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JAVIER VIVEROS
  RUÁNDICAS - Narrativa de JAVIER VIVEROS


RUÁNDICAS - Narrativa de JAVIER VIVEROS

RUÁNDICAS

Narrativa de JAVIER VIVEROS


Extraído de “Manual de esgrima para elefantes”


En los ordenadores de la abuela ONU

no caben más cadáveres de Ruanda.


M. Benedetti


I: Prioridad

"Buenas tardes, amigos. Desde la Radio Televisión Li­bre de las Mil Colinas (RTLM) los saludamos y les re­cordamos una vez más la amenaza tutsi, las cucarachas que se apoderan de nuestro país, del suelo al que llegamos primero. Ellos representan un porcentaje ridículo de la po­blación. Son una tribu sucia. Tenemos que exterminarlos. Debemos deshacernos de ellos. Es la única solución. Todos los tutsis deben desaparecer de la faz de la tierra. Amigo hutu, si tienes una pareja tutsi, no esperes hasta mañana para matarla, porque ella te puede matar esta noche".

Todos los días podía oír los mensajes de odio de RTLM, la radio más popular de Ruanda. Mi guía local, Abdallah, me traducía al inglés el sonoro kinyarwanda. Los micrófonos machacaban día tras día con lo mis­mo: la caza del tutsi. Las palabras eran el vehículo y el combustible del odio. Estuve allí en esa época que marcó para siempre al pequeño país. Fui enviado por la National Geographic Society, para elaborar un reportaje sobre la situación de los gorilas de montaña, casi una década después del asesinato de Dian Fossey, que los estudió y amó como nadie. La radio solo hablaba de las cucarachas y de su necesario exterminio. Su urgente exterminio.

Eran dos las etnias que se disputaban el poder: la ma­yoría hutu y los tutsi. Habían tenido ya numerosos cru­ces a lo largo de la historia. El poder estuvo casi siempre en mano de los tutsi. El presidente de ese entonces era hutu. El resentimiento entre las dos etnias era grande. Y los mensajes de la radio azuzaban a la matanza de tutsis. El inmenso poder de las palabras. Las ondas radiales empleadas como un arma para diseminar el odio e ins­tigar la violencia. La radio usada como un arma de des­trucción masiva. Las diatribas contra los tutsi, la música inflamatoria que alentaba al exterminio. Un medio de comunicación es un arma de doble filo. Puede ser usado para construir valores y también para destruirlos. Para la mayoría de la gente son sagradas las palabras si salen de un altavoz o están fijadas en tinta. La prensa como instrumento de formación de opiniones. Por algo los poderosos siempre tienen un medio de comunicación para defender sus intereses. Y tienen también sus mario­netas asalariadas que se mueven acorde a sus dictados.

"Derribaron su avión, nuestro presidente está muerto. Fueron los tutsis, no es momento de quedarse con los bra­zos cruzados. Es hora de acabar con las cucarachas. Hay que sacar las manzanas podridas de la canasta. Hay que aplastarlas. Hay cucarachas huyendo hacia Burundi, que no quede ni una viva, es preciso salirles al paso. A quemar sus casas, a capturarlas y exterminarlas. Hay que partirles los cráneos como cocos, a machetazos".

En Kigali era un secreto a voces lo que se gestaba. Interahamwe, la milicia extremista hutu, había sido en­trenada por el propio ejército de Ruanda. Unas treinta mil personas dispuestas a la masacre. El odio fermen­tado durante años al que le faltaba solo una gota para desbordar el vaso. Pensé en que el ser humano es esen­cialmente malo. La espina desde que nace ya pincha. El derribo del avión presidencial desató la masacre.

