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JAVIER VIVEROS
  CINTURÓN COHETE - Cuento de JAVIER VIVEROS


CINTURÓN COHETE - Cuento de JAVIER VIVEROS

CINTURÓN COHETE

Cuento de JAVIER VIVEROS


Odio los hospitales. Pero estoy yendo nuevamente a uno, voy a visitar a Eric. Hay algo altamente incompa­tible entre los hospitales y yo. Somos polos opuestos. Entro al edificio y veo unas pocas personas sentadas en las sillas y, un número mayor de ellas, paradas. Todas aguardando ser atendidas. Cada una esperando que su nombre sea el siguiente que pronuncie una enfermera que entreabre, con evidente desgano, una puerta de madera. Durante la espera pocos hablan y si lo hacen el volumen es bajo, casi susurros. Hay gente pensando en la enfermedad de los suyos o en la propia. Se ve la vida reflejada a duras penas en algunos ojos, unos ojos que muestran ese aferrarse a la vida cuando la vida es lo único que resta. Y la espera. La infinita espera. Siempre la espera.

Subo hasta el cuarto piso a través de unas viejas esca­leras y entro a la habitación donde lo tienen. Nadie cus­todia la pieza. En la cama, Eric duerme y es una momia, está envuelto en yeso y conectado a varios aparatos. Veo desparramadas en la mesita de luz algunas revistas de aviación. De las que siempre leía, revistas que traen historias del combate aéreo, los nuevos modelos de ca­zabombarderos, avances en la tecnología aeroespacial, entrevistas a pilotos y constructores. Evoqué la imagen de un jovencísimo Eric paladeando esas revistas de tapa gris-azulada. En la cabecera de su cama, una bandera de Cerro Porteño, su otra pasión.

El paciente está dormido y es mejor no despertarlo, señor. La enfermera es poco agraciada físicamente, pero una sonrisa final la redime por entero. Asiento con la cabeza, coloco el regalo que traje en la mesita de luz y, lentamente, abandono la pieza. Volveré otro día, digo antes de cerrar la puerta. Y es allí cuando decido dejar de jugar al fútbol con los amigos del barrio, repentina­mente tomo esa determinación, pienso en mis huesos y ruego que el calcio sea suficiente, decido no volver a arriesgar el físico en los partidos carniceros de fin de semana. Al salir veo otra vez a las personas en la sala de espera, atravieso la puerta y me siento feliz. Es egoísta pero es así, siento una burbujeante felicidad de que mi visita al hospital no sea como inquilino, siento alegría por estar vivo, por estar sano. Es la felicidad por con­traste. La alegría por contexto.

Eric y yo fuimos compañeros en el colegio Don Bos­co del km. 16, en Minga Guazú. Amigos, lo que se dice amigos, nunca lo fuimos. Compartíamos aula pero es­tábamos en grupos diferentes. Cosas así suelen suceder. Él tenía una beca de la Presidencia de la República, sus calificaciones eran muy buenas. Pero eso no parecía es­forzarle ni importarle demasiado. Lo suyo era el vuelo. Desde que lo conocí lo tuve asociado con todo lo que guardara relación con el aire. Era un fanático del aire, hacía volar pandorgas, su cuaderno estaba repleto de dibujos a mano de aviones cazas MiG-29 y F-16, cuan­do no estaba la profesora tiraba aviones de papel en la clase, los clásicos aviones de papel pero con minúsculas innovaciones en su diseño para prolongar el tiempo de permanencia en el aire. En su grupo le decían Eric Pá­jaro, o simplemente Pájaro. Yo lo llamaba Eric, como para guardar distancia, nunca Pájaro. Para el trabajo final de Taller, en el primer año, Eric presentó un heli­cóptero hecho con palitos de helados picolé unidos con pegamento. Le había agregado un pequeño motor, una gran hélice y el portapilas (construido también de pali­tos) estaba colocado en la parte posterior. Era un diseño muy original.

