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Sociedad de Escritores del Paraguay SEP

  SEP DIGITAL - NÚMERO 9 - AÑO 2 - SEPTIEMBRE 2015 SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY / PORTALGUARANI.COM


SEP DIGITAL - NÚMERO 9 - AÑO 2 - SEPTIEMBRE 2015  SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY / PORTALGUARANI.COM

SEP DIGITAL - NÚMERO 9 - AÑO 2 - SETIEMBRE 2015

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay


Dirección Editorial

Alejandro Hernández y von Eckstein

Diseño y Diagramación

Mirta Roa Mascheroni

Corrección :

Cintia Cañete

Ilustración de portada

Ramiro Domínguez

ISSN: 2311-0570

Edición al cuidado de los autores

 

 

 

ÍNDICE

Prólogo - 9

POESÍA

Delfina Acosta

La ley de la palabra  - 13

Estela Asilvera

Felicidad - 15

Gladys Carmagnola

Reencuentro - 18

Con tus mismas palabras - 20

Moncho Azuaga

Actos y entreactos - 22

Odiseo, 2015 DC - 24

Mabel Coronel Cuenca

Acaso estoy muerta  - 26

Biera Cubilla

Te pedí que te quedaras - 28

Susy Delgado

Purahéi mombyrymi - 32

Kuruguaty - 34

Renée Ferrer

Habitar el cuerpo - 38

Habitar el sueño- 41

Habitar la palabra - 42

Víctorio Suárez

Corazón - 45

Ulisses Viveros

Contratiempo - 47

Linda y vacía - 47

Candor y tinieblas - 48

Costumbre - 48

Aunque vuelva a nacer-  48

NARRATIVA

Feliciano Acosta

Ynambu’i - 51

Princesa Aquino Augsten

Tus manos - 54

Lisandro Cardozo

Las cicatrices perduran - 58

Alejandro Hernández y von Eckstein

Juntos por siempre - 66

Oscar Pineda

Amaniyá - 72

Leni Pane

Las mariposas - 86

Augusto Roa Bastos

La Balandra - 95

Lourdes Talavera

La Madre del cielo en luna llena - 111

Juan de Urraza

El fondo para el viaje en el tiempo - 115

Javier Viveros

Una de Nollywood - 127

Tadeo Zarratea

La caída del Mariscal - 134

ENSAYO

Ramiro Domínguez

Cervantes Olvidado: El Lenguaje Popular

Paraguayo - 145

Natalia Echauri

Ciudadanos del Mundo - 157

Victor–Jacinto Flecha

Historia y literatura - 163

Tadeo Zarratea

La función del idioma guaraní en la guerra del

Paraguay contra la Triple Alianza - 183

CRÍTICA LITERARIA

José Vicente Peiró Barco

En el parque de Gaudí de Milia Gayoso Manzur - 199



DESPEDIDA

A Gladys Carmagnola

(Guarambaré, 2 de enero de 1939 – Asunción 9 de julio de 2015)




En la década del 60 conocí a Gladys Carmagnola en la Universidad Católica. No sabía que ella escribía hasta que encontré en una librería su “Lazo Esencial”, un pequeño libro que me impactó. Fue tanta la impresión, que dije que el día en que publicara mis primeros versos, lo haría en ese tamaño y forma. Y así lo hice cuando publiqué años después mi primer libro Ñe´e ryrýi.

La obra de Gladys era sencilla, clara y precisa, escribiendo tanto para el público adulto como para el infantil, en donde entrelazaba sus versos con juegos y carruseles.

Celebraba la lluvia, el sol, la luna, la amistad, la primavera… “¿Por qué no celebrar el aire que me resta? ¿Por qué no celebrar algún poema? Ella celebraba todo… celebraba la vida.

También gustaba de reunirse con sus amigos y colegas escritores en largas tertulias, leyendo poemas o simplemente conversando. Era en esos encuentros donde su generosidad salía a relucir, no dudando en regalar alguno de sus libros. Como muestra de ello, atesoro en un lugar preferencial de mi biblioteca, un ejemplar de “Poema de la celebración”.

Muchas fueron las horas compartidas que volaban como golondrinas al viento, en especial cuando coincidíamos siendo jurados de algún premio literario donde ella se desempeñaba con mucha solvencia profesional, contagiando su alegría y su afable sonrisa.

Es que Gladys era así, contagiando siempre a su paso su optimismo musical y su alegría poética, hasta que una tarde, un 9 de julio, subió a su barca para emprender la travesía rumbo a “Puerto Esperanza” para inundarlo de música y poesía.

Feliciano Acosta Alcaraz

Presidente SEP

 

 

 

 

 

 

 

POESÍAS DE AUTORES PARAGUAYOS


DELFINA ACOSTA

 

LA LEY DE LA PALABRA

 

Una hormiga poetisa alzó la voz

y dijo a la comunidad un día:

Convengamos hermanas en que el aire

se llena con poesía pero a veces

de los brotes de hojas salen versos

que son como la arena y que se meten

en los ojos del ciervo y los irritan.


Y hay versos que cargamos diariamente

como las propias migas y nos cansan

mientras a su colmena las abejas

alegres llegan. ¡Ah... tener sus alas!

Y la comunidad oyó atenta.


Y un búho en un iluminado olmo

por la faz de la luna la escuchaba.

La ley de la poesía se resume

en que ella vuele, sentenció la hormiga.

Y el viejo bosque y sus discretas bestias

soñaron esa noche que eran versos.


 


ESTELA ASILVERA

 

FELICIDAD

 

Me duró solo segundos,

minutos fragmentados,

nada en el universo.

No puedo comparar esta alegría,

este gozo que deja su estela de plenitud

en esas líneas rectas, curvas, redondas

que generan letras, que el intelecto

las lee, las entiende.

Leí, no solo aquello que me escribiste,

te leí a vos mismo,

te conocí un poco más

y completamente.

Cada párrafo,

gritaba la profundidad

de tus pensamientos,

agua mansa,

fuente cristalina

de donde puedo beberme

a mí misma, zambullirme,

ser libertad absoluta.

Te leí despacio,

un café a mi lado,

en soledad

te trajo cerca de mí,

me miraste

con los mares calmos de tus ojos

y me sonreíste.

Te tomé de la mano

besé tus dedos maravillosos

y te atraje hacia mi

para darte un abrazo

uno de esos que tanto te gustan

Te susurré la palabra pequeña,

inocente, constelada de ternura

y cargada de un cariño bien

...gracias...

Me regalaste tus manos,

atadas a las mías y dijiste:

–Niña, todo está bien y te fuiste.

Sonreía sola

con las hojas de tu vida y la mía

y, sorbo a sorbo, el café exquisito

se volvía eterno,

absolutamente eterno...

 

 

 

GLADYS CARMAGNOLA

 

A CARLOS VILLAGRA MARSAL

 

Yo (también peregrina), habitante

de un hermoso país de flor y fuego,

albergo, como tú,

una patria de voces y silencios,

áspera y dulce como la guayaba,

de aroma de jazmines y madero.


Patria de voces puras,

de adjetivos sencillos, simples verbos;

de sustantivos parcos; comedidos

–andamiaje aborigen: rudo, escueto–

y patria de quebrachos desgajados

y de cañaverales de silencio

regados por el vil brebaje amargo

y viscoso del miedo.


(Palomar, campanarios y sonidos

–ansia testimonial de un hemisferio)

Antigua voz oculta

que todo ser humano lleva dentro

es la que escapa hoy a los caminos

de tajy, yerba mate y cocotero

para decirte sólo una palabra

breve, imperturbable ante el horror del vértigo

y fiel –como se dice sólo han sido

algunos pocos perros.


Sus dos sílabas puras

en las que crees tú, en las que creo,

viven aún aquí, en esta tierra

que nos une a los dos como en un beso

y han de darnos la voz en esta hora

impostergable ya para el reencuentro.



CON TUS MISMAS PALABRAS

a Lidia Lancieri de Ferrón


¿Dónde estarás,

inolvidable dueña de mi infancia?

¿Dónde están tus oídos, que he dañado

con mis yerros, torpezas e ignorancia?

¿En dónde está tu voz, que aún recuerdo

mejor que cualquier regla de gramática

–aquélla con la cual, para mí sola

todo el amor del mundo conjugabas?


Ahora cuando el viaje que transito

no lleva ya a tu casa

entiendo que es ésa tu sonrisa

la que falta en el aula.

(Es otra aula

donde el tiempo

va dejando severas enseñanzas

y donde es imposible en eufemismos

disimular las marcas).

¿Dónde estarás?

¿Existe algún lugar, en algún mapa

donde no viva el tiempo

ni medien las distancias,

donde puedas tomar entre tus manos

mi mano

y dibujemos juntas el mañana?


Si te encuentras allí

donde sólo el amor tiene importancia,

deja a tus ojos

resbalar su ternura en estas páginas

y oye cómo te digo que te quiero

con tus mismas palabras.

 


 

 

MONCHO AZUAGA

 

ACTOS Y ENTREACTOS

(De los teatros prohibidos)

 

Y engañan con su lengua,

La sazonan de aceites y especias.

De azúcares exóticos

Y frutas y salsas nativas

Y así la carne de la sierpe

es blanda y gustosa

y seduce y convence

y la digestión es suave

indolora la política,

y la Corte una fastuosa

antesala de la mentira.

Todo el artificio

De luz, de sonidos,

De máscaras simulan

el deseo

y el espectáculo ofrecido

garantiza el aplauso,

si no fuera por ese intersticio

donde el ojo se avergüenza

de la sutil locura

del infierno y sus vicios.

En el barro el ofidio

oculta su veneno

y al calcañar inocente

aproxima la mordedura

que la carne presiente

Mas todos sonríen,

lloran,

Y nadie, por los aplausos,

escucha el grito.


 

ODISEO, 2015 DC

 

Odiseo vuelve a Itaca

y no encuentra a nadie.

Penélope está en un sex–shop

en Nueva York

Y en toda la región se habla

y se llora en lengua bárbara,

rezan en alemán

Los ancianos ya no comen

sino un pan durísimo

que le rompe los dientes

y se adquiere con boletas del FMI.

Una flota de invasores

a cambio de Troya

se adueñaron de las islas

y de la Historia.

Los griegos trabajan como esclavos

en los suburbios de Roma

Algunos huyeron al África

y otros en las montañas

preparan lanzas, proclamas,

poemas para la insurrección .

Los mares, bellos como siempre,

han ahogado a los dioses

Y la deuda es la nueva Helena

que secuestró un extraño guerrero

vestido de negro, a quien llaman Paris el galo.

Odiseo enfrentará a sus enemigos

o cansado de andar

olvidará todo el canto de Homero

Y se echará como un desconocido,

jubilado turista,

en las playas serenas,

vendiendo recuerdos a orillas del mar.


 

 

MABEL CORONEL CUENCA

 

ACASO ESTOY MUERTA

 

Rodeada de buitres,

con trajes negros

hechos a medida,

–para la ocasión funesta–

en un pestañeo vi rostros

mascarados por igual;

oía llantos de pájaros

y susurros de mariposas,

oculta entre los buitres

una sola abeja reina:

te has tardado tanto

que tu obrera yace muerta.

Me he mirado atentamente

sin saber si yo dormía,

soñaba con un campo verde

donde una rosa allí vivía,

girando sobre el eje al oriente

tan sólo me decía:

¿Acaso estoy muerta

para que tanta gente

dejara sus huertos en pleno día

y decidiera acompañarme

con sus cánticos y flores?


 


BIERA CUBILLA

 

TE PEDÍ QUE TE QUEDARAS

 

Te pedí que te quedaras,

pero creo que no me escuchaste,

te pedí que no dejaras de amarme

y toda solicitud fue en vano.


El peor dolor que existe

es aquel de saberte mío

y al instante perderte para siempre,

tenerte físicamente,

allí,

al lado mío

pero con tu mente y tu corazón distantes,

perdidos en una muda letanía,

ayer mío, hoy ya no.


Sin descanso te busqué.

Me detuve a preguntar,

a mirar mil rostros diferentes,

ninguno era el tuyo,

ni siquiera tu rostro era tuyo.

Ese rostro familiar se tornó irreconocible.

Ya no estabas, te perdiste,

me prometiste que no lo harías.


Las manos que daban sostén,

se encontraban egoístamente

en tus cansados bolsillos

que guardaban los secretos

de un pasado difícil de olvidar.


Estuviste en coma por unas semanas,

perdiste la memoria de lo que te hizo daño.

Me amaste sin miedo, sin condiciones,

te amé sin temor, sin imposiciones,

nos amamos como dos locos.

“Dos locos enamorados”.


Hoy no recuerdo si fuimos más locos

que enamorados o más enamorados

que locos, pero te amé con locura,

y eso fue suficiente.

No te quise perder, creo que te lo dije,

creo que te lo reiteré dulcemente,

e hiciste una vana promesa que no pudiste sostener.

Y no te perdí, nunca te tuve.


Pero estoy de luto,

lloro una pérdida irreal

de un amor utópico,

de un limbo atrapante,

de una magia inolvidable,

de un amor único,

que apenas fue y se extinguió.


La mente juega trucos peligrosos,

esta vez el contraproducente pensamiento

agotó todas las instancias del corazón.


Y estás a mi lado, y estás lejos,

y te tengo, pero nunca fuiste mío;

aun así tu boca fue mi alimento,

tu piel, mi tacto;

tu mirada, el reflejo de la mía;

tu voz, el susurro en el silencio atrapante.


Y aun así fue real, no tengo cómo probarlo

excepto por aquello loco que nos permitimos sentir

ese trágico amor exquisito que no tenía mayor horizonte

que el desastre inminente.

Pero, ¡sí que te disfruté!


Te encierro en un rincón de mi mente

y vuelvo a la etapa de coleccionar retazos de tu rostro:

Para imaginarte, imaginarme, imaginarnos,

siendo demasiado, todo, bastante, mucho, lo suficiente;

para ser felices y para rompernos en diez mil pedazos

al separarnos.


Te dejo ir, amor, por nuestro bien.

Es necesario retomar aquella cordura que nos abandonó

hace ya casi un tiempo indeterminable.

Te dejo partir; el limbo ya no nos pertenece,

ya no le pertenece a nadie ni a nosotros,

porque sin nosotros,

el limbo no existe.


 

SUSY DELGADO

 

PURAHÉI MOMBYRYMI


Ella empezó a cantar

bajito, lentamente

como buscando alguna vieja canción olvidada

tal vez alguna de esas

que cantaba la abuela.

Juntó las hojas secas

las migajas

los papeles

y limpió su mañana

como se limpia a una criatura

y sus manos rezaron

a los dioses que nunca existieron

al recuerdo lejano y perdido

de un regazo

por un pequeño espacio tibio

una mañana de jazmines dulces

una vieja canción olvidada


Che yvotymi mombyry

péina ndéve apurahéi…

Ella debió subir

una larga escalera

hasta tocar el último escalón

recostado en el aire tembloroso

donde el niño posaba

sus piecitos rosados, vacilantes

mientras su cuerpo

desafiaba el precario equilibrio

alzándose hacia el cielo infinito

y sus manos

irremediablemente lejos

de las manos de ella

alitas extendidas, indomables

dibujaban

el paisaje invisible

el paisaje inasible

el paisaje infinito de la libertad.

