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JAVIER VIVEROS
  MANUAL DE ESGRIMA PARA ELEFANTES - Cuentos de JAVIER VIVEROS - Año 2012


MANUAL DE ESGRIMA PARA ELEFANTES  - Cuentos de JAVIER VIVEROS - Año 2012

MANUAL DE ESGRIMA PARA ELEFANTES

Cuentos de JAVIER VIVEROS



Autor: JAVIER VIVEROS

 

Editor: EDICIONES ENCENDIDAS (Argentina)

 ISBN: 978-987-28803-2-3

Idioma: Español

Año:  Diciembre 2012



 


ÍNDICE

 

Déjà Vu[dú]                                                                

La lista                                                                        

Una de Nollywood                                                      

París-Dakar                                                                 

Sepultando a Kweku Mensah                                     

Un pecado capital                                                       

Putas rusas                                                        

Ruándicas                                                          

Riqueza interior                                                          

Fantasmas                                                         

Passing shot                                                                

Primera semana                                                 

Al jefe algo le pasa

 

 

DÉJÀ VU[DÚ]


Para Chester Swann


Soy huraño, debo decirlo. Si bien no llego a la misantropía, me gusta demasiado la soledad. En un carácter así, la niñez tiene siempre algo que ver. Recuerdo la mía sin nostalgia. Me veo creciendo bajo la luna del escaso contacto con mis padres. No extraño en lo absoluto aquella época cincelada al mandato de institutrices anacrónicas e  invariablemente despóticas, que eran un verdadero solecismo contra la infancia. Los otros niños eran para mí planetas que danzaban alrededor de estrellas que no eran la mía.

Podría decirse que, a pesar de todo, aquello me ha servido. Ahora que soy adulto y llevo dos décadas metido en el mercado laboral, lo de ser un solitario es como parte de mi uniforme. Una parte importante. Mi trabajo como auditor externo para una poderosa empresa europea de televisión, me ha llevado a recorrer en profundidad el continente africano. Laboralmente, me sirve mucho esa incapacidad de construir lazos con los otros. Soy un auditor, un planeta retrógrado, sulquivagante iceberg de oficinas. Mi labor es visitar las sucursales para controlar el trabajo ajeno y por eso siempre las miradas se cargan de recelo cuando no de un indisimulado desprecio. No pocas veces oí aquello de que el auditor es alguien que llega después de la batalla a patear a los heridos. A todos los países donde soy enviado como mercenario para buscar trampas en los sistemas, voy siempre acompañado de un rostro marcial, impenetrable. Mister-no-friends, me apodaron en Sudáfrica. En Senegal, Kou doul reee, el que no ríe, o algo así. Debido a las numerosas sospechas de fraude contra la compañía, me ordenaron que visitara con urgencia la sucursal de Ghana, tenía que realizar la auditoría tanto informática como contable. Menudo trabajo. Y para nada enternecedor.

En el aeropuerto de Ámsterdam, en la fila de embarque de la aerolínea KLM, coincidí con quien era el gerente de infraestructura de la sucursal que me dirigía a auditar, un chileno acribillado de pecas, código Morse en sus brazos y cara. Ambos íbamos a Ghana y terminamos compartiendo asientos contiguos. Fue él quien me enteró de todo. Me comentó que estaban con nuevo gerente general, porque el CEO anterior había renunciado "luego de lo que pasó". Yo sabía que el gerente de quien me hablaba era un paraguayo como yo, sabía que no era apreciado por la gente de ese país africano: su despotismo, megalomanía y su permanente estado de grito tenían no poco que ver en ello. Algo más sabía de él. Me habían comentado que procedía de una familia bien conectada con la dictadura de Stroessner. Me bastaba esa información para conocerlo por entero. Era el típico sujeto que cruzaba un semáforo en rojo y al ser detenido por un oficial de tránsito gritaba: ¡no sabés con quién te estás metiendo, pendejo! Se llamaba Carlos Caseros, y había llegado a matrimoniar esos dos perniciosos demonios: ignorancia y poder.

El chileno me contó que una mañana, a la salida de su casa, al incinerable  Caseros lo habían, efectivamente, incinerado. Lo rociaron con akpeteshie, una bebida alcohólica casera destilada del vino de palmera, y le prendieron fuego. Los autores del hecho eran locales y "probablemente ashantis", según la criada que algo alcanzó a ver. Fueron dos, uno de ellos lo bañó con un balde repleto de la inflamable bebida y el otro le arrojó un fósforo. Huyeron después, en medio de risas de alegría y los gritos de dolor del déspota en su hora más negra. Una buena golpiza hubiera sido suficiente, pensé. Fuenteovejuna, Fuenteovejuna, me repetí.  Había sufrido quemaduras de tercer grado. La cosa era grave. Luego de recibir los primeros tratamientos en Accra abandonó el país y terminó en un hospital de Asunción. El día de su partida, la empresa fue una tácita fiesta, agregó el chileno, y a partir de ahí los números florecieron. Esos mismos números que me tocaba auditar. Al ser también paraguaya mi nacionalidad, me causó temor la noticia, porque estaba destinado a pasar un mes en ese país. Temía que malinterpretaran mi poca capacidad de relacionamiento, que la conectaran con la soberbia del anterior gerente y que quisieran también tomar represalias. La timidez y el amor a la soledad tenían que quedar de lado si quería sobrevivir al período que se venía. Era imperativo ser más sociable, abandonar el caparazón. Me dije a mí mismo que eso haría, no quería que heredaran en mí el odio hacia mi compatriota, el del ego ahora carbonizado.

Fue esa la principal razón por la que trabé amistad con el chofer que me asignaron. Mawusi, que era de la tribu ewe, debía pasar a buscarme al guesthouse de la empresa cada mañana. Me tenía que llevar a almorzar al mediodía y de vuelta a la casa una vez terminada la jornada laboral, o a algún restaurante para ir a cenar. Digo esto para dejar constancia de que lo veía varias veces al día y podía conversar bastante con él: su energía y locuacidad eran aluvionantes. Mi idea era sencilla: trabando amistad con un local, la gente de la empresa seguramente iba a reprimir sus impulsos piromaniacos hacia mi persona. Me di cuenta pronto de que Mawusi era muy creyente; crédulo, más bien. Le pregunté cosas sobre la cultura de su tribu. Me contó que si uno se casaba con una joven sin el consentimiento de sus padres, y esta llegaba a morir, el marido debía entregar el cuerpo a sus familiares y estos tenían el derecho de obligarlo a desposar al cadáver. "Ahora sí te autorizamos a casarte con ella, aprobamos el matrimonio". Debía seguirse todo el proceso. El viudo tenía que comprar el vestido y el anillo, tenía que pasar una noche con su prometida en el lecho nupcial y al día siguiente se celebraba la unión matrimonial. Solo entonces los padres aceptaban el cuerpo de su hija y se podía proceder al entierro. Me dio a entender además que a veces eran los mismos padres quienes pagaban hechizos para que la hija rebelde muriera. La crueldad tiene corazón humano.