Por más que éramos de grupos distintos, yo sabía muchas cosas de él. Sabía que su familia era de clase media-baja, que venía a ese colegio privado porque sus calificaciones escolares verdaderamente ameritaban la beca, sabía que su sueño era convertirse en piloto y que algo en sus genes lo predisponía a desafiar la gravedad. Terminado el colegio le perdí por completo el rastro. Yo terminé la Licenciatura en Letras en una universidad del barrio Sajonia donde la sola asistencia era el camino al título y la mediocridad en el cuerpo de profesores era el factor común con escasísimas excepciones. Medio­cridad en metástasis, motivada en gran medida por el carácter prácticamente vitalicio de los cargos, obtenidos éstos usualmente por amistad o parentesco cuando no por favores sexuales sin camuflaje.

El sueño de Eric era convertirse en piloto, así que imaginé que al acabar la secundaria se había metido a la Academia Militar. Durante mucho tiempo no supe nada de él. En una reunión de excompañeros de co­legio alguien soltó que Eric andaba por España, había ido a trabajar como tantos otros. El efecto retardado de la conquista de América, según algunos retóricos incurables. Colón vuelto kue, según el Diario Popular. La noticia fue cobrando veracidad cuando en lugar de su vieja casita la madre de Eric empezó a levantar una imponente mansión. Era notorio que llegaban los euros desde la madre patria. La mansión contrastaba terrible­mente con las edificaciones vecinas.

Rendido por la nostalgia, Eric volvió a Minga Gua­zú. Regresó, luego de siete años de estancia en el Viejo Continente. Se expresaba ahora con un acento peninsu­lar. Su habla estaba repleta de préstamos léxicos y calcos sintácticos. En medio de su discurso podía de repente introducir términos como mogollón, coño, chaval. Ha­ blaba de tú pero en ocasiones conjugaba el verbo como en el voseo. El suyo era un boxeo lingüístico. Se había deslomado en Barcelona, había ejercido diversos oficios, desde la albañilería hasta el lavado de copas, pasando por la jardinería, el cuidado de ancianos y la gerencia de un local de comida rápida. Ahora venía con dinero ahorrado y traía una idea de negocio. De estas cosas me enteré por él mismo, directamente de la fuente, en una tarde que nos encontró, por casualidad, en el sector de Preferencias del estadio del Club 3 de febrero, durante el entretiempo.

Eric había visto en Europa un cinturón cohete, lo vio y fue un caso de amor a primera vista. El equipo estaba compuesto de un traje especial, casco, anteojos y en la espalda se portaban los tanques de combustible. En la parte delantera dos botones permitían controlar con las manos la operación. Con el cinturón cohete podía uno volar, elevarse hasta cincuenta metros y desplazarse en el aire durante un corto tiempo. Era algo que habíamos visto en Minority Report y en varios dibujos animados de nuestra infancia. De Europa, Eric se había traído uno de esos trajes movidos a peróxido de hidrógeno e hizo una demostración durante la celebración folklórica de junio.

No fue algo que se haya concertado con el colegio donde se celebraba la fiesta de San Juan, simplemente a la hora del palo encebado, mientras los kambas tre­paban el yvyra sỹi, Eric salió de uno de los baños ves­tido como un hombre-rana, gritó “ignición”, presionó un botón, se elevó hasta la cima del palo y agarró los premios que aguardaban ser rescatados. Luego bajó y todos quedaron extrañados y en silencio. No faltó des­pués la lluvia de aplausos pensando que era parte del show. A continuación, Eric tuvo un altercado con los kambas, quienes con gritos y aspavientos lo acusaban de tramposo. Lo rodearon, estaban a punto de golpearlo cuando Eric presionó otra vez el botón de su cinturón cohete y la nube de humo formada por la combustión hizo correr a los kambas. Yo no fui a ese San Juan, pero me lo contaron. Las noticias de esta naturaleza siempre vuelan.