Entonces ella supo

que el tiempo de aquel canto

purahéi mombyrymi

ipúva he’ẽ asy

se había apagado

definitivamente.

……………………………………………………..


 

KURUGUATY*


Kuruguaty/ Curuguaty

oñembyasy/ se duele

ojahe’o…/ y llora…

Kuruguaty/ Curuguaty

ipu asy/ suena doliente

ñane kytî/ nos hiere

ñande piro/ nos despelleja

ñande reity/ nos echa

ñande juka./ nos mata.

Kuruguaty/ Curuguaty

aña raity/ nido del diablo

tekovaieta ijaty hague/ de esa gente de vida maligna

oñuâ tapicha mboriahu/ que abrazó a esa gente pobre

oity ñuhâme/ los empujó a la trampa

oñemboharái hekomíre/ jugó con sus vidas

ikéra yvotýre./ con sus sueños.

Jatevu/ Garrapatas

mbói chini/ víboras cascabel

káva pochy/ avispas rabiosas

yryvu/ cuervos

mboriahu ro’óre okarúva/ que comen carne de pobres

aña rymba/ animales del diablo

aña ruvicha./ caciques del diablo.

Kuruguaty/ Curuguaty

oñembyasy/ se duele

ojahe’o/ llora

osapukái/ grita

okorói rei pyhare pytépe./ clama vanamente en medio de la noche.

Kuruguaty/ Curuguaty

huguy syry,/ sangrando va

omboykuepa/ mojando va

ñane retâ/ nuestra patria

ndahuguypái/ no acaba de sangrar

huguy,/ sangra

huguy,/ sangra

huguy syry…/ sangrando está…

 

*Lugar de la matanza de once campesinos que reclamaban tierras,

ocurrida el 15 de junio de 2012.



AMALI/ AMALÍ

 

Amangy/ Aguacero

amandy/ agua–lluvia

amandáu/ agua–nieve

Amali./ Amalí.

Pukavy ojekáva/ Sonrisa que se abre

omombáy omomýi/ despierta se mueve

omboi/ desnuda

omokyrÿiva/ cosquillea

ko’ë./ el alba.

Yvytu piro’y/ Brisa fresca

oñuâ ojapichýva/ que abraza y acaricia

pire./ la piel.

Purahéi apysë/ Canto que asoma

okapu/ estalla

opopo/ salta

ojeroky/ baila

torymi./ alegrecito.

Eirete/ Miel

yryjúi/ espuma

mandyju/ algodón

guyrami/ pajarito

Amangy,/ Aguacero

amandy/ agua–lluvia

amandáu/ agua–nieve

Amali./ Amalí.

 

 

 

RENÉE FERRER

 

HABITAR EL CUERPO

Primer poema de la serie “Habitar”

 

Habitar el exilio de mi cuerpo,

los ojos,

puente abierto,

donde habitan los otros

caminantes también del mismo exilio.

 

Habitar la casa,

el cosmos,

el planeta;

pernoctar en las venas,

las arterias,

las torvas cavidades,

las dichosas,

en el gris luminoso del cerebro,

el corazón de fuego,

los huesos que me escalan

o desciendo,

la piel consustanciada con la tuya.

 

Habitar el exilio de mi cuerpo,

reducto palpitante,

tren viajero,

maleta que transporta los goces,

los dolores,

los recuerdos;

alojarme en el cuerpo

y recorrerme

saciando esta nostalgia de regreso.

 

Ingresar en la luz

deshabitándome.


 

HABITAR MI LUGAR

 

Habitar mi lugar.

un sitio que sea nuestro

en donde podamos mantener el fuego,

el viento

alborotando los cabellos,

los sonidos del mundo

tañendo las cuerdas dormidas,

y el reflojo de pueblos trashumantes

en busca de un sitio

donde plantar un nido.

 

Cuidadoras del fuego

somos todas

por imperio del mito.

 

¿Dónde están los fogones

de las desheredadas de la selva?,

¿dónde la llama que las define?,

caminantes sin rumbo

donde plantar la espiga.


Busca en el centro de tu corazón

una planicie agreste

en la cual ellas puedan

encender el fuego que les pertenece.

 

 

HABITAR EL SUEÑO

 

Dejando el cuerpo dormido

habitar el sueño,

partir hacia el espacio ignorado

o presentido,

hacia la congregación de los espíritus

y los diferentes rostros de la luz

o las sombras;

libres todos de las ataduras de la sangre,

la barrera de los cinco sentidos,

las angustias,

la ambición,

los deseos.

 

Explorar los confines de mundos trashumantes,

las rutas desconocidas de múltiples galaxias

y la nuestra,

el consejo del sabio,

el susurrante aleteo de los ángeles

en las regiones ignotas del desconocimiento,

y cultivar

en el almácigo del asombro

la posibilidad de abolir los defectos.

 

Desde esa otra dimensión

volver volviendo

a arroparse en los baluartes del cuerpo

y despertar

agradeciendo al Altísimo

la devolución del alma.


 

HABITAR LA PALABRA

 

Habitar la palabra,

el no lugar de las cosas,

el fructífero vacío,

y volver adonde aún no existe

el orden ni el caos

ni lo que antecede,

solo ella

a punto de ser pronunciada

por primera vez:

resplandeciente.

 

Habitar

el momento anterior

a la palabra,

la inminencia del ser.

 

Cuanto existe y nos rodea

se disuelve,

la materia es solo

el esqueleto de las cosas,

y nosotros

un precipitado corazón sin historia

tributario de un silencio cósmico.

 

Habitarla

como si no existiera lo existente,

y todo estuviera por hacerse aún

a partir del verbo

como en el principio.

 

Habitar la palabra,

olvidándose del mundo,

de las coordenadas habituales

ignorante

del remoto fulgor de las estrellas

que nos hablan.

 

Ni tumulto de fuego,

ni estrépito en disenso,

menos aún esa vorágine

de datos y teorías,

o golpes de aldaba precipitándonos

en el desconcierto con certeza.

 

Habitar

la hermosa ausencia

y sentir

el polen de la calma primigenia

fecundando la piel,

la irrestricta latitud del universo.


 

VICTORIO SUÁREZ

 

CORAZÓN

 

Ya no quería que vuelvas.

Pero esta desolación de la tarde

en que se aquietaron hasta las hojas

sólo queda una pared de ladrillo

un cuadrado embutido

que aprisiona

y cae como gota de silencio.

En mi alma debilitada

la sangre corre como un latido que golpea

y se arrastra

haciendo oír apenas

la fuerza del corazón.

Se va apagando el fuego

la mente se distrae

deja su rastro de polvo enmudecido.

En frente la belleza

el desconocido resplandor

que destila más allá de las nubes

bajo el cielo templado e infinito.

Los dedos desfallecen

el sueño es rotundo

y espera

conduce hacia la otra orilla

donde la paz es imperecedera

igual a los besos que germinan

pura luz

ojos sin memoria

suspiros extasiados.

No pude evitar tu llegada.

Me dejas hablar de nuevo

aunque los dos estamos

a punto de partir.


 

ULISSES VIVEROS


CONTRATIEMPO

 

¡Qué irónica entrega este infausto querer

y tonto contratiempo de tristeza sin fin!

Un páramo humano se ha tornado mi ser

por darte toda el alma aferrándome a ti.


 

LINDA Y VACÍA

 

Sola, escultural, vil estatua viviente:

brotaste con imagen de ángel mortal,

de mirada celestial y relleno inerte;

tu ponzoña bendita fue pura y letal.



CANDOR Y TINIEBLAS

 

Me liberó de las tinieblas

el candor de su mirada

y fue así que desde entonces

soy adicto a recordarla.



COSTUMBRE

 

La distancia que se mide con los pasos

no es precisamente la que nos separa.

Pedazo humano de mi soledad:

piénsame de vez en cuando,

no pierdas la costumbre.


 

AUNQUE VUELVA A NACER

 

Como los astros en la eterna cumbre

en mí reinarán tus primeras caricias,

aquellos brotes de pasión y lumbre,

quimeras fugaces y ansias marchitas.

 

 

 

 

 

 

 

CUENTOS Y RELATOS


FELICIANO ACOSTA

 

YNAMBU’I


Kuarahy iñakãsẽmívo ararapópe. Ynambu’i oheja hupa, ojetyvyrovyro ha osẽ ñúre oñehembi’u reka.

Oturuñe’ẽ ha heko tujápe oguata, oveveroky jepi hína.

Peichahágui ohecha tatatĩ po’i opu’ãva javorai’ígui.

Sapy’aitérõ çuarã tata oñekumberéi ha ikonikoni ñúre.

Ynambu’i itarovaite, opere, osapukái hatã hatãve.

¿Moõpa peime che irũnguéra? –he’i iñe’ẽ rasẽ ryapu sorópe.

Pykasu mombyrýgui ohendu Ynambu’i rasẽ ñembyasy ha oveve, pya’e pya’eháicha oveve hapichápe omoirũ.

Oveve Ynambu’i ári ha yvatégui iñe’ ẽ me he’i:

–Eveve yvate che irũ, pya’éke eveve yvate, yvateve ha ojupi ha oguejy osapukái jeyjeývo chupe.


Arai ovu, ojepyso, ojave yvýre ha iñe’ pyrusúpe yvatégui he’i:

Ani nde py’a tarova Ynambu’i, ñamboguéta agãite –ha oñoh ẽ y sakã, omboguarara ama.

Ñu hendýva, pya’ete ogueve, otimbo, opyta.

Ynambu’i ipepo pererépe oipeju tatatĩ ñu rovágui oipe’a.

Arai omono’õ tatatĩ rembyre ha ogue, oguete ñu.



YNAMBU’I

 

La nube recoge el resto de humo y se apaga definitivamente el fuego del campo.


Cuando el sol asoma en el horizonte. La perdiz deja su nido, se sacude y sale al campo en busca de comida.

Silba y como de costumbre camina y de vez en cuando vuela bajito.

De repente ve un hilito de humo que se levanta de un pequeño matorral.

Rápidamente el fuego lame y zigzaguea en el campo.

La perdiz enloquece, aletea, grita cada vez más fuerte.

Compañeros, ¿dónde están? –dice con una temblorosa y rota voz.

La paloma desde lejos escucha el lastimero llanto de la perdiz y vuela, vuela lo más rápido posible para acompañar a su prójimo.

Voló sobre la perdiz y desde lo alto con su peculiar voz le dijo:

–Vuela alto, compañero, rápido vuela alto, lo más alto posible y sube y baja gritándole una y otra vez.

La nube se infla, se extiende, se aproxima a la tierra y desde allí con su ronca voz le dice:

–No te desesperes pequeña perdiz, apagaremos enseguida –Y derramó agua clara, ruidosa lluvia.

El campo en llamas rápidamente se apaga y humea.

La perdiz con aleteos sopla el humo del campo.

La nube recoge el resto de humo y se apaga definitivamente el fuego del campo.

 

 

 

PRINCESA AQUINO AUGSTEN


TUS MANOS


Definitivamente sentía tus caricias. Tus labios rozaban los míos y la pasión cegaba mi razón. Porque el tormento de esta relación me mantenía encadenada, aún más que la mano que Guy de Maupassant describiera en su relato: “Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro…” Las mías eran invisibles, pero absolutamente más fuertes, porque estaba encadenada al tiempo que transcurría entre una caricia y la otra.

Tus manos, aquellas que decías que podían tener mil usos, desde ser base de la regla convencional, de “la mano derecha”, hasta la herramienta misma del placer infinito y del finito, la obtención del placer físico.

Tus manos las que me sostienen en su concavidad y me llenan de dulces brisas los sentidos. Las que me conmovieron e hirieron de muerte. No solo el gesto obsceno proviene de ellas, el puño que destroza y los dedos que leen también. Porque son instrumentos de medida y de lectura, como de amor y de tortura. Y éstas fueron finalmente tan frecuentes que de pronto no me asombra saber, que tras la pantalla que antes reflejó tus manos seductoras, estimulando cada tecla con las setenta y cuatro cartas de amor apasionado que me enviabas, está hoy ese resto, ese amasijo de muñones que intentan sin éxito apretar las teclas.

Porque supe luego que fui solo una más de las mujeres seducidas y atormentadas por tu prosa, una más de las que creía en tus escritos y una más de las que con gusto, luego de saberlo todo hubiese sido capaz de cercenar tus dedos en recuerdo de tan cruel engaño.

Y como abogada no me extrañó esa nota:

“Leo Testut, no te sorprendas, leo Testut que también es Testut y es Leo. Coincidencias, simples coincidencias de la lengua. Qué extraño resulta un nombre convertido en verbo. Y decido allí, tras la lectura de tu última carta en coincidencia exacta con el hueso carpiano, el PIRAMIDAL, cortar de raíz el objeto de mi tormento.

Sé que tanto la bailarina, como otras, fueron receptoras de las mismas cartas. Y hoy que tengo que realizar esta operación de manos, decido que también las tuyas se beneficien con mi arte.

Recuerdo que el primer año que cursé la materia de Anatomía Humana, el compendio de Testut me apasionó de tal modo, sobre todo en lo referente a los miembros.


“La mano: unida al antebrazo en la zona conocida como muñeca, cuyos huesos forman el carpo”. Porque eso éramos en tus manos, muñecas. Simples muñecas con las que jugabas a tu antojo. Hoy no recibo ninguna carta, no hay ningún mensaje en la computadora. Hoy estoy triste. Pero al día siguiente mi tristeza mutaba en júbilo tras tu carta.

“El Cairo, es muy tarde, tendré que ser breve. Amor, no podía dejar pasar un segundo más sin escribirte. En la distancia cuento las gotas de sudor, para medir el tiempo en que pueda quebrar el aire vecino a tus oídos, para que se estremezcan tus sentidos, de la misma manera que yo con imaginarte atormento los míos. Querida mía cuánto anhelo el tiempo de los dulces trinos y reposar en paz al lado tuyo.

Quien te ama apasionadamente y no te olvida. A.R”

Y siguen mis suspiros y me ilusiono y floto… Él me escribió, dice que no puede olvidarme, florezco, brillo, resplandezco. Él me escribió y yo revivo.

Huesos de la mano, carpo, metacarpo, falanges. Falanges que forman dedos, Pulgar o gordo, Índice o dedo acusador, tercer dedo Corazón o dedo grosero. Era tu preferido, frecuentemente bromeábamos con éste, para terminar hablando del Anular, el que porta el anillo de matrimonio. El sello de nuestro amor, el símbolo de lo eterno. El círculo. Porque hasta ese dedo llegaban los escritos. Solo hoy luego de saberlo todo llegué al que nos faltaba, el dedo Meñique, el pequeño, como tú. Aunque más que Meñique, Alfeñique de Puebla, fenómeno sincrético de dulce y calavera.

