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MARÍA IRMA BETZEL
  CINCO CUENTOS - Obras de MARÍA IRMA BETZEL


CINCO CUENTOS - Obras de MARÍA IRMA BETZEL

CINCO CUENTOS

Obras de MARÍA IRMA BETZEL

 

 

MARÍA IRMA BETZEL

(Corrientes, Argentina, 1957)

Docente y narradora. Aunque argentina de nacimiento, desde 1986 vive en Paraguay, donde ha concebido y escrito sus obras publicadas. Miembro de Escritoras Paraguayas Asociadas (EPA) e integrante del Taller Cuento Breve (dirigido por el profesor Hugo Rodríguez-Alcalá hasta el año 2000 y posteriormente por la escritora Dirma Pardo Carugati), hasta la fecha ha dado a luz la novela Savia Bruta (1998; premiada en 1997 con la Primera Mención en el Concurso de Novela Club Centenario), Cuentos en fuga (2005) y Virusón (2006), una novela imanto juvenil. De más reciente aparición son Los mil y un caminos (2011), colección de cuentos, y Memorias de un viejo baúl (2011), otra novela infanto-juvenil. Algunos de sus cuentos han aparecido en antologías colectivas y en publicaciones del Taller Cuento Breve.

 

CINCO CUENTOS

1

LA BÚSQUEDA


-¡Se acercan buques enemigos! ¡Son brasileños! ¡Ya llegan al puer­to de Asunción!

La noticia se propagó rápidamente. La Guerra de la Triple alianza azotaba al país en aquellos difíciles días del año 1868.

El enemigo avanzaba. Los habitantes de Asunción recibieron la or­den de abandonar la ciudad.

-¿Y Adolfito?-clamaba Rosa, una joven madre paraguaya que vi­vía frente al puerto. Eventualmente, su hijo de siete años, se encontraba en un barco paraguayo.

Llena de angustia, sin poder rescatar a su pequeño, Rosa no tuvo más alternativas que tomar a Honorio, su hijo menor, e iniciar el doloroso recorrido de las residentas.

En su sufrida marcha cavilaba: ¿Qué será de Adolfito? ¿Cuándo y dónde volveré a verlo?

El encuentro era improbable ya que, debido al avance brasileño, el barco paraguayo en que iba el niño no regresó.

Lejos de allí, después del desembarco, el pequeño extraviado vivió todo el horror de la guerra.

Soportando penurias,junto a otros chiquillos perdidos, trajinaba detrás de las tropas paraguayas y también de las brasileñas, quienes, según re­cordaba ya adulto, a veces les daban de comer un bocado de fariña con azúcar.

Sobrevivió a duras penas y, en medio de la desolación reinante al terminar el conflicto, un oficial brasileño se compadeció de él y lo llevó a su país.

Al mismo tiempo, Rosa, ya viuda, hizo divulgar escritos por todo el Paraguay y Brasil requiriendo información sobre su hijo.

Habían pasado tres años desde el final del conflicto cuando alguien le hizo llegar una fotografía y la dirección de un niño extraviado, que nombraba a sus progenitores y a su hermano Honorio. Ella, inmediata­mente envió un telegrama a la familia donde estaba el niño, comunicando su próximo arribo.

Agradecida, hizo construir un oratorio a la Virgen de Concepción y se embarcó rumbo a Brasil.

Durante el viaje, refirió la historia de su búsqueda al comandante de la embarcación, un navegante portugués, quien quedó hondamente im­pactado por el relato y la actitud de aquella mujer joven y bien parecida.

Poco después, se produjo el emocionante encuentro. En la entrada de lavivienda, la familia brasileña, junto a Adolfo, esperaban impacientes a la esforzada madre.

Ella reconoció a su hijo cuando le palpó una cicatriz que el pequeño tenía en la cabeza.

-De la emoción-relataba Adolfo, ya adulto-mi madre guardó cama durante cinco días y yo no me apartaba de ella ni un instante y lloraba si me querian separar, porque me parecía que iba a perderla otra vez.