Me contó también que cuando el marido muere, la mujer está obligada a lavar el cadáver y beber un vaso del agua resultante del procedimiento. Si sobrevive una semana, significa que no fue ella la asesina, por lo que es apta para ser desposada por el hermano del marido, si este así lo quisiere. Le pregunté qué le parecían esas cosas y me dijo que estaban bien, que eran parte de la "ley natural". Mawusi creía que su cultura era la normal y universal. Me enteré también de otras costumbres y creencias de su natal Región del Volta. Supe que allí los hombres mandan lanzar hechizos sobre sus mujeres para que estas no los engañen o que sufran si es que lo hacen. La supuesta magia podía, por ejemplo, lograr que la mujer adúltera quedara fusionada al amante por vía genital, si incurriera en el engaño. Muchas cosas más contó Mawusi y no me atreví a argumentarle en contra. Su convicción era granítica y ¿quién era yo para venir a desordenarle el tablero mental?

Hay un fuerte componente químico en las relaciones humanas, se entabla la amistad rápidamente con algunos mientras que con otros sentimos una inmediata repulsión o preferencia de lejanía, para usar términos menos incorrectos políticamente. Era grande la calidad humana de Mawusi, la soberbia y arrogancia no tenían cabida en él. Solo le noté cierto orgullo infantil aquella vez en que aseguró ser pariente de Kwame Nkrumah-Acheampong, más conocido como "El Leopardo de las Nieves", el único esquiador que dio Ghana y que llegó incluso a participar de los Juegos Olímpicos de Invierno, en Vancouver 2010. Parecía un oxímoron, esquiador ghanés, país donde jamás ha caído un copo de nieve; pensé en eso y recordé un haiku de Bashō que, en mi contexto mental, me pareció racista. Pero esa era otra historia, ciertamente no me estaba  resultando nada mal esto de la amistad, aunque en mi caso fuera una amistad utilitaria. Mawusi, oscuro escudo contra el fuego, mi africano traje de asbesto. Debo, sin embargo, reconocer que mi cercanía era también científica, me interesaba sobremanera hacer una suerte de lectura antropológica de sus creencias, estudiar el modo en que ciegamente bañaba de veracidad lo que se le enseñó de pequeño. La cultura es la materia de la que estamos hechos. Es demasiado difícil sustraerse a ella y enfocarla racionalmente desde afuera: mirar la Tierra desde la Luna. Los viajes son de gran utilidad para ello. Sobre todo los que tienen como destino otros continentes, viajes a países cuya cultura es por completo diferente a la de uno, donde hay maneras distintas de descifrar la penumbra de la realidad y el cerebro funciona bajo otros parámetros.

Una noche acompañé a Mawusi a su casa. Al llegar, abrió la puerta su esposa Áfua, nos saludamos y enseguida invitó a que pasáramos a la mesa, donde ya aguardaba la deliciosa cena: grasscutter, con banku y plátano frito. La pasé muy bien con ellos, un poco incómodo tal vez por ese halo de reverencia con la que esa gente suele envolver a los extranjeros, sobre todo si visten piel blanca. Pero bien, la pasé de lo mejor. Hablamos de todo, me preguntaron cosas de Paraguay y yo les pregunté cosas de la Región del Volta, quería oírlos. Me hablaron de sus planes para el futuro cercano, la ampliación de la casita, la lista de nombres probables para el primogénito. Fue una agradable reunión que vivirá por siempre en mi memoria, porque pude sentir que había como una genuina hermandad entre los seres humanos.

Había concluido mi trabajo de auditoría, por lo que Mawusi me llevó a Kotoka, el aeropuerto de Accra. Nos dimos un cálido apretón de manos como despedida. Mi pasaporte fue adquiriendo los sellos de entrada y las visas para Tanzania, Chad, Sierra Leona y Congo. Luego de cinco meses tuve que regresar a Accra. En el aeropuerto, me esperaba otra vez Mawusi, pero era otro, lucía flaco como un masái. Quiero que me retornen al anterior, devuélvanme al Mawusi eléctrico y locuaz. Me lo han cambiado por uno triste, sombra y piltrafa del que antes irradiaba energía. ¿El porqué? Áfua había muerto, una enfermedad la demolió por entero en menos de una semana. La enterraron el día anterior al de mi llegada. Me siento como alguien que está parado en la playa y a quien las olas van hundiendo de a poco, socavando las arenas de debajo de sus pies, me dijo Mawusi en el único roce con la poesía que le oí alguna vez. Agregó que las horas eran para él como las olas que lo iban enterrando cada vez más, desde que Áfua murió. En lo que restaba del camino al guesthouse no cruzamos palabras.

Al siguiente amanecer, vino a buscarme para ir a la oficina. Mawusi estaba con otro brillo en sus ojos, me contó que había visto una nube con forma de no sé qué símbolo adinkra divino y aseguró también tener la solución. Me dijo que si le daba libre el fin de semana visitaría a un brujo que podía “resolver lo de Áfua”. Me dio mucha pena, se lo veía trastornado. En las tragedias o en los momentos de trance —como el que Mawusi estaba atravesando— uno suele prestar mayor crédito a las supercherías, es un estado propicio para ver dioses y vírgenes llorosas en las manchas de humedad. Un elemento que sí puede contar es el poder modificador de la realidad que tiene la mente humana. Yo siempre he creído en eso, que fabricamos nuestra realidad, somos verdaderamente los arquitectos de nuestro destino. Así como nos vemos a nosotros mismos nos verán los demás, y del mismo modo nuestro cerebro puede proyectarse futuros brillantes o presentes ruinosos. Aunque parece parte de esos horrorosos textos de autoayuda, me parecía factible. Todo está en la mente. Pero de ahí a creer en la efectividad de los brujos y hechizos había un gran trecho, Mawusi confiaba ciegamente en esas prácticas que para mí nunca fueron más que una enfermedad mental, una contagiosa enfermedad mental, como lo son todas las religiones.

Me pareció que ayudándolo podría hacer caer al gigante con pies de barro de sus creencias, desmalezar su cabeza. Recién era miércoles, así que para no esperar a que llegara el fin de semana, en lugar de ir a la oficina, le dije que enfiláramos hacia la casa del mago, jujuman o brujo vudú de su predilección. Brillante relámpago de gratitud en sus ojos. Aceleró con ganas. El cinturón de seguridad estaba firme. Llegamos a una especie de templo posmoderno. Era una choza sobre la cual se erguía orgullosa la circunferencia metálica de una antena de DsTV. Entramos. El estafador estaba semidesnudo, descalzo y llevaba un sombrero donde no escaseaban las plumas ni los dientes de cuadrúpedos. Fiel al estereotipo, se apoyaba en un estrambótico bastón de hechicero. Me enojé al ver a Mawusi llenarlo de mil reverencias. Hablaban en una de las lenguas locales, por lo que nada pude entender de la conversación. De vez en cuando, el brujo miraba hacia mí. Tal vez podía leer mi escepticismo, mi desconfianza era palpable y seguramente acompañada de una mueca de desprecio. Al final, el brujo pareció aceptar el trabajo, cosa que pude concluir por la gratitud y las genuflexiones que alternó Mawusi, antes de que abandonáramos el recinto. Y bueno, me dije: un trozo de madera que flota en el agua no puede convertirse en cocodrilo.

