosecución de la marcha, siguiendo el camino llevado por el mariscal López; pero no bien se da esta orden, cuando las pobres destinadas, rompen en llantos desgarradores, tirándose al suelo, todas de un golpe y despidiéndose unas de otras hasta la eternidad. Estaban creidísimas de que esa tarde, al llegar a la orilla del arroyo Curuguaty, iban a ser lanceadas muchas de sus compañeras. Así habíale dicho un soldado a una de ellas, con la mayor reserva.

El oficial conductor, dispuso entonces que las chiñuelas despuntasen y que les siguiesen las traidoras, con la prevención de que la que se atrasare o mostrase mala voluntad para la marcha, fuese acariciada por la primera vez, y lanceada si reincidiese.

¡Qué impresiones tan horrorosas produjeron estas amenazas en aquellas desgraciadas familias!

Al fin, ante el amago de semejantes caricias, y más que todo, con el aditamento nada tranquilizador, la multitud hizo el esfuerzo supremo de moverse, pero... no pudo, volviendo a caer al suelo en medio de los clamores de aquellas tres mil almas, número a que ascendían las destinadas en aquella altura.

La soldadesca, ávida de actos de crueldad, se introdujo de dos y tres en los grupos de las infelices y, a semejanza del procedimiento acostumbrado en los cortes de ganado vacuno, comenzaron a castigar con sus ysypó (junco) a los escuálidos seres humanos, que al último tuvieron que moverse y seguir a las chiñuelas.

A los dos días de marcha, llegaron a la orilla del río Jejuí-guazú, en donde pernoctaron después de haber contemplado cuadros desgarradores en el trayecto, entre ellos la caída para siempre de doce compañeras a consecuencia de los castigos que les fueron aplicados.

Toda esa noche la pasaron sin dormir, por la impresión aterradora que les produjo el río, no por el caudal de sus aguas, ni su impetuosa corriente, sino ante la noticia de lanceamiento que había cundido entre ellas.

Al día siguiente, desde antes de amanecer, se dio principio al pasaje en balsas, operación que duró tres días y tres noches consecutivas, a pesar del apremio con que se realizó, por temor a las fuerzas brasileras que, se aseguraba, venían remontando el río.

En ambas orillas de este río, fueron sepultadas diez y siete destinadas, incluso dos criaturas y un viejo octogenario.

A medida que aquellas mártires pisaban la ribera opuesta, un soldado con una varilla en mano, las arreaba por delante a toda prisa, como bestias, con el pretexto de que los cambaí se encontraban cerca.

Las últimas que cruzaron el río, lo hicieron el cuarto día, y con las que habían hecho la noche anterior, continuaron la jornada siguiendo naturalmente a las que fueron arreadas por delante.

 

Después de tres días de marcha, cada grupo fue llegando sucesivamente a la capilla de Igatimí, en donde se procedió al contaje de estilo. Enseguida el comandante Tomás Urbieta, y el cura Eliseo Cantero, subieron sobre una mesa y este último les hizo presente la obligación que tenían de trabajar la tierra para ganarse el sustento; que la que se negase a hacerlo personalmente, era porque quería morir y que, por consiguiente, sería lanceada para que concluyese de una vez una existencia inútil, que así lo había dispuesto el caraí y había que cumplir.

Luego llamó al teniente Brítez, que era el que mandaba la guardia, y le ordenó que las condujese a todas, sin excepción, a enseñarles el rozado preparado sobre el Itanará con el encargo especial de hacerlas trabajar, conforme se les acababa de ordenar.

Al día siguiente, la multitud se puso en viaje, la que, como siempre, inició su marcha prorrumpiendo en prolongados gemidos y ayes de dolor, impetrando a su favor la misericordia de Dios, y pidiendo resignación ante tamaña crueldad cometida con ellas al ser castigadas, a cada paso, tan bárbara e inhumanamente, sin causa alguna y por sus propios compatriotas, vale decir, sus propios hermanos.

A pesar de toda la ferocidad de aquellos hombres-tigres, la caravana no pudo absolutamente marchar y entre lancear a unas tres mil, y tener un poco de paciencia, se optó felizmente por este último temperamento. Para ello, dividieron en varios grupos la multitud, yendo por delante las que demostraban tener más vigor. Mediante este procedimiento, fueron llegando sucesivamente a su destino, no sin haber sido apaleadas muchas de las pobres que, extenuadas por el hambre y fatigas, no podían caminar.

Inmediatamente que hubo llegado la última mártir, se procedió a pasar lista, resultando 2814 almas, sin contar las criaturas.

Según un cálculo hecho por las familias que llegaron a este punto, desde Yhu, en donde tuvo lugar la junción de todas las traidoras de la república, habían muerto ya unos 300 de sus compañeros, la mayor parte ancianos, enfermos, ciegos, criaturas, etc.

Terminada la lista, se les ordenó que al momento construyesen sus casas, pero antes de dar cumplimiento, el teniente que las conducía, con espada desenvainada en mano, las condujo en la tarde de la llegada a enseñarles la chacra en donde debían hacer las sementeras de que les había hablado el paí Cantero.

Las traidoras construyeron sus viviendas al estilo de las que habían levantado en Yhu, pero mucho más humildes, en comparación a las de los indios que habitan los confines del Chaco.

