LA YERBA MALDITA
Cuento de CARMEN BÁEZ GONZÁLEZ
LA YERBA MALDITA
Aeropuerto de Punta Porá. Don Antonio Llanez viaja por primera vez a un país extranjero, a los Estados Unidos. Allí, su hijo mayor egresará de la Universidad como Licenciado en Leyes, abogado.
Don Antonio viaja sin avisarle. Lo quiere sorprender. Viudo y con dos hijas, más una nieta, está ansioso de volver a ver al que es el orgullo de la familia.
En la aduana, abre su equipaje: una maleta grande y otra pequeña. Lleva dos paquetes de yerba para el mate diario. Los guardias aduaneros acercan perros entrenados que huelen la valija grande, hunden su hocico entre la ropa. ¡Hay droga! y los aduaneros van extrayendo, ante los ojos desorbitados del caracterizado comerciante pedrojuanino, unos paquetes bien cerrados y para más otro de yerba "Pajarito" perfectamente simulado que no contenía yerba mate sino blanco polvillo de refinada droga. Era para morirse. Sin hacer caso de las protestas de inocencia, Don Antonio fue llevado a la comisaría brasileña. ¿Su viaje? Acabado. Y la vergüenza era todavía más profunda porque ocurría en un país vecino, al otro lado de la calle Internacional, la frontera que lo separaba de su amada ciudad. Don Antonio no podía creer lo que le estaba sucediendo. La noticia voló a Pedro Juan. Sus hijas, parientes y amigos se esforzaron en demostrar la inocencia del detenido. Mas la evidencia hacía inexorable la condena. Prisión. Desesperadas, las hijas y demás, apelaron al amigo casi hermano de su padre, "el Tío" Silverio Moral. Este señor tenía gran autoridad: era el intendente municipal de Pedro Juan y por sobre todo, el fiel compadre que vio crecer a la linda familia de Don Antonio cuya esposa le dio tres hijos. En cambio, el tío Silverio nunca se casó, vivía solo, acompañado las más de las veces de un sobrino que tenía la misma edad del hijo mayor de Don Antonio. Don Silverio siempre que sus obligaciones le permitían visitaba a la familia Llanez. Don Antonio le contaba de sus negocios, de su vida feliz. El compadre de afable carácter, era muy reservado. Poseía vastos campos y bosques, varios negocios, Don Antonio se dedicó exclusivamente a cimentar el almacén de ramos generales con el que proveyó bienestar y buena educación a sus hijos.
Su esposa, una linda y bondadosa señora, murió de un imprevisto ataque cardiaco en una tibia mañana de diciembre. Los inconsolables deudos no extrañaron la insistencia que puso el tío Silverio en solventar los gastos del entierro de doña Leonor. Tan amigos fueron siempre los tres.
Y ahora la cárcel, sentenció el juez. Nadie pudo sacarle de la prisión brasileña. Le dieron cinco años de encierro. Don Antonio se desplomó, clamando por su hijo el novel abogado. Y llegó el hijo tan esperado. Impactado por la increíble noticia, visitó en la cárcel a su padre. Lloraron los dos. Serenados los ánimos, el joven le dijo: “Papa te juro que buscaré al culpable de esta maldad. No descansaré hasta encontrarlo."
Desde entonces se puso á investigar. Aparentemente tranquilo, hacía preguntas cautelosas a los empleados del negocio y de la casa. Nadie escapó a la lupa detectivesca del joven abogado metido a Sherlock Holmes. Sabía a fondo que su padre era un hombre íntegro, honesto, incapaz de emplearla droga maldita para un enriquecimiento sucio. Pero también comprendía que todo podía pasar en una ciudad fronteriza, en la que distintas nacionalidades e intereses albergarían el peligro de una traición.
Pronto otro dolor se agregaría al pesar familiar: Don Antonio muere en prisión debido a una embolia. La muerte lo liberó. Quedaba ahora sólo el abogado con la pesada resolución de demostrar la inocencia de su papá, póstumamente.
Pasados los días de duelo, tan desolado entra Juan Alberto al dormitorio de sus padres. Se acuesta. No puede dormir. Ve sobre el ropero antiguo de tres lunas, varios libros afeados por el tiempo y mal apilados. Algunos sin forro. Otros lo tenían. Le inquieta la curiosidad: ¿Que leían sus padres? Sabía que su mamá gustaba de la lectura, no así sus hermanas y menos el padre, quien, de noche ya cansado, debía darse tiempo para revisar las cuentas diarias de su negocio..
Entre los libros encontró un viejo cuaderno que contenía varias esquelas enviadas por las amigas de su mamá. Allí estaban: doña Isa, doña Marta, etc. Las letras mal dibujadas le hicieron sonreír. Una esquela amarillenta, sin firma lo sobresaltó porque decía en vieja tinta u vacilante letra: "Siempre te voy a querer. Sos la amada de mi corazón ".
Comenzó a preguntarse en el hondo silencio de su aposento: ¿Quien le escribió a su madre? ¿Por qué ella llevó consigo su secreto hasta la muerte?.
Ahora su hijo abogado recorrería el nuevo sendero que un mensaje de amor le trazó: saber quién amó a su madre. Y si este desvariado afecto tendría conexión con el ardid de las drogas con que se castigó la felicidad de un padre y marido bien amado. Celos cuidadosamente guardados y una venganza despiadada afloraron para derribar definitivamente a un señor, a quien un loco de amor despechado envidió por tantos años.
El hijo abogado a nadie participó de esta sospecha. La figura de la mamá permanecería impoluta, inocente. Siendo su más allegado y fiel colaborador, ni siquiera se animó á comunicar su sospecha a su padrino Don Silverio.
Pasaron días, semanas... Una noche de intensa lluvia, un llamado a la puerta despertó al abogado. Era el sobrino de su padrino Silverio. El viejo solterón trató de suicidarse. Los médicos explicaron que la arteriosclerosis elevada lo empujó a la autoeliminación. Ahijado y sobrino ya en el sanatorio, recibieron de vuelta del quirófano al enfermo. Su estado era gravísimo. Con los ojos cerrados, el viejo reconoció la voz de Juan Alberto. Con un gesto de su mano esclerosada lo llamó y con tembloroso susurro le dijo: "yo puse la yerba maldita en la valija de tu padre. Yo quería mucho a tu madre. Perdóname". Su débil respiración poco a poco fue apagándose hasta morir.
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