Ese fue su bautismo de fuego. El traje volador de Eric fue la sensación de Minga Guazú. Las familias más acaudaladas lo contrataban para que volara en los cumpleaños infantiles. La noticia se fue expandiendo a otras localidades. Todos recordamos todavía el reporta­je que pasaron en el noticiero del Canal 9. Empezaron a llegar los pedidos de vuelo desde San Ignacio Guazú, Paraguarí, Coronel Oviedo, Santaní. Eric fue ganando mucho dinero con sus exhibiciones aéreas. Fue así que un día decidió contratar a Apepú, un verdadero experto en la jineteada. En todo lugar siempre hay una o dos personas que son diestras en colocar apodos. A Apepú le decían así porque su rostro estaba sembrado de di­minutos cráteres y protuberancias, como una naranja agria. Apepú fue entrenado por Eric en el uso del cintu­rón cohete, demostró ser un buen alumno y aprendió, literalmente, al vuelo. Eric se convirtió en empresario. Recibía los pedidos, cobraba y era Apepú el que vestía el cinturón cohete para elevarse por los aires. Su idea era reunir suficiente dinero para comprar más trajes y al­quilarlos a los enemigos de la gravedad (que a esa altura ya eran legión). El club de vuelo que pretendía fundar se llamaría, por supuesto, Pájaro.

El primer pedido verdaderamente grande que recibió Eric venía de la capital del país, del ámbito futbolístico. El Club Olimpia había ganado una vez más la Copa Libertadores y tenía un enfrentamiento en el torneo casero con Cerro Porteño, su eterno rival. Pidieron a Eric que hiciera un vuelo por sobre el sector norte del Estadio Defensores del Chaco, donde se ubicaba la ba­rrabrava cerrista, y que, luego de cruzar de largo el cam­po de juego, aterrizara entre la hinchada olimpista con una imitación de la copa recientemente obtenida. Era parte de la celebración pero era también puro delirio exhibicionista. Luego de dudar un rato, el trabajo fue aceptado. Esta vez era algo más allá de los colores, era trabajo y Eric cobraría una suma verdaderamente fuerte por su realización.

En las primeras horas de ese domingo, junto a su fiel escudero Apepú, Eric condujo su Toyota Land Crui­ser hasta Asunción. Llegaron a la capital cuando rayaba el mediodía. El trabajo no entrañaba demasiada difi­cultad. Apepú partiría desde la calle asfaltada que está detrás del Sector Norte del estadio, volaría por sobre la hinchada cerrista, a una altura prudente para no ser alcanzado por alguna naranja o bolsa de orina, cruzaría por sobre el mediocampo y aterrizaría como un héroe en un sector claro que la hinchada olimpista –previa­mente amaestrada para ello– dejaría. El asunto estaba bien planificado.

La gente se preguntaba a qué se debía ese claro cua­drado que se trazaba en medio de la barrabrava de Olimpia. Con un aerosol fosforescente estaba señalado un cuadro que nadie debía pisar. Esa era la orden de la dirigencia, orden transmitida al resto de la hinchada por el jefe. El inicio del partido estaba previsto para las tres de la tarde. A eso de las dos, Eric y Apepú abando­naron las inmediaciones del estadio y fueron a almor­zar. Por los nuevos gustos de Eric lo que se imponía era comida española. Fueron a un restaurante internacional que quedaba sobre la avenida Perú. Apepú saboreó por vez primera una paella de mariscos de magnitudes pa­laciegas. Su boca albergó por primera vez los frutos de mar, el camarón, las almejas. Todo ello mojado por una moderada cantidad de sangría. Al terminar, Eric pagó la cuenta y fueron a prepararse para el trabajo.

Volvieron al barrio Sajonia, se instalaron en un bar ubicado detrás del Sector Norte del Estadio. Apepú te­nía que hacer el trabajo al terminar el primer tiempo del superclásico. Eran recién las tres y veinticinco minu­tos. Todavía faltaban veinte minutos más el descuento cuando Apepú empezó a ponerse amarillo y a mostrar síntomas de malestar estomacal. Mediterráneo y plebe­ yo, su estómago no estaba acostumbrado a los manjares marinos. Mediterráneo y aislado, el país tampoco po­día tener mariscos demasiado frescos. A gran velocidad, Apepú fue al baño del bar y se vació los intestinos en el inodoro. Al regresar, seguía pálido y le dijo a Eric que era necesario suspender el vuelo porque no se encontra­ba en condiciones, se sentía pésimo.