Los mensajes de RTLM se volvieron más incendiarios, daban direcciones y nombres de tutsis que debían ser asesinados. No lo pude tolerar más. Decidí pasar a la acción. Estaba dispuesto a cortar la cabeza a la serpien­te. Opté por atropellar con la camioneta la antena de la radio. Derribarla. Dejar sin voz a Radio Machete. Lo planifiqué minuciosamente. Los portones de la entrada eran de madera, necesitaba tan solo conducir en línea recta hasta la antena, con el acelerador a fondo. Difí­cilmente podrían hacerme algo más que cobrarme una cuantiosa multa.

Llegó el día en que debía hacerlo. Pero no me moví. Me acobardé nomás. Si la propia comunidad interna­cional les había dado la espalda, ¿qué podía hacer un simple periodista como yo? Temí que por mi acción el escudo de piel blanca me resultara inútil. Si uno pierde la vida, ya todo lo pierde. Mi vida tiene la más alta prio­ridad. Nadie hay en el mundo más importante que uno mismo. Fui el segundo en abordar el avión que vino a rescatar a los extranjeros, dejando el camino libre para el genocidio. Hemos fallado a esta gente: los cobardes umuzungus “nos hemos repartido como ladrones el cau­dal de las noches y de los días”.


II: Consejo

Recostado contra la cabecera de su cama, Hakizima­na masca con fruición. Sobresalen de su boca algunas hojas de khat. Mastica y mira el techo. Hakizimana duda. Ya habitan su cabeza los potentes alcaloides psi­cotrópicos del khat, pero también están allí las dudas. Sabe lo que está pasando afuera, acaba de escuchar la señal en la radio, no ignora lo que significan esas pala­bras que brotaron del altavoz. Pero flaquea. Los miem­bros de la guerrilla Interahamwe, movidos a odio y al­cohol, están ya en las calles, llenándose de sangre hasta los codos, como Minaya.

Sabe que al transponer la puerta de su casa se encon­ También sabe que en el otro bando hay vecinos suyos, se encuentran su suegro y sus cuñadas, están sus maes­tros, sus amigos, los parientes y amigos de sus amigos. Lo sabe y por eso se le inunda el corazón de tristeza, su cuerpo es recorrido por temblores y se eriza con horror su cabello. La boca se le seca y queda amarga, lo que combate mascando las frescas hojitas del khat; vegetal cántaro de agua fresca para sus preocupaciones.

De repente, Hakizimana se siente cubierto de piel blanca, ve reemplazado su negro abrigo natural por uno de albino. Si tuviera esta piel blanca podría escapar fá­cilmente y evitar tanto trato con la muerte, piensa. Al saber que del otro lado hay gente muy cercana a sus afectos, se le cierran los párpados y sus músculos des­fallecen. Vaga su mente en todas las direcciones. ¿Por qué levantar el brazo contra ellos? Ninguna gloria veo, no deseo la victoria, dice, y abatido se desploma sobre el duro colchón. ¡Oh mal día! ¿Qué espíritu maligno ha poseído nuestras mentes, cuando estamos dispuestos a matar a nuestra propia gente en el campo de batalla por un reino terrenal?, se pregunta todavía y no es sino en ese instante que oye una voz en su cabeza:

—¡Oh Hakizimana! No desfallezcas. Es indigno de­jarse atrapar por el desaliento en la hora de la lucha. ¿Cómo es posible? Esto no es propio de un hombre como tú. Sobreponte a ese mediocre decaimiento y le­vántate como el fuego que quema todo lo que encuentra a su paso. Te afliges por quienes no lo merecen. Hay una batalla que ganar antes de que nos sean abiertas las puertas del cielo. ¡Felices son aquellos guerreros cuya actitud es participar en esta guerra! No luchar por la justicia es traicionar tu deber y tu honor; es despreciar la virtud.

