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GLORIA PAIVA

  VIAJE A LAS MANCHAS - Cuento de GLORIA PAIVA


VIAJE A LAS MANCHAS - Cuento de GLORIA PAIVA

VIAJE A LAS MANCHAS

Cuento de GLORIA PAIVA

 

         Mención Concurso Cooperativa Universitaria 2007

 

         Al principio creyó que se trataba del toc toc de las chapas de zinc, un sonido que conocía muy bien porque la había acompañado en toda su infancia durante las siestas de verano en la casona en la que creció; un caserón imponente aunque los ventanales de sus balcones ya no recordasen lo que era el vidrio y el altísimo techo había tenido que soportar la humillación de aquellas chapas de zinc, reemplazando a las deterioradas tejas.

         Jamás pudo aclarar si el constante ruidito se producía por la dilatación o contracción del metal, o por ambas cosas a la vez, pero lo cierto es que era el fondo musical de aquellos obligados descansos. Algunas veces los contaba con los ojos fijos en el techo, pero pasaba de cien sin llegar siquiera a amodorrarse. Entonces, empezaba su viaje por las manchas. Aquellas extrañas manchas, producidas en las tejuelas por la larga exposición a la intemperie antes de que las chapas cubriesen de nuevo el techo, la llevaban a mundos maravillosos en los que se perdía hasta que el confinamiento diario tocaba a su fin. Allí era libre de hacer todo lo que quería, vestida como jamás se le permitiría, paseaba por lugares que nunca pisaría y del brazo de quien ella elegía recorría lugares maravillosos, disfrutando placeres que sabía no conocería.

         Ese viaje a las manchas la dejaba después con la mirada brillante y las mejillas sonrosadas, despertando en su madre el temor de que estuviese enferma.

         - Tenés fiebre -decía angustiada,

         Ella no respondía y al poco tiempo la rutina de la tarde volvía a poner las cosas en orden y se recobraba la normalidad.

         El ruido se había convertido en un repiqueteo que aumentaba de intensidad. No era el zinc, era la lluvia. Llovía.

         Tenía que ser así. La humedad había sido insoportable en esos días, se la sentía condensada en los pisos y chorreando en las paredes. Siempre había odiado la humedad. La había odiado en verano cuando se pegoteaba a la piel, dejándola gomosa y brillante y después la había odiado en invierno cuando saturaba la tierra y subía lenta, por los pies, metiéndose en los huesos y haciendo difíciles y dolorosos sus movimientos.

         Ya se sentía el agua correr con fuerza; sonaba oscura, seguramente arrastrando a su paso flores, ramas, piedras. Allá en su pueblo el agua solía deslizarse límpida sobre su lecho de pasto. Siempre había querido meterse en esos arroyos pasajeros, saltar y brincar en ellos sintiendo el agua en el pelo, en la cara, apretando las ropas a su piel y refrescándola hasta llegar a tiritar en plena tarde de diciembre o enero, pero eso formaba parte de la larga lista de "No" que habían regido su vida: No vayas, no se puede, no se debe, no está bien, integraban la lista que mantuvo firme y transmitió, casi sin variantes, a las que le siguieron.

         Llegó a temerle al agua. Jamás aprendió a nadar. Nunca había podido acercarse al barranco del río porque el fluir de las aguas le impresionaba.

         No le gustaba el mar porque no tiene adónde ir, siempre golpeando y volviendo a golpear la costa, repitiendo sin remedio lo mismo día tras día, pulverizando las rocas de puro aburrimiento. Además, la inmensidad la sobrecogía.

         Sin embargo, cuando fijaba los ojos en un punto cualquiera e iniciaba uno de sus viajes a las manchas, era diferente. Así, flotando lánguida, se dejaba llevar por la correntada como un camalote o una rama a la deriva. Así amaba el río, lo amaba porque sabía adónde ir. Saltando obstáculos, descansando en los remansos, o girando en los remolinos, siempre retomaba su camino, su rumbo. En ese viaje a las manchas no les temía ni a las aguas turbulentas, turbias, que pasaban por las calles arrasándolo todo en los días de intensa lluvia.

