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JAVIER VIVEROS

  RELATOS Y CUENTOS DE JAVIER VIVEROS


RELATOS Y CUENTOS DE JAVIER VIVEROS

SELECCIÓN DE HAIKUS DE EN UNA BALDOSA ,

MESTER DE TELEFONÍA (A GUISA DE PRÓLOGO),

SELECCIÓN POÉTICA DE MENSAJEÁMENA y CINTURÓN COHETE

Poesías y cuentos de JAVIER VIVEROS

 

 

JAVIER VIVEROS (Asunción, 1977)

Narrador y poeta. Aunque ingeniero informático de profesión, se dedica a la literatura desde muy temprana edad. Miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP), tiene varios libros publicados hasta la fecha. En narrativa, es autor de LA LUZ MARCHITA (2005; relatos) y URBANO, DEMASIADO URBANO (2009; cuentos). En poesía son de su autoría los poemarios: DULCE Y DOLIENTE AYER (2007), En una baldosa: HAIKU, SENRYUS Y OTRAS ESQUIRLAS (2008), PANAMBI KU'I (2009) y MENSAJEÁMENA: POEMAS A RAS DEL SALDO (2009). También escribió un libro de cuentos, INGENIERÍAS DEL INSOMNIO (2008), en co-autoría con su hermana Diana. De más reciente publicación es ÑE’ËNGA JARÝI (2010), librito ilustrado donde extiende los dominios del ñe'ẽnga paraguayo.

 

SELECCIÓN DE HAIKUS DE

EN UNA BALDOSA

 

La luna es como

un guiño melancólico

de la nostalgia.

 

El arco iris

es una mariposa

de alas enormes.

 

El amor dura

en ciertas ocasiones

lo que un relámpago.

 

Una corbata

convertiría en yuppies

a los pingüinos.

 

¿Qué ha motivado        

tu inconsolable llanto,

hermano  sauce?

 

 

Lanzo un bostezo

y consigo discípulos

en el estadio.

 

Mueve la cola

el perro pues no sabe

que hay un velorio.

 

Bajo los hongos

se refugian los duendes

cuando llovizna.

 

Las aves deben

ser versos de un poema

que alguien escribe.

 

Hansel  y Gretel:

yo les obsequiaría

un GPS.

 

Esta mañana

me miraba otro rostro

en el espejo..

 

¡Que sueño breve!

exclaman las gallinas

tras un eclipse

 

¿Dónde la noche

esconde  los colores

que hurtó a las cosas?

 

Sobre el tejado

la quinta sinfonía...

sólo es la lluvia.

 

DE: EN UNA BALDOSA: HAIKU, SENRYUS Y OTRAS ESQUIRLAS

(Asunción: Edito­rial Jakembo, 2008)

 

 

 

MESTER DE TELEFONÍA

 (a guisa de prólogo)

Se denomina SMS (Short Message  Service) al servicio utilizado para el intercambio de mensajes dentro de una red celular; el SMS nació como parte de la tecnología GSM. Permite a los teléfonos móviles enviar  mensajes de texto con una longitud máxima de 160 caracteres. En el

prólogo de uno de sus libros, Ricardo Piglia decía mutatis mutandis que Stravinsky defendía lo de la composición por encargo, pues así tenía unos límites dentro de los cuales moverse, de lo contrario la música lo enfren­taba a un mundo de infinitas posibilidades y tan falto de fronteras que lo abrumaba. El mensaje de texto con su limitación de 160 caracteres exige una máxima economía de recursos.

Es consabido que no hay lenguas químicamente puras, que la alea­ción es la regla. En este ajetreado mundo de la automatización, paradóji­camente, tenemos cada vez menos tiempo, lo que nos lleva a postergar todo lo postergable (Borges dixit). Por ello, la literatura portátil que repre­sentan los haiku y poemas en mensajes de texto son ideales, pueden ser escritos y leídos en cualquier parte: en el bus, en un ascensor, en el entre­tiempo de un juego de fútbol, mientras se halla encendida la imperiosa luz roja de un semáforo o durante la tediosa espera de un vuelo de conexión.

Marshall McLuhan, el gran visionario, decía que el medio es el mensaje. El lenguaje de los mensajes de texto (en rigor: una codificación adicional al idioma español) entraña el uso intensivo de las abreviaturas y relaciones fonéticas, la sustitución de sílabas por números, la supresión de letras (usualmente vocales) y el empleo de emoticons para expresar emociones, entre otras características. El objetivo no es otro que maximi­zar el uso del escaso espacio que representa ese universo de 160 caracte­res.