¡Cuánto me hiciste sufrir! Pero ya no más, ni a mí, ni a nadie. Me importa poco lo que opinen luego las demás, en mi caso fue una tarea liberadora. La medicina cura y yo creo haberte curado y haberme sanado a mí y a cuantas torturaste con tus pasiones fingidas, en esos interminables mensajes de e–mail.

Podría simplemente odiarte, pero preferí tallar tus manos y extirpar el cáncer de amores enfermos. No te culpo, tampoco me culpes. Es la primitiva lógica de los barbaros. “Ojo por diente”, diría Bareiro Saguier. Yo no respondo.

Estoy en paz, tus manos ya no son tus manos.

Quien te ama apasionadamente y no te olvida. P.A.

Espanto, esa es solo una palabra. La imagen de su rostro al ver sus manos con los dedos mutilados, no está del todo contenida en ella.

Mayo 2014

 

 

LISANDRO CARDOZO


LAS CICATRICES PERDURAN


Volví esa tarde de lo que pareció un largo viaje. Había pasado mucho tiempo desde la mañana en que tuve un altercado con mi padre, un enfrentamiento que nos alejó definitivamente. Él murió de un colapso hace más de dos años.

Recogí unas flores de santarrita que colgaban sobre una muralla en una cuadra de mi viejo barrio, donde era como un niño que descubría cosas nuevas en un bazar. Había cambiado más de lo que recordaba de mi infancia: Las calles parecían más estrechas, las viejas casas desaparecieron y los patios de tierra colorada ahora tenían baldosas desteñidas por el sol.

No quería caer en sentimentalismos, pero aún así recordé la escuelita, el parquecito de hamacas rotas, el zaguán de la casa donde vivíamos con mi familia un prolongado alquiler hasta que enfermó gravemente mi padre y tuvimos que mudarnos a una pieza más modesta.

Mi padre era un oscuro empleado de depósito de materiales de construcción, que se debatía cotidianamente entre la miseria y el alcohol.

Qué se habrá hecho de Josefina, la chiquilina de cabellera larga y zapatos siempre blanquísimos. Tal vez ya tenga hijos, una casa digna. Recuerdo que tenía un hermoso cuerpo, perfectos dientes, la mirada tierna y los pies planos.

Las flores que traía eran para mi madre, a quien iba a visitar al cementerio. Ella, por mucho tiempo no me había perdonado la pelea con mi padre. Sin querer culparla ahora, ella no contribuyó en nada para que yo espete al viejo, que en el fondo era bueno, aunque pusilánime. Las permanentes peleas entre ellos, de a poco fueron minando mi concepto de respeto.

Tardé años en conseguir este permiso en mi lugar de reclusión. No bastaron el buen comportamiento que tuve, las notas al director, ni las coimas a los celadores. Sólo después de un cambio total en la estructura carcelaria se volcó la suerte a mi favor.

Viene a cuento el motivo de mi encierro, porque la historia que quiero contar es a consecuencia de ello. Debo confesar por enésima vez que fui víctima de un complot entre la amante de un coronel y su tío. La descubrí a ella en la cama con su primo y creyó que cometería la imprudencia de delatarla. Yo era ordenanza del coronel, y Fátima –así se llamaba– manipuló algunos contactos en la policía y me hicieron responsable de un robo de joyas de la esposa de mi jefe.

Encontraron algunas de las cosas robadas en mi casa, y no paré hasta llegar a la celda 72, de uno de los pabellones más tenebrosos de Tacumbú.

Obviamente no recibí nunca la visita de mi padre. Mi madre tenía que acatar su orden, por temor. Ella me envió algunas cosas por una vecina que iba a visitar a su marido. El coronel Ingolotti, ya retirado seguramente, cierta vez me hizo saber que a pesar de todo, creía en mi inocencia. Eso abrió una brecha de luz en mi azarosa vida, pero pronto me di cuenta de que fue una ilusión que solamente yo mantuve por años.

Tenía en el bolsillo la vela y la orden de salida que decía “se le concede permiso por doce horas, por buen comportamiento’’. Tenía algún dinero que fui acumulando con los años, como las ganas de salir y caminar en libertad por el barrio, por la ciudad. Aunque esto se hacía difícil, por ahora, pues no tenía abogado, no sabía en qué instancia estaba mi expediente, ni suficiente dinero para apurar mi proceso. Coloqué las raídas flores en una lata de conserva, sobre otra puse la vela, y la llama bailoteó en el viento.

Sobre un montículo de tierra floja estaba colocada la cruz con el nombre de mi madre y dos fechas. Abajo decía ¨”Muerta de pena”. La sepultura fue erosionando con las lluvias y se podía adivinar el cajón que le consiguieron los vecinos.

Recé largo rato arrodillado y no extrañé la soledad y silencio que ahí había.

¿Qué se habrán hecho de nuestras pocas pertenencias? Algún día he de ir a buscarlas y rescatar algunos recuerdos muy queridos. La dueña de casa seguramente se apropió de ellas en pago de alquileres atrasados, y lo que no le interesaba lo desperdigó en la basura que siempre acumuló en el fondo del patio.

Recuerdo la foto en ropa de marinero, otras en un acto cultural de la escuela. También había una foto carné que me había sacado para ir al colegio.

Me imaginaba libre, pudiendo viajar en colectivo, ir a la costanera, pescar una tarde de domingo, tomar alguna cerveza con nuevos amigos en nuevo barrio, un trabajo decoroso. ¿Pero adónde ir, me dije, si no vuelvo a la cárcel, que es el lugar que mejor conozco?

Ya que estoy afuera, me dije, debería aprovechar para ir a buscar a esa mujer causante de mi desgracia y la hago pagar por todo lo que yo sufrí en estos años. Conozco la casa que le construyó el coronel Ingolotti, sé donde trabaja, la hora que sale, por qué calles camina. Lo que me falta es un arma para asegurar el éxito.

Hubiera bastado un estoque, que lastimosamente dejé en mi celda. No podría pasar por el control con él en la cintura.

Esa arma que yo mismo había fabricado me salvó en muchas oportunidades. Como aquella vez que me mejores condiciones de vida para los internos. A mí no me importaba lo que planteaban, por ello no me sumé y me acusaron de traidor, que ni siquiera me preocupé de negar. Sin embargo, me guarecí en mi celda, cuchillo en mano. Quemaron mi colchón, algunas ropas que tenía colgadas en un armario, pero no me tocaron.

Salí del cementerio y entré en un copetín que encontré a mi paso, donde se enfriaban algunas empanadas; pedí milanesa, y la dueña me dijo que tardaría, pues en ese momento salía la chica para la carnicería. No podía esperar tanto. Salí y caminé al azar, hasta llegar a una avenida. Encontré un bar abierto, pedí una gaseosa, un bife a caballo y todos los condimentos disponibles, además de abundante pan. Hacía tiempo que no comía tan bien.

De a poco, a mi alrededor se iba poblando de gente. Terminé lo que había en mi plato y en un descuido guardé un cuchillo en el bolsillo, tras envolverlo con dos servilletas de papel.

Pagué y salí con paso vivo y me perdí en la primera esquina. No era la primera vez que robaba, porque en la cárcel, para sobrevivir, a veces había que hacerlo, y se aprendía rápidamente.

Caminé mucho para darme ánimo y no echarme atrás, hasta que la noche fue cerrándose sobre mí. Llegué poco antes de las ocho a la esquina de la casa. Me ubiqué en un lugar adecuado para observar todo el movimiento.


No conté con que ella tendría un amigo, novio o marido que le trajera en auto. Descendieron ambos y entraron riendo y cuchicheando, cómplices. Me pareció que estaba más gorda y con cabello más largo.

Permanecí en la oscuridad, acariciando mi cuchillo, que tenía más punta que filo.

Con los años aprendí a tener paciencia, a vivir una rutina desesperante, que se desarrollaba entre la claridad de la mañana y terminaba con alguna película vieja en la televisión, después del noticiero. Luego solamente los grillos y algunas voces o gritos en la inmensa oscuridad. A ello seguían los infernales ruidos de los cerrojos, gritos de órdenes en los distintos pabellones.

Eran las nueve, y fui por ella. Salté la muralla baja, rodeé la casa, que tenía ventanas vidriadas que facilitaron mi trabajo. Vi que en la cocina freía algo. En la sala vi una enorme fotografía de la pareja con un hijo pequeño, y me dio lástima la cara de buen tipo que tenía el hombre.

La puerta de la cocina estaba abierta. La sorpresa de la mujer fue grande cuando me vio entrar cuchillo en mano. Gritó y retrocedió unos pasos hacia el corredor. Le ordené que se quedara, que se tranquilizara. Había música en la sala. Ella me reconoció inmediatamente y comenzó a temblar, poniéndose pálida como papel, sudando profusamente a pesar del fresco. Me acerqué y la miré a los ojos. No hubo necesidad de palabras mías. Me pidió todo tipo de perdón y me rogó que no le haga daño, y tampoco a su familia.

—Vos no dudaste en incriminarme —le dije—. Ahora me decís que eras muy joven y no querías que te mate el coronel. Pero vos no tuviste en cuenta mi edad ni lo que yo perdería.

El marido, atraído por las voces, fue a la cocina con un arma en la mano. De un salto tomé a Fátima por el cuello y la atraje hacia mí. Estaba muy nervioso y no podía prever qué resultado tendría lo que estaba ocurriendo. Ella, una vez más, mintió y gritó histérica que yo había entrado para robar. La hice callar cuando presioné un poco más el cuchillo.

—Me estoy tomando la revancha contigo —le grité en el oído.

Cuando el marido quiso saber que ocurría, le expliqué brevemente lo que había pasado hace muchos años.

Primero leí en su rostro la expresión de sorpresa, luego la indignación y, finalmente, un profundo desprecio. El revólver fue cediendo hasta casi caérsele de la mano. Se recostó en la mesa y miró la oscuridad por la ventana. No podía creer lo que estaba escuchando de mi boca y la pobre argumentación de ella, queriendo ocultar su verdadero pasado.

Esa noche volví a la cárcel a presentarme al oficial de guardia, en el portón principal. Él miró la lista de los que habían salido con permiso, y mi nombre no figuraba.

—Pero vos me conocés —le dije—, allá tengo mis cosas y quiero volver a continuar mi vida aquí.

No negó que me conociera, pero me reiteró que no podía entrar a esa hora, si no estaba mi nombre en la lista. Me pidió que me retirara y que volviera al otro día para hablar con el Jefe de Guardia, aunque tenía el papel firmado por el director.

Dormí en un banco de plaza, sin saber adónde ir en definitiva. Una vez que amaneció, fui de nuevo a la casa de Fátima. Llegué en el momento en que un camión militar era cargado precipitadamente por unos soldaditos. Eran algunas cajas, atados de ropa y muebles.

Desde la ventana miraban un hombre y un niño de unos cuatro años, que lloraba desconsoladamente. Luego salió Fátima y les miró largamente, como queriendo grabar esa escena. Lloraba cuando abordó el camión, que fue echando humareda, hacia el centro.

Pasé una vez más frente a la casa, que parecía desierta. No escuché voces, ni música, ni nadie reía ya. El cuchillo que traía lo arrojé en el patio y me fui caminando sin rumbo.

 

 

 


ALEJANDRO HERNÁNDEZ Y VON ECKSTEIN

 

JUNTOS POR SIEMPRE

 

—Verónica, se está tomando muy a pecho la situación de este paciente cuyo estado sólo un milagro puede revertir —dijo, suponiendo mi inconciencia, el médico a la enfermera que con esmero me había atendido los últimos cuarenta días—. Vaya a descansar. Por si no se percató su turno ha terminado hace un par de horas.

—No se preocupe por mí, doctor. En cuanto a los milagros…

La conversación fue interrumpida y el sonido persistente del monitor y el de otros equipos a los que estaba conectado pasó a segundo plano, ante el alboroto de sirenas y correr de médicos por el pasillo contiguo a la habitación.

—Doctor, ha ingresado a Urgencias una paciente con muerte cerebral —dijo una enfermera que ingresó bruscamente a la habitación.

—¡La sigo de inmediato! —respondió el médico dejando mi historial sobre la cama—. Verónica… quédese aquí. Ya sabe qué hacer.

El doctor salió presuroso de la habitación mientras Verónica, siguiendo el protocolo para estos casos, me preparaba para el eventual transplante.

Minutos después el teléfono de la habitación sonó y mis ojos se cerraron.

—¡Ey! ¡Cabezón! Siempre supe que te gustaba vaguear… pero cuarenta días en cama… ¿No te parece mucho?

—¿Paty? ¿Qué haces acá? —pregunté sorprendido al ver a mi amiga sentada en la cama donde me encontraba.

Paty era una de las pocas personas a las que podía llamar amiga con mayúsculas.

Nuestra amistad surgió una fría y luminosa mañana de junio luego de sentarme junto a ella, en uno de los pupitres delanteros del 4º grado “D” de la escuela de mi nuevo barrio.

Ingeniosa, inteligente y cómplice, Paty siempre fue esa clase de hermana del corazón para quien los secretos no existían. Todo compartíamos. Hasta el sarampión tuvimos al mismo tiempo.

—¿Por qué no me dijiste que estabas internado, la semana pasada cuando me llamaste por mi exposición?

¿Creías que no me enteraría? —me regañó, aunque sonriendo angelicalmente.

—Es que te escuché tan feliz por el éxito de tu exposición pictórica en Paris y la posible gira por Alemania que no me atreví a contártelo… ¿Pero quién te avisó?

—Entre nosotros no puede haber secretos que duren… y más cuando presentimos que el otro está en problemas. ¿Acaso yo te conté cuando perdí casi todo en aquel incendio de mi departamento en Buenos Aires? O ¿la vez que casi muero en la avalancha de nieve mientras esquiaba en Innsbruck? Sin embargo tú estuviste junto a mí como por arte de magia.

—Tienes razón, es como si estuviéramos conectados por un hilo invisible… Imagínate si nos hubiéramos casado como te empecinabas en decir cuando teníamos 11 años — dije riendo como no lo había hecho en mucho tiempo.

—Y mira que si hubiese pasado de seguro me hubiese ahorrado unos cuantos golpes de la vida… pero la culpa no fue mía. Tú siempre fuiste un pícaro con las mujeres —dijo golpeando levemente mi brazo con su puño.

—Sí, Greta… vuelves a tener razón —dije con disgusto.

—Disculpa, no fue mi intención hacerte recordar. Yo me refería a Verónica, tu enfermera.

—No te preocupes. Si todo sigue como hasta ahora, pronto no importará su desagradable recuerdo ya que no tendré a este tonto corazón que se acongoje… Disculpa, ¿dijiste Verónica? ¿Qué tiene que ver la enfermera en esta conversación? ¿La conoces?... ¡Sabía que alguien tenía que avisarte!

