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EL VIAJE
La primera vez que escuché hablar de Salomón fué cuando hasta nuestro reino, llegó un comerciante fenicio de Sidón que trajo la noticia de la aceptación de Hirán, Rey de Tiro, frente a su pedido de que le ayudase a construir el Templo para el Señor y un palacio para él mismo.
Si mal no recuerdo esto ocurrió a fines del año 1012...
Los relatos de otros viajeros, que fueron llegando a través de los años, aumentaron mi sensación de asombro, curiosidad, deslumbramiento.
Eran lujosos en detalles, demorados y prolijos; mágicamente enriquecidos con acentos extraños, musicales, de otras tierras muy lejanas a la mía.
Ese mundo de palabras, envolvente, definía situaciones, describía ciudades, sugería perfumes, dibujaba paisajes...
Eran historias que hablaban de frescos bosques de cedro, ciprés, sándalo y pino abatidos y trabajosamente llevados hacia el mar, rumbo al sur.. .
De hombres de diferentes tribus labrando piedras, dando formas a toneladas de bronce, de hiero, de plata, mientras finos artesanos tallaban flores, extraños frutos, palmeras y seres alados en las suaves maderas, en las torneadas columnas que luego serían recubiertas de oro.
Y describían capiteles y candelabros y los utensillos y los toros. Los doce toros y el borde de la pila que imitaba el cáliz de un lirio. Y los altares...
Miles de cargadores, canteros, capataces, artesanos haciendo realidad la promesa de David.
El guerrero. El Templo en el Monte Moriah! El Dios de Salomón y de su pueblo para quien todo honor parecía poco... ¿Cómo era aquel, que en Gabaón, sólo le había pedido sabiduría y conocimiento, habiéndose olvidado de pedir honores, bienes, la cabeza de sus enemigos y la eternidad?
Lo sabría.
Me lo prometí entonces, cuando joven aún, no era yo reina de Saba.
El tiempo había llegado.
Salomón finalmente, estaba frente a mí.
Su aspecto era como el de un cedro del Líbano, inconfundible entre miles de hombres como un manzano entre los árboles del bosque.
Su cabello era ondulado y negro; su tez trigueña clara. Sus ojos mansos como palomas, me miraron. Una indefinible sensación de seguridad y calidez me invadió frente a ese hombre, irresistible él también, como un gran ejército en marcha.
Fue entonces cuando me ofreció el primer regalo: un par de pendientes de oro con incrustaciones de plata.
Releo la crónica de la época registrada por un escritor sagrado que creo no haber notado en esa oportunidad.
Es una simple enumeración de hechos.
Escuetos. Condensados. Correctos.
No voy a agregar nada, lejos está de mí la revisión histórica, además decenas de reencarnaciones me han enseñado la fragilidad de la verdad. Dentro de ella, secretas e inesperadas, convive una infinita suma de verdades. Diré, apenas, que el amor tiene la costumbre de hacer esclavas hasta a las reinas.
Ya un invierno había pasado y con él se habían ido las lluvias, habían brotado flores en el campo y ya había llegado el tiempo de cantar.
Las higueras ofrecían higos dulces y las mandrágoras esparcían su aroma.
¡Ah, si el tiempo pudiera ser detenido un momento antes del error!. Salomón. . . ¿Me dió todo lo que quise? ¿Le di todo lo que había traído, como asegura la crónica?
Volví a mi reino acompañada de la gente a mi servicio. Volví. Mucho más sabía. Mucho más sola. Esperanzada en las mujeres de Jerusalén a quienes dejé un pedido, que después, tiempo después, supe había sido entregado.
¡No sé que me ha dado hoy por recordar!
Desde mi ventana miro el campo. Por la mañana fui a ver si los viñedos tienen brotes, si ya abrieron sus botones. En algún lugar de mi jardín descubrí los granados en flor.
Me siento bien.
Extrañamente joven y en el aire percibo un suave perfume alheña.
Espero la noche.
Hoy, como ayer, espero la noche.
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EDITH MUJICA JURISIC
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