Así las desgraciadas traidoras, lanzadas al azar, como animales, lloraban amargamente de día y noche, desnudas y sin tener que comer, en medio de las frecuentes lluvias, los copiosos rocíos y bajo un sol abrasador. 

Aún así, todo marchó relativamente bien, pero cuando fueron violentadas por los soldados comisionados para que fuesen a la chacra a sembrar, todas, se desesperaron. Las pobres traidoras no tuvieron más remedio que hacer demostración de tal, empleando el omóplato de animales muertos, que les servían de azadas, porque no podían menos, en medio de aquel laberinto que se formó entre ellas y las caricias que menudeaban.

Los guardianes, viendo al fin que era imposible hacerlas trabajar, nombraron algunas sargentas, encargadas de formar compañías, y que éstas, trabajasen, turnándose cada día, por manera que, las que estuviesen de franco, se agenciasen por la vida. Entre las sargentas nombradas, las que más trabajaron fueron: Susana Céspedes de Céspedes, Espectación Domínguez de Delvalle y otras.

Dentro del relativo bienestar que disfrutaban, llegó a oídos de ellas que el mariscal López había resuelto enviarlas a Panadero, en donde se creía fundadamente que no podrían resistir más tiempo los sufrimientos que pasaban. Entonces, un grupo de las consideradas entre ellas como las más autorizadas, pidieron a las señoritas Susana y Dolores Goiburú, hermanas del coronel Matías Goiburú, escribiesen una súplica al mariscal López, para que las dejase en aquel lugar, por tener allí sus ranchos y poder cuidar las sementeras que dedicaban expresamente a los defensores de la patria.

Pocos días después, las que habían escrito el petitorio fueron llamadas a comparecer ante el estado mayor y éste, sin más trámites, las mandó lancear por disposición del mariscal López, cuya ejecución tuvo lugar sobre la margen izquierda del Itanará-mí.

Ante el terror que produjo este asesinato se resolvió que, en lo sucesivo, no se escribiría más una sola línea, único medio de probar al caraí que no se comunicaban con las fuerzas brasileras, lo cual era el temor que se tenía de ellas.

Como consecuencia de esta ejecución llegó al campamento de las traidoras un oficial comisionado, que formuló una lista de todas ellas, con especificación de sus nombres, estado, padres, hermanos, esposos, etc.

Aparte de estas listas, todos los días eran contadas aquellas pobres y siempre se encontraban faltas, sin querer aceptar los contadores las muertes de aquellas infelices, que se producían a diario, como queda visto.

Los guardianes de las traidoras, con el fin de predisponer a sus superiores en contra de ellas, se hacían como que no creían en tales muertes y sí que se desertaban al campamento brasilero, a pesar de que les constaban de visu estas defunciones.



EJECUCIONES DE "TRAIDORAS"

 

Una mañana, muy tempano, se sintió en el campamento una conmoción general, corriendo de boca en boca la noticia de haber sido retiradas, a altas horas de la noche, a las hermanas y sobrinas de Barrios y a Francisca Garmendia, más conocida por Pancha Garmendia. Se refirió que los soldados conductores habían asegurado que el mariscal López las necesitaba a estas familias para ciertos informes y que pronto volverían.

Naturalmente, la noticia produjo en el campamento una zozobra, no precisamente por el retiro sino por el regreso, conociéndose las atrocidades que había cometido y seguía cometiendo el mariscal López y su amante madama Linch de Quatrefages, a quien todas la acusaban de ser la principal instigadora de todos los males. Además, y ante todo, estaba aún fresco el recuerdo del lanceamiento de las pobres hermanas Goiburú, a más de las que cada día se producían de entre las familias destinadas en igual forma.

Poco tiempo después de este hecho, hacia mediados de diciembre, pernoctaron en el campamento de las destinadas cinco soldados paraguayos procedentes del ejército del mariscal López, los cuales llevaban la misión de descubrir el punto ocupado por las fuerzas brasileras y, no obstante el afable recibimiento y agasajo que les dieron, presentándoles las pocas naranjas agrias que constituían su único alimento, las trataron de una manera brutal e inhumana.

En el deseo siempre de hacerlas sufrir por todos los medios posibles, les refirieron el lanceamiento de todas las traidoras Barrios; que ellos las habían conducido de sus ranchos al cuartel general del mariscal López, comentando en tono burlesco, el esfuerzo desplegado en la ejecución de las mismas, a causa de la resistencia vital que tuvieron cada una para morir, teniendo que darles a algunas hasta cinco lanzazos para ultimarlas.

He aquí lo que a este respecto, dice el comandante Antonio Barrios, (1) que mandaba personalmente el lanceamiento de la familia Barrios, la esposa del coronel Marcó y Pancha Garmendia.

Pancha Garmendia, convertida en un exce homo, a causa de las heridas ulceradas que presentaba su cuerpo desde la región cervical hasta las nalgas, por los azotes, que a corto intervalo, recibía de día o de noche, durante su prisión, envuelta únicamente con una sábana de lienzo criollo, toda sucia y manchada de la sangre vertida por su lanceamiento, con la cabellera suelta y desgreñada, apenas podía andar de pie y manos. Fue traída al lugar de su lanceamiento, sobre la orilla del arroyo Guazú, distante unos cincuenta metros de un árbol corpulento, en cuya sombra guardaba su prisión. A sus verdugos no les dio gran trabajo para ultimarla, pues, apenas le tocaron con las puntas de sus lanzas, cayó completamente inerte.