De tanto en tanto veo que, de alguna parte del mundo, un académico miope saca un artículo despotricando contra el lenguaje de los mensajes de texto, porque "mutila la ortografía, mata la lengua escrita", etc. No estoy de acuerdo con ello. Gracias a los mensajes de texto mucha gente ha vuelto a coquetear con la palabra escrita luego de finalizar [la escuela/el colegio]. No creo que destruya la lengua. Es, más bien, una adaptación del idioma a un nuevo medio. Parafraseando a Lord Byron, la poesía hallará su camino aunque sea a través de senderos por donde ni los lobos se atreverían a seguir su presa.

 

 

SELECCIÓN POÉTICA DE MENSAJEÁMENA

1 msj d txt - Un mensaje de texto

a la ciudd d Atnas - a la ciudad de Atenas                    

y no moria Filipids tan jovn - y no moría Filípides tan joven.
 

 

Como 1 profeta - Como un profeta

nviaste tu msj - enviaste tu mensaje

y dsd ntoncs  t sigo. - y desde entonces te sigo.

 

Iba pasando n vos - Iba pensando en vos

y pac x 6 qadras - y pasé por seis cuadras

l sitio dnd tnia q bajarm - el sitio donde tenía que bajarme.

                                                          

C q al sin saldo - Se que aun sin saldo

si 1 poema s pa vos1 compania - si el poema es para vos la compañía

lo va a nviar = - lo va a enviar igual.

L tngo f - Le tengo fe

                                                           

DE: MENSAJEÁMENA: POEMAS A RAS DEL SALDO

(Asunción: Arandurá Edito­rial, 2009)

 

 

CINTURÓN COHETE

Odio los hospitales. Pero estoy yendo nuevamente a uno, voy a visitar a Eric. Hay algo altamente incompatible entre los hospitales y yo. Somos polos opuestos. Entro al edificio y veo unas pocas personas sen­tadas en las sillas y, un número mayor de ellas, paradas. Todas aguardan­do ser atendidas. Cada una esperando que su nombre sea el siguiente que pronuncie una enfermera que entreabre, con evidente desgano, una puerta de madera. Durante la espera pocos hablan y si lo hacen el volumen es bajo, casi susurros. Hay gente pensando en la enfermedad de los suyos o en la propia. Se ve la vida reflejada a duras penas en algunos ojos, unos ojos que muestran ese aferrarse a la vida cuando la vida es lo único que resta. Y la espera. La infinita espera. Siempre la espera.

Subo hasta el cuarto piso a través de unas viejas escaleras y entro a la habitación donde lo tienen. Nadie custodia la pieza. En la cama, Eric duerme y es una momia, está envuelto en yeso y conectado a varios aparatos. Veo desparramadas en la mesita de luz algunas revistas de aviación. De las que siempre leía, revistas que traen historias del combate aéreo, los nuevos modelos de cazabombarderos, avances en la tecnología aeroespacial, entrevistas a pilotos y constructores. Evoqué la imagen de un jovencísimo Eric paladeando esas revistas de tapa gris-azulada. En la cabecera de su cama, una bandera de Cerro Porteño, su otra pasión.

El paciente está dormido y es mejor no despertarlo, señor. La enfer­mera es poco agraciada físicamente, pero una sonrisa final la redime por entero. Asiento con la cabeza, coloco el regalo que traje en la mesita de luz y, lentamente, abandono la pieza. Volveré otro día, digo antes de cerrar la puerta. Y es allí cuando decido dejar de jugar al fútbol con los amigos del barrio, repentinamente tomo esa determinación, pienso en mis huesos y ruego que el calcio sea suficiente, decido no volver a arriesgar el físico en los partidos carniceros de fin de semana. Al salir veo otra vez a las perso­nas en la sala de espera, atravieso la puerta y me siento feliz. Es egoísta pero es así, siento una burbujeante felicidad de que mi visita al hospital no sea como inquilino, siento alegría por estar vivo, por estar sano. Es la felicidad por contraste. La alegría por contexto.