En el camino de regreso, le pregunté qué era lo que había pasado. Él me miró y me dijo que tenía que esperar. Solo esperar. Y otra vez se abismó en un silencio glacial. Sumada a su tristeza, la mía extendió los dominios de la tristeza en el mundo. Mi chofer e inocentón amigo estaba destruido; el momento que le tocaba vivir potenciaba su fe en las charlatanerías. Me dije que el tiempo lo cura todo, sabía que dentro de un par de días se daría cuenta de que el brujo lo había engañado, pero con seguridad el charlatán le diría que algo salió mal, que tal vez él no tuvo la fe suficiente o alguno de esos versos que suelen emplear los farsantes, los que lucran con la ajena ignorancia. Recordé aquella frase de Tagore de que no hay cosa más difícil de soportar que la fe ciega del estúpido. Odié a Tagore en ese momento, pero sabía que tenía razón.

El resto del día lo pasé en la oficina, enfrentando otra vez números y más números. A la mañana siguiente desperté con una inquietante sensación que no podría describir con justeza. Era como un déjà vu, esa sensación de estar viviendo algo ya vivido, era como un déjà vu pero no exactamente un déjà vu sino una sensación que podía ser como el prólogo a un déjà vu, una sensación de déjà vu inminente. Era como un inquietante cosquilleo en la conciencia, sentía una alegre extrañeza como la que se experimenta al contemplar por primera vez un eclipse total de sol con sus misteriosas shadow bands. Estaba decidido a hacerme examinar la cabeza; se me antojó que el maldito brujo me había —motu proprio— enviado algún mal para castigar mi desconfianza. Eso lo pensé nada más por un rato y lo descarté con un ramalazo de raciocinio. La Ciencia me ha probado todo lo que me postuló, me habló de la gravedad y me habló de la inercia y allí estaban, las podía encontrar cuando quisiera repitiendo los experimentos. Lujo que no podían darse estos charlatanes de feria.

La sensación, sin embargo, se prolongó durante el resto del día. Terminada la jornada laboral, Mawusi insistió en que fuéramos a cenar a su casa. No lo quise incomodar con una negativa, a pesar de mi enorme cansancio. Otra vez aceleró como un enfermo de la velocidad, nuevamente revisé que el cinturón estuviera bien ajustado. Llegamos. Estacionó el vehículo en la calzada. Y a partir de ese momento todo lo hizo en cámara lenta. Pausa, Pausanias. Bajó el freno de mano. Apagó las luces. Subió las ventanillas. Giró la llave para detener el motor. Y como epílogo sonó dos veces la bocina. A continuación, sonrió y vi otra vez en sus ojos ese brillo que podía significar gratitud pero también otra cosa. Temí lo peor: que su dolor lo hubiera llevado finalmente a la locura. Decidí seguirle nada más la corriente. Sin ningún apuro, abandoné el vehículo, cerré la puerta y percibí el ruidito del bloqueo central cuando Mawusi le echó llave. Después, lentos como astronautas, nos dirigimos a la casa.

Y otra vez nos abrió la puerta Áfua.



SEPULTANDO A KWEKU MENSAH


Para Ever Román

 

¿Mi turno? Bien, en las vacaciones que pasé en Ghana hubo por supuesto playas, interminable diversión nocturna y hubo también, cómo no, mucho embriagarse con vino de palmera. Pero lo que mejor recuerdo de aquel periodo es el modo en quedimos sepulturaa Kweku Mensah. A pesar de los años que han pasado, todo se encuentra aún muy fresco en mi memoria, como recién escrito.

Me hospedé en el King Tackie Hotel de Accra, que si bien no era un cinco estrellas, contaba con lo necesario para pasar confortablemente los treinta días que me tocaban. El botones del lugar se llamaba Arko y nos habíamos hecho muy amigos. En realidad, no era una amistad químicamente pura pero sí un sucedáneo, una amistad de bajo amperaje, la que puede darse entre un local y un turista que viene temporalmente del otro lado del océano.

Todo comenzó cuando supo que yo venía de Paraguay. Arko había estudiado español en el colegio y mi aparición fue para él una excelente oportunidad de practicar el idioma. Debo decir que su dominio era regular; considerando que no era su lengua materna conjugaba muy bien, pero tenía la molestosa  tendencia a colocar el acento en la sílaba equivocada: allanaba sus esdrújulas o agudizaba sus graves. Casi siempre.

Arko era de la tribu akan y su espíritu alegre hacía que parte de su diario uniforme fuera una sonrisa que le colgaba de oreja a oreja, como una hamaca. El trato era simple: yo lo ayudaba a mejorar su manejo del español y él debía enseñarme, a cambio, vocablos en twi. Yo aprovechaba para preguntarle cosas sobre el país y sus costumbres, pues con lo repentina que fue mi elección de destino vacacional no había tenido tiempo de leer sobre ello en Wikipedia. El twi era solo una de las lenguas locales, la más hablada en el país. Arko solía deletrearme la palabra que me quería enseñar y cuando había lápiz y papel cerca la escribía, para que yo la pudiera abarcar mejor (“vista y oído superan a vista”).

Fue así que una mañana, luego del desayuno, lo encontré frente al elevador y le pregunté cómo se decía gracias. Como buen profesor que era, Arko me lo dijo primero, después escribió en su teléfono y me lo alcanzó. Poco me costó memorizar el meda ase que brillaba en el pequeño monitor, y cuando estuve a punto de retornarle el celular vi que tenía la imagen de un águila como fondo de pantalla. Parecía de madera, tenía las alas extendidas y pintadas con los colores de la bandera estadounidense.

—¿En qué museo puedo visitar esa escultura? —le pregunté.

—Está en casa—replicó—, es el ataúd de mi papá.

Los rituales de la muerte en Ghana tienen sus particularidades, especialmente para el ojo occidental. La industria funeraria mueve millones cada año. Cuando un miembro de la familia muere, no se procede a su inmediato entierro sino que el cadáver es entregado a alguna de las empresas que se encargan de congelarlo para retrasar así la inevitable descomposición. El funeral es un gran evento, todos los deudos son informados y se realiza un buen tiempo luego de acaecida la muerte, para que quienes viven lejos puedan organizarse y venir a ser parte de la despedida final, de la mudanza del difunto hacia el otro mundo. Se gastan verdaderas fortunas, la gente se endeuda por años para dar un funeral digno a su familiar fallecido. Es para ellos un motivo de orgullo: cuanto más grande el funeral, por mayor tiempo será recordado.