Consolación Barrios, esbelta y hermosa; con una cabellera larga y abundante, no permitió que le vendasen los ojos, ejecutando ella misma esta operación, con dos vueltas de sus propios cabellos, ceñidos, en forma de banda, alrededor de la cabeza. Murió con tres lanzazos.

Prudencia Barrios, se mantuvo serena todo el tiempo en que se le preparó para morir.

Después de habérsele chuceado con los dos lanzazos de ordenanza, cayó al suelo, y comenzó a hacer esfuerzos para sentarse. Entonces, uno de sus verdugos, le hundió la lanza en el bocio que tenía, otro, en el costado del lado del corazón, y un tercero, en el bajo vientre, que la dejó inmóvil.

Bernarda Barrios de Marcó, de porte distinguida, se encontraba enferma de hidropesía. El vientre presentaba un desarrollo exagerado, pero, a pesar de su lastimoso estado, recibía también los azotes, y aún, hasta un momento antes. Fue conducida en peso por dos soldados y, después de muerta, los verdugos, creyéndola embarazada, le asestaron tres lanzazos más en el propio vientre, para que pereciera también, si acaso el fruto de sus entrañas (...).

Los demás miembros de la familia Barrios, Prudencia, Josefa (Chepita), Rosario y Oliva, presas como las anteriores, fueron también lanceadas seguidamente y a toda prisa, de la manera más brutal y bárbara que pueda concebirse.

Sobre estos lanceamientos, fue siempre uniforme la versión que circuló, desde un principio, en el ejército del mariscal López, así como después de la guerra, asegurándose invariablemente que la instigadora directa, lo fue madama Linch de Quatrefages, por intermedio de un jefe de alta graduación militar, favorito de ambos.

 

(1) Referencias íntimas hechas al autor por el propio comandante Antonio Barrios, después de la guerra, confirmadas por el capitán de fragata Romualdo Núñez, ambos amigos íntimos del mismo.

En cuanto a llevar el comandante Antonio Barrios el mismo apellido de la familia que mandó lancear, la señora Margarita Barrios de Valdovinos, sobreviviente después de la guerra, sostuvo siempre, que aquel comandante, había sido hijo natural de uno de los suyos, criado y educado desde chico por ella (de aquí el apelativo Barrios), pero que cuando tuvo 21 años de edad, se fugó de la casa yendo a trabajar en los yerbales y que al comenzar la guerra sentó plaza de soldado, llegando a aquella graduación al finalizar. Un aviso que registra Semanario Nº 265, pág. 4 del 16 de Abril de 1859, corroborando la afirmación de aquella señora dice:

"Antonio Barrios de cutis blanco, de 21 años de edad se ha fugado en el mes de Marzo de la casa de la señora Margarita Barrios de Valdovinos. Al que dé noticias de él, será gratificado".

 

NUEVO CAMPO DE CONCENTRACIÓN: ESPADÍN

 

Hacia fines de octubre, se puso en marcha la caravana martiriológica, yendo a acampar al otro lado del río Igatimí, o sea en Espadín, antes Espagin, después de un recorrido de sesenta y cinco kilómetros, en siete días de marcha.

Aquí se procedió al contaje de costumbre, y luego se les marcó el sitio en donde debían construir sus respectivas casas, que era sobre la margen del citado río, de cuyo sitio no debían salir, so pena de ser consideradas como desertoras, así como a la que cruce el cerro o el río.

Muy mal lo pasaron las pobres traidoras en todo ese día, porque no tuvieron nada que comer. Ya muy tarde, el sargento que las había conducido, les autorizó a que comiesen una mula que se encontraba empantanada cerca del paso. Algunas rechazaron

la carne de este animal, pero las más, que ya se habían acostumbrado a carnes más repugnantes que ésta, consideraron como un maná del cielo.        

Las que no participaron de este festín tuvieron que recurrir a los pocos burros que algunas aún tenían para el transporte de sus atados y útiles y a los perros que acompañaban a muchas de ellas.

El día de todos los santos de 1869, unas mujeres que habían penetrado en un monte próximo al campamento encontraron abundante naranja agria, y aquello fue un correr al sitio y comer a discreción. Dieron gracias al Todopoderoso y consideraron este

hallazgo como un augurio de libertad, es decir, de ser libertadas por las fuerzas brasileras, que era el eterno anhelo de todas, conforme se manifestaban unas a otras en todas sus conversaciones íntimas, en tanto que las maldiciones llovían contra el mariscal López y su amante madama Linch de Quatrefages.

Al fin, después de unos quince días, una mañana, se sintió en el campamento unos gritos de desesperación, motivados por haberse agotado la fruta de la naranja agria, la piña del ybyrá, el yacaratiá, el pacurí, el caiabatí y el fruto del ambahy.

