MEDIO PUÑO
Por MARÍA IRMA BETZEL
Cuando Anselmo apura los bueyes con el arreador en alto, me acuerdo de los cintarazos que me daba Casildo y miro hacia adelante, donde están las huellas firmes que dejan las camionetas cuatro por cuatro de los patrones.
Las que va dejando nuestro carro, atrás, son marcas culebreras finitas, que apenas se notan en el arenal.
Por suerte, Anselmo a veces se deja llevar nomás y me mira con los ojos medio cerrados encendidos de ganas. Yo le sonrío, mientras mi falda flota en el aire por encima de mis muslos, y porque las criaturas duermen o porque se me antoja, me pongo a pensar… Mi primer recuerdo es el de mi madre lavando una gran olla negra de tres patas. Agachada en el suelo la rascaba por dentro —no me olvido de esa bocaza oscura y grasienta— con una esponja y lejía hasta que quedaba lista para el nuevo locro de la peonada, al otro día.
Cuando nos mudábamos de una estancia a otra, mi madre llevaba siempre las semillas de su esponja. Trabajaba mucho, pero al menos, no tenía hombre que le jodiera la vida, apenas alguno como mi padre se le acercaba un tiempo, hasta que, a la primera borrachera, ella lo echaba con botella y todo.
Yo tuve un solo hombre y viví enamorada hasta que empezó a gritarme por cualquier boludez y después, a pegarme. Aguanté mientras pude. Con dos hijos y sin plata, ¿qué iba a hacer?
Y Anselmo alza otra vez el arreador para azuzarles a los animales. Y entre latigazo y latigazo, sus ojos se vuelven duros, y como yo le clavé la mirada, me mira de reojo, medio desafiante, como se mira un bicho que molesta (¿o será que me imagino, nomás?).
¿Y qué iba a hacer con Casildo? ¿Dónde podía irme con dos criaturas? ¿Y cómo le iba a denunciar si los policías eran sus amigos?
Una vez lo hice, le encerraron unos días, después, me pegó peor.
Será por esas cosas que me vino la mala idea, sin pensarlo.
En esos días del ojo morado encontré la planta de esponja. Yo estaba tirada en el pastizal cuando la vi. La reconocí enseguida. Era seca y arruinada como yo.
La carpí con mis manos, la regué y le hice un cerco de palos para librarla de las gallinas.
Y creció linda bajo mi amparo. La regaba después de los golpes del mal hombre y éramos dos criaturas que llorábamos a la misma madre. La planta me daba sus esponjas para acariciar mi cuerpo dolorido.
Por ese tiempo, a Casildo, el patrón le dio el trabajo de fumigar la soja, y el veneno se guardó en un depósito, cerca del corral.
—No pongas en tu pieza porque es tóxico —le había dicho—. Para las plantas es buena, pero para nosotros, no.
Y repito, la mala idea me vino nomás, sin pensarlo. Un nuevo moretón me dolía en un seno. Agarré un puñado del veneno y lo tiré en la comida de Casildo, juro que mi intención no era matarle a él, sino a su maldad, lo hacía solo para ver si se abuenaba un poco. Seguía adobando su comida unos días. Como tenía remordimientos, empecé a poner solo la mitad de un puño y la otra mitad se la tiré a mi esponja. Después de unos días, sus hojas verdes y brillantes se bamboleaban como si estuvieran agradecidas. Entonces, seguí:
Medio puño para Casildo. Medio puño para la planta. Medio puño para Casildo. Medio puño para la planta…
La esponja, cada vez más fuerte.
Casildo, cada vez más débil, pero su maldad era la misma.
Esa noche de San Juan, cuando las criaturas dormían, me zafé de sus azotes a los empujones y al caerse, se golpeó la cabeza por el borde del estante. Y no se despertó más.
Era oscuro cuando lo arrastré al patio y yo sola, a palazos, con la lumbre de una vela, lo enterré como pude, cerca de mi planta.
Las ruedas resecas chillan: asesiiina, asesiiina, asesiiina…
Pero yo sola las escucho... Anselmo también se durmió.
El carro, apenas, sigue pariendo sus marcas culebreras. Las de las vacas, son como puños afilados en medio del arenal.
La policía se cansó de oír que nadie sabía nada, que Casildo se fue nomás, y vinieron a revisar lacasa “por las dudas” (así dijo uno mientras me miraba fijamente).
Y entraron a mi patio. Yo temblaba, el entierro no era profundo.
Cuando vieron la tierra removida y pegaron un grito, el miedo me agarró como mil sanguijuelas adentro mismo de mi sangre.
Y empezaron a cavar con mi propia pala. Pero entre raíces fuertes como garras, solo levantaban tierra negra y restos blancuzcos que se quebraban como polvo. Siguieron cavando y cavando hasta que muy abajo, el suelo duro y seco les trancaba la pala. Se fueron sin despedirse y no volvieron más.
Mi planta, enorme y repleta de frutos, parecía reírse con el viento.
Tiempo después, por orden del patrón, tuve que abandonar el rancho. Salí con mis dos criaturas y con Anselmo, el peón que me había ayudado esos meses a arrear mis vaquitas lecheras, las que heredé de mi madre.
El carro no es tan grande, pero entró todo: el colchón, sobre el que vienen los niños, las frazadas, el roperito, mis ollas (la repisa dejé nomás), el estrebe, la paila… y atrás mis dos vaquitas, el ternero y los perros.
A otra estancia nos vamos donde Anselmo tiene conchabo para cosechar caña de azúcar.
El camino es largo, pero no tanto, porque no llueve, no hace frío ni demasiado calor y tengo un buen avío con estofado de gallina y mandioca nuevita, recién cosechada. Dicen que hay una escuela cerca…
Un viejo medio poeta, al que le gustaba escucharme, en la estancia donde crecí, solía decirme: Ud. tenía que ser maestra, señorita.
Por lo menos, mis hijos van a estudiar. Además —y por las dudas— llevo adentro de mi corpiño, un pedazo de esponja relleno con semillas, listas para la siembra. A veces les tengo miedo y me parece que estoy anidando garras de cuervo o de otra bestia que nunca se vio. Es que, así como yo cambié, mi planta también cambió. El veneno nos cambió a las dos. Mudamos de piel, como las víboras y dejamos nuestros pellejos de tontas tirados por ahí, para que se los coman los perros. Ahora somos malas y fuertes.