Regresaron madre e hijo en el mismo barco junto al comandante Pinto de Mattos, quien, enamorado de Rosa, le solicitó autorización para escribirle. Meses después, en una de sus cartas, le pidió matrimonio.

El la aceptó. Adolfo y su hermano Honorio fueron los únicos retoños de la pareja.

Se radicaron en Portugal y luego en Brasil.

Después de tantas peripecias porfin habían dejado atrás las afliccio­nes de la guerra para disfrutar en familia reconfortantes momentos de paz.

Día lunes

Al pie del primer cuento, Mariana encontró escrita esta frase:

La carta del capitán me fue entregada en el Brasil por Sor Johana Miltos, monja del convento Las Marías, pariente de la familia.

¿A qué carta se refería?, pensaba Mariana una y otra vez. Suspiran­do, le dio la razón a su madre, quien solía decir estarnos rodeados de misterios cuando ella o Tobías, después de alguna travesura, guardaban silencio.

Su padre le recomendó que Adolfo, el niño perdido, realmente exis­tió. Había documentos históricos que confirmaban su existencia.

Con los ojos cerrados, Mariana se imaginaba un barco surcando las aguas del mar y en la borda, una hermosa mujer paraguaya abrazando a sus hijos.

Hasta Tobías pareció interesarse. Preguntó:

-¿Es cierto que el chico anduvo solo recorriendo por ahí, durante esos años del conflicto?

-Sí, durante las guerras ocurren tantas cosas extraordinarias. Adolfo sobrevivió porque, por ser niño, se compadecían de él y, a veces, hasta los soldados enemigos le daban de comer... -dijo el papá.

-Ojalá nunca más tengamos guerras dijo Mariana.

-Mejor hubiese sido que las guerras no existieran-finalizó su mamá con un suspiro.

Mas tarde, Marianna trazó un plan de lectura: decidió que continuaría leyendo un cuento todas las noches, así terminaría para el siguiente jue­ves.

Después, se dispuso a leer el segundo cuento.


 

2

UNA AHIJADA PRODIGIOSA

 

María Inés era una chiquilla inquieta de grandes ojos negros y her­moso cabello rizado.

Se padre se llamaba Juan Bautista Rivarola y su madre María Gre­goria Acosta.

A la pequeña le gustaba trepar por los árboles de la estancia donde vivía, en Barrero Grande, y corretear por el bosquecillo recogiendo frutas silvestres. Creando la vestían con un primoroso vestido, ella sabía que acompañada de su padre, Don Juan Bautista Rivarola, iría a saludar a Don Gaspar Rodríguez de Francia, su padrino.

Al llegar, después de que algún sirviente abriera la punta, la niña inquieta, soltándose de la mano paterna, traspasaba el umbral pugnando por llegar primero. Enseguida, juntando las manos expresaba el acostum­brado pedido:

-La Bendición Padrino-. Y el hombre, adusto, levantaba una mano haciendo la señal de la cruz, mientras decía:

-Que Dios te bendiga, mi hija.

Mientras los hombres conversaban, ella, curiosa, recorría las habita­ciones hasta que, asediada por la invitación de la cocinera, se sentaba al lado del fogón a disfrutar de una generosa porción de dulce de guayaba.

Cuando la chiquilla se despedía de aquel cuya sola presencia hacía temblar a muchos, brindaba una tierna sonrisa al hombre taciturno.

Pocos años después, el poderoso Dictador hizo llamar a Juan Bautis­ta Rivarola desde Barrero Grande y lo detuvo bajo la sospecha de parti­cipar en la conspiración.

Angustiada, María Gregoria decidió acercarse al Supremo y solicitar la liberación de su esposo. Llevaba a la pequeña María Inés con ella. El temido Karaí Guasu permaneció en silencio. Atisbó a la graciosa niña y el asomo de la ternura le inquietó el corazón. Después, lentamente, rozando como al descuido uno de los suaves rizos, enunció:

-En gracia a María Inés le perdono a su marido. Esta niña tan linda no puede quedar sin padre.

Hizo un gesto al lacayo para que acompañara a las visitantes hacia la puerta de salida. En seguida, rutinariamente, se sentó a almorzar.