Las palabras le llegan hasta el fondo. Se levanta de la cama de un impulso. Saca más hojas de khat de su bolsillo, masca y mira en todas las direcciones tratando de hallar el origen de la voz. Nada de nada. Únicamente el aullido de la muerte se escucha a lo lejos, un aullido que se acerca. La voz, que había hecho una pausa, habla de nuevo, pero esta vez ya con los decibelios y la energía de una arenga militar:

—Los hombres hablarán de tu deshonor, tanto ahora como en tiempos venideros, dirán que por miedo de­sertaste del campo de batalla. Haz tu tarea en la vida, porque la acción es superior a la inacción. Es preciso estar a la altura de lo que exige el destino. El tiempo ha llegado. Tu deber es colaborar en la recuperación de lo que es de tu gente. Ve a conquistar tu gloria, vence a tus enemigos y goza del reino que te pertenece. Triunfa sobre ellos en esta batalla. Sin temor, lucha y extermí­nalos.

La voz calla, pero al parecer ha cumplido su misión, porque en esa habitación no hay una sola esquirla de duda. Hakizimana empuña con firmeza el machete, que pronto manejará como nadie, y sale a la calle.


III: Mascota

A través de una de las ventanas de su casa, Fiete vio a su perro ovillarse a la sombra de un árbol; animal vie­jo, desdentado, ya sin el humor y la energía de otros soles. Fiete también cambió. Más de una década había transcurrido desde la época en que su mascota era poco más que un cachorro. Siempre que evoca esos ayeres le cuesta evitar una lágrima, un nudo en la garganta o al menos la presencia temporaria de la tristeza. Aquellos fueron días convulsos, en los que la niña que ella era sufrió el dolor de una separación, el abismo de una pér­dida, de la incertidumbre filosa como un machete hutu.

Corría 1994. El año lo recordaba con claridad. El ge­nocidio en Ruanda estaba en su apogeo. Dentro de esa tragedia se había insertado otra, menor en escala pero igual de absurda: la indiscriminada matanza de perros. Los soldados de la ONU tenían orden de no intervenir en el conflicto interno y para que la inacción no los acabara conduciendo a la locura, disparaban contra los perros, los cientos de perros que devoraban los cuerpos insepultos, cadáveres que en las calles eran legión. Ter­minado el genocidio, la matanza de perros continuó, pero no morían ya por el plomo de los uniformados, esta vez eran los pobladores quienes les daban muerte, porque se habían acostumbrado al sabor de la carne hu­mana y la buscaban en las calles, atacando transeúntes.

Gratitud. Fiete guarda un buen recuerdo de su padre, por la certeza de su actuar. Apenas iniciado el genocidio y enterado de las primeras muertes caninas, el hombre colocó al perrito en una bolsa arpillera y se lo llevó a Burundi, a casa de unos parientes. Si la mascota hubie­ra permanecido en Kigali hubiera terminado también llena de plomo o linchada por la plebe. Niña como era, Fiete sufrió mucho al principio, sollozó por la ausencia de su perrito. Lo creyó muerto y pensaba que le decían lo del viaje lejano solo para edulcorarle la verdad. La jugada paterna fue inteligente.

Imposible olvidar aquella tarde lejana, un mes des­pués del fin del genocidio, cuando su padre le dio la gran sorpresa. Entró por la puerta con una bolsa en la espalda. Llegó hasta la cocina y liberó el contenido. Un perro que movía la cola con desesperación se hizo pre­sente. Fiete saltó de la mesa y abrazó a su mascota, algo crecida desde la última vez que la había visto. El rostro sonriente que su padre mostró en ese momento sería a partir de entonces el primero en presentársele cuando evocara su imagen. Fiete se sintió una privilegiada, al ser la dueña de uno de los pocos perros que habitaban la Kigali de ese entonces. Lo llenaba de mimos, aunque a veces la sorprendía un sentimiento extraño al mirar a los ojos de su perro: unos ojos irremediablemente tutsis.