De esto no me enteré leyendo alguna descafeinada revista para turistas, mi fuente era de primera mano, el propio Arko, que me contó además que su padre iba a ser sepultado ese sábado, tres meses después de haberse adentrado en los terrenos de la muerte. Me habló también de los ataúdes de fantasía, se los fabricaba para honrar al muerto con algo que lo identificara. Alguien que fue fotógrafo en vida podría tener un ataúd con apariencia de cámara fotográfica, quien era adicto a la Coca-Cola podía ser enterrado en una caja con la curvilínea forma de una botella, un piloto aterrizaría en las pistas de la muerte en una tumba alada como un avión. Trabajaban y pintaban la madera para esculpir el objeto que sería el lecho final del muerto. Así, lo que fue parte de su vida seguiría siéndolo también de su muerte.

El ataúd que acogería al padre de Arko tenía la forma de un águila imperial y los colores de la bandera estadounidense, por dos razones: porque había sido un jefe tribal y porque, durante su tardía juventud, había sido taxista en Nueva York.

—Amaba ese país, hasta se había traído el acento —explicó Arko, con orgullo inocultable.

Al instante, le pedí que me dejara participar del funeral, le confesé que estaba fascinado con todo ello y que me gustaría vivirlo más de cerca. No vio inconveniente alguno.

         —Es inclusive prestigioso tener uno o dos blancos presentes, realzará la importancia de papá —me dijo y otra vez columpió una sonrisa en su cara.

Los asistentes al funeral deben vestir de rojo, negro o blanco. Arko prometió conseguirme la vestimenta apropiada. El entierro estaba programado para el sábado y era apenas martes. Mi ansiedad herrumbraba los bordes de las horas. Todos los días me parecían repetidos. Intenté entretenerme: vi televisión, leí las revistas que había robado del avión, pasé por prolongados periodos de sueño. Todo con el objetivo de hacer pasar el tiempo más rápidamente o más bien mi percepción del tiempo.

Y el esperado sábado llegó. El tráfico estaba sobrecargado, justamente por los funerales. Gente que iba al interior del país para ser parte de las ceremonias, así como personas que venían a la capital con idéntico objetivo. Primeramente fui al cementerio para asistir a la sepultura del padre de mi amigo. Cuando abandoné el lugar, me dije que el entierro en sí no tenía gran diferencia con lo que yo estaba acostumbrado, salvo el pintoresco ataúd que precisó de media docena de hombres para ser colocado en la cavidad abierta para la ocasión: un gran hoyo rectangular con un alargado rectángulo que lo cruzaba al medio, apenas más ancho que la envergadura de las alas.

Luego del entierro, la ceremonia continuaba en la morada del fallecido. Por fortuna, Arko vivía a tan solo una hora del hotel. Fuimos juntos en el automóvil que renté. Al llegar a su casa me di cuenta de que todo estaba listo, habían montado grandes carpas en el patio, para proteger del sol a la concurrencia. Era literalmente una fiesta. Vi infinitas sillas plásticas de color rojo, mucha comida sobre una mesa alargada y una banda de música. Me explicó Arko que la fiesta era para celebrar la vida del muerto, la bien vivida vida que había tenido, en este caso, su padre. Vi gente vestida de negro, por todos lados, hablando, riendo, danzando al cinético influjo de los tambores. Había alegría allí, las heridas estaban cerradas, el dolor no era reciente porque el fallecimiento había tenido lugar ya semanas atrás, tiempo suficiente para digerir el hecho, para aceptarlo.

Me entregué a la fiesta por completo. Vine, bebí y fui vencido. Bailé con la gente, me emborraché, disfruté como nunca. Me sentí amigo del papá de Arko, a pesar de que nunca le había visto el rostro, antes de ese día. Los ghaneses tienen una energía enorme para la danza. En la mesa de comidas había también una caja donde uno depositaba dinero, para ayudar a la familia a cubrir los gastos del funeral. En mi ebriedad, aporté repetidas veces. Bailé y bebí hasta perder la conciencia.

Amanecí en mi habitación del hotel, el domingo alrededor de las tres de la tarde. Todavía tenía la ropa del día anterior y los zapatos puestos. Un dolor insoportable habitaba mi cabeza. Era la odiosa resaca. Abrí el frigobar e incorporé medio litro de agua en un santiamén. Volví a la cama. La reconstrucción me llevó el domingo entero; desperté nuevamente a las ocho de la noche y ordené comida a través del servicio de habitación.

Arko no trabajaba los fines de semana. Cumplía sus tareas un botones que no era de mi agrado, había en él algo avieso que activaba las alarmas de mi desconfianza. No poco tenían que ver en esa malquerencia el que se mostrara eternamente serio y que su rostro tuviera un extremado parecido al de Eto’o, a quien yo aún no había podido perdonar que luego de haberlo ganado todo con mi querido Barcelona haya dejado el club para ganarlo todo con el odioso Inter de Milán. Por lo avanzado de la noche tampoco ya quise llamarlo a Arko para hablar del funeral. Tenía que esperar a que amaneciera.

El lunes bien temprano bajé a desayunar. Todo estuvo bien, a excepción del omelette, que padecía de un exceso de sal. Al terminar, vi a Arko parado frente a la oficina de recepción, me acerqué y charlamos un rato. Le comenté que ignoraba cómo llegué al hotel el sábado anterior y me dijo que ellos me habían traído. Afirmó además que, a pesar de mi avanzado estado etílico, pude subir las escaleras por mis propios medios, debido a que el ascensor estaba con problemas.  Le agradecí por ello y por la oportunidad de participar de la ceremonia funeraria. En eso, sonó su celular.

         La hamaca de dientes que estaba en su cara dejó de columpiarse y los ceños se fruncieron para indicar contrariedad: no era buena la noticia que emanaba del teléfono. Arko caminó, incómodo. Escuchó mucho, hizo preguntas, su mirada fue una mezcla de tristeza y de seriedad. Finalmente cortó la llamada.

—Robaron el ataúd de papá —dijo como para sí.

Habían desenterrado el cuerpo de su padre la noche antes, su madre había ido a llevar unas flores y se encontró con la tumba saqueada y el cadáver de su marido tirado cerca de la abierta cavidad. De ese modo me enteré de que allí también hay profanadores de tumbas; alimañas que, amparadas en la amistad silenciosa de la luna, armadas de palas y picos, acuden a los cementerios a desempolvar lo recientemente enterrado. También me contó Arko que a los entierros siempre asiste gente que uno no conoce, gente que puede volver más tarde a remover la tierra si es que el fallecido bajó adornado de joyas o si su féretro era valioso (los ataúdes de fantasía lo eran).

         —Estos bandidos querían el águila imperial de papá. Lo desentierran, limpian y lo vuelven a vender.