Eric y yo fuimos compañeros en el Colegio Don Bosco del Km. 16, en Minga Guazú. Amigos, lo que se dice amigos, nunca lo fuimos. Com­partíamos aula pero estábamos en grupos diferentes. Cosas así suelen suceder. Él tenía una beca de la Presidencia de la República, sus califica­ciones eran muy buenas. Pero eso no parecía esforzarle ni importarle demasiado. Lo suyo era el vuelo. Desde que lo conocí lo tuve asociado con todo lo que guardara relación con el aire. Era un fanático del aire, hacía volar pandorgas, su cuaderno estaba repleto de dibujos a mano de aviones cazas MiG-29 y F-16, cuando no estaba la profesora tiraba avio­nes de papel en la clase, los clásicos aviones de papel pero con minúsculas innovaciones en su diseño para prolongar el tiempo de permanenciaen el aire. En su grupo le decían Eric Pájaro, o simplemente Pájaro. Yo lo llamaba Eric, como para guardar distancia, nunca Pájaro. Para el trabajo final de Taller, en el primer año, Eric presentó un helicóptero hecho con palitos de helados picolé, unidos con pegamento. Le había agregado un pequeño motor, una gran hélice y el portapilas (construido también de palitos) estaba colocado en la parte posterior. Era un diseño muy original.

Por más que éramos de grupos distintos, yo sabía muchas cosas de él. Sabía que su familia era de clase media-baja, que venía a ese colegio privado porque sus calificaciones escolares verdaderamente ameritaban la beca, sabía que su sueño era convertirse en piloto y que algo en sus genes lo predisponía a desafiar la gravedad. Terminado el colegio le perdí por completo el rastro. Yo terminé la Licenciatura en Letras en una uni­versidad del Barrio Sajonia donde la sola asistencia era el camino al título y la mediocridad en el cuerpo de profesores era el factor común con escasísimas excepciones. Mediocridad en metástasis, motivada en gran medida por el carácter prácticamente vitalicio de los cargos, obtenidos éstos usualmente por amistad o parentesco cuando no por favores sexua­les sin camuflaje.

El sueño de Eric era convertirse en piloto, así que imaginé que al acabar la secundaria se había metido a la Academia Militar. Durante mucho tiempo no supe nada de él. En una reunión de ex compañeros de colegio alguien soltó que Eric andaba por España, había ido a trabajar como tantos otros. El efecto retardado de la conquista de América, según algunos retóricos incurables. Colón vuelto kue, según el Diario Popular. La noticia fue cobrando veracidad cuando en lugar de su vieja casita la madre de Eric empezó a levantar una imponente mansión. Era notorio que llegaban los euros desde la madre patria. La mansión contrastaba terriblemente con las edificaciones vecinas.

Rendido por la nostalgia, Eric volvió a Minga Guazú. Regresó, lue­go de siete años de estancia en el Viejo Continente. Se expresaba ahora con un acento peninsular. Su habla estaba repleta de préstamos léxicos y calcos sintácticos. En medio de su discurso podía de repente introducir términos como mogollón, coño, chaval. Hablaba de tú pero en ocasiones conjugaba el verbo como en el voseo. El suyo era un boxeo lingüístico. Se había deslomado en Barcelona, había ejercido diversos oficios, desde la albañilería hasta el lavado de copas, pasando por la jardinería, el cuidado de ancianos y la gerencia de un local de comida rápida. Ahora venía con dinero ahorrado y traía una idea de negocio. De estas cosas me enteré por él rnisrno, directamente de la fuente, en una tarde que nos encontró, por casualidad, en el sector de Preferencias del estadio del Club 3 de Febrero, durante el entretiempo.

Eric había visto en Europa un cinturón cohete, lo vio y fue un caso de amor a primera vista. El equipo estaba compuesto de un traje especial, casco, anteojos y en la espalda se portaban los tanques de combustible. En la parte delantera dos botones permitían controlar con las manos la ope­ración. Con el cinturón cohete podía uno volar, elevarse hasta cincuenta metros y desplazarse en el aire durante un corto tiempo. Era algo que habíamos visto en Minority Report y en varios dibujos animados de nues­tra infancia. De Europa, Eric se había traído uno de esos trajes movidos a peróxido de hidrógeno e hizo una demostración durante la celebración folklórica de junio.

No fue algo que se haya concertado con el colegio donde se celebra­ba la fiesta de San Juan, simplemente a la hora del palo encebado, mien­tras los kambas trepaban el yvyra sýi, Eric salió de uno de los baños vestido como un hombre-rana, gritó "`ignición", presionó un botón, se elevó hasta la cima del palo y agarró los premios que aguardaban ser rescatados. Luego bajó y todos quedaron extrañados y en silencio. No faltó después la lluvia de aplausos pensando que era parte del show. A continuación, Eric tuvo un altercado con los kambás, quienes con gritos y aspavientos lo acusaban de tramposo. Lo rodearon, estaban a punto de golpearlo cuando Eric presionó otra vez el botón de su cinturón cohete y la nube de humo formada por la combustión hizo correr a los kambas. Yo no fui a ese San Juan, pero me lo contaron. Las noticias de esta naturaleza siempre vuelan.