Ya no había nada que comer, más que un poco de frutos del pindó, pero la bajada les era imposible a causa de la altura de la planta y sin gajos para treparla. Y para hacer de ella el tangui, era tal el aborrecimiento que les produjo este comestible, que muchas preferían morir antes de saborearlo por dos veces. (Este plato fue también uno de los probados por aquellas desgraciadas: del tallo de la palma, hecha una especie de harina, parecida al aserrín, hacían una torta, el mbeyú. El color es un poco más subido que la arena y el sabor tal cual esta. Muchas prefirieron comer la pura arena que el tangui).

Los burros y los perros habían terminado de comerse...

Las lamentaciones, que habían cesado, volvieron entonces a producirse ante el espectáculo conmovedor que presentaban, particularmente, las criaturas, los ancianos, enfermos, etc., que eran verdaderas momias, mucho más cuando aquí, más que en otra parte, la mortandad fue alarmante. No pasaba un día sin que fuesen sepultadas hasta cuatro adultas y una o dos criaturas, cavando la fosa las deudas, pero con él consuelo de enterrarlos siquiera en un cementerio formado por ellas en la orilla de una isla, en donde una tosca cruz de madera señalaba el sepulcro de aquellas mártires.

Si bien el hambre fue terrible para ellas, las inhumaciones no fueron menos conmovedoras.

El instinto de propia conservación en aquel terrible cautiverio les impulsaba, naturalmente, a comer cualquier cosa para vivir... bien pronto se vieron obligadas a recurrir a los sapos, serpientes, lagartos, y a las reinas del ysahú para sostenerse. Al sapo y al lagarto le cortaban la cabeza, lo asaban y lo comían. Lo propio hacían con las serpientes, después de cortarlas del lado de la cabeza, en una extensión de ocho dedos... A las hormigas les sacaban las alas y, después de tostarlas, las comían. Este plato fue conocido por chicharó espadín. Los lagartos fueron los animales más sabrosos que saborearon pero, a más de escasos, les era difícil cazarlos.

Entre tanto, la mortandad seguía llevando a criaturas y ancianos, particularmente después de una lluvia torrencial, como las que se producían en aquellas regiones del trópico.

En los montes, sólo habían quedado las frutas silvestres venenosas y muchas, aún sabiendo que irremisiblemente morirían si no se abstenían de comer, no pudiendo resistir el hambre que las consumía, pagaron con su vida satisfacción tan desesperada.

¡Prefirieron el veneno a soportar el hambre agónico!

 

ANTROPOFAGIA EN ESPADÍN

 

El 28 de noviembre, se sintió en el campamento de las destinadas un alboroto de gozo y de alegría.

En los primeros momentos, se atribuyó a un hallazgo de algo que comer, pero como persistiera la algazara, todas corrieron para informarse de lo ocurrido y se encontraron con la realidad. Eran unos indios caiguás, de los llamados tembiguai, que acababan de llegar con comestibles, consistentes en mandioca, maíz y otros productos.

En menos de media hora, todo les fue comprado por los pocos patacones, alhajas y ropas que algunas conservaban aún. Los indios se pusieron las botas, como vulgarmente se dice, siendo motivo para sellar un comercio directo entre ambos campamentos, pero el provecho fue mayor para las destinadas, como ya se verá.

Con la chura que hicieron los indios, volvieron dos días después con mas comestibles, que también los colocaron bien.

Así continuó el comercio con satisfacción y provecho para vendedores y compradores.

Un día, trajeron unos pedazos de carne fresca, asegurando que era de animales silvestres. Las familias compraron inmediatamente. Entre ellas, las de Urdapileta, Barrios de Valdovinos, Gill de Dentella y otras. La primera que comió en forma de asado fue la señorita Constancia Urdapilleta, consumiéndola sin percibirse del que tenía, como era natural, dado que el paladar de aquellas desventuradas estaría ya completamente atrofiado.

Las demás compradoras, unas procedieron a imitar a la de Urdapilleta y otras, considerando que era llegado el tiempo de hacer un caldito, y aprovechando el hallazgo de un puchero de barro, lo cocinaron.

Como que los caiguás habían manifestado a las destinadas que el tapyig (toldería) se encontraba no distante del campamento, resolvieron algunas seguirlos, a fin de conocer el lugar pero, con gran sorpresa, se encontraron cuando, a unas cinco cuadras, estaban otros de aquellos, sacando la carne de una mujer acostada, deduciendo lógicamente que los pedazos que habían vendido esa mañana a sus compañeras eran precisamente de la misma procedencia.

Para no ser vistas por los caiguás, se ocultaron entre las malezas y, después de un rato que se retiraron, fueron a reconocer a la mujer y se encontraron que era el cadáver de una de sus compañeras, joven de 18 años de edad, vecina de las Misiones, llamada Felicia Jiménez, que acompañaba a una hermana de la misma vecindad.

La joven esta se había internado sola en la tarde del día anterior, en un montículo, en busca de frutas silvestres. Las que le encontraron en tal estado no pudieron conocer la causa de la muerte, pues las partes intactas del cuerpo no presentaban señales de haber sido mordida por ningún animal venenoso, ni de haber sido violentada ni de contusión o herida. Luego corrieron al campamento y avisaron a sus compañeras de lo ocurrido. Sólo habían comido la carne humana la citada señorita Urdapilleta y la señorita Encarnación Valdovinos, hija de la señora Margarita Barrios viuda de Valdovinos. Las demás compradoras tiraron inmediatamente su parte.