—En verdad, no la conozco en persona. Pero sí hable con ella al día siguiente a nuestra conversación. Después de colgar el teléfono tuve la intuición que algo ocultabas. Así que después de pasar la noche en vela, decidí llamar al número del que me habías llamado y ella atendió. Tú estabas dormido y Verónica al notar mi pesar me contó todo lo que acontecía, incluyendo lo preocupada que estaba porque tu situación era muy delicada y esa mañana se habían enfrentado a la negativa de los familiares de un posible donante compatible. Gracias a esa conversación tomé conciencia de lo importante que es la donación de órganos y lo egoísta que puede ser el ser humano en esos casos. Así que hice lo que debía al respecto, cancelé la gira, guardé mis cuadros en mi departamento de París y compré el pasaje para el primer avión que venía para esta ciudad.

—Exponer en Berlín fue tu sueño desde que pintábamos con temperas en la clase de dibujo. No debiste…

—¿Sigues con la costumbre de interrumpir a tus mayores? Recuerda que soy cuatro meses mayor —dijo sonriente volviendo a fingir un regaño.

—Está bien, maestra ciruela. ¿Qué quiere enseñarme ahora?

—Nada, simplemente quiero entregarte un regalo — dijo, dándome una caja azul un poco más grande que mi puño cerrado.

Impaciente abrí el paquete.

—¿Qué es esto? No… ¡No puedo aceptarlo!

—Ya no lo necesitaré y tú reemplazaste el tuyo por uno de granito luego que Greta destrozó tus ilusiones dejándote en pampa y la vía. Es hora que te des una nueva oportunidad. Acaso ¿no eres tú el que siempre dices que siempre me salgo con la mía? … Si bien los sueños de esa chiquilla de 11 años no se cumplieron, ¿qué mejor manera de estar juntos por siempre?

Con una extraña y cálida sensación que desde mi pecho irradiaba a todo mi cuerpo, aturdido y con la voz pastosa desperté. El persistente y monótono sonido del monitor volvió a hacerse presente e inundaba toda la estancia, aunque esta vez se escuchaba más acompasado y rítmico.

Verónica, que dormitaba sentada en una silla junto a la cabecera de mi cama, despertó abruptamente y al notar que estaba despierto su rostro se iluminó.

—Lo conseguimos —susurró mientras acomodaba mi almohada y sábanas—. Unos minutos más y se nos muere. En el momento justo encontramos un donante compatible… Una mujer… que fue atropellada al bajar de un taxi aquí frente al hospital.

—¿Quién… era?... ¿Cómo… se llamaba?... —pregunté balbuceando.

Verónica palideció y fingió no escuchar mis palabras mientras hacía que revisaba los equipos que seguían conectados a mí.

—¿La donante era… Paty? ¿Patricia Sandoval? — Volví a preguntar sin obtener respuesta, salvo un par de lágrimas que rodaron sobre las mejillas de la sorprendida joven.

—¡Ay amigo! ¡Amigo! no preguntes lo que ya sabes y que no te responderá alguien que en demasía se preocupa por ti y te ama… Creo que será más difícil de lo que pensé enseñarte a usar mi corazón —dijo Paty con su enorme y angelical sonrisa rebosante de felicidad antes de transformarse en un estallido de luz.


 

OSCAR PINEDA


AMANIYÁ


Cuento que forma parte del libro “15 CUENTOS OCURRENTES, RECURRENTES Y OCURRIDOS”, publicado por la editorial Servilibro con el apoyo del FONDEC (Fondo Nacional de la Cultura y las Artes)

La anciana avanzaba rengueante, poco a poco, casi como arrastrándose, más cerca del suelo que de su altura natural, apoyada con las dos manos en su cayado de ramas retorcidas. Las múltiples arrugas que surcaban su rostro, los ojos hundidos aunque brillosos, los pómulos prominentes y huesudos, el pelo completamente blanco como las nieves eternas, los pocos dientes amarillentos y muy salientes, la comisura de los finos labios apuntando hacia abajo y el mentón temblando a cada movimiento, daban a la mujer un matusalénico aspecto, como de haber vivido más de cien años o de haber vivido siempre.

Siguió avanzando, traqueteando, tropezando a cada tanto con un brazo o una pierna, o con el torso blindado de algún conquistador moribundo, en cuyo caso, lo pasaba por encima apoyándose en el pecho o en la barriga del ya casi cadáver. Poco a poco fue llegando al centro mismo del campo donde estaban tendidos más de cien españoles y un número casi igual de indígenas, todos muertos de manera terrible en medio de una batalla campal donde ninguno de los dos bandos dio ni pidió cuartel. El paso a la otra vida de manera brava y valiente era uno de los modos aceptados por las reglas caballerescas de los aventureros y guerreros de ambas orillas del océano. En lo alto, ya los buitres, los urubúes, comenzaban a revolotear su conocida danza circular de carroñeros, convencidos que debajo de esas humaredas y fuerte olor a pólvora quemada, un buen menú de carne y sangre humana los esperaba tentador.

Amaniyá, que así se llamaba la valetudinaria, llegó hasta el punto que estaba buscando y no se impresionó en lo más mínimo, como sabiendo ya lo que iba a encontrar. Allí yacía con la vista perdida pero presa de un gran terror, que fue lo último que sintió en la vida, y con manchones de sangre que salían de la frente,don Juan de Ayolas, capitán español, lugarteniente de don Pedro de Mendoza, Primer Adelantado del Río de la Plata, y fiel súbdito de la Corona de España. El cuerpo, de buena complexión física, con su peto guarnecido, las espadas y el arcabuz que tomó para defenderse se hallaban tendidos en el centro mismo del campamento, con la pierna derecha completamente extendida y la izquierda vuelta hacia un costado de modo antinatural. La mano izquierda abierta, retenía a medias una buena espada toledana, con pomo trabajado, recuerdo de su bravía tierra, pero era en la diestra que, aún muerto, tenía cerrada con formidable fuerza, la que sujetaba aquello que la anciana venía a buscar.

Tan diferente había sido todo sólo tres días antes…

—¡Avancen! ¡Por España! —gritaba un jovial don Juan de Ayolas, mientras con su ejemplo inspiraba a la tropa que lo seguía en ese confín calcinante del mundo que era el extenso y semidesértico Chaco Boreal. Los árboles, bajos y espinosos, las alimañas por montones, y las serpientes no muy grandes pero de las más venenosas que se puedan encontrar en toda la creación, conjuntamente con una temperatura que parecía no bajar de los 40 grados, y los mosquitos de todo tipo, diminutos torturadores de la paciencia humana, eran capaces de desinflar hasta al más animado de los conquistadores. Los petos y los cascos metálicos se calentaban al sol mientras achicharraban tanto cerebro como corazón que eran supuestamente lo que tenían que proteger. Solo la tremenda codicia de los hombres venidos de allende los mares, los ojos brillosos de tanto querer ver oro y a montones, los hacía perseverar en la dificultosa y por momentos imposible empresa. Más de uno pensó que la situación era ideal para volverse loco, para que el quicio se tome unas merecidas vacaciones. Cuando armaban los campamentos por la noche, las sabandijas no los dejaban dormir y apenas se levantaban en la mañana tenían que cuidar cuando se calzaban las botas porque casi siempre era el lugar elegido por alguna escurridiza viborita o una peluda araña para pasar la noche. ¡Solo los fuertes pueden aguantar esto!, se jactaban, mientras que sus espíritus eran aniquilados un poco más cada día que pasaban en ese infierno en la tierra. Algunos hasta comenzaron a alucinar y en sus sueños febriles diurnos y despiertos comenzaron a ver el campo rodeado de oro, árboles que daban frutos de oro, hermosas doncellas que servían en copas de oro, ríos de oro líquido, granizadas de oro en hielo, semillas que daban cosechas de oro, montañas de cimas de oro, nubes de oro gaseoso… La fiebre ilusoria del conquistador no tenía límites en su fantasía enfermiza, enfermante, delirante... codicia delirante, delirio codiciante…

Eran unos cien, y todos estaban armados hasta los dientes. Sofisticados arcabuces, ballestas suizas, puñales venecianos, espadas toledanas, sables de caballería, petos de hierro y cascos del más duro metal, y hasta dos pesadas culebrinas, con abundante pólvora y balines, acompañados de cien indios conocedores de la región, los hacían sentirse seguros al formar una perfecta compañía de infantería pesada, envidia de cualquier ejército europeo de la época. Como los indígenas de la región no conocían las armas de fuego, la superioridad en combate de los europeos era casi absoluta. Hacía solo unos pocos días que habían dejado a los barcos en el puerto de Candelaria, sobre el río Paraguay, donde había quedado Domingo Martínez de Irala al mando de una fuerte dotación de marinos y cañones prestos a responder a cualquier llamado de auxilio, cosa que de momento imaginaban completamente innecesaria.

Buscaban las tierras del mítico rey blanco, el que en unas sierras ciclópeas que se extendían de sur a norte, en dirección al poniente de su posición actual, tenía cúmulos de oro y piedras preciosas.

Fue en la zona de Tataré, un punto del que sólo se tenía el nombre y nada más, donde el bravo capitán español, fue informado por Kalatú, su guía principal, que no debían continuar por ese sendero que tenían adelante, ese que se internaba por un monte al que llamaban Mamoreí – Candú, que tan refrescante se veía a eso del mediodía. Las razones esgrimidas, eran que estaba embrujado, que casi todos los que entraban en él ya nunca salían, que los pocos que salían se habían vuelto locos, que se contaban historias fantásticas del lugar, que era cien veces mejor dar un rodeo de pocos kilómetros.

—¡Bah! —dijo sonriente y jactancioso un bravo don Juan de Ayolas—. Más locos de lo que estamos, ya no podremos estar, y ¡Ay! de quién se atreva a desafiarnos, con las armas que llevamos y los fuertes y valientes hijos de España que las cargan.

—Pero, mi señor —Kalatú, intentaba como sea convencerlo de que desviando sólo un poco se podía continuar el camino sin mayores problemas—, todo allí está hechizado, uno cae allí cautivado, por fuerzas de Añá, que nadie puede entender…

—¡Basta infiel! —tronó Ayolas—. ¿Cuándo se dijo que los bravos de España, se amilanan ante unos pocos arbustos bajos y espinosos? ¡Nunca!, Y hoy, ¡por el Cantábrico y Briviesca te aseguro, que no será ese día! —luego dirigiéndose a sus lugartenientes gritó con voz de mando—: ¡García! ¡Mendoza!

—Ordene, señor capitán —formularon los interpelados, quienes se aproximaron corriendo para presentarse ante su superior.

—Proseguiremos por el sendero de la derecha sin interrupciones.

—Pero, señor Capitán, los indios se inquietan mucho por tener que pasar por allí —objetó García.

—No me importa. ¿Acaso Cortés se sintió intimidado ante Tenochtitlán? Pues no, así que ordena a la mesnada que prosigamos y a los indios que se rehúsen que los obliguen a punta de arcabuz, que para algo somos aquí los dueños y señores y cuanto hacemos y decimos no es para otra cosa que para mejor provecho nuestro y para mayor gloria de España, nuestro Rey y nuestro Dios.

—A su orden, señor capitán —Y ante tan imperativo mandato, y como soldados que eran García y Mendoza, no tuvieron otra salida más que obedecer y hacerlo con presteza como se estila entre hombres de armas.

El grupo continuó camino por el estrecho sendero que se habría a sus pies. Los árboles por momentos parecían más grandes de lo que al principio se veían y el sol adquiría raros matices nunca antes vistos. Nadie decía nada porque no querían importunar al hijodalgo de España y porque casi todos pensaban que era parte de las alucinaciones que a veces se presentaban en esos desolados rincones, bajo las temperaturas extremas que experimentaban. Eran todos hombres tan curtidos, que la media docena de ampollas que cada uno tenía en los pies y las ronchas que algunos aguantaban bajo sus petos, eran parte integral de la vida cotidiana.

La caminata continuó por horas y horas y hasta don Juan de Ayolas se preguntó si cómo es que tan pequeño bosque, que sólo parecía tener, no más de trescientos metros de largo, en la realidad no terminase nunca. Se preguntó si es que no se habían desorientado y si es que estaban caminando en círculos. El sol no ayudaba mucho porque parecía encontrarse siempre en el mismo lugar. Y el hijodalgo tampoco quería preguntar porque siempre se sintió un buen oficial de infantería y el perderse en algo poco más de un yuyal sería la burla de todos sus camaradas desde Gibraltar hasta los Pirineos, y desde Gran Canaria hasta Formentera, y no pensaba convertirse en un hazmerreír, ni que su alto nombre circule como prostituta barata en cuanta taberna de baja estofa haya por Europa.

De pronto el sol se comenzó a mover, rápidamente y en pocas horas, mientras continuaban la marcha se hizo la noche. Armaron las carpas y quedaron a pernoctar. Todos tuvieron sueños insólitos, de muerte violenta, y de una hermosa mujer vestida de negro que echaba agua de un cántaro, pero extrañamente, en el lugar parecía no haber alimañas de ningún tipo, ni arañas, ni moscas, ni mosquitos, ni siquiera hormigas. Solo había vegetación abundante y ningún animal. La brisa de la noche nunca vino y el cielo se mantuvo sin luna, ni estrellas, por lo que la oscuridad era muy acentuada. Al amanecer levantaron el campamento y se dispusieron a seguir camino. A eso del mediodía, sin salir aún del bosque y cuando el calor arreciaba una vez más a la mesnada, vieron una choza a la vera del sendero, poco más allá una roca oscura de poca altura que tenía el acceso a una cueva que iba hacia abajo, hacia un punto subterráneo.

Ayolas se aproximó a la choza y en el interior vio a una anciana que parecía estar en trance o muerta. No le hicieron caso y se fijaron en la cueva que estaba al lado. En el interior de la misma parecía correr un pequeño arroyo subterráneo que formaba en su punto más bajo un estanque tenuemente iluminado. El agua era fresca y parecía bastante buena por lo que la tropa llenó sus cantimploras y demás recipientes del vital líquido. El estanque que se formaba en un lugar de la roca, siempre parecía estar como iluminado, a pesar de hallarse rodeado de piedra sólida. Ayolas pensó que en alguna parte de la cúpula se formaría alguna abertura o grieta que permitiría entrar a la luz. Como el bosque no terminaba, ordenó varías patrullas para que hiciesen una inspección detallada de la zona, mientras mandaba al resto armar el campamento y disponía el baño general de la tropa en el agua encontrada. Con el baño y el agua refrescante, la modorra se apoderó de los soldados y los oficiales y hasta don Juan de Ayolas, seducido por la situación, ordenó pasar allí la noche y continuar camino al día siguiente. Cuando cayeron las sombras, los españoles se dieron cuenta asombrados que el estanque seguía como encendido a pesar de la noche que ya se cernía. Ayolas pensó que algo raro había allí y ordenó que se investigara el origen de la misteriosa luz. Pronto, varios soldados marinos muy buenos en el nado, encontraron una pequeña gruta en el interior del estanque y dentro de ella una piedra que parecía despedir luz propia. Ayolas ordenó que la quitaran del lugar y se la trajeran. Los soldados cumplieron la orden y el capitán al poco tiempo tuvo ante sí el más extraordinario diamante natural con partes de oro que haya visto mortal alguno. Era tan grande que ocupaba una buena porción de la palma de la mano y su peso también era el equivalente a tres piedras del mismo tamaño.