Días después, Juan Bautista fue puesto en libertad. Enseguida se retiró a su estancia en Barrero Grande. Se había librado milagrosamente de un trágico final.

Al verlo llegar, su familia y los sirvientes agradecieron con lágrimas de alivio la respuesta a sus ruegos.

Enterado de todos los detalles, Juan Bautista volvió a abrazar a su esposa y a la pequeña María Inés.

Según la tradición familiar, muchos años después, Doña María Inés siempre recordaría, como grabadas a fuego, las palabras "en gracia" ini­ciadoras de la frase que salvó la vida a su padre, en aquellos azarosos días de la dictadura, cuando era ella una chiquilla de largos rizos oscuros e inocente sonrisa.

Día martes

Mariana se había dormido profundamente después de leer el cuento. El veraniego sol tropical irradiaba claridad cuando su mamá la des­pertó:

-¡A levantarse! -dijo la señora golpeando las manos-: ¡Es hora de desayunar! ¡Hay pan tostado caliente!

Después de desperezarse un poco, Mariana se levantó.

Durante el desayuno, mientras masticaba ruidosamente el pan tosta­do, ella pensaba que el cuento "Una ahijada prodigiosa" leído la noche

anterior, le recordaba algunas cosas que aprendió en el colegio. No había dadotanta importancia en ese entonces (a veces era un poco distraídaen clase) pero ahora deseaba entender más acerca de la Dictadura de Don Gaspar Rodríguez de Francia.

Su papá-quien había leído los cuentos la tarde anterior-le dijo que todas las historias eran verdaderas.

-Tal vez no ocurrieron exactamente como se las relata -le dijo--, pero están basadas en hechos históricos reales.

A Mariana le pareció que vivir en aquellos tiempos de dictadura debió ser difícil para muchas familias. Sin embargo, creía recordar que en ese período también se gestaron cosas positivas.

Por lo tanto... ¿Fue el gobierno de Rodríguez de Francia bueno para el Paraguay o no? ¿O tal vez ambas cosas?

-Algún día-pensó Mariana-voy a leer libros que me aclaren todas esas cuestiones.

Después, como el esplendoroso día invitaba a pasear, Mariana buscó su bicicleta y, pedaleando afanosamente, salió a dar unas vueltas por el barrio.

Al pasar frente a la casa abandonada, se sintió complacida al recor­dar que la antigua casona y ella compartían el secreto de aquella solitaria y aventurada visita.

 


3

PIEL OSCURA, CORAZÓN DE PARAGUAYO

 

Cándido, el niño moreno de encrespados cabellos, ayudaba desde pequeño a sembrar en la chacra de su comunidad.

El caserío de los afroamericanos -descendientes de aquellos que vinieron con Artigas- estaba ubicado en una llanura de Ñu Guasu (San Lorenzo) con abundantes plantas de laurel. Él no conocía otro lugar en el mundo. Había nacido allí, en una humilde casucha, alrededor de 1840.

-Cándido, vamos a buscar agua- ordenaba su madre y la acompañaba cargando recipientes de arcilla.

-Candido, hay que quitarles los yuyos a las plantitas de zapallo-era el pedidootro día.

Una vez a la seinana el niño ayudaba a cargar el carro de su tío con los productos de la chacra para ofertarlos en el Mercado Guasu de Asun­ción. Por unos instantes, los ojos vivaces del pequeño se iban detrás del carromato rebosante de rubias mazorcas, raíces tiernas de mandioca y verduras crujientes... anhelaba conocer el mundo más allá de su aldea. No entendía aún que ellos, "los negros", no eran bien considerados en la sociedad asuncena de aquellos días.

No obstante, Cándido era feliz. Cuando batía los tambores en la fiesta patronal, el ritmo frenético despertaba en él la alegría de la danza. Alegría de pobres. Alegría ancestral.

El muchacho amaba los sonidos naturales. El agua del Ykua, el trinar de las aves, el crujir oscuro de las raíces, todo era música. Pronto aprendió a soplar el aire sobre cañas imitando retumbos telúricos.