La desesperación general que produjo en todo el campamento y particularmente a las que habían comido la carne de la infeliz Felicia, fue tan grande que éstas hicieron lo posible para vomitar, pero todo fue inútil.

 

 

FUGA DE ESPADÍN FRUSTRADA

 

A pesar de lo ocurrido, el comercio continuó estrechándose más, día a día, hasta el punto de que muchas, viendo a los indios tan respetuosos, iban en grupos a dormir en los toldos, no tan solo por participar de sus alimentos, sino por la mayor seguridad individual estando con ellos. La última masacre de las Barrios y de Pancha Garmendia no se borraba de la mente de aquellas infelices y, desde entonces, aguardaban de día y de noche la repetición de tan horrorosos actos, viendo siempre, suspendida sobre sus cabezas, la espada de Damocles.

Las esperanzas que las pobres familias habían alimentado constantemente de ser libertadas por los brasileros, ya decayeron a la altura en que se encontraban y la decepción se aumentaba a medida que iban internándose, cada día más, en los confines de la república, en aquellos desiertos en que jamás ser humano civilizado había penetrado y en que ni siquiera muchos animales podían vivir, por falta de alimentación que la naturaleza, siempre sabia y pródiga, facilita a todos los seres de la creación. Vivían bajo un sol abrazador y unas lluvias tropicales que caían, copiosas y torrencialmente; que, las veces que se producían, mataban, por lo menos, tres de ellas -generalmente ancianas, enfermas o criaturas. Los rocíos eran tan abundantes y perennes en muchos lugares, que mojaban tanto como una lluvia. Subiendo y bajando cordilleras abruptas altísimas; durmiendo a la intemperie, llenas de sobresaltos; lanceadas por cualquier pretexto, apaleadas, insultadas y apostrofadas diariamente por todos los soldados que las custodiaban; amenazadas a cada paso de ser lanceadas y haciéndoseles pasar por toda clase de bajezas y humillaciones; recibiendo diariamente noticias mortificantes de lanceamientos, martirios y muertes de hambre, etc., de los malditos soldados que las vigilaban, quienes para esto y mucho más, recibían órdenes de sus superiores (...).

El dilema que se presentó entonces entre las destinadas fue de hierro: morir de hambre o ser lanceadas.

Se reunieron las principales señoras y después de una corta deliberación, optaron por entrar en tratativas con los caiguás, para llevarlas furtivamente a entregar a los brasileros. A este objeto, fue enviada una diputación al tapyig, para que invitase al cacique a que se viniese al campamento para concertar con él la mejor manera de llevar a cabo la idea, pues, según noticias dadas por los mismos indios, aquellos se encontraban cerca de Igatimí.

El cacique, comandante Galeano, con ocho compañeros, se vino inmediatamente y aceptó la proposición que se le hizo, mediante el pago de unos patacones, alhajas y ropas que aún tenían, entregándosele una parte, en ese mismo acto, y la otra, bajo la formal promesa de cumplirse, tan pronto como llegasen al campamento brasilero.

Se dispuso la marcha en grupos de diez y veinte familias.

El primer grupo, que constaba de unas cien personas, compuesto de las mejores señoritas y las más vigorosas, rompió la marcha al oscurecer.

Preparado el segundo grupo para seguir al primero, les anunció uno de los soldados que les hacía la guardia y que estaba al corriente del secreto, mediante gratificaciones, que el sargento había ido a dar parte de la fuga de las destinadas. Aún así, el grupo se marchó.

Entonces, se largaron varias en seguimiento de los dos grupos...

Caminaron inútilmente toda esa noche, amaneciendo nuevamente muchas en el campamento.

Los conductores fueron pocos, en relación al número de las escapadas y, con la noche oscura, se extraviaron. Las que tuvieron suerte siguieron adelante, más no así, las demás, que fueron cayendo, unas al campamento, y otras quedaron perdidas por el monte. Entre estas últimas, se encontraron las señoras Oliva Corvalán de Garcia, Concepción Domecq de Découd y Bella Rosa Chirife viuda de Vasconcellos y su hijo Antonio Vasconcellos, a quien lo llevaba en brazos (...).

 

SEGUNDA TENTATIVA DE FUGA

 

Aunque habían quedado desconfiando ya las familias de la conducta observada por los indios, con motivo del primer viaje que emprendieron, habían de jugar el todo por el todo, y así se vieron obligadas a volver a llamarlos.

El 23, se puso en marcha todo el campamento, pero, a poco andar, los caiguás avisaron que era imposible adelantar sin encontrarse con una guardia paraguaya, que las pasaría a todas a cuchillo, pero que, en cambio, les constaba, por unos pomberos que ellos habían despachado hacia el pie de la sierra, que los brasileros se dirigían rumbo a Panadero y Espadín.

Gran parte de las fugitivas amanecieron, por segunda vez, en el campamento. Todo ese día del 24, lo pasaron sin tener qué comer y llorando amargamente por temor a que fuesen lanceadas.

Al oscurecer, llegaron al campamento las dos mujeres enviadas por el coronel Moura y les transmitió el encargo de éste.

Los brasileros a que se habían referido los caiguás era el teniente coronel Antonio José de Moura, que se encontraba en Curuguaty, cuya hermana, brasilera, también, era una de las traidoras, que a la sazón vagaba errante por los desiertos de Espadín.