—¡Por la gloria de España! ¡Que joya! ¡Debe valer millones! —dijo un sorprendido Juan de Ayolas, a quien le brillaban los ojos, mientras se le hacía agua la boca como a un hambriento frente al manjar más extraordinario de su vida—. Por fin nuestro largo y arduo viaje está comenzando a darnos dividendos. Lo llevaremos y se lo presentaremos personalmente a nuestro Rey, don Carlos V. Aunque no encontremos nada más, esto ha de valer tanto como toda una flota de bergantines con sus bagajes de viaje.

Estaba en esto cuando de pronto la choza de al lado se abrió y una voz gutural, como de ultratumba pero que provenía de la anciana se dejó oír con absoluta claridad.

—No deben llevar el corazón de Candú, la diosa del estanque. Beban su agua y márchense, pero no lleven el corazón. La malaventura caerá sobre ustedes si es que llevan el corazón de Candú.

Don Juan de Ayolas se aproximó a la choza y alumbró, con un farol a la anciana a quien aún en la oscuridad parecían brillarle los ojos.

—Anciana, no molestes, no te das cuenta que esto es para mayor gloria de España.

—No dejen que la codicia les ciegue, eso tiene otro valor diferente al que creen ustedes.

—¡Basta mujer! No quiero escuchar más —dijo llevando la piedra a su mano derecha.

—¡No! —dijo la anciana mientras se incorporaba con sorprendente agilidad y se abalanzaba sobre el conquistador intentando todavía, aún con la fuerza, que el mismo no llevara la preciada joya.

A Ayolas, soldado acostumbrado al combate cuerpo a cuerpo, no le costó mucho deshacerse de la anciana que fue a parar al suelo semimuerta, luego de recibir un buen golpe con los guanteletes de hierro del capitán. Desde allí con la voz entrecortada y la boca llena de sangre se oyó todavía, como en un murmullo quedo, la profecía siniestra.

—La muerte caerá sobre ti y los tuyos… —Y luego se desvaneció.

—¡Bah! Vieja bruja, no sabes que todo aquí es nuestro y podemos disponer de ello como mejor nos plazca — respondió Ayolas, más para sí mismo y para sus soldados mientras se retiraba.

Luego dirigiéndose a la mesnada continuó.

—Soldados, hoy por fin, luego de tantos días de infortunios, la suerte está comenzando a cambiar. Riquezas y glorias les prometo. Con un poco más de esfuerzo volveremos a España cargados de oro y respeto. Yo mismo me prometo una quinta frente al Mediterráneo en Miraven. Pasaremos la noche aquí y mañana nos iremos.

Una gran bulla se dejó escuchar en ese paraje escondido. Todos estaban felices y medianamente convencidos de que la diosa fortuna por fin empezaba a sonreírles. Lo que no sabían es que la fortuna es una caprichosa divinidad bicéfala y que a veces muestra una cara llena de presentes y otras veces la otra que trae la muerte.

Al día siguiente levantaron el campamento, y a pesar de los sueños raros que turbaron una vez más las horas de sombra, todos se levantaron con mucho espíritu y animados para las más difíciles empresas. Casi todos tenían el convencimiento de que ese día encontrarían la salida del bosque y más tarde o más temprano todos volverían ricos, prósperos y famosos a sus tierras. Nadie se percató de la anciana que había desaparecido de la tienda, como si fuera que la tierra se la había tragado.

Continuaron camino y durante toda la jornada nuevamente no hallaron la salida del bosque, a veces parecía verse una tenue luz al final del sendero que era seguido con avidez por los conquistadores, para de vuelta encontrarse con que sólo era un claro más en medio o en un costado de esos matorrales encantados.

La noche fue cayendo, y con bastante desesperación tuvieron que hacer el campamento en uno de esos claros. En pocas horas, el denuedo de los soldados fue mermando paulatinamente, hasta el punto en que al llegar las primeras sombras, la desesperación se podía percibir claramente en el campamento. No había corriente de aire, pero en cambio la luna irradiaba una suave claridad sobre el campo. Fue hacia la medianoche, cuando se escucharon chillidos de entre la maleza, que despertaron a todos. Los retenes de guardia no supieron contestar de qué se trataba. El que cuidaba la entrada del sendero, en medio de tremendo grito, cayó dramáticamente atravesado por una flecha. Ayolas ordenó a sus hombres ubicarse en posición de combate porque parecía que se trataría de un ataque. En ese momento cayeron en cuenta de que los indios, sus animales de carga, los habían abandonado. Es una trampa, pensó, se pusieron los petos, cargaron las pesadas culebrinas en las pequeñas cureñas móviles, y esperaron el ataque. Pasó un momento hasta que de pronto cayó un fuerte viento que apagó la fogata. Todos se asustaron. De pronto un griterío infernal y se produjo un ataque de cientos de indios que salían de todos lados. Los españoles respondieron con fuego de sus arcabuces y culebrinas, y flechas de sus ballestas y arcos. Las alabardas colocadas como parapetos protegían medianamente el perímetro.

E l combate fue feroz, las balas parecían traspasar a los indígenas sin producirles absolutamente nada. Los mismos atacaban con los ojos en blanco, como en trance, con una rara espuma que les salía de la boca y no terminaban de venir nunca. La muerte estaba por todos lados. Don Juan de Ayolas se hizo fuerte en el medio del campamento rodeado de sus valerosos oficiales españoles que poco a poco fueron cayendo todos. Agarró un arcabuz y disparó sobre una sombra. El disparo atravesó limpiamente al atacante y fue a incrustarse en un árbol que estaba más allá. De pronto los pocos que quedaban se dieron cuenta que las armas de fuego parecían no hacer nada en los atacantes. Don Juan de Ayolas se fue quedando solo. A su costado, García fue alcanzado por una flecha que le atravesó la sien, y un poco más adelante Mendoza, fue rebanado de vientre, de un lanzazo. Ya no quedaba nadie. Ayolas se aferró a la piedra preciosa con su derecha, mientras que en la otra mano sostenía su toledana del más fino acero. De pronto vio que una sombra avanzaba. Era un indio de estatura enorme, le lanzó una estocada y fue como tratar de cortar el aire, sin embargo, un segundo después parecía que el mismo sintió el golpe. En eso, un español que estaba moribundo en el suelo, disparó sobre la humanidad del indígena, tratando una vez más de proteger a su comandante, la bala traspasó el cuerpo del salvaje como cuando un dardo traspasa una tela y fue a alojarse en la frente del aguerrido capitán español, quién en ese momento, con la vista dolorosamente perdida, se dio cuenta que la profecía de la anciana se había cumplido. Se desmoronó sobre su pierna izquierda, que hizo un giro antinatural y terminó rompiéndose con el sobrepeso del hijodalgo de España que antes de llegar al suelo ya estaba muerto.

La anciana, por fin consiguió llevarse el corazón de Candú, la diosa del estanque. Mientras se dirigía a su antigua choza cargaba con ella la mano que aún aferraba con fuerza la piedra preciosa de gran tamaño. La muñeca cortada seguía goteando la roja sangre del bravo oficial ibérico. Ayolas y los demás compañeros, o lo que quedaba de ellos, fueron encontrados, por indios amigos de los españoles, en 1539, un año después de estos hechos, en un campo lejos del bosquecito encantado, cerca del puerto de Candelaria. Al cuerpo que había pertenecido al capitán español parecía faltarle su mano derecha. Todos aseguraron en ese momento que Ayolas había vuelto a Candelaria, que ya no encontró a los suyos y que cerca de allí, él y sus hombres fueron emboscados y muertos por indios enemigos, y así esta versión pasó a ser la historia oficial. El Mamoreí – Candú , el bosquecito encantado, su gruta y la anciana Amaniyá ya nunca fueron encontrados y hasta hoy en día, aquellos que recorren el Chaco, al mediodía, cuando el sol es más fuerte, creen ver un monte de arbustos que aparece y desaparece con solo un pestañeo… Casi todos aseguran que son alucinaciones visuales causadas por el calor del impertinente sol… unos pocos, todos ellos disparatados, afirman que Mamoreí – Candú, y su custodia de siglos, Amaniyá, siguen escondidos en algún lugar del Chaco que nadie sabe, guardando eternamente el corazón de la diosa del estanque…

 

 

 

LENI PANE


LAS MARIPOSAS


—¡Me voy!

—¡No volveré!

Dio un portazo y se fue.

Isabel lloró largo rato

¿Dónde estaba aquel amor que soñó de adolescente y creyó que se hizo realidad?

Al encontrar a Ramiro, había creído que había vivido en una perenne oscuridad, porque al conocerlo el fue como la luz, la luz de su vida.

Se unió a él por amor, por amor dejó su casa, sus padres y hermanos, lo atendió con amor y ahora que estaba embarazada, pesada y decaída, él se iba.

¿Adónde se iba? ¿Podría seguirle con un hijo en el vientre? ¿En esa ciudad desconocida para ella, en ese barrio alejado y marginal donde Ramiro la trajo y donde no conocía a nadie ni nada?

—No salgas de la casa, solo sal conmigo y para ir hasta el supermercado. No hables con nadie este barrio es peligroso.

El supermercado estaba a dos cuadras de la casa pero ese día no pudo ir.

Durmió mal. Ramiro había pasado la noche fuera de la casa. Supuso una infidelidad. En la mañana no había tenido fuerzas ni para levantarse de la cama, así que cuando Ramiro volvió a la casa y no encontró comida ni arreglo alguno, empezó a gritar desaforadamente la inutilidad de la mujer. Isabel se defendió, lo acusó de mentirosa y artera fidelidad. El hombre reaccionó y se ofendió. Tomó el saco que había bajado sobre una silla y salió dando un portazo

¿Realmente no volvería?

¿Y si decidía ir a buscarlo?

¿Adónde?

Ñande rù Guasu, el Padre (*), meditó y luego de hacerlo, organizó la tierra.

Había venido del poniente caminando hacia el oriente abriendo un sendero en la selva.

En ese tiempo, aún no había mujeres en la tierra pero encontró una, al borde del sendero, dentro de una vasija de barro. Ñande rù Guasu, la tomó y la mujer y quedó encinta.

Decidió entonces, Ñande rù Guasu plantar maíz. Hizo un rozado, quemó el monte y sembró avatí. Mientras él arrojaba las semillas, las plantas germinaban de inmediato y crecían las espigas. Concluida la siembra regresó a su casa. Al rato, dijo a su mujer:

—Anda a traer el maíz, y haz una comida con él.

La mujer le contestó:

—¿Cómo si recién lo has sembrado ya debo ir a recoger el maíz?

Ñande rù se enojó muy grande por la incredulidad de su mujer y decidió abandonarla. Tomó su vestimenta y adornos y se dirigió hacia el Yvy Marane`y, antes de irse le dijo a la mujer :

—Si eres capaz de llegar hasta mí, te perdonaré tu incredulidad

La mujer lloró mucho por el abandono de Ñande rú Guasu y luego tomando su canasto–yapepó, decidió ir junto a él.

Esperó todo el dìa el regreso de Ramiro. Lloró la ausencia, la soledad y el desamparo y así se quedó dormida.

La mañana se presentó gris y fría. Se sentía mejor y más animada. Así que tomó una taza de café con leche, se abrigó, tomó su cartera, unos pocos guaraníes que tenía para ir al supermercado, cerró todas las puertas, llaveó la de la calle y salió. Caminó varias cuadras, que le eran conocidas pues había salido a caminar con Ramiro. Siguió caminando sin rumbo buscando un lugar donde pudiera estar su marido. Después de una hora de caminar se dio cuenta que estaba perdida. Recordó el nombre de la calle de su casa, pero no la de la calle transversal.

—Señor, ¿me podría decir dónde está la calle Buenaventura Ríos?

—No soy de este lugar —le respondió el primero al que preguntó

Isabel no perdió la calma y buscó una señora a la que le hizo la misma pregunta. Esta le contestó:

—Ay, che ama, no sé. Pero andá hasta la comisaría que queda aquí a la vueltita nomás y ellos te van a poder informar mejor.

¡Cierto! Se dijo Isabel nadie mejor que ellos para informarle sobre la calle y también sobre su marido. La mujer no le había dicho dónde quedaba la Comisaría sino que había gesticulado con la mano izquierda por lo que presumió que quedaba en esa dirección.

De nuevo caminó varias cuadras y no daba con la mencionada comisaría.

Se dio cuenta que estaba perdida. Eso la asustó y empezó a sentirse mal. Estaba sola. Así que para calmarse empezó a hablarle al hijo que estaba dentro de ella. Al fin y al cabo era una persona chiquita, muy chiquita pero persona como ella.

—Hijo —le dijo—, estoy perdida y cansada. ¿Adónde voy?

Le pareció que el hijo se movía dentro de ella como si asintiese o acompañase.

—Cuando nazcas llenaré todos los días tu pieza de las más hermosas flores como aquélla —Y entró en el jardín de una casa que tenía la puerta abierta y arrancó una rosa de tenue color rosado, al mismo tiempo que una furtiva avispa le picó en la mano.

Un gran dolor hizo que saliese apresuradamente de la propiedad y se sentase en la vereda. Inmediatamente vio cómo la mano se coloreaba y alrededor de la picazón crecía la piel con dolor, calor y sopor. Estaba mareada así que buscó una sombra y vio una puerta abierta, un corredor y un cartel que decía “Clínica”.

En esa época todo el mundo era selva, sólo había pequeños senderos y muy confusos, pero el hijo que llevaba adentro en el vientre, Kuarajhy, conversaba con ella. Y Kuarajhy conocía el sendero que había que seguir para llegar junto a su Gran Padre en el Oriente en el Yvy Marâne`y. Así, guiada por Kuarajhy, la madre caminaba y caminaba por los senderos en los cuales había muchas flores. Kuarajhy le pedía constantemente que las arrancase para llevárselas a su padre. La madre se hallaba cansada, ya tenía el canasto lleno de flores, cuando vio en el sendero, por el que iba la más hermosa de todas las flores. Era un mburucuyá. Kuarajhy dijo a su madre, entonces:

—¡Mamá! Esa flor es la más hermosa de todas, ¡arráncala!

Iba a hacerlo la madre cuando en ese momento le picó una avispa y la madre se enojó y regañó a Kuarajhy:

—¡Todavía no vives y ya me hacés hacer estas cosas!