         Apenas un día y algunas horas había estado su padre bajo tierra. La impotencia y la rabia campeaban en el rostro de Arko. El funeral había costado muchísimo dinero. La familia se había empleado de lleno para dar a su padre un entierro digno de memoria, y ahora su cadáver estaba allí a la intemperie intolerable. Le pregunté qué había que hacer ahora. Me dijo que tenía que comprar otro ataúd y volverlo a enterrar cuanto antes: las bacterias no tenían descanso. Pregunté dónde se hacían esos ataúdes de fantasía y me dijo que en la ciudad de Teshie, no muy lejos de Accra.

         En un repentino acto de solidaridad casi fraternal, le dije que yo le regalaría un féretro nuevo para su padre. La sonrisa volvió a columpiar en su anochecido rostro. Arko habló un rato con el gerente del hotel, le explicó la situación y al minuto ya estábamos camino a Teshie, lugar donde había nacido la idea de los ataúdes de fantasía. Llegamos al taller del carpintero que había hecho el águila imperial para el insepulto padre de mi amigo.

         El local estaba habitado por una multitud de ataúdes. Los carpinteros trabajaban todo tipo de madera. Se multiplicaban: allí uno serruchaba, a su lado había otro que pintaba y más allá un ayudante que cepillaba con entusiasmo y hacía brotar las virutas como pavesas enloquecidas. Entre los fantásticos féretros ya terminados pude apreciar automóviles, cigarrillos, celulares Nokia, frutos y animales de toda índole. Señalé un ataúd con forma de coco y pregunté a Arko si le parecía bien que lleváramos ese.

         —Papá los odiaba —fue su respuesta lacónica.

         Me explicó entonces que la voluntad de su padre era ser enterrado en un ataúd con forma de águila, que cuando estaba vivo había mandado construir esa pieza de madera que sería su última morada y que la tuvo guardada por varios años en la casa de un hermano. Arko habló luego con el dueño del local y le explicó que necesitaba con urgencia otro féretro con forma de águila. Yo escuchaba desde una distancia corta, silencioso. Hablaban en inglés. Oí al propietario mencionar un precio y agregó que estaría listo en una semana. No fue sino hasta entonces que intervine.

         Le dije que lo necesitábamos para el día siguiente por la mañana, le pedí que parara con todos los demás trabajos y que se enfocara en nuestro pedido, que contratara más carpinteros si eran necesarios para cumplir la misión. El propietario rió y dijo que eso era imposible. Le dije que pusiera un precio acorde a lo que le estaba pidiendo. Lo hizo. Y era absurdamente elevado. Pero acepté y mirándolo a los ojos le dije que a la mañana siguiente vendríamos a buscar el ave de madera. Cuando abandonábamos el lugar vi que los ayudantes dejaban todo y se ponían a oír las instrucciones del jefe. La lengua twi jamás había sonado tan dulce a mis oídos.

         Regresé al hotel en tanto que Arko fue a su casa. Debía organizarlo todo para el entierro del siguiente día. El segundo entierro de Kweku Mensah. Hacia el final de la tarde de ese día hablé con él por teléfono. Me comentó que habían llevado nuevamente el cuerpo de su padre a la casa, que amigos y familiares fueron informados de todo y que una buena parte de los asistentes del entierro del sábado asistiría también el  martes. Luego de comer un poco, el cuerpo tendido cuan largo era, me puse a revisar las fotografías que había tomado en la mañana. Todavía estaba impresionado por lo bien diseñadas que estaban esas piezas de arte mortuorio, esos ataúdes que no eran otra cosa que unos pintorescos taxis al más allá, coloridas naves de Caronte.

         Llegado el martes, me levanté muy temprano, tomé una ducha, agarré una fuerte suma de dinero de la caja de seguridad de mi habitación y vestí la ropa de funeral que me había conseguido mi amigo ghanés. Desayuné aprisa y luego fui al vestíbulo para buscarlo. Encontré a Arko ya preparado para la partida. Nos dirigimos a Teshie a toda máquina. Al llegar apenas, pudimos ver el magnífico ataúd de águila imperial con la bandera estadounidense pintada en las alas. Flamante. Señorial. Kweku Mensah tenía nuevamente el lecho arrebatado por los ladrones. Pude ver a los carpinteros y ayudantes, cuyos ojos se mostraban poblados de venitas como rojos arroyuelos, signos de no haber dormido. El dueño del local vino y conversamos animadamente. Arko y algunos de los somnolientos ayudantes amarraron el ataúd a la parte superior del vehículo. Agradecimos. Pagué. Nos despedimos.

         Llegamos a la casa, familiares y amigos ya estaban allí. Telas rojas y telas negras se movían por doquier. Kweku Mensah y su águila imperial volvieron a unirse. Se cargó el ataúd en el vehículo y empezó la procesión. Varios automóviles se nos unieron, en dirección al cementerio. Arko iba al volante y comandábamos la caravana. Cuando estábamos a punto de pasar un puente, el conductor encostó el automóvil y lo detuvo. Los otros vehículos imitaron la acción.

         Arko abrió la puerta y del asiento trasero agarró unas botellas de licor de marca Schnapps. No me parecía un buen momento para beber y se lo hice saber. Me dijo que antes de cruzar el puente debía hacer una ofrenda al espíritu del agua. Lo vi derramar el licor al tiempo de pronunciar palabras en twi como un mantra. Me acordé de las libaciones a los dioses en los libros de Homero. Poco duró la interrupción, enseguida volvimos al auto y la caravana siguió su marcha. Ya en el cementerio, pude ver que los sepultureros habían vuelto a despejar de arena la zanja.

         Para mí fue todo como una repetición, el sábado redivivo. Empecé a mirar a los asistentes para tratar de descubrir quién pudo haber sido el ladrón. Detecté entre la concurrencia la cara del que cubría el puesto de Arko los fines de semana e inmediatamente lo coloqué en mi lista de sospechosos, a pesar de no haberlo visto en el primer entierro: los rencores deportivos suelen ser viscerales. La ceremonia siguió su curso. Se dijeron cosas, se lloró y luego se bajó el ataúd al hoyo. Y cuando me esperaba que cayeran las paladas de tierra sobre el ataúd, los que cayeron fueron hachazos.

         Se acercó Arko al borde del agujero donde reposaba el cadáver y empezó a repartir golpes de hacha contra la madera del costoso féretro. Rota el ala izquierda, cercenado el pico, destruidas varias partes del plumaje imperial. Pensé que el dolor por la muerte de su padre había tal vez renacido y que lo estaba llevando hacia la enajenación. Salté raudamente para detenerlo y le pregunté qué diablos le pasaba. Hablábamos en español, la gente mostró sorpresa. Arko dejó el hacha a un lado y me explicó que era una costumbre bastante nueva: debía destruir el ataúd para que todos vieran que era inutilizable, por lo que ya nadie tendría la tentación de desenterrarlo. Agregó que si lo hubiera hecho en el primer entierro, no hubiera habido segundo.