Por medio de las últimas noticias que recibió de los prisioneros paraguayos tomados, supo que su hermana se encontraba en un estado calamitoso, sin tener qué comer ni vestir y que el mariscal López se proponía mandar lancear a todas las familias que se encontraban en aquel lugar.

Moura no pudo contenerse ante el arrebato de sangre que le produjo la noticia y, en consecuencia, eligió cincuenta y un hombres de su caballería, riograndenses todos como él, y el 22 de diciembre, a las 10 de la mañana, salió de su campo con dirección a Espadín.

En la madrugada del 23, llegó a la orilla del Jejuí-guazú, cruzándolo con grandes dificultades y con mucho tiempo de pérdida, por tratarse de un río de cauce profundo y de una fuerte corriente.

Después de un corto descanso, caminó toda la noche, y a las 8:30 de la mañana, llegó al pie de las serranías de Mbaracayú, cuya subida era abrupta y, además, interceptado el camino por grandes piedras y corpulentos árboles volteados, puestos allí ex profeso, por el mariscal López.

Moura, con seis hombres, allanó la dificultad, desviando los inconvenientes en un trayecto de más de una legua, en cuyo extremo encontró un rancho con rastros de haber sido ocupado por una guardia paraguaya y el cual, a su llegada, estaba habitado por mujeres que, huidas de Espadín, habían llegado allí; dos eran españolas y, las otras, paraguayas -una de ellas moribunda.

Hacía seis días que aquellas pobres mujeres andaban en viaje, con el propósito de caer en las filas brasileras, y hacía cuatro días que habían sido encontradas por espías del mariscal López, que salieron de Panadero, quienes aceptaron la disculpa de aquellas, diciéndoles que vinieron en busca de naranja agria. Con la promesa de volver a Espadín, las dejaron libres.

El expedicionario continuó la limpieza del camino para hacer subir a sus jinetes, a los que mandó llamar. Entre tanto, despachó a dos de las mujeres, Josefa Rojas y María Duarte, a Espadín, para que les avisaran a sus compañeras que los brasileros las aguardaban en la cumbre de la sierra y que se vinieran a todo correr.

 

RESCATE Y REGRESO

 

Informado Moura de que el campamento de las destinadas se encontraba a una legua de distancia, llevó a dos de ellas de vaqueanas, y salieron inmediatamente. A la una de la madrugada, llegó Moura a la orilla del arroyo Espadín, encontrándose al otro lado del campamento de aquellas, o sea a siete leguas de la cumbre del Mbaracayú. Atravesó el arroyo sobre un rollizo de madera que servía de puente y entró en el campamento, en el cual ya habían perecido centenares de infelices mujeres, ancianos y criaturas, después de un martirio sin cuento.

La noticia de la aparición de los brasileros, circuló con tanta rapidez en aquellos desiertos que, cuando éstos llegaron, un indio caiguá tembiguai, ya había llevado al campamento.

A las ocho de la noche, cuatro espías enviados por el mariscal López llegaron al campamento de las destinadas, para degollar a once traidoras, cuya lista la tenía el sargento.

Moura los sorprendió y los tomó, declarando todos unánimemente la comisión que traían (...).

Entre las once anotadas para ser degolladas por los cuatro espías tomados por el coronel Moura, figuraban las señoras Margarita Barrios viuda de Valdovinos, la hija de ésta, Encarnación Valdovinos, porque fueron hermana y sobrina, respectivamente, del finado general Vicente Barrios; Concepción Domecq de Decoud, por la causa ya mencionada; María Ana Dolores Pereira de Palacios, porque fue madre del finado obispo Palacios; Carmen Gill, por ser viuda de Cordall, y Dolores Urdapilleta viuda de Jovellanos, por haber sido esposa de uno de los magistrados más íntegros con que contaba la administración del gobierno del mariscal López (...).

La llegada de Moura al campamento produjo una alegría general. Unas corrían un trecho y volvían dando gritos de júbilo; otras fueron atacadas de delirio; otras murieron de emoción y, por todas partes, oíanse cánticos por grupos agradeciendo a Dios por la salvación que les había enviado. Toda la noche la pasaron así.

A las cuatro de la madrugada del 25, Moura había reunido 1200 personas entre mujeres y criaturas y las dividió en trozos, con el encargo de que caminasen a corta distancia entre sí, para no extraviarse y poder prestarse mutuamente los auxilios necesarios.

La precipitación por salir de aquel osario humano fue tal, que al cruzar el arroyo Espadín, se hundió el rollizo que servía de puente. Felizmente no ocurrió desgracia alguna.

Arreglado el pasaje, se hizo el viaje en marchas forzadas, hasta Igatimí, habiendo quedado por el camino unas cientas extenuadas.

El teniente coronel Moura llegó en Curuguaty de regreso el 28, o sea, seis días después de haber salido.

El 29 llegaron 350 de las destinadas; el 30, 50, habiendo quedado por el camino todo el resto, dispersas algunas y muertas de consunción y fatiga, la mayor parte. La hermana de Moura, objetivo principal de esta audaz empresa, había fallecido de miseria, dejando en la orfandad a dos niñas, a las que trajo aquel.