Se enojó mucho Kuarajhy porque su madre le regañó, y cuando llegaron a un cruce de senderos, la madre le preguntó cuál de ellos debía seguir, Kuarajhy no le contestó. Entonces ella tomó uno de ellos y se perdió.

Caminó mucho, y muy cansada llegó a una choza donde vivía la abuela de los Añag. La vieja le dio alojamiento.

Se despertó de su desmayo en una cama de hospital y una anciana vestida de bata blanca le dijo:

—Soy la doctora Emilia Alcaraz y estás en una Clínica Ginecológica. Estas embarazada, mi hija, de casi nueve meses. ¿De dónde sos?

Isabel le contó a la doctora de su relación con Ramiro y cómo había llegado allí.

—¿Tenés familiares aquí?

—No —le dijo Isabel—, todos están en la campaña.

—¿Tienen algún teléfono para llamarlos?

—No.

Allí se le iluminó el rostro a Isabel: el celular de Ramiro ¿cómo no se le había ocurrido llamarlo?

—Pero Ramiro, mi compañero, sí tiene. El número es este —Y le pasó un papelito con el número escrito por el mismo Ramiro.

La doctora llamó al celular.

—No contesta —dijo—. Llamaremos mas tarde.

—Ahora descansá. Te pondré esta inyección.

Isabel agradeció su bienaventuranza de encontrarse justo frente a la Clínica y se durmió.

Durmió muchas horas, cuando despertó tenía dolores.

Quiso ir al baño y un raudal de sangre salió de su vientre.

Gritó y cayó al suelo.

—Rápido a la Sala de Partos —gritó la doctora Alcaraz.

—Llamen también al señor Ortiz o a la señora y díganle que ya va nacer la criatura y que vengan para recibirla. Díganle también que completen el depósito en el banco o no habrá mercadería.

Al caer la tarde los Añag fueron llegando a la casa y la vieja les contó que había una mujer escondida dentro de la vasija, así que la mataron y la comieron. La Jaryi, que tenía pocos dientes, quiso comer la cría de la mujer, pero no pudo porque no lograron clavarle, ni golpearla ni asarla porque saltaba de un lado a otro. Entonces la vieja decidió criarla.

Creció Kuarajhy, con la convicción, de que la Jaryi de los Añag era su abuela.

En la misma choza donde vivía, estaban en un rincón, dispersos, los huesos de su madre y sobre ellos siempre había mariposas de todos los colores.

La hermosa niña, de rubios cabellos, le llamó a la abuela, que acaba de salir del consultorio con el último paciente, para mostrarle el dibujo que había hecho.

—Son las mariposas que están siempre en el jardín — dijo la niña.

—¡Qué lindo, mi cielo!

—Abuela —le dijo la niña—, en la escuela me preguntan por mi mamá. ¿Cómo era?

—Mi cielo, te quería mucho, mucho, pero Dios se la llevó y te dejó conmigo para que te cuide.

—¿Y vos la querías también?

Y se quedó mirando el rostro de la abuela sin encontrar respuesta.

(*) Deidad de la cosmogonía guaraní y

del ciclo de los dos hermanos (los gemelos).

 

 

 

AUGUSTO ROA BASTOS

 

LA BALANDRA

 

(Fragmento de Yo El Supremo de Augusto Roa Bastos)

Fundación Augusto Roa Bastos

Conmemora los 40 años de la 1ª Edición De Yo El Supremo

y los 25 años del Premio Cervantes


(Circular perpetua)

Una balandra cargada de tercios de yerba, de las tantas que se estaban pudriendo al sol de (desde) la Revolución, fue autorizada a partir. La condición era llevar al expulso Pedro de Somellera. Embarcóse con toda su familia, sus muebles europeos, enormes baúles. Jaulones colmados de centenares de monos, animales de toda especie, aves y bichos raros. Otros más, algunos cabecillas porteños que no habían cesado de conspirar para atraer una nueva intervención de Buenos Aires contra el Paraguay, también fueron metidos con barras de grillos entre los quintales de yerbas y las jaulas. Lo mismo el cordobés Gregorio de la Cerda.

La balandra partió semihundida a socolladas. Zoológi­co, jardín de plantas, sobornal de animales. En las barran­cas del puerto se apiñaba una multitud de damas patricias y de mezclilla. Habían acudido a despedir al omni compadre llevando la tracalada de ahijados. Capelinas, sombrillas de todos colores se agitaban en la ribera. Al soltar amarras la balandra, soltaron el llanto las comadres. Escenas de des­esperación. Rasgáronse las túnicas de seda, levantábanse las polleras para secarse los mocos y las lágrimas, rivali­zando con las monas y guacamayas viajeras en lamenta­ciones y chillidos.

A la Cerda lo expulsé un tiempo después, cuando retorné por segunda vez a la Junta. Para el caso da lo mismo que lo enviemos ahora provisoriamente en la balandra junto con Somellera y sus demás socios anexionistas.

No cesaron por ello los trabajos clandestinos para recuperar el poder mediante una contrarrevolución. En la mañana del 29 de septiembre de 1811 una compañía del cuartel al mando del teniente Mariano Mallada salió arrastrando dos cañones, tocando cajas y alborotando las calles a los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva nuestro gobernador Velazco! ¡Mueran los traidores revolucionarios! Era la trampa fraguada por los idiotas de la Junta. Simulacro de un motín restaurador. Muchos españoles picaron el cebo; algunos mordieron el anzuelo. En ese momento salieron del cuartel los efectivos de reserva, y apresaron a los alborotadores.

Por la estúpida manera en que fue ideada y ejecutada la tramoya de la insurrección, quedó la asonada en nada. Avisado de urgencia dejé la chacra y bajé a la ciudad. En la plaza comenzaba la representación. Llegué cuando fusilaban y colgaban de la horca a un criado de Velazco, Díaz de Bivar, y a un pulpero catalán de apellido Martín Lexía. ¡Bajen esos cadáveres y basta de sangre!, grité a trueno pelado. La soldadesca, excitada ya por el husmo a sangre, amainó. En medio de la plaza, erguido en mi caballo empapado de sudor, mi presencia impuso respeto.

Cesó en el acto la inepta farsa, cuya maquinación ciertos folicularios se avanzaron después a querer atribuírmela. Yo la hubiera hecho en grande. La hice en grande después. No esa ridícula mojiganga de un ejército entero lanzado para asesinar a un pulpero y a un caballerizo del ex gobernador.

Descolgaron a los ahorcados ante el horror general. De pronto la turbamulta de españoles, armados de palos y viejos arcabuces, reventó en una nueva batahola, esta vez de entusiasmo. Exaltada alegría. Todos se deshacían en alabarme y reconocerme como a su libertador. Las mujeres y ancianos lloraban, me bendecían. Algunos de ellos se arrodillaron y quisieron besarme las botas. ¡Bonito triunfo de los a–céfalos de la Junta! ¡Montar esa grotesca martingala en la que yo aparecía como salvador y aliado de los españoles! ¿No era esto lo que desde un principio persiguieron?

La parodia de la Restauración favoreció finalmente a la causa de la Revolución, ocultándola en sus comienzos en una nube de humo. Por el momento convenía que Yo, su director y jefe civil, apareciera como el árbitro de la conciliación frente a las fuerzas en pugna para la institucionalización del país. He de hacerlo, proclamé, sobre la base de coincidencias mínimas, de modo tal que ninguno de los partidos o facciones pierdan su identidad e individualidad (Al margen: esto sí era una media verdad; en cuanto a “coincidencias mínimas”, no había ninguna; la entera verdad habría sido decir “connivencias mínimas”). Yo las iba a usar sobre el tablero de acuerdo con la estrategia pausada e inflexible que me había impuesto. El azar comenzaba a colaborar conmigo. Ya había sacado de en medio al alfil de Somellera, al caballo de la Cerda y a otros peones porteños, que de paso habían dejado peladas las arcas del Estado. Ya no me detendría hasta el jaquemate con o sin bombilla. Claro, ustedes no conocen el regio juego del ajedrez, pero conocen a la perfección el plebeyo juego del truco. Hagan de cuenta que dije: Hasta no tener en la mano el As de Espada y hacer saltar la banca.

La mayor parte de los españoles ricos fueron a parar con sus huesos en la cárcel. Hombre de orden, no era Yo el que había dado esta orden de desorden. El rescate de los prisioneros debía contribuir al menos con una buena suma de doblones para el fisco; amén de otras confiscaciones, expropiaciones y multas que las circunstancias lo exigieran en justa restitución.

Mientras los frailes increpaban a los oficiales de la Junta y del cuartel, según reconoció el plumífero Pedro de Peña en sus apuntes al otro felón–escriba Molas, a mí me colmaban de bendiciones. Yo era el magnánimo Doctor que los frailes habían alumbrado y amamantado en la Pía Universidad de Córdoba.

En la ciudad primero, luego en toda la provincia, se comentaba públicamente que Yo me había opuesto al designio de los miembros de la Junta de que los presos tomados en rehenes fueran fusilados en masa, inclusive el obispo y el ex gobernador. Las familias de los prisioneros acudían a mí en demanda de justicia y protección.

Se fueron Somellera y Cerda. Vinieron Belgrano y Echevarría. Vinieron viniendo de a poco. No ya como invasores sino en misión de paz. Esta misión estaba bien calculada, relata el Tácito porteño, para tratar con un pueblo inocente y suspicaz como el paraguayo, tan propenso a la desconfianza como fácil de alucinar. Belgrano representaba en ella el candor, la buena fe, la altura de carácter. Vicente Anastasio Echevarría la habilidad, el conocimiento de los hombres y las cosas, la verdad fluida y convincente. Yo no vi en este mequetrefe más que una lengua varicosa, viperina; no oí en él más que el barullo de sus estrafalarias ideas asomando a sus ojos de reptil. Belgrano sí era mucho mejor que la descripción del Tácito Brigadier. Alma transparente la de este hombre ignorante de la maldad, asomando a sus claras pupilas. Hombre de paz condenado a ser distinto de lo que él era en la profundidad de su ser.

Los dos emisarios no sólo no se completaban ni complementaban, según afirma el Bigardiero, sino que se estorbaban y anulaban. La situación de su país les imponía un supuesto restablecimiento de la concordia con el nuestro, manzana de la discordia del extinto virreinato. No era paz y leal entendimiento, sin embargo, lo que seguían persiguiendo los gobiernos de Buenos Aires. La verdad era que los pobres porteños estaban pasándola muy mal. Un gobierno sucedía a otro gobierno en el remolino de la anarquía. El de la mañana no sabía si iba a durar hasta la noche. En las dudas tenían sus maletas a la puerta. En el exterior no lo estaban pasando mejor. Tras el desastre de Huaqui, los maturrangos se habían vuelto a apoderar del Alto Perú. Los portugueses–brasileros ocupaban militarmente la Banda Oriental. La escuadra realista dominaba los ríos. Buenos Aires disfrutó, antes que Asunción, las delicias del bloqueo y del aislamiento.

En este momento no me acuerdo si fue al babia de Rivadavia o al cara de piedra de Saavedra a quien se le ocurrió enviar al general Belgrano y al rábula Echevarría con instrucciones de insistir en la sujeción del Paraguay a Buenos Aires. Si esto no era posible, lograr al menos la unión de ambos gobiernos por un sistema de alianza. ¡Siempre la “unión” bajo cualquier pretexto! ¡A cualquier precio la anexión! La Revolución en el Paraguay no había nacido para zurcidos ni remiendos. Yo era el que cortaba el flamante paño a su medida.

Belgrano y Echevarría tuvieron que sufrir en el purgatorio de Corrientes un largo plantón. Antes de su visita, la Junta había enviado al gobierno de turno de Buenos Aires, el 20 de julio de 1811, una nota que expresaba con firmeza los fines y objetivos de nuestra Revolución. Yo dije que ningún porteño pondría más los pies en el Paraguay antes de que Buenos Aires reconociera plena y expresamente su independencia y soberanía. Fines de agosto. La respuesta remoloneaba adrede. Adrede prolongué el plantón de los emisarios en la Puerta del Sud. Repetí a los de Buenos Aires la partitura de la nota: Abolida la dominación colonial, les cantaba el tenor, la representación del poder supremo vuelve a la Nación en su plenitud. Cada pueblo se considera entonces libre y tiene el derecho de gobernarse por sí mismo libremente. De ello se infiere que, reasumiendo los pueblos sus derechos primitivos, se hallan todos en igualdad de condiciones y corresponde a cada uno velar por su propia conservación. Hueso duro de tragar para los orgullosos porteños. Había otros alfilerazos en la nota: Se engañaría cualquiera que llegase a imaginar que la intención del Paraguay es entregarse al arbitrio ajeno y hacer dependiente su suerte de otra voluntad. En tal caso nada más le habría adelantado ni reportado otro fruto su sacrificio que el cambiar unas cadenas por otras y mudar de amo. Por el mismo hecho de que el Paraguay reconoce su derecho, no pretende perjudicar ni aún levemente los de ningún pueblo, y tampoco se niega a todo lo que es regular y justo. Su voluntad decidida es unirse con esa ciudad y demás confederadas, no sólo para conservar una recíproca amistad, buena armonía, libre comercio y correspondencia, sino también para fundar una sociedad basada en principios de justicia, de equidad y de igualdad, como una verdadera Confederación de Estados autónomos y soberanos.

La espina ensartada en el garguero, el Tácito Brigadier no tuvo más remedio que reconocer: Esta fue la primera vez que resonó en la historia americana la palabra Federación, tan famosa después en las guerras civiles, en sus congresos constituyentes y en sus destinos futuros. Esta célebre nota puede considerarse como la primer acta de Confederación levantada en el Río de la Plata.

El Paraguay regalaba pues a los porteños esta idea que podía resolver de golpe todos sus problemas. Proyectaba para América toda, antes que ningún otro pueblo, la forma de su destino futuro.

La Junta expidió un oficio a Belgrano, varado en San Juan de Vera de las Siete Corrientes: Protestamos al señor comisionado que sólo el deber de una entera y feliz terminación de las pasadas diferencias es la que la impele a proceder con esta detención hasta que su gobierno comprenda y adhiera a nuestras leales proposiciones y a nuestros sagrados empeños, que son y deben ser los mismos. Protestamos también una amistad sincera, deferencia y lealtad con los pueblos hermanos; valor generoso contra los enemigos armados; desprecio y castigo para los traidores. Éstos son los sentimientos del pueblo paraguayo y de su Gobierno, y los mismos que reclaman y esperan también de parte de Buenos Aires. Bajo este concepto puede el señor comisionado estar seguro de que, en el instante mismo en que recibamos favorable respuesta de su gobierno, tendremos un motivo de particular satisfacción en facilitar el tránsito y arribo de esa misión a esta ciudad.

[(Al margen): El bagre de Takuary se volvió espina. El pez nace de una espina. El mono de un coco. El hombre del mono. La sombra del huevo de Cristóbal Colón gira sobre la Tierra del Fuego. La sombra no es más difícil que el huevo. La sombra huye delante de sí misma. Todo llega. El solo estar viniendo ya es estar llegando.]