Así, la armonía sonora abrió para él sus secretos. Y Cándido, al llegar a sus años mozos, era reconocido como el mejor músico de la aldea. Eso so lo diferenciaba. Por lo demás, la vida parecía consignarle a él y sus amigos una sacrificada existencia de campesinos en ese mismo lugar.

Pero agazapada, cual monstruo al acecho, la guerra aventó sus ho­rrores. La patria, esa patria esquiva que apenas conocía, clamaba por todos sus hijos.

Cándido y otros hombres fuertes de la aldea partieron para la lucha. Oscura la piel y el corazón rojizo como jirón de bandera.

Algunos volverían, otros ya no.

Varios de ellos fueron consagrados héroes en la lucha naval frente a Corrientes.

El Sargento Cándido Silva sobrevivió a la guerra y, según se cuenta, no volvió a ejecutar el clarín.

Pensaba, tal vez, que nunca las notas podrían ser tan sonoras como las de aquella tarde en Curupayty, el 22 de septiembre de 1866, cuando él, clarín en mano, elevaba al viento su melodía de victoria.

Día miércoles

Mariana era tan impresionable que la aventura de los relatos la per­seguía en sus sueños. Por eso, después de leer el cuento sobre el músico Cándido Silva, tenía la sensación de haber dormido con melodías de tambores y clarines.

Esa mañana el tiempo había cambiado. Una ligera llovizna persistía desde la madrugada. Estaba fresco.

Mariana se arrebujó entre sus mantas y decidió quedarse tibiecita, durmiendo un rato más.

-Es temprano -pensó- y mamá no vendrá aún a llamarme.

Pero ya no podía dormir y, sentada en su cama, decidió analizar el cuento de la noche anterior. Se preguntaba: ¿Por qué los afroamericanos vinieron con Artigas? ¿Quién era Artigas? Había una avenida con su nombre en Asunción. Y sin darse cuenta, con el cuaderno en las manos, volvió a quedarse dormida.

Cuando su mamá la despertó, había dejado de llover y el sol abría algunas luces que asomaban hasta su ventana.

Ya levantada, Mariana ayudó en algunos quehaceres. A veces, des­de el jardín, su mirada volaba hacia la casona pensando en la caja que le pareció haber visto en el baúl, debajo de unas revistas. Ansiaba ir de nuevo...

Por la noche, su papá le comentó que la comunidad afroamericana aún existía en San Lorenzo, al costado del Hospital Materno-Infantil.

-Me gustaría ir allá alguna vez, papá dijo Mariana entusiasmada.

-Tal vez-respondió él-podríamos ir un 6 de enero, ellos organizan danzas y espectáculos tradicionales en esa fecha.

-¡Qué gusto! -palmoteó Mariana y Tobías agregó:

¡Sí, hace mucho que no nos vamos de paseo! ¡Va a estar bueno, papá!

Esa noche Mariana pensó: "¡Qué rápido pasan los días! Hoy ya voy a leer el cuarto cuento". Y abrió el cuaderno en el siguiente relato.

 

4

EL AMIGO DEL RÍO


El niño payaguá había crecido en las tolderías ribereñas. El río era para él una nodriza más que acunaba sus sueños en la canoa cuando su padre lo llevaba a pescar.

El río también era la madre que calmaba el hambre. Exquisitos pe­ces, como el gran suruvi y el delicioso paku, era regalos otorgados por la suelta cabellera de agua.

Cuatí (su nombre cristiano era José) sabía que arrojando ramas tier­nas de timbó en algunos recodos lentos adormecería pequeños peces que, sumisos, se le ofrecerían a manos llenas.

Mas también había experimentado la crueldad del río. Fue una tarde de verano cuando él, muy pequeño aún, se divertía bañándose en la orilla junto a su familia. Se le ocurrió de pronto lanzarse a nado contra la co­rriente detrás de los niños mayores. Su padre le observó fijamente y lo dejó hacer. Pero sus brazadas no tenían la fuerza suficiente y su cabeza se hundió una, dos y tres veces en los bajíos del agua. Cuando, desfallecien­te, se abandonó al desesperante abismo, el vigoroso brazo paternal lo elevó a las alturas del aire. Cuatí nunca olvidaría la lección. El río es vida pero también muerte. Y debía respetarlo.