         Cuando todo terminó, acompañé a Arko a casa de un jujuman, un hechicero que, contrario a lo que cabía esperar, iba vestido como para una misa dominical. Arko lo puso al tanto de lo que había pasado y solicitó una maldición contra quienes profanaron la tumba de su progenitor. El jujuman dijo que no había problemas y puso un precio, que terminé pagando también yo, con algo de resignación. Después retorné al hotel y dormí por casi once horas.

         Todo pasó como lo he contado, no he inventado ni añadido nada. Fue de este modo que pude asistir al doble entierro de Kweku Mensah.

 

Luque, diciembre de 2010



RIQUEZA INTERIOR


Para Humberto Bas

 

Soy el último amigo que le queda a Jeremías. Fuimos vecinos toda la vida, compartimos la infancia y atravesamos juntos el accidentado camino de rocas de la adolescencia. Digan lo que digan, yo estaré con él hasta el final. Podría decirse que todos los trofeos de goleador que vieron sobre el aparador de la sala se los debo a él. Tantos torneos interbarriales hemos conquistado y casi todos gracias a él. Yo marcaba los goles,  pero era Jeremías quien me alimentaba de balones. Yo era Schevchenko y él era mi Rebrov, escudero silencioso que labraba las jugadas y me hacía llegar la pelota, vía pases telepáticos, entre laberintos de piernas rivales. Yo entraba al área justo cuando su diestra zurda metía el balón para romper el fuera de juego, la sincronía era perfecta y me tocaba tan solo empujarla. Para mí eran los gritos del público, los récords de goleador y los flashes de la gloria. Él estaba contento con su papel de líder en la sombra, de sol abrazado de nubes.

 

Con el paso del tiempo, Jeremías acabó una carrera universitaria. Algo de poco repetida suerte y su buen manejo del inglés lo llevaron a encontrar trabajo en un banco multinacional, cuando mediaba la década del 90. Tenía como base a Ghana, un país que llegó a adoptar como suyo y del que hablaba en términos casi amatorios. El calor eterno del lugar tenía no poco que ver en ese amor confeso, porque quienes lo conocemos sabemos que Jeremías es un friolento de primera magnitud. En una ocasión, antes de volver a Paraguay, tuvo que ir a Sierra Leona, solo por una semana, el tiempo necesario para conseguir una visa de entrada múltiple, en la embajada que Ghana tenía en Freetown. Después de sufrir los papeleos de rigor, decidió entregarse al turismo hasta que la visa estuviera lista. Recorrió la capital primero, alquiló después una camioneta y manejó hasta Kono, al este de Sierra Leona, un territorio rico en diamantes. Según Jeremías, el distrito de Kono tenía el suelo más agujereado que un hueso en romance con la osteoporosis. Tierra acribillada a golpes de pala; montañitas de color cobre provenientes de la tierra excavada. En el suelo de Kono dormitaban las piedras preciosas y encima de él se movilizaban los rebeldes del Frente Revolucionario Unido y los militares que los combatían.

 

El día en que llegó a Kono todo cambió. Punto de inflexión en su vida. La historia nos la contó miles de veces sin contradecirse jamás. Yo podría repetirla palabra por palabra. Jeremías conducía su camioneta por sobre la superficie gruyère de Kono y por una urgencia de vejiga se detuvo a regar el tronco de un baobab de poquísimas hojas. Cuando la tierra caliente se bebió las gotas rezagadas, Jeremías vio claramente a pocos metros un fragmento rojizo que brillaba en complicidad con el latoso sol de enero. Se acercó y pudo entender que se trataba de un pequeño diamante, “rojo como aceite de palmera”, según sus propias palabras, una pieza de gran hermosura y de todavía mayor valor comercial. Esa piedra se le antojó como la repentina solución a todos sus problemas financieros: los diamantes rojos son muy bien cotizados por su escasez y belleza.

 

Tomó la piedra entre sus manos y la levantó como a una copa hacia el cielo del mediodía. El silencio era espeso, cargado de sospechas, obviamente culpable de algo que no podía ocultar, un delito que su lenguaje corporal y ese abundante sudor delataban sin ambigüedades. El rugido de un motor a la distancia produjo estrías profundas en el silencio y logró que Jeremías volviera del ensueño al que lo indujo la preciosa piedra. Subió al techo de la camioneta y con sus binoculares pudo ver que un camión repleto de soldados camuflados se dirigía hacia él, a toda máquina. El vehículo venía radiante bajo el solitario sol de la hora sin sombra. No alcanzaba el tiempo para emprender una huida. Los diamantes de Kono eran extremadamente importantes para los rebeldes, pues los intercambiaban por armas a un liberiano señor de la guerra; eran las leñas del conflicto, preciosas rocas coaguladas de pólvora y polvorientas de sangre.

 

Nunca pudo determinar si los soldados que venían eran del ejército o de los rebeldes. Para dedicarse a la minería de diamantes, aún en baja escala, había que portar una licencia. Licencia que, por supuesto, se compraba y con la que, como era de esperarse, Jeremías no contaba. Sabía que si los uniformados lo encontraban con ese diamante su muerte sería instantánea. En aquellos tiempos, en Sierra Leona importaban todavía un poco menos los incidentes internacionales. Jeremías no quería perder la preciosa roca por nada del mundo. Entonces, sin pensarlo dos veces, se la tragó en seco, veloz como un acto reflejo.

 

Espinado de ametralladoras, el destartalado camión llegó hasta su posición. Una veintena de soldados saltó de las entrañas del vehículo. El que sin dudas era el jefe, se dirigió a Jeremías en idioma krio primero, y en inglés luego. No obtuvo respuesta porque Jeremías estaba mudo de pavor y con los brazos en alto. Los soldados le revisaron, lo llamaron orpotho y “desteñido”, le robaron la billetera, el reloj y la camioneta alquilada, lo empujaron y le escupieron nada más que un poco. Alguna AK47 masajeó su nuca en una caricia enternecedoramente bruta. Como nada encontraron, los soldados se fueron y Jeremías quedó dando gracias al cielo porque le permitieron conservar la vida.

 

Luego del incidente y ya en Freetown, retiró su pasaporte con la visa y regresó a Paraguay a disfrutar de sus vacaciones. Acabadas las mismas, debía retornar a Ghana, pero jamás volvió a pisar suelo africano. Renunció a su empleo y su obsesión se convirtió en el diamante que tenía adentro, el diamante que se ocultaba en alguno de los vagones del tren de su estómago. Incurriendo en lo que algunos llaman el primer signo de su locura, al  diamante que se había tragado lo bautizó como Deimi (¿una personificación estrafalaria? Sí, pero también paternal). Deimi pasó a ser como uno más de nosotros en las reuniones de amigos.

 

—¿Alguna novedad?

—Ninguna, pero intuyo que Deimi no tarda en salir.