A reculones llegó la respuesta de Buenos Aires. Cumplidamente aceptaba todo lo que se le exigía comprometiendo inclusive más de lo que se le había reclamado. Llegaron los emisarios plenipotenciarios. Erguidos en la proa del barco, el sol encendía sus vestimentas de gala en la mañana primaveral. Magnífico recibimiento. Las veinte familias principales, en lo más alto de las barrancas. Millares de curiosos del chusmaje atronando el aire con cajas y bombos, igual que en las fiestas del toril en los campamentos de negros y mulatos.

La Junta en pleno les dio la bienvenida en medio de las salvas de los cañones y la fusilería. El general Belgrano se adelantó hacia los oficiales. Luego del saludo militar, los ex adversarios de Takuary se abrazaron largamente cuitándose en las orejas furtivos mensajes. Entre el clamoreo de la muchedumbre nos dirigimos a la Casa de Gobierno en el ex carruaje de los gobernadores. Una llanta rota nos obligaba a saludarnos a cada voltejeo de la rueda. Rigodón de cabeceos y sonrisas. Al pasar por la Plaza de Armas los recién llegados vieron las horcas. Canes canijos lamían las manchas de sangre del pulpero y del caballerizo de Velazco. Echevarría se volvió y con un guiño pícaro en los ojos me preguntó: ¿Estos artefactos forman parte de la recepción? No me gustó de entrada la cara de ese hombre. Mezcla de dómine y ave negra de tribunales. En guiso de fantasía, pollo. Pollo de monóculo; cualquier bicho, menos un hombre en el que se pudiese confiar. No, doctor, ese decorado sirvió para otra representación. Lo que ocurre es que en el Paraguay el tiempo es muy lento de tan apurado que anda, barajando hechos, traspapelando cosas. La suerte nace aquí cada mañana y ya está vieja al mediodía dice un viejo dicho, nuevo cada día. La única manera de impedirlo es sujetar el tiempo y volver a empezar. Usted ve aquello. No. Ya no existe. Se ha vuelto aparición. Ya veo, ya veo, dijo el pollo–plenipotenciario entrecerrando su único ojo. Agotado por un terrible esfuerzo mental se enjugaba la cresta con un pañuelo de todos colores. El general muy parco, muy serio, cabeceaba a cada golpe de rueda.

Surge del portapluma–recuerdo otra recepción que daré al enviado de Brasil, quince años más tarde. Puedo permitirme el lujo de mezclar los hechos sin confundirlos. Ahorro tiempo, papel, tinta, fastidio de andar consultando almanaques, calendarios, polvorientos anaquelarios. Yo no escribo la historia. La hago. Puedo rehacerla según mi voluntad, ajustando, reforzando, enriqueciendo su sentido y verdad. En la historia escrita por publicanos y fariseos, éstos invierten sus embustes a interés compuesto. Las fechas para ellos son sagradas. Sobre todo cuando son erróneas. Para estos roedores, el error es precisamente roer lo cierto del documento. Se convierten en rivales de las polillas y los ratones. En cuanto a esta circular–perpetua, el orden de las fechas no altera el producto de los fechos.

El 26 de agosto de 1825, Antonio Manoel Correia da Cámara, comisionado del imperio del Brasil, es conducido en el mismo carruaje en que voy con Belgrano, a la Casa de Gobierno. No lo acompaño yo, desde luego. El jefe de plaza basta para cumplir tal menester. Un batallón del regimiento de pardos y mulatos lo escolta. Máximo honor que puedo dispensar a este botarate emplumado que ha tenido el atrevimiento de omitir en su solicitud de entrada el título de República, que corresponde legítimamente a nuestro país. Lo estoy observando desde la ventana de mi gabinete. Racimos de cabezas se alborotan en los huecos de la calle principal. El populacho se agolpa en las esquinas al paso del visitante galoneado, tintineante de condecoraciones. Desde la carroza el amigo del sultán Bayaceto agita ceremoniosamente su sombrero de plumas. Bandera de parlamento. El gentío se atropella para ver de cerca al comisionado imperial. No hay bulla de vítores ni aclamaciones. Curiosidad espesada de instintiva malquerencia. Sé lo que es eso. Sombras rojas. Es que el pueblerío no puede dejar de ver en el Hombre– que–viene–de–lejos al kambá brasilero: Descendiente de los bandeirantes merodeadores, incendiarios, ladrones, negreros, violadores, degolladores. La llanta rota lo decapita a cada bandazo. Los saludos caen al polvo. Cuando calla la trompa de la escolta se escuchan gritos de zumba. Sorda rechifla: ¡Kambá! ¡Kambá! ¡Kambá–tepotí! ¡Cuánta diferencia con la bienvenida a Belgrano!

He dispuesto no recibir todavía a Correia. Que espere un poco más. No tiendo mi mano a los apuros. Quiero saber a fondo qué es lo que quiere el imperio, qué es lo que se trae entre manos su atolontado testaferro. Que lo lleven a su alojamiento. De la carroza negra aparece la mano blanca cuajada de destellos agitando el empenachado sombrero, saludando a diestro y siniestro. La chusma observa el espectáculo, formando parte sin participar de él. El hombre– que–viene–de–lejos avanza en el fondo de la calesa negra rodeado por la atmósfera de su carnaval carioca. Teatro inútil. Decorado dorado, escorado en lo no–visible. Lo precede un batuque de danzantes negras vestidas de collares. Saltimbanquis, capoeiras, agitan sus cachiporras manchadas de rojo. Insuficiente. Insuficientemente rojo. No alcanza el tinte de la sangre. Acaso baste a simularla bajo el sol marginal del Brasil, al ocaso del África. Otra cosa. Otra cosa es el pasionario sol de Asunción. Siempre a plomo rajando las piedras. La resolana muestra, delata, despinta los tesoros de este carnaval de cartón. Esfuma a las danzantes, a los capoeiras. La mano blanca contra la laca negra del carruaje empuñando el ibis del sombrero. Garza–real. Ave–del–Paraíso. Botones de alquimia. Lentejuelas de colores. Pónganle más si quieren. Todo lo que quieran. Para mí no será más que teatro. Para mí, el mensajero imperial no es más que un chasque cualquiera. Viene atolondrado a buscar mi mano. Pero no doy a nadie a guardar mi mano.

Por momentos el carruaje en que acompaño a Belgrano y el carruaje en que va Correia se aparean. Avanzan a contramarcha, ruedan juntos un tramo. Se juntan. Forman un solo carruaje. Vamos todos juntos saludándonos ceremoniosamente en los barquinazos. La fallanta nos pone de acuerdo en el forzado cabeceo. Cada uno afirma su no con el gesto de decir sí a cada segundo y fracciones.

Buenos Aires ha enviado a Belgrano a pactar unión o alianza con el Paraguay. El Imperio del Brasil ha enviado a Correia a pactar alianza, mas no la unión con el Paraguay.

Antonio Manoel Correia da Cámara se apea del carruaje ante la posada que se le ha destinado. Contra el blancor de la tapia se destaca la figura del típico macaco brasileiro. Desde mi ventana lo estudio. Animal desconocido: León por delante, hormiga por detrás, las partes pudendas al revés. Leopardo, más pardo que leo. Forma humana ilusoria. Sin embargo, su más asombrosa particularidad consiste en que cuando le da el sol, en vez de proyectar la sombra de su figura bestial, proyecta la de un ser humano. Por el catalejo observo a ese engendro que el Imperio me envía como mensajero. Pegada a la boca, una fija sonrisa de esmalte. Fosforilea un diente de oro. Peluca platinada hasta el hombro. Ojos entrecerrados, escrutan su alrededor con la cautelosa duplicidad del mulato1**. Es de los que primero ven el grano de arena. Luego la casa. El portugués–brasilero, este maula, viene queriendo construir una casa en la arena, aunque todavía no vino. O tal vez ya llegó y se fue de regreso. No. Está ahí, puesto que lo veo. Reanímase el pasado en el portaobjeto del lente–recuerdo. ¡Qué hermoso sombrero de plumas!, oigo murmurar a mi lado al secretario de Hacienda. ¡Vaya a trabajar, Benítez, y déjese de pavadas!

 

(En el cuaderno privado)

Yo soy el árbitro. Puedo decidir la cosa. Fraguar los hechos. Inventar los acontecimientos. Podría evitar guerras, invasiones, pillajes, devastaciones. Descifrar esos jeroglíficos sangrientos que nadie puede descifrar. Consultar a la Esfinge es exponerse a ser devorado por ella sin que se pueda develar su secreto. Adivina y te devoro. Ellos vienen. Nadie anda solamente porque quiere y tiene dos patas. Nos vamos deslizando en un tiempo que rueda también sobre una llanta rota. Los dos carruajes ruedan juntos a la inversa. La mitad hacia delante, la mitad hacia atrás. Se separan. Se rozan. Rechinan los ejes. Se alejan. El tiempo está lleno de grietas. Hace agua por todas partes. Escena sin pausa. Por momentos tengo la sensación de estar viendo todo esto desde siempre. O de haber vuelto después de una larga ausencia. Retomar la visión de lo que ya ha sucedido. Puede también que nada haya sucedido realmente salvo en esta escritura–imagen que va tejiendo sus alucinaciones sobre el papel. Lo que es enteramente visible nunca es visto enteramente. Siempre ofrece alguna otra cosa que exige aún ser mirada. Nunca se llega al fin. En todo caso la cachiporra me pertenece… digo esta pluma con el lente–recuerdo incrustado en el pomo.

Mientras escribo pone la mirada entre paréntesis. La lleva a otra escala. Intervención de todos los ángulos del universo. Intervención de todas las perspectivas concentradas en un solo foco. Escribo y el tejido de las palabras ya está cruzado por la cadena de lo visible. ¡Carajo no estoy hablando del Verbo ni del Espíritu Santo transverberado! ¡No es eso! ¡No es eso! Escribir dentro del lenguaje hace imposible todo objeto, presente, ausente o futuro. Estos apuntes, estas anotaciones espasmódicas, este discurso que no discurre, este parlante–visible fijado por artificio en la pluma; más precisamente, este cristal de acqua micans empotrado en mi portapluma–recuerdo ofrece la redondez de un paisaje visible desde todos los puntos de la esfera. Máquina incrustada en un instrumento escriturario permite ver las cosas fuera del lenguaje. Por mí. Sólo por mí. Puesto que lo parlante–visible se destruirá con lo escrito. El zumo del secreto se esfumará en humo. No importa que la cachiporrita de nácar transmigrante vaya reflejando las playas soleadas de las carpinterías de ribera donde se construye el Arca del Paraguay. Recoge los gritos, los ruidos, las voces de los armadores, de los artesanos, el brillo aceitoso del sudor de los operarios negros. Sus dichos intraducibles, sus interjecciones, sus exclamaciones soeces. De repente el silencio. Ruido inaudible que late. ¿Qué sentido pueden tener ante esto los juegos de palabras? Decir por ejemplo: El Paraíso es un alto bien habitado lugar florecido que vuelve coristas a los justos. O el gallo del invierno patalea cuando tarda la aurora. O como lo afirma el indiólogo Bertoni, la creencia de que el hijo descendía exclusivamente del padre y no hacía más que pasar por el cuerpo de la madre, transformaba al mestizo en un terrible enemigo. O al pueblo se le embrutece mediante su propia memoria.

Decir, escribir, algo no tiene ningún sentido. Obrar sí lo tiene. La más innoble pedorreta del último mulato que trabaja en el astillero, en las canteras de granito, en las minas de cal, en la fábrica de pólvora, tiene más significado que el lenguaje escriturario, literario. Ahí, eso, un gesto, el movimiento de un ojo, una escupida entre las manos antes de volver a empuñar la azuela ¡eso, significa algo muy concreto, muy real! ¿Qué significación puede tener en cambio la escritura cuando por definición no tiene el mismo sentido que el habla cotidiana hablada por la gente común?

 

 


LOURDES TALAVERA


LA MADRE DEL CIELO EN LUNA LLENA

 

La reunión anterior, las mujeres decidieron que en esta reunión, que coincidía con la luna llena, la terapia iba a consistir en una meditación. Lola les habló de la meditación para sanar la línea ancestral materna y que ella consideraba muy poderosa porque se compartían las mismas energías de la madre tierra. Estaban todas sentadas en círculo en el suelo. Esa noche, Lola, estaba particularmente bella.

—Dentro de los huesos llevamos nuestros genes, los que favorecen la herencia de los modelos o patrones de nuestras antiguas madres ancestrales –comenzó a diciendo Lola–. En las profundidades de la memoria de nuestras células, estamos conectadas con esas mujeres, con sus traumas, sus dolores pasados, sufrimientos, pero también con su fuerza, su coraje, su ingenio y su sabiduría — continuó—: Esta meditación, la difunde Miranda Gray, a nuestras madres, abuelas, bisabuelas y todo el linaje femenino. Ahora nos imaginamos que en nuestro interior está un árbol cuyas raíces crecen profundamente hacia abajo en la tierra. Imaginemos que sobre nosotras está la luna llena, la más maravillosa luna llena que nos baña con su luz plateada. Hagamos una pausa, respiremos hondo.

“Imagina que alrededor tuyo están paradas, las mujeres de tu linaje materno, también bañadas en la luz de luna. Respiremos hondo, una vez más. Fíjate en su aspecto, algunas son de tu pasado reciente, otras de tu pasado más remoto. Algunas incluso son de las primeras y lejanas familias de la humanidad. Escucha sus voces, su sabiduría y la canción que traen consigo. Siente su amor porque, en este lugar, todas ellas son tus madres. Respiremos hondo.

“Date cuente que tus madres ancestrales son también ancestros de otras mujeres del mundo. Todas somos hermanas de la misma familia de mujeres a través del tiempo. Al sanar tu linaje, sanas también el linaje de las otras. Inspiremos profundamente y coloca tus dedos sobre la zona de tu útero y repite en voz alta o en tu interior:

“Le pido a la Madre Divina que conceda su amor y la sanación a todas mis madres ancestrales y a todo mi linaje materno”.

“Que todos los patrones genéticos y memorias celulares sean sanados.

“Que todas las memorias energéticas y todas las memorias grupales sean sanadas.

“Que el amor y la paz sean restaurados en mí y en todo mi linaje.

“Qué todas mis madres caminen conmigo en belleza y amor”

“Imagina que tienes lunas llenas en las palmas de ambas manos. Deja que la paz y el amor de lo femenino divino fluyan a través de ti, a través de tus manos hasta la muñeca. Inspiremos aire.

“Siente o imagina que en lo más profundo de ti, todos estos patrones se están sanando y que suave y profundamente estás siendo transformada. Siente como tu corazón se abre para abrazar a tus madres. Relajémonos.

“Toma el hilo blanco que tienes a tu lado y átalo alrededor de tu muñeca. Es el símbolo de la sanación de tu linaje materno y de la restauración de tu feminidad libre y auténtica. Repite en voz alta o interiormente:

“Madres, les doy las gracias por la vida que me han dado. Por el coraje ante la adversidad para dar a luz a tus hijas, mis madres.