         La lluvia no amainaba, el ruido en el techo, unido al del raudal, casi no le dejaba oír sus pensamientos. Esperó escuchar un trueno, ver brillar un relámpago, pero solo se sentía el agua caer constante, sin pausas.

         Últimamente llovía así, calladamente. Era una lluvia traicionera, su furia solo se venía en los raudales que modificaban temporalmente la hidrografía del lugar creando nuevos afluentes cada vez, haciendo aparecer de pronto arroyuelos caudalosos que iban llevándolo todo hacia el río, que los recibía y a su vez los llevaba consigo.

         Sintió el frío, ese frío diferente que se mete con el agua que va subiendo de a poco lamiendo las paredes. Por un instante flotó en un suave vaivén. Ese movimiento que le hacía sentir acunada, amada, le fue conocido, pero antes de identificarlo, de encontrar su origen, llegó el estruendo de maderas rotas. El agua que de niña quería que la mojase toda en los arroyos pasajeros, ahora la golpeaba, arrastrándola irremediablemente.

         Pensó en su larga lista de no. No te dejes arrastrar por la corriente, no vayas a lugares desconocidos, no te arriesgues, no actúes por impulsos, pero ¿cómo oponer resistencia?

         Aterrada sintió que se hacía pedazos, que se desarticulaba, pero después se dejó llevar como lo hacía en sus viajes a las manchas, flotó lánguida como un camalote o una rama a la deriva y entró en una corriente plácida y constante. Se sintió ingrávida, libre, y siguió fluyendo. Sabía adónde iba. Iba al río, al río que desafía y vence obstáculos porque sabe adónde va, que tiene un destino. Algún día llegaría al mar, y aunque sabía que allí tendría que ir y venir por siempre, ayudando a triturar rocas de puro aburrimiento, disfrutaría del viaje.

         Ella no lo supo jamás, pero al día siguiente los titulares de los diarios hablaban de su aventura.

         Los intensos raudales de la lluvia de ayer dejaron un ataúd en una de las avenidas principales de la ciudad. El mismo estaba vacío. Los huesos fueron arrastrados por las aguas.

 

 

GLORIA PAIVA

 

         Docente. Paraguaya, casada, tres hijos. Nació en Caazapá, donde hizo sus estudios primarios y secundarios.

         Ejerció la docencia y colaboró con el "Diario Noticias", dirigiendo el Suplemento Infantil.

         En 1988 fue seleccionada para integrar la Antología de Cuentos Feministas Latinoamericanos, en concurso realizado en Chile por Fempres, con el cuento La espera. En 1991, obtuvo una Mención de Honor en el Concurso de Cuentos Cortos organizado por el Departamento Cultural del Club Centenario, por su cuento ¿De cebolla?

         En 1993 obtuvo el Primer Premio del Concurso Centenario con su cuento Pueblo Redondo y nuevamente en 1998, obtuvo el 1er. Premio del Concurso de Cuentos del Club Centenario con Absolución.

         En 2007 obtuvo una mención en el concurso de cuentos de la Cooperativa Universitaria por el cuento Viaje a las manchas, y en el mismo año en el concurso del Club Centenario por el cuento La otra

         Actualmente elabora material didáctico para el Grupo Nación.

 

 

 

ENLACE INTERNO A DOCUMENTO FUENTE

 

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Y SIGUEN LOS CUENTOS, 2012

HOMENAJE A SU FUNDADOR

Profesor Dr. HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ

TALLER CUENTO BREVE

Coordinación: DIRMA PARDO CARUGATI y STELLA BLANCO DE SAGUIER

Editorial Arandurã

Asunción – Paraguay. Noviembre 2012 (132 páginas)






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