 

Cuando Jeremías iba al baño no tenía trato directo con un inodoro común sino que en un recipiente de aluminio hacía eso que la hipocresía social traduce como "sus necesidades" y que en algunos libros españoles se conoce como "aguas mayores". Jeremías va al baño y nada se arroja directamente al río que dormita en el inodoro. Hay filtro allí; un laboratorio químico habita entre esas paredes. Las arenas son interrogadas, se las mece como en una cuna, en busca de pepitas de oro; el recipiente es como un bebé que llora y que es afanosamente columpiado sobre una hamaca de cúbitos y radios.

 

—¿Algo de Deimi?

—Todavía nada.

 

Uno de nosotros le sugirió el uso de un remedio yuyo, una hierba medicinal que encerraba un poderoso laxante natural. Lo probó, sin éxito. Otro recomendó un infalible cóctel farmacológico que podía “hacer caer hasta porciones del intestino”. Nada. No hubo resultados positivos. El caprichoso diamante seguía negándose a abandonar la oscura cueva que le daba cobijo. Nuestro grupo se dividió entre quienes dudaban de él y entre a quienes preocupaba. Estos últimos, tras mucha insistencia, logramos que lo viera un psicólogo. Casi todos sostenían que lo más probable fuera que él haya defecado enseguida y enviado así el bendito diamante a las cañerías. Pero Jeremías aseguraba que no, que para nada, que todavía guardaba la riqueza en su interior, como una ostra de labios sellados. Jeremías comulgaba con aquel viejo pensamiento: en tu interior está la solución a todos los problemas. Lo importante no es lo externo, sino lo que llevas adentro. Estaba completamente seguro de eso y por ello empapelaba de fotos de diamantes las paredes de su habitación y esperaba, aguardaba pacientemente porque estaba convencido de que su tiempo llegaría. El psicólogo mencionó algo así como “la identificación con un objeto amado” o alguna parrafada que no sirvió de nada en lo absoluto.

 

Los amigos empezaron a abandonarlo de a poco. Al Jeremías monotemático dejaron de visitarlo diciendo que su charla era de mal gusto. Todos lo condenaron al ostracismo, espantados por su repetido monólogo escatológico, por su indecente obsesión excremental.

 

Yo le creo y soy su amigo, soy la última persona que puede conjugar esos verbos en tiempo presente.  No lo voy a dejar y seguiré apoyando su relación tantálica con la gema en la que tiene cifradas todas sus esperanzas para el futuro. Porque Jeremías está absolutamente convencido de que, de un momento a otro, va a llegar la deposición millonaria que lo elevará a un nivel de vida diferente. Y sé que cuando eso pase, él sabrá recompensar mi fidelidad y confianza inagrietables.

 

Accra, 9 de mayo de 2010




 

 

DE PARAGUAY A ÁFRICA.

MANUAL DE ESGRIMA PARA ELEFANTES DE JAVIER VIVEROS

Por JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO.


Javier Viveros es un firme puntal de la literatura paraguaya. Aquel joven que conocí personalmente en 2006 ha crecido como autor de una forma yo diría que osada y al galope. Nació en Asunción, en 1977, pero se considera luqueño. Se dedica a la ingeniería informática pero lo suyo es la escritura, la creación. Aunque ha publicado cuatro poemarios hasta la fecha, se desenvuelve mucho mejor en el cuento, en el tramo corto, del que nacieron cuatro libros: La luz marchita, Ingenierías del Insomnio, Urbano, demasiado urbano y Manual de esgrima para elefantes. Ha participado en un volumen de cuentos futbolísticos titulado Punta Karajá, un prodigio dentro de esta temática. En 2012 la editorial de Tokio Hapa-no-kofu dio a conocer una traducción al japonés de su libro de haikus, En una baldosa.

Manual de esgrima para elefantes acaba de publicarse en la Editorial Rubeo de España. Es un libro nacido de la convivencia del autor con África y sus gentes. De esa forma, Viveros atraviesa la geografía que va de Senegal y Ghana hasta Tanzania, pasando por el Congo o Ruanda. Son relatos localizados en África escritos por un paraguayo, lo cual demuestra la universalidad de la literatura paraguaya actual, capaz de dar cuenta de un argumento lejano con la fortaleza del narrador nacional.

Es un libro compacto. El primer relato, “Déjà Vui[dú]”, es uno de los más fantásticos de la obra. Lo más interesante es que este cuento abre una puerta a la magia africana. Es inquietante para el narrador-protagonista y para el lector al mismo tiempo. Aquí el autor está dibujando el “tablero mental” (como él llama a la mentalidad de una persona) de lo que va a venir a continuación: el choque entre las costumbres y el pensamiento autóctono de países africanos con la mentalidad establecida por Occidente.

Los personajes son emigrantes a algún país africano. Del choque de mentalidades suele proceder cada conflicto planteado. Ello se manifiesta también en el lenguaje variopinto y la variedad de registros empleados. El cuento “La lista”, ubicado en Kinshasa, está escrito con un lenguaje colonial latinoamericano, argentino en concreto. La magia de “Sepultando a Kweku Mensah” es vivida por un emigrante paraguayo en Ghana, con ese doble entierro que alcanza tintes grotescos. “Primera semana” combina distintos procedimientos de la escritura de las redes sociales, como Twitter, el correo electrónico o el chat, para describir las experiencias personales del narrador, y al final quedar puesto en evidencia su racismo visceral. Viveros no es ajeno a los problemas recientes de África, como el conflicto de Ruanda, en “Ruándicas”, un cuento con una vigorosa segunda persona para desdoblar el pensamiento del personaje, y el remordimiento ante las matanzas padecidas por los tutsis. Esta variedad formal, la variedad de estilos, le da viveza a la obra, sobre todo por la elegante conjunción entre lenguaje culto y coloquial.

En ocasiones, el espacio africano queda desplazado por la mentalidad occidental. En “Un pecado capital” se denuncia el poder económico del candidato republicano estadounidense, cuyos negocios con el coltán le han aupado a la conquista del poder. La culpabilización es ostensible: existe una raíz económica occidental en muchos conflictos africanos, es lo que nos pretende señalar Viveros para concienciarnos de una realidad que ignoramos por pura desidia. Pero de ello no están exentos los propios poderosos africanos. En “Passing shot” adquieren costumbres ajenas, como el tenis: es patente la incapacidad para progresar en un deporte elitista como este. Pero la clase alta llega a lo cursi en su práctica. Tampoco quedan fuera del libro prácticas habituales en África como la usura, llevada a cabo por el prestamista de origen libanés en “Al jefe algo le pasa”.

La mentalidad mágica heredada de lo indígena africano está presente en la mayor parte de estos relatos. En la historia carcelaria de “Fantasmas” se sitúa en un primer plano el significado de un albino para los tanzanos. Las posibilidades del emigrante frente a esas mentalidades se ven en “Una de Nollywood”, un relato sobre la ilusión y la frustración. Esa misma frustración de quien no logra pisar su tierra prometida es el tema de “París-Dakar”.