Ese fue su bautismo de fuego. El traje volador de Eric fue la sensa­ción de Minga Guazú. Las familias más acaudaladas lo contrataban para que volara en los cumpleaños infantiles. La noticia se fue expandiendo a otras localidades. Todos recordamos todavía el reportaje que pasaron en el noticiero del Canal 9. Empezaron a llegar los pedidos de vuelo desde San Ignacio Guazú, Paraguari, Coronel Oviedo, Santaní. Erie fue ganan­do mucho dinero con sus exhibiciones aéreas. Fue así que un día decidió contratar a Apepú, un verdadero experto en la jineteada. En todo lugar siempre hay una o dos personas que son diestras en colocar apodos. A Apepú le decían así porque su rostro estaba sembrado de diminutos crá­teres y protuberancias, como una naranja agria. Apepú fue entrenado por Eric en el uso del cinturón cohete, demostró ser un buen alumno y apren­dió, literalmente, al vuelo. Eric se convirtió en empresario. Recibía los pedidos, cobraba y era Apepú el que vestía el cinturón cohete para elevar­se por los aires. Su idea era reunir suficiente dinero para comprar más trajes y alquilarlos a los enemigos de la gravedad (que a esa altura ya eran legión). El club de vuelo que pretendía fundar se llamaría, por supuesto, Pájaro.

El primer pedido verdaderamente grande que recibió Eric venía de la capital del país, del ámbito futbolístico. El Club Olimpia había ganado una vez más la Copa Libertadores y tenía un enfrentamiento en el torneo casero con Cerro Porteño, su eterno rival. Pidieron a Eric que hiciera un vuelo por sobre el sector norte del Estadio Defensores del Chaco, donde se ubicaba la barrabrava cerrista, y que, luego de cruzar de largo el campo de juego, aterrizara entre la hinchada olimpista con una imitación de la copa recientemente obtenida. Era parte de la celebración pero era también puro delirio exhibicionista. Luego de dudar un rato, el trabajo fue acepta­do. Esta vez era algo más allá de los colores, era trabajo y Eric cobraría una suma verdaderamente fuerte por su realización.

En las primeras horas de ese domingo, junto a su fiel escudero Ape­pú, Erie condujo su Toyota Land Cruiser hasta Asunción. Llegaron a la capital cuando rayaba el mediodía. El trabajo no entrañaba demasiada dificultad. Apepú partiría desde la calle asfaltada que está detrás del Sec­tor Norte del estadio, volaría por sobre la hinchada cerrista, a una altura prudente para no ser alcanzado por alguna naranja o bolsa de orina, cru­zaría por sobre el mediocampo y aterrizaría como un héroe en un sector claro que la hinchada olimpista-previamente amaestrada para ello-de­jaría. El asunto estaba bien planificado.

La gente se preguntaba a qué se debía ese claro cuadrado que se trazaba en medio de la barrabrava ele Olimpia. Con un aerosol fosfores­cente estaba señalado un cuadro que nadie debía pisar. Esa era la orden de la dirigencia, orden transmitida al resto de la hinchada por el jefe. El inicio del partido estaba previsto para las tres de la tarde. A eso de las dos, Eric y Apepú abandonaron las inmediaciones del estadio y fueron a almorzar. Por los nuevos gustos de Eric lo que se imponía era comida española. Fueron a un restaurante internacional que quedaba sobre la avenida Perú. Apepú saboreó por vez primera una paella de mariscos de magnitudes palaciegas. Su boca albergó por primera vez, los frutos de mar, el cama­rón, las almejas. Todo ello mojado por una moderada cantidad de sangría. Al terminar, Eric pagó la cuenta y fueron a prepararse para el trabajo.