Desde muy joven Cuatí empezó a frecuentar Asunción para acercar pescado fresco y porongos hermosamente grabados. Se había integrado así al comercio asunceno y fue abandonando la vida un tanto errante del canoero payaguá para asentarse en la zona ribereña de la capital.

Cuando los hombres fueron llamados al combate para la Guerra Grande, Cuatí fue de los primeros en ofrecerse. Su valentía y el gran dominio del río lo distinguieron enseguida.

El Gral. Eduvigis Díaz le brindó su confianza y él su fidelidad.

Aquella mañana, en pleno conflicto, el río parecía calmo. El Gral. Díaz y algunos de sus hombres (entre ellos su ordenanza Cuatí) viajaban en la canoa observando a los navíos brasileños. Pero fueron descubiertos y un cañonazo arrojó al agua al héroe de Curupayty. El Sargento Cuatí, al ver a su jefe malherido luchando contra la muerte, no lo dudó un instante. El amigo del río, el que conocía todos sus secretos, nadando vigorosa­mente, transportó al Gral. Díaz sobre sus espaldas hasta dejarlo a salvo en la orilla.

Aunque la muerte, pertinaz, días después arrebató la vida del gran héroe de Curupayty, el fiel payaguá podía estar con la conciencia en paz. En el momento oportuno él había cumplido su misión, allí, donde tenía dominios ancestrales, en el seno oscuro y luminoso del profundo río.

Día jueves

Cuando terminó de leer este relato, Mariana reconoció algunos he­chos y personajes. En la escuela había aprendido que el Gral. Díaz fue salvado por su fiel ayudante.

Al día siguiente, durante el almuerzo, mientras comían el postre, la mama de Mariana preguntó:

-¿Y, Mariana? ¿Qué tal estuvo el cuento que leíste anoche? ¿Te resultó interesante?

-Mmmm... sí, mamá-dijo Mariana apurando un bocado de maza­morra.

-El que salvó al Gral. Díaz era un indígena payaguá. ¿Dónde habitan estos indígenas?-preguntó Mariana.

-Tengo entendido que estaban a lo largo del río Paraguay, pero que actualmente se los considera extinguidos.

-¿Eso quiere decir que no queda más ninguno de ellos? -preguntó Tobías.

-Algo así, o almenos que ya no existen como comunidad

-¡Qué lástima! -dijo Mariana.

-Sí -dijo su padre-. Los indígenas eran los primitivos habitantes de estos lugares. Deberíamos respetarlos y ayudarlos a perdurar. Josefina Plá, una brillante artista española-paraguaya, reprodujo grabados de los mates que los payaguá ofrecían a la venta. Son muy hermosos. Sólo eso nos queda de ellos...

-También el recuerdo de Cuatí -dijo Mariana.

-Sí, es cierto-dijo el papá.

 

5

SE LLAMARA MANUELA


El arroyo transparente y sinuoso se perdía en recodos de verde espe­sura, en los campos de San Roque, cerca de Quiindy. La niña, menuda y morena, lo recorría con brazadas rápidas mientras vociferaba a los demás chiquillos:

-¿Quién me alcanza? ¡Yo gano! ¡Yo gano! ¡Nadie puede alcanzar­me!

Reía con una risa contagiarte de júbilo. Reía, envuelta en difusas estelas de agua...

Caminando descalzo a la vera del arroyo, un pequeñuelo intentaba avanzar a su lado. Las espinas de una karaguata hicieron mella en él. Trastabilló el niño y un grito agudo entorpeció la alegría.

La chiquilla nadadora, al oírlo, inmediatamente emergió de las aguas y lo consoló en la orilla; luego, a pesar de que no era mucho más grande que él, lo alzó con dificultad hasta el camino de hierbas pisoteadas que llevaba al caserío.