IV: Pasado

Desidia. Omisión de auxilio. Tus manos están man­chadas, empapadas. Hay pecado de omisión. Lo sabés y esa certeza está siempre en tu cabeza, taladrándola como una caries. Suena el timbre. Es el servicio de habitación. La comida que ordenaste. Demoró muy poco. No se podía esperar menos de un hotel de cinco estrellas. Abrís y el mozo entra con la bandeja repleta de manjares. Das una buena propina, como si eso pu­diera alivianar tu carga, pero ya aprendiste que hechos aparentemente mínimos pueden, en retrospectiva, ser puntos de inflexión. Ves al mozo agradecer y retirarse, contento, cincuenta dólares más rico que antes de tocar la puerta.

Ocupás el sofá y cenás frente al enorme televisor apagado. Siempre apagado, por si... El champagne sirve para coronar la exquisita comida. Te levantás y corrés una cortina. El octavo piso despliega ante tus ojos la postal de un paisaje urbano. Solo por el tono de derrota que infiere la iluminación artificial te das cuenta de que ha entrado la noche. Un recuerdo repentino te genera unas sacudidas leves, como si se tratara de un terremoto minúsculo.

Entrás al baño a cepillarte los dientes. Intencional­mente evadís las réplicas que ofrece el espejo, algo que hacés siempre desde aquella época. Aseo bucal conclui­do. Ahora abrís una de tus maletas. La que es comple­tamente blanca. La que lleva la cintas de Fragile y Prio­rity. Con desesperación empezás a sacar candelabros, linternas, velas, cerillos, faros a batería. Colocás velas en todas las habitaciones. La linterna queda bien a mano, sobre la mesita de luz. El faro a batería mira desde una esquina, su ojo de cíclope todavía apagado.

Pensás un rato en lo que hubiera pasado de haber compartido lo que decían esos papeles que te enviaron desde Ruanda, cuando ejercías la jefatura del Departa­mento de Misiones de Pacificación de Naciones Unidas. El reporte del general canadiense informaba que a nivel país se estaba preparando una masacre, que el ejérci­to ruandés entrenó a las milicias extremistas hutu para gestar un genocidio contra los tutsis, que un derrama­miento de sangre pronto a estallar se estaba incubando.

El aviso pudo haber puesto en alerta al Consejo de Seguridad. Si pudieras volver atrás y tener otra vez la oportunidad de pasar la voz… Sabés que se hubieran evitado muchas muertes, que se hubiera podido armar una campaña de confiscación de armas. Sabés que no tendrías en tu conciencia esa herida que no se cicatriza y que tu Premio Nobel de la Paz no te sabría a un oxí­moron, a un sarcasmo sangriento.

La maleta extra empezó a acompañarte siempre des­de aquel año. En tu casa hay dos generadores, por si la energía comercial se corte. Pero cuando viajás, y lo ha­cés mucho, no podés fiarte de que el hotel posea energía de respaldo. Por eso la maleta blanca, repleta de artefac­tos luminosos. Maleta por la que tenés que pagar extra cuando hacés check-in en los aeropuertos. Un peso exce­sivo pero nunca tan pesado como el de tu conciencia. El descomunal yunque que se agiganta en tu conciencia.

Primero fue solo pagar las culpas en largas cuotas de insomnio, pero después vinieron ellos. No podrás olvi­dar la noche en que te visitaron por primera vez. Desde entonces, siempre te ha resultado terrible la hora de dor­mir. No querés volver a escuchar el kinyarwanda. Desde esa vez no pudiste volver a dormir sin luz. Por eso lle­vás la maleta salvadora. Adonde vayas. Y por eso ahora, mientras estás entre las sábanas y con todas las luces en­cendidas, hay también velas iluminando la habitación. Porque sabés bien que en la oscuridad los ochocientos mil fantasmas tutsis te hablarán otra vez al oído.



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MANUAL DE ESGRIMA PARA ELEFANTES. Por JAVIER VIVEROS

Editorial Arandurã. Asunción – Paraguay



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SEP DIGITAL - NÚMERO 5 - AÑO 1 - SETIEMBRE 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

 

 

 

 

 

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