El espectáculo que ofrecía la singular procesión de esas mujeres que habían resistido a las más extremas necesidades y que al fin alcanzaron el día ardientemente deseado de su liberación, era conmovedor y, al mismo tiempo, altamente curioso. Caminaban a pie, casi desnudas, cargando sobre la cabeza lo que apenas habían salvado del naufragio de su fortuna, que consistía en un tapado, una camisa, una enagua, todo sucio y rotosa, un ovillito de hiló, una aguja, un peine con contados dientes, un mate para tomar agua, un pequeño crucifijo o estampa de una virgen y una que otra fruta silvestre (...).

Cuando llegó a conocimiento del mariscal López, que se encontraba en Zanjajhú, la noticia de haberse llevado el teniente coronel Moura gran parte de las destinadas que se encontraban en Espadín, se indignó de tal modo, que mandó trasladar inmediatamente a todo correr a Panadero a todas las que habían quedado y, finalmente, a todas las mujeres que se encontraran diseminadas en ésos lugares.

La mayor parte de estas infelices perecieron en la arreada precipitada que se les impuso (...).

Muchos de los parientes de las familias rescatadas, que habían perdido la esperanza de abrazarlas, se sintieron arrebatados de gozo al conocer la feliz noticia y corrieron a Curuguaty en busca de ellas.

Para conducir a la Asunción a la señora Concepción Domecq de Decoud, fueron enviados por el esposo sus dos hijos José Segundo y Adolfo Decoud. El primero siguió hasta encontrarla, y el segundo quedó a aguardarlos en Villa del Rosario (...).

El 15 de enero de 1870, la señora Concepción Domecq de Decoud volvió a pisar la Asunción, después de cinco años de miseria, hambre y padecimientos sin cuento, conforme se ha visto.

Al primero de sus hijos que abrazó, cuando la recibieron en el puerto, fue a Héctor Francisco, a quien más mimaba, y luego a Juan José, Diógenes y Concepción. Constancia y Eduardo habían muerto, como queda visto.

Las demás familias... compañeras de la señora Concepción Domecq de Decoud, también llegaron sucesivamente a la Asunción, y muchas tuvieron también la suerte de abrazar a los sobrevivientes de sus familias. Las extranjeras, particularmente las correntinas, pasaron de largo la Asunción, yendo a hacer lo propio que las asuncenas en sus respectivos hogares.

Durante más de un mes, de día y de noche, no cesaron las comidas y tertulias que dieron las familias libertadas en festejos a este acontecimiento de redención.

Un testigo ocular, el capitán de navío Domingo A. Ortiz, al recorrer aquellos lugares, después de tres años de la terminación de la guerra, con motivo de desempeñar su cometido como comisario de límites entre el Paraguay y el Brasil, no pudo menos que dar expansión a sus sentimientos de protesta, consignando en estos términos:

 

El 1 ° de octubre (1873) nos hallamos en la cabecera del arroyo Espadín, célebre por la desgraciada suerte que sufrieron en sus solitarias costas, centenares de las principales familias del Paraguay, durante la cruel y desastrosa guerra del año 1865.

 

El 9 del mismo mes, recogimos datos sobre el curso del arroyo Espadín, estuvimos hasta la isla que sirvió de recostadero al campamento de las destinadas, de cuya proximidad, eran indicios vehementes, los numerosos cráneos y huesos humanos que veíamos a los lados del camino.

 

El 22 de octubre, tuve ocasión de visitar aisladamente el ex campamento de las destinadas del Espadín, horrible necrópolis, donde los numerosos vestigios de las víctimas infelices que allí gemían entre el hambre y la miseria, sufriendo atroces tormentos, afligen profundamente el ánimo más frío e insensible. (Memoria de la comisión de límites entre el Paraguay y el Brasil, presentada al ministerio de relaciones exteriores, en 1874.)

 

LISTA DE FAMILIAS LIBERADAS DE ESPADÍN (2)

 

He aquí la nómina de las familias libertadas, de las cuales muchas tuvieron también la suerte de abrazar a los suyos:

Martina Acosta, Dolores Gill de Dentella, Julia Dentella, Escolástica Dentella, Manuela Gill de Milleres, Nicolasa Milleres, Isabel Milleres, Emiliana Milleres, Francisco Milleres, Emilia Céspedes, Susana Céspedes de Céspedes, Juana Céspedes, Petrona Céspedes, Rosario Céspedes, Carolina Céspedes, Pablo Céspedes, Susana Céspedes, Dorotea Céspedes y una sirvienta; Susana Florentín de Dávalos, Felipa Dolores Dávalos, Josefa Ignacia Dávalos, Rosa Dávalos, Susana Dávalos, Juan B. Dávalos, Daniel Dávalos y una sirvienta; Oliva Corvalán de García, Defina García, Tomasa García, Macedonia García, Justo García; Rosario Alvarenga, Dolores Urdapilleta, Carmen Urdapilleta, Luisa Urdapilleta, Gregorio Portillo, Mercedes Portillo, Trifona Portillo, Josefa Esperati y sobrinos, Casiana Avalos, Dolores Urbieta de Guanes, Juana Valdovinos de Benítez, Carmen Benítez de Madrena, Rosa Babañoli de Cuadro, Gregoria Rojas, Manuela Guanes, Encarnación Benítez, Juan Cuadro, Bella Rosa Chirife de Vasconcellos, Antonio Vasconcellos, Isabel F. de Ortellado, Martina Valdovinos, Benita Bedoya, Encarnación Bedoya, Rosa Caballero, Lucía Villalba, Asunción Villalba, Victoria Villalba, Rosa Ruiz, Francisca Villalba, Dolores Urdapilleta de Jovellanos, Leopoldina Jovellanos, Lucio Jovellanos, Florentina Carísima, María Pabla Molinas, María Josefa Molinas, Clemencia Pereira, Ana Bella Páez, Evangelista Sánchez, Antonia Sánchez, Francisca Cardoso, María Rosario Villar, Sebastiana Villar, Prisca Villar, Rosa Clara Villar, María Roque Villar, Anastasia, Ignacia, Felipa, Celidonia, Cecilio, Gerónimo Villar, Victoria González, Encarnación González, Esteban González, Luisa González, Manuela González, Rafaela Villar, Marcelina Villar,  Dominga Villar, Evarista Villar, María Nicasia Villar, Francisca Martínez, Teodoro Martínez, Rudecindo Pesoa, Rosario Portillo, Braulio Portillo, Roberta, Ramona, María, Antonia Ramona y Josefa Urdapilleta, Cesarea Rodríguez, Francisca Avalos, María Madruga, Felicia Madruga, Ana Portillo, Epifania Portillo, Juana Avalos, Regalado Villar, Rosario Sánchez, Constancia Urdapilleta, Margarita Barrios de Valdovinos,  Encarnación Valdovinos, Isabel Recalde, Juana Cáceres, Francisca Paz, Ana María Paz, Nicolasa Francia, Sebastiana Arce, Eustaquia Núñez, María Ignacia Álvarez, María Antonia Cardoso, Francisca Inés Pino de Marín, Melchora Vera, Magdalena Florentín de Benítez, Ramona Arza, Tomás Delma, Elena Romero, Francisca Madruga viuda de Leite Pereira, Del Pilar González, Buenaventura del Pilar González, Cayetana Núñez, Inocencia Báez, Alejandra Báez, Toribia Báez, Felicia Caballero, Constancia Insfrán con una hermana, Juana Isabel Melgarejo, Mamerta Molas, Dominga Simbrón, Marcelina Meza, Rita Mora, Juana Isabel de Dávalos, Andrés Ocampos, Consolación Rodríguez, Manuela Rodríguez, Eulalia Leguizamón, Inocencia Zarza, Tiburcia Jiménez, Tomasa Margarita Acosta, Rosa Isabel Aquino, Pabla Aquino, Miranda, con dos hermanas, Juan de la Cruz Valdez, Ana Gregoria Sánchez, Del Carmen Cuenca, Mariana González, Bonifacia Ramírez, Simona González, Francisca Fernández, Teodora Paniagua, Cecilia Urdapilleta, Josefa Espíndola, María Acuña, Juliana Núñez, Petrona Martínez, Viviana Paez, María Felipa Portillo, Manuela Barreto, María Dulce Báez, Fermina García, Isabel Guanes, Cipriana Espínola, Mariana Sánchez, Luisa Sánchez con una hermana, María Candelaria Torres, Dorotea Ortega, Vicenta Álvarez, Carlota Bareiro, Petrona Bazán, Espectación Domínguez de Delvalle, Petrona Vera, Florencia Vera, Segunda Aspillaga, Rafaela Torres, Machada Céspedes, Petrona Pintos, Bárbara Ramírez y una hermana, Tomasa Urdapilleta, María Cáceres, Miguela Zeballos, Pastora Decoud de Riera, Marcos Riera, Petrona Ortiz, Josefa Gavilán, María Ana Dolores Pereira de Palacios, Balbina Palacios, Concepción Domecq de Decoud, Josefa Pintos, Rosa Agustina González, Francisca González, Marcelina González, Del Rosario Colmán, Francisca Ramos, Damiana Franco, Servanda Gracia de Rosas, Ramona Jiménez.

(2) La lista no es completa, desconociéndose el número exacto de personas enviadas a Espadín. (Nota del editor)

 

(El texto publicado aquí ha sido tomado del libro de Héctor F. Decoud, Sobre los escombros de la guerra: Una década de vida nacional (1869-1880) (Asunción: 1925) y corresponde al capítulo IX del libro, titulado "Vía crucis". Sobre la transcripción del capítulo, debo decir lo siguiente: (1) no se trata de una transcripción total sino parcial, en la que se han omitido páginas y notas del autor, modificándose la numeración de las notas pero no el texto de las mismas; (2) se han agregado subtítulos y se ha comenzado la transcripción con el relato de los infortunios de la familia Decoud, que en el capítulo IX del libro va después del pasaje transcripto con el subtítulo: "Evacuación del sur del país (1866-1868)"; (3) se han hecho algunos cambios menores de puntuación y ortografía cuando se creyó estar ante errores de impresión).



 Fuente: 

RESIDENTAS, DESTINADAS Y TRAIDORAS (2ª EDICIÓN)

Compilador: GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

Tapa: JULIO CACACE

RP ediciones – CRITERIO,

Asunción-Paraguay  - 1991 (pp.159)


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