Vigorosa y maternal, Manuelita tenía especial predilección por su pequeño hermano. Como dijera el poeta:

"Por lo de pequeña se me ocurre así

Ponerle por nombre la madre kui

Allá por los montes alza a su hermanito

Cuida que gatee, limpia su rnoquito

Apenas un palmo separa la altura

Qué larga distancia

Medida en tersura..."'

 

Pasó el tiempo. Manuela se había revelado como una joven fuerte, de porte atractivo y recio.

Corría el año 1932 cuando la guerra, otra vez la guerra, surgió en pos del sueño de unos pocos y destruyó a millares.

El llamado parael hermano de Manuela conmocionó a la familia.Ella, impasible, comunicó a todos que, vestida como un hombre, había decidi­do acompañarlo.

Pocas fueron las objeciones. Conocían su osadía y el cariño maternal que la joven tenía por su hermano.

Ayudada por sus facciones recias, dijo en el frente llamarse Manuel y le entregaron un uniforme verde olivo que disimuló aún más su aparien­cia femenil.

Combatió tenazmente. Pero la guerra es brutal. Agotada, decidió huir del frente, acompañada por su hermano.

Los apresaron antes de llegar a destino y fueron procesados por desertores. El muchacho pidió clemencia para Manuela, revelando que era una mujer soldado. Al comprobarse la verdad, ella fue condecorada y él obtuvo permiso para guiarla.

Así, con una medalla en el pecho, desde la sequedad chaqueña, la mujer regresó a su valle de arroyuelos cantarines.

Vivió largos años Manuel Villalba. Hermana matemal, heroína del Chaco Paraguayo.

Día viernes

A Mariana le agradaron los cuentos. Su padre opinaba que fueron escritos por la antigua dueña de la casona, ya que llevaban su firma. Quizás pensaba publicarlos alguna vez...

Ahora que su lectura había terminado, ella ansiaba volver a revisar el baúl. Le parecía que algo más había quedado allí, en su oscuro fondo.

 -Mamá -dijo-. ¿Cuándo nos iremos otra vez a la casona?

-No sé -le respondió ella-. Tal vez alguna tarde de la semana próxi­ma.

A Mariana eso le pareció mucho tiempo.

Por suerte, unos días después, la señora ordenó:

-Debemos abrir puertas y ventanas de nuestra nueva casa para ven­tilarla un poco, sacar las alimañas y hacer limpieza.

-¡Sí! -exclamaron Mariana y Tobías (les encantaba "tomar pose­sión" del antiguo caserón).

-Bueno, aunque no hay apuro, falta un buen tiempo hasta que pueda contratar a los trabajadores para la restauración -dijo su padre.

-¡Voy a terminar de revisar el baúl!-aplaudió Mariana, entusiasma­da.

-Vos y tus chirimbolos-señaló con antipatía Tobías. Pero su padre intervino:

-Mariana encontró cosas muy interesantes. Esos escritos, por ejem­plo... así que no la molestes, Tobías.

-¡Bah! -dijo el chico, enfurruñado-, si al menos encontrara una pelota...

Y agregó, con picardía:

-O unas tijeras más filosas para cortar su flequillo... ¡Ja! ¡Ja! -Tobías... -le reprendió la madre-. El conocimiento de la historia es importante. Nos permite valorar nuestras raíces, descubrir nuestra iden tidad, querernos más...

¡Ufa, mami ! ¡Estás hablando como una profe! -dijo Tobías y se fue a buscar su bicicleta para vagar un poco por el barrio.

-Y bueno... -dijo Mariana- ella es profesora.

-¡Ay! ¡Éste mi hijo...! -suspiró la madre-. Algún día va a entender, al menos eso espero...


DE: Memorias de un viejo baúl

(Asunción: Fausto Cultural Ediciones, 2011)



FUENTE - ENLACE A DOCUMENTO INTERNO


(HACER CLIC SOBRE LA TAPA)

 

 LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY . TOMO I (A – H)

TERESA MÉNDEZ-FAITH

INTERCONTINENTAL EDITORA S.A.

Teléfs.: 496 991 - 449 738;

Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py

E-mail: agatti@libreriaintercontinental.com.py

Asunción - Paraguay. 2011 (424, Tomo I)

 






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