Volvieron al Barrio Sajonia, se instalaron en un bar ubicado detrás del Sector Norte del Estadio. Apepú tenía que hacer el trabajo al terminar el primer tiempo del superclásico. Eran recién las tres y veinticinco minu­tos. Todavía faltaban veinte minutos más el descuento cuando Apepú empezó a ponerse amarillo y a mostrar síntomas de malestar estomacal. Mediterráneo y plebeyo, su estómago no estaba acostumbrado a los man­jares marinos. Mediterráneo y aislado, el país tampoco podía tener maris­cos demasiado frescos. A gran velocidad, Apepú fue al baño del bar y se vació los intestinos en el inodoro. Al regresar, seguía pálido y le dijo a Eric que era necesario suspender el vuelo porque no se encontraba en condiciones, se sentía pésimo

Los ánimos estaban encendidos. El árbitro había pasado por alto un claro penal a favor de Cerro y con dos expulsados por bando no era necesario agregar mucho más para ilustrarlo que se estaba viviendo en el terreno de juego. Solo restaban tres minutos para acabar la primera mitad, Apepú estaba definitivamente fuera de combate y Eric no paraba de ca­vilar. El juez del partido indicó dos minutos de tiempo extra. Y allí nomás Eric se decidió, tomó el traje y fue al baño del bar, se vistió, agarró la imitación de la Copa Libertadores y se dispuso a tomar vuelo. Él había sido el pionero, así que todo debía marchar bien, no podía permitirse perder el dineral que le pagaría Olimpia, no podía arruinar la fiesta de consecución de la copa con ese regalo que la dirigencia franjeada  había  preparado para sus fanáticos (éstos sólo sabían que debían dejar ese espa­cio, ignoraban para qué).

En la radio del bar, Eric oyó que el árbitro marcaba el final del primer tiempo. Salió entonces a la calle, los vendedores de asaditos y DVDs piratas lo miraron como a un extraterrestre. Eric presionó el botón y se elevó por los aires llenando de sorpresa los rostros de los mercachifles. Se elevó y alcanzó la altura necesaria para pasar encima de la gradería donde los cerristas habían cesado en sus cantos y estaban entregados a comprar rocosas chipas, pororós insulsos, hamburguesas patógenas y lácteos espi­rituosos. Se elevó Eric y ya sea porque se había levantado con el pie izquierdo, ya sea porque con el tiempo de inactividad había perdido prác­tica, por Ley de Murphy u otra combinación de factores adversos, pareció caracolear un buen rato en el aire, colear como una pandorga, parecía que había perdido el control del cinturón cohete, pero luego pudo estabilizar­lo. Yo miraba atónito las imágenes en el televisor, porque el clásico lo transmitían en directo para el interior del país. Aunque Eric pudo estabi­lizar el cinturón cohete, éste tenía poca autonomía, el combustible se acababa rápido y se había consumido bastante en las maniobras de esta­bilización, así que quiso su mala fortuna que mientras todavía volaba por sobre la gradería norte vestido con la camiseta de Olimpia, se le acabara el combustible en pleno vuelo y aterrizara con violencia sobre unos cuantos aficionados cerristas. Éstos sintieron repentinamente el aire caliente sobre sus cabezas y el brotar de gritos de algunas mujeres que estaban en el mismo sector.

La escena era muy llamativa. Gracias al zoom de las cámaras, en el televisor se vio de repente una camiseta de Olimpia en medio de un mar de camisetas azulgranas. El susto inicial de los cerristas cesó, y entonces empezaron a arrinconar al intruso. En realidad no veían a Eric, no les llamaba demasiado la atención el traje de hombre-rana ni los tanques de combustible en la espalda, ellos sólo veían esa camiseta olimpista que había aterrizado en sus dominios y atacaron. Eric empezó a recibir puñe­tazos, latas de cerveza, puntapiés y todo linaje de golpes hasta perder la conciencia. Los Cascos Azules tuvieron que intervenir para frenar la barrabasada de la barrabrava. La Copa Libertadores de madera y los restos del cinturón cohete quedaron desparramados en el Sector Norte del estadio. Los detalles de lo ocurrido me los narró Apepú, quien volvió a Minga esa misma noche en un ómnibus de Nuestra Señora de la Asun­ción. Eric, en cambio, fue llevado a Emergencias Médicas donde le aguar­daba una larga estadía. Se habló después de politraumatismo y fracturas de nombres altamente retóricos.

El superclásico terminó cero a cero.

 

DE: URBANO, DEMASIADO URBANO

(Asunción: Editorial Arandurã, 2010)

 

Fuente: LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY. TOMO II (K – Z). TERESA MÉNDEZ-FAITH, INTERCONTINENTAL EDITORA S.A. Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py. Asunción – Paraguay, 2011.

 

 

 

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