Los ánimos estaban encendidos. El árbitro había pa­sado por alto un claro penal a favor de Cerro y con dos expulsados por bando no era necesario agregar mucho más para ilustrar lo que se estaba viviendo en el terre­no de juego. Solo restaban tres minutos para acabar la primera mitad, Apepú estaba definitivamente fuera de combate y Eric no paraba de cavilar. El juez del parti­do indicó dos minutos de tiempo extra. Y allí nomás Eric se decidió, tomó el traje y fue al baño del bar, se vistió, agarró la imitación de la Copa Libertadores y se dispuso a tomar vuelo. Él había sido el pionero, así que todo debía marchar bien, no podía permitirse perder el dineral que le pagaría Olimpia, no podía arruinar la fiesta de consecución de la copa con ese regalo que la dirigencia franjeada había preparado para sus fanáticos (éstos sólo sabían que debían dejar ese espacio, ignora­ban para qué).

En la radio del bar, Eric oyó que el árbitro marca­ba el final del primer tiempo. Salió entonces a la calle, los vendedores de asaditos y DVDs piratas lo miraron como a un extraterrestre. Eric presionó el botón y se elevó por los aires llenando de sorpresa los rostros de los mercachifles. Se elevó y alcanzó la altura necesa­ria para pasar encima de la gradería donde los cerris­tas habían cesado en sus cantos y estaban entregados a comprar rocosas chipas, pororós insulsos, hamburgue­sas patógenas y lácteos espirituosos. Se elevó Eric y ya sea porque se había levantado con el pie izquierdo, ya sea porque con el tiempo de inactividad había perdido práctica, por Ley de Murphy u otra combinación de factores adversos, pareció caracolear un buen rato en el aire, colear como una pandorga, parecía que había perdido el control del cinturón cohete, pero luego pudo estabilizarlo. Yo miraba atónito las imágenes en el tele­visor, porque el clásico lo transmitían en directo para el interior del país. Aunque Eric pudo estabilizar el cintu­rón cohete, éste tenía poca autonomía, el combustible se acababa rápido y se había consumido bastante en las maniobras de estabilización, así que quiso su mala for­tuna que mientras todavía volaba por sobre la gradería norte vestido con la camiseta de Olimpia, se le acabara el combustible en pleno vuelo y aterrizara con violencia sobre unos cuantos aficionados cerristas. Éstos sintieron repentinamente el aire caliente sobre sus cabezas y el brotar de gritos de algunas mujeres que estaban en el mismo sector.

La escena era muy llamativa. Gracias al zoom de las cámaras, en el televisor se vio de repente una camiseta de Olimpia en medio de un mar de camisetas azulgra­nas. El susto inicial de los cerristas cesó, y entonces em­pezaron a arrinconar al intruso. En realidad no veían a Eric, no les llamaba demasiado la atención el traje de hombre-rana ni los tanques de combustible en la espal­da, ellos sólo veían esa camiseta olimpista que había aterrizado en sus dominios y atacaron. Eric empezó a recibir puñetazos, latas de cerveza, puntapiés y todo li­naje de golpes hasta perder la conciencia. Los cascos azules tuvieron que intervenir para frenar la barrabasa­da de la barrabrava. La Copa Libertadores de madera y los restos del cinturón cohete quedaron desparramados en el Sector Norte del estadio. Los detalles de lo ocu­rrido me los narró Apepú, quien volvió a Minga esa misma noche en un ómnibus de Nuestra Señora de la Asunción. Eric, en cambio, fue llevado a Emergencias Médicas donde le aguardaba una larga estadía. Se ha­bló después de politraumatismo y fracturas de nombres altamente retóricos.

El superclásico terminó cero a cero.



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