Estamos ante un libro de cuentos que no cae en la desigualdad, el principal problema de las obras del género. Son relatos muy uniformes, bien estructurados y con unos contenidos muy interesantes. El exotismo es un ingrediente fundamental, pero más aún el choque de mentalidades perceptible en todo momento, porque la universalidad no se consigue sin la presencia de lo local. Javier Viveros ha construido un parque de historias, partiendo de su experiencia, para decirnos que África también existe.


Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Publicado en fecha Domingo, 3 de Febrero del 2013

Fuente en Internet: ABC COLOR DIGITAL/ PARAGUAY



UN RECORRIDO LITERARIO POR EL CONTINENTE DESCONOCIDO

 Por EULO GARCÍA

 

           

            El nuevo libro de cuentos del escritor paraguayo Javier Viveros, Manual de esgrima para elefantes, nos invita a conocer un poco de la cultura y la realidad africanas.


 

            Kotoka, aeropuerto de la ciudad de Accra, capital de la República de Ghana, en la punta oeste del continente africano. Hasta allí llega el personaje paraguayo, un auditor externo de una poderosa empresa europea de televisión, a fin de realizar uno de los trabajos acostumbrados: visitar sucursales de la compañía y realizar una auditoría informática y contable ordenada por la central, debido a rumores de fraudes contra la empresa. Trabajo para nada simpático, pero obligación al fin. En Kotoka espera Mawusi, quien será el chofer local del auditor paraguayo y le contará detalles incomprensibles, para el auditor, sobre la tribu Ewe, como también le hablará de ciertas prácticas mágicas normales para su cultura. Mawusi será, a su vez, el primer Virgilio que nos llevará a recorrer los jardines y los desiertos lejanos de una cultura tan rica como lejana para quienes conocemos África sólo por mapas y noticias desesperanzadoras para la humanidad.

 

            DIFERENCIAS Y SEMEJANZAS

 

            Mawusi es un personaje de "Déjá Vu(Dú)", el primer cuento del libro Manual de esgrima para elefantes, del narrador paraguayo Javier Viveros (Asunción, 1977), que tiene la particularidad de haber sido publicado a fines del año pasado por dos editoriales extranjeras: Ediciones Encendidas de Argentina, y Rubeo, de España.

            Particular pero no extraña la publicación de este libro por editoras de otros países. Viveros es un autor prolífico que escogió el cuento como su oficio narrativo. De hecho, Manual de esgrima para elefantes es su tercer libio de cuentos. Anteriormente publicó La luz marchita (2005) y Urbano, demasiado urbano (2009); a más del título Ingenierías del insomnio (2008), escrito de manera conjunta con su hermana, la escritora Diana Viveros.

            Manual de esgrima... reúne trece relatos escritos por Viveros entre los años 2008/2010, época en la que vivió en el continente africano y estuvo en contacto con las vivencias y las costumbres propias de la población. Del contacto con el mundo mágico de las creencias surgen los detalles fascinantes de "Deja Vu(Dú), "Sepultando a Kweku Mensah", "Fantasmas", que nos acercan el misterio eficiente de la fe ante lo inexplicable, e incluso inentendible, para la razón occidental.

            "La lista", "París-Dakar", "Passing shot" y "Al jefe le pasa algo" describen ciertas características de las sociedades africanas y permite encontrar semejanzas y diferencias con la nuestra, sobre todo desde las distintas formas de marginalidad que se desarrollan en las mismas. "Putas rusas" y "Primera semana" dan el toque de hilaridad a la densidad conjunta de las realidades descritas. Otros cuentos del volumen son "Riqueza interior y "Una de Nollywood"

 

            HISTORIA RECIENTE

 

            Pero es en los cuantos "Ruándicas" y, en especial, "Un pecado capital" donde Javier Viveros logra el acercamiento más profundo a la historia reciente africana.

            El primero ("Ruándicas") es un relato descamado del Genocidio de Ruanda en el que el Gobierno y las fuerzas hutus (hegemónicas en el poder) realizaron un intento de exterminio de la minoría tutsi, causando cientos de miles de muertos (se habla de ochocientos mil tutsis asesinados en esa ocasión).

            "Un pecado capital", por su parte, es no solo un alegato en contra de las "alianzas políticas" que realizan los gobiernos del tercer mundo con las grandes empresas multinacionales. Meses antes de la elección para gobernador de Rhode Island, una alocución irrumpe en una radio local y alerta a la población sobre los antecedentes de un candidato a gobernador. "No importa mucho quién soy. Lo que realmente interesa es que tengo un mensaje para todos ustedes", dice la voz, y comienza su relato. La voz habla del coltán, un mineral indispensable para el desarrollo de las nuevas tecnologías, cuyas reservas mayoritarias (calculadas en un 80% de la existencia mundial de este mineral) se hallan bajo suelo de la República Democrática del Congó. Esta voz anónima denuncia, a su vez, la guerra entre naciones africanas (rebeldes, grupos armados, ejércitos regulares y milicias) surgidas por el dominio de los territorios donde se encuentran estos yacimientos, la extracción y el tráfico del conocido "oro azul" para su comercialización.

            Bajo esta lucha -sigue denunciando la voz- las milicias invadieron también varios parques nacionales, destruyendo el hábitat y disminuyendo la población de algunas especies protegidas. "El gorila de montaña ha sido ya casi exterminado. Un elefante no dura demasiado ante los agujeros que infiere una moderna ametralladora liviana. Daño colateral". Pero lo central del relato (y que alerta la voz) es que uno de los candidatos para gobernador de Rhode Island, el preferido en las encuestas, se había enriquecido obscenamente en años anteriores, justamente mediante el trafico del coltán.

            Un cuento directo en cuya calidad narrativa se conjugan historia y política, y que acerca de manera sencilla algunos datos básicos sobre la relación de la tecnología con la explotación de minerales.

            Con estos cuentos, Javier Viveros nos acerca así un poco de la historia, las creencias, las prácticas y las costumbres de un continente lejano y mágico, por lo desconocido, como sufrido y cercano, por los colmillos y las acechanzas clavados en su tierra.

            El libro se presentará en Asunción en los siguientes meses; mientras tanto puede ser adquirido, vía internet en librerías online españolas y en Amazon.

 

            BREVE PERFIL

 

            Javier Viveros nació en Luque, en 1977. Es ingeniero en informática y como escritor ha publicado 4 poemarios y 4 libros de cuentos. También escribe guiones para historieta. Su relato "Misterioso JFK" resultó finalista del Premio "Juan Rulfo" 2009. Cuentos suyos fueron incluidos en antologías internacionales de narrativa contemporánea, como la alemana Neues Vom Fluss, la antología cubana, Cuantos del Paraguay, la argentina Los chongos de Roa Bastos y La isla de los libros, una antología española de narrativa del Paraguay.



Fuente: Correo Semanal del diario ULTIMA HORA

Publicado en fecha Sábado 16 de Marzo del 2013



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