PUEBLO REDONDO
Cuento de GLORIA PAIVA
GLORIA PAIVA : Profesora normal. Paraguaya, casada, tres hijos. Nació en Caazapá, donde hizo sus estudios primarios y secundarios.
Ejerce la docencia y colabora con el "Diario Noticias", dirigiendo el Suplemento Infantil. En 1988 fue seleccionada para integrar la Antología de Cuentos Feministas Latinoamericanos, en concurso realizado en Chile por Fempres, con el cuento "La Espera". En 1991, obtuvo una Mención de Honor en el Concurso de Cuentos Cortos organizado por el Departamento Cultural del Club Centenario, por su cuento "¿De cebolla?". En 1993 obtuvo el 1er. Premio del Concurso Centenario con su cuento "Pueblo redondo", que se incluye en este libro.
PUEBLO REDONDO
Ladeó la cabeza y escuchó atentamente. Trataba de captar algún ruido desacostumbrado, pero sólo llegaron hasta él unos ladridos lejanos y el chirrido de los grillos. Hacía tiempo que las noches le resultaban muy largas y ésta especialmente, no terminaba nunca. Sorbiendo innumerables mates, fijos los ojos en la calle oscura, el hombre recordaba. El pueblo había nacido redondo, redondo como un tacurú en medio del campo y fue creciendo de a poco, Mientras las niñas jugaban a la ronda y los niños a las bolitas. Nunca hubo problemas. Todos sabían de dónde venían y hacia dónde iban. Benito fue el único que pareció ignorarlo. Una tarde salió de la escuela y no se lo volvió a ver. Era un tonto, dijeron, sólo un tonto podía perderse en un pueblo redondo. Pronto lo olvidaron, y no le reconocieron cuando volvió, años después.
-Soy Benito -dijo él para disipar la desconfianza de los que lo miraban con disimulo.
-No debe quedarse -le había susurrado Romualdo durante el velatorio del maestro-. Tantos años fuera le habrán hecho olvidar nuestras costumbres. Además, creo que está mal de la cabeza. Le escuché decir que el maestro murió atrapado por los círculos concéntricos que enseñó a trazar durante toda la vida, que se le enroscaron como una kuriyú y le chuparon como un remolino y que así moriremos todos en este pueblo si no nos libramos de los círculos. Está medio loco. Le digo que puede ser peligroso.
Pero Benito se quedó y todo siguió girando durante un tiempo, hasta el día en que se vio a los niños tomar un atajo para ir a la escuela. Recordaba también el enojo de Romualdo cuando le reprochó por permitir ese desorden.
-Benito es el culpable- le había dicho. Él es quien dice a los niños que andar en círculos los marea y les impide pensar, él mismo les indica qué atajos tomar. No debió permitirle que se quedara.
Aquello no le había gustado. Estaba muy orgulloso de las perfectas espirales que el flujo y reflujo de la gente, yendo y viniendo hacia y desde el centro del pueblo, formaban en las calles y que él se complacía en mirar desde su torre. Había necesitado años y muchísimos cálculos para ubicar los puntos de comunicación que las hacían posibles, y aquellos niños entrando y saliendo por cualquier parte destrozaban el orden establecido. Merecían un castigo.
Es necesario actuar con energía, había pensado en aquella ocasión, pero las extrañas líneas que aparecieron en los muros le hicieron olvidar el problema. Las líneas estaban en todas partes y parecían tener vida, pues se multiplicaban cada noche.
Todos se quedaban a mirarlas y hablaban de ellas haciendo mil conjeturas sobre su significado.
-Investiguen quién las hace - fue la orden.
Romualdo recorrió las calles preguntando, pero nadie sabía nada, ni los guardias, ni los trasnochadores, ni los mendigos que dormían en los umbrales.
-¡Sigan averiguando, inútiles!
Ya las líneas habían invadido todo el pueblo, cruzaban reptando por la calzada, y subían a las paredes. La mañana en que aparecieron trepando por la torre y él las vio señalándolo amenazadoramente estalló en gritos: ¡Encuentren al culpable, carajo!
Una a una se revisaron las manos de hombres y mujeres buscando los rastros de la pintura con que fueron trazadas; aquellos que las tenían limpias, acabadas de lavar, eran sometidos a larguísimos interrogatorios, aunque sin ningún resultado.
Romualdo se pasaba murmurando cosas por ahí. Rengo infeliz, en otros tiempos habría resuelto el problema rápidamente, pero ahora estaba viejo y torpe. Cuando por fin logró descubrir a los culpables ya no quedaba trozo de pared libre de esas perturbadoras líneas que se abrían en todos los sentidos, se metían en las casas y hasta parecían salir por los ojos de la gente.
Por suerte, aquello ya había terminado.
Al amanecer verificaría personalmente si los pintores habían hecho un buen trabajo. Con los muros de nuevo limpios pronto se olvidarían esas malditas líneas, divergentes. Benito y sus alumnos a estas horas estarían muy lejos. Romualdo se había ocupado de eso. Y ya no había peligro de que nadie las volviera a trazar. El pueblo estaría otra vez tranquilo, como siempre fue, como debía ser.
Amanecía.
Ya se oía a lo lejos el traqueteante andar de los carros.
Se asomó a la ventana. Unas gallinas picoteaban la calle.
¿Y la gente? ¿Dónde estaba la gente?
Forzando la vista la vio, en serpenteante columna, alejándose.
De pronto, la figura inconfundible de Romualdo surgió entre el pajonal.
Pobre desgraciado, fiel hasta la muerte. Él los traería de vuelta. A eso iba, estaba seguro.
¡Romualdo!
¡Romualdo!
Romualdo se volvió al escuchar su nombre, luego acomodó mejor su bolsa al hombro y a rengueantes saltos fue a unirse con los que se marchaban.
Malditos desagradecidos.
¡Les ordeno que vuelvan!
¡Vuelvan, vuelvan les digo...!
Los gritos se abrieron en grandes ondas concéntricas sobre el silencioso pueblo.
1er. Premio "Concurso Centenario" 1993
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