“Por el cuerpo que todas ustedes me dieron y por sus aspectos que yo muestro al mundo, por los dones, talentos, habilidades y la sabiduría que heredé de ustedes y que se encuentra en mis huesos. Nunca camino sola, porque siempre me acompañan. Mi amor y gratitud es para ustedes”

“Ahora siente tu cuerpo. Respira de manera profunda, mueve suavemente los dedos de tus manos y de tus pies. Abre los ojos, respira profundamente. Sonríe.

Todas sonrieron y estaban bañadas de luz.

 

 

 

 

JUAN DE URRAZA

 

EL FONDO PARA EL VIAJE EN EL TIEMPO


Rogelio conducía su vehículo a alta velocidad por la autopista, puesto que llegaría tarde a una reunión de trabajo sumamente importante para él. Era un hombre canoso, ya entrado en años, de rostro firme y austero. Tomó el carril rápido y aceleró, esperando ganar valiosos minutos. Frente a él, un auto deportivo descapotable se movía raudamente, conducido por una rubia despampanante, y acompañada de una amiga morocha tanto o más atractiva. Aparentemente iban divirtiéndose, escuchando música a todo volumen y disfrutando del sol que las alcanzaba con toda su intensidad en esa cálida tarde, mientras que sus cabellos ondeaban con el viento.

El hombre disminuyó un poco la velocidad, para disfrutar mejor del citado espectáculo de la naturaleza, pero enseguida recordó su premura y volvió a acelerar, intentando sobrepasarlas por la derecha, puesto que se encontraban en el carril más rápido. Al hacerlo, de forma repentina, una de las desgastadas cubiertas de su vehículo no resistió el abuso y reventó. El automóvil giró bruscamente, fuera de control, y volcó de forma estrepitosa, arrastrando otros dos vehículos en un desastre totalmente imprevisto.

Rogelio apenas atinó a cubrirse con los brazos, al tiempo que el airbag lo golpeaba con fuerza, y un camión que circulaba por detrás se llevaba una parte del vehículo consigo. Pidiendo un milagro, el hombre cerró los ojos, tomando su último respiro. Si algo de su vida pasó frente a sus ojos, no tuvo tiempo de prestarle atención, en el shock del momento.

Luego todo fue silencio, y paz. Abrió los ojos, encandilados por una luz poderosa, y tuvo que esperar unos segundos para comprender lo que ocurría a su alrededor: se hallaba dentro de una esfera completamente blanca, sin aberturas, de unos tres metros de diámetro. Aún mantenía la posición de choque, y estaba sentado sobre un fragmento de su asiento. Pero salvo eso, y el airbag desinflado sobre sus piernas, no había nada más. Su auto había desaparecido, así como todo el entorno que lo rodeaba en el momento del impacto. Lentamente se puso de pie y observó a su alrededor.

—¿Será esto el cielo? —se preguntó nerviosamente, aun temblando y con el corazón latiendo con fuerza—. O el infierno... Si es que me tocara quedarme aquí encerrado por toda la eternidad... Un infierno muy limpio y pequeño... ¿Tal vez el purgatorio?...

Luego observó sus manos, y se palpó el cuerpo.

—Pensé que sería diferente lo que viene después de la muerte. Yo sigo siendo de carne y hueso, salvo que esto sea una ilusión. Y la nariz me duele a causa del golpe del airbag. Es insólito...

Se agachó y golpeó el suelo. Resonaba como si fuera de metal. Se puso nuevamente de pie.

—Esto parece algo tecnológico más que metafísico... ¿Habré sido abducido por alienígenas y estoy dentro de un platillo volador? ¡Cosa extraña! No sé si prefiero estar muerto o ser conejillo de indias de extraterrestres...

En ese instante, un sonido de despresurización se sintió en la esfera, y frente a él apareció una abertura cuadrangular. La cabeza de un muchacho joven se asomó inmediatamente por ella.

—¿Está bien, señor? —le preguntó. Su español tenía una tonada extraña, poco convencional, se notaba que el idioma no era su lengua materna.

—Sí, creo que sí. Al menos estoy entero, aunque con un poco de dolor en el cuerpo. Pero no entiendo nada de nada ¿Qué está pasando?

—¿Es usted Rogelio Martins? —inquirió el joven, ignorando la pregunta del hombre.

—El mismo.

—OK, por favor baje por aquí —Lo invitó el muchacho, ayudándolo.

La esfera rotó sobre su eje horizontal, de forma que la abertura fuera más cómoda de traspasarse. Rogelio descendió de ella y se encontró en un pasillo largo, repleto de instrumentos que alternaban con aberturas similares, donde Rogelio asumió que habría más esferas idénticas a la suya. Otras personas trajinaban también allí, sin prestarle mayor atención.

—Mi nombre es Rudy —lo saludó el otro, pasándole la mano, saludo que fue correspondido por el recién llegado—. Soy su oficial encargado hasta que se inserte en nuestra comunidad. Estoy seguro que se preguntará dónde está, y cómo llegó aquí. Pues bien, acompáñeme al auditorio, donde veremos un video introductorio que le aclarará sus dudas.

Los dos caminaron por varios pasillos hasta ingresar a una pequeña habitación, donde Rogelio se sentó en un cómodo sillón individual, mientras Rudy se mantuvo de pie. Una mujer, con el mismo rostro de sorpresa que él, también se hallaba allí sentada en otra silla, a unos metros de él, pero no atinó siquiera a saludarla. En la blanca pared se formó una imagen, e inmediatamente el video se inició.

—Bienvenidos a TimeRestoration Co. —Inició la película, con las tomas de un edificio moderno, gente sonriendo, y demás imágenes institucionales genéricas—. Nuestro trabajo es importar personas de tiempos pasados e insertarlas en nuestro presente. Usted se encuentra en el ciclo 14.13.11.6.0 de la era 7.12.0 del “Calendario Internacional Unificado”, que sería el año 2674 del Calendario Gregoriano utilizado en su época. TimeRestoration Co. es una compañía visionaria, que toma con seriedad el futuro de sus clientes, y dispone con tecnología de punta para ofrecerles una nueva vida en un tiempo mejor al que habitaron originalmente. Fue fundada por Guillermo Arbatros hace seiscientos cincuenta años, cuando los principios de la conexión entre tiempo y universos fueron desentrañados por un grupo científico que él lideraba. En los subsiguientes años se desarrolló la primera generación de la tecnología que permite traer o enviar objetos y personas entre tiempos y universos. Esta tecnología es la que permitió que hoy usted se encuentre aquí. Actualmente este tipo de viajes está regulado y restringido para la mayoría de los casos, pero se permite traer gente del pasado en ciertas circunstancias específicas. Los detalles de su caso particular serán explicados por su oficial encargado al terminar esta presentación.

La película posteriormente continuó explicando, en un breve documental, la situación política, social y económica del mundo en ese tiempo, algunos de los grandes descubrimientos en los más de seiscientos años que transcurrieron en su ausencia, los hitos culturales e históricos, y una serie de informaciones para ponerlo a tono con su nueva realidad. Se mencionó que la humanidad hablaba un sólo idioma unificado, y que los oficiales encargados utilizan módulos traductores digitales para poder comunicarse con los recién llegados en su idioma original. Una vez finalizada la proyección, Rudy lo llevó a otro salón, y ambos se sentaron cómodamente en unos sillones a conversar. Le ofreció bebida y comida, y amenamente iniciaron la charla. Rogelio tenía muchas preguntas por hacer, pero la principal era: “¿Qué hago yo aquí?”.

—Bueno, veamos su caso particular —le respondió Rudy, observando datos que aparecieron repentinamente sobre la mesa y parecían flotar en el aire—. Usted fue rescatado del año 2024 en el instante previo a su muerte —aseveró—. Debe saber que los costos de realizar una operación tan puntual como ésta son enormes en la actualidad, sólo grandes magnates pueden enviar o traer algo con nuestra primera versión de la tecnología, pero debido al Fondo del Viaje en el Tiempo al cual usted estaba suscripto, pudo pagarse por él.

—¿El Fondo del Viaje en el Tiempo? —preguntó Rogelio.

—Sí, es un caso muy interesante de algo que en su época parecía una tontería, y que finalmente se ha convertido en nuestro mayor cliente, más inclusive que la milicia y los propios gobiernos o corporaciones. Unos visionarios, a principio de lo que ustedes llamaban el Siglo XXI, crearon un fondo para realizar viajes en el tiempo. Todo se originó con unos pocos soñadores, considerados locos en ese momento, que pusieron un sitio web en la arcaica Internet de aquella época, buscando gente que se atreviera a invertir un poco de dinero en la creación de un fondo común para pagar viajes en el tiempo. En esa época no existía la tecnología para ese tipo de viajes, era mera ciencia ficción, y asumían que cuando existiera ya estarían muertos o no tendrían el dinero para pagar algo así, entonces establecieron este fondo que fue creciendo, con cada vez más aportes, y luego con cientos de años de intereses bancarios, hasta que el mismo se volvió multimillonario. De hecho, parte de esos fondos se capitalizaron en esta empresa e hicieron posible sus investigaciones, por lo que el banco que administra esa cuenta es en parte dueño de la compañía. Así, la idea era que cuando se descubriera el viaje en el tiempo y fuera posible realizarlo de manera segura y efectiva, cada miembro del fondo tendría acumulada una pequeña fortuna, gracias a los intereses capitalizados, que permitiera realizar al menos un viaje o rescate, dejando un testamento respecto a cómo utilizar su parte correspondiente. Entonces la mayoría pidió que fuera rescatada de su época, usualmente en el momento antes de la muerte en aquel tiempo, y sea traída al futuro, teniendo una segunda oportunidad, una nueva vida.

—¡Que cosa extraña! ¡Parece una película de ciencia ficción!

—Así es. Los motivos para visitar el futuro son varios: simple curiosidad, salvarse de una catástrofe natural o accidente, viajar a un tiempo donde hubiera tecnología que alargara la vida o curara enfermedades crónicas que padecieran, o tecnologías que permitieran rejuvenecer, etc. Sería una idea similar, en algunos aspectos, a la de la gente que se crionizó para luego ser revivida en el futuro, salvo que aquí nadie muere ni permanece congelado por cientos de años, sino que todos son rescatados en el instante anterior a la muerte.

—Entonces ésta es una práctica común en la actualidad... —asumió el hombre.

—En realidad el viaje en el tiempo está fuertemente auditado por la coalición de gobiernos y no está permitido salvo para casos muy particulares. Para vigilar y decidir cómo utilizarlo se creó la Unión Internacional del Viaje en el Tiempo, UIVT, donde cada país tiene un representante, y en congresos específicos discuten cada caso de aplicación y dan su visto bueno o prohibición según les parezca que puede repercutir en nuestro universo. La verdad es que el concepto del viaje en el tiempo es solamente una parte de una física mucho más compleja referente la unión entre diversos universos y tiempos, que no vale la pena discutir aquí, pero la realidad es que tal vez seas de nuestro pasado o del pasado de otro universo muy similar al nuestro, que en el fondo da lo mismo para ti.

—Sí... No creo que los tecnicismos sean relevantes ahora... Hay cosas más importantes que necesito saber, y entender.

—Claro, claro —continuó—. El tema del Fondo del Viaje en el Tiempo es importante porque gracias a ese fondo tú estás aquí. Muchas de las previsiones de aquella época se hicieron realidad: la prolongación de la vida, la cura a enfermedades que antes eran incurables, el rejuvenecimiento biológico, la recuperación de células cerebrales, y demás... Y como la tecnología para el viaje en el tiempo se desarrolló en parte gracias al fondo en cuestión, y siendo que los gobiernos desean utilizarla y no tienen acceso a ella salvo por esta compañía, aceptaron que todos los inversores del fondo original vieran cumplidos sus deseos, siempre y cuando no rompan leyes ni impliquen un peligro histórico. Algunos han sido traídos previamente, pero otros, tuvieron que esperar más tiempo para lograr la suficiente capitalización de intereses como para poder pagar por ser traídos. Además, los enfermos terminales precisaban que sea descubierta una cura para su enfermedad para poder ser traídos por fin a esta época.

—Entiendo... Yo sé que el viaje en el tiempo involucra paradojas y peligros... Cosas como traer del pasado a un criminal o que revivan a un personaje histórico peligroso... O que trasladen a alguien antes que tuviera un hijo, y entonces su hijo no pudiera nacer... Cosas así.

—¡Exacto! Es por eso que se los rescata justo en el momento de la muerte. De forma que su ausencia no tenga implicancias en el pasado y nada cambie. Y reemplazamos los cadáveres por clones similares, para que parezca en su tiempo que realmente fallecieron. Había varias restricciones en la creación del fondo, como que no se aplicaría a alguien que se suicidara (para evitar que alguien se mate esperando ser rescatado por el futuro... y que ello no ocurriera) y que no se traería a criminales aunque hubieran puesto dinero en el fondo. Era un verdadero riesgo, un sueño de unos “lunáticos” como muchos dijeron en su época... Pero bueno, finalmente, con el paso de los ciclos y ciclos temporales, se demostró que quienes tuvieron la absurda idea de ahorrar en el pasado para ser rescatados en el futuro, estaban en lo cierto. Y bueno, gracias a ese fondo, estás aquí.

—En realidad eso es lo que no entiendo... Yo no me inscribí en el fondo mencionado, yo no tengo nada que ver con esto... ¿Habrán errado de persona? ¿Un homónimo? ¡No acepto que me devuelvan si se equivocaron! — exclamó Rogelio repentinamente.

—No, no te preocupes. No nos hemos equivocado. Veamos tu ficha... —Rudy pulsó con los dedos la pantalla de su anotador y la información fue apareciendo y reorganizándose frente a ellos—. Sí, aquí está. Otra persona pidió y pagó por ti.

—¿Otra persona?

—Sí, otra persona. Aline Murassi.

—¿Qué? ¿Aline? ¡Pero si no sé nada de ella desde hace más de diez años! —exclamó el hombre—. Con ella me casé por error, sin conocerla lo suficiente, y tuve una relación destructiva en la que inclusive intentó acuchillarme un día que estaba en la ducha, porque ella imaginaba que yo le era infiel... Esa noche me fui de la casa para no verla nunca más... Ella tenía una obsesión enfermiza conmigo que se agravó con la ruptura... Me persiguió, me acosó, me hizo la vida imposible, aparecía en mi trabajo haciendo escándalos, inventaba denuncias en la policía, amenazaba a las mujeres con las que yo salía, molestaba a todos mis amigos, e inclusive se acostó con algunos por despecho, 125 CUENTOS Y RELATOS

estuvo internada en varias ocasiones por intentos de suicidio, y hasta intentó raptar a un hijo que tuve de una relación previa, sólo para hacerme daño... Tanto temor le tenía que nunca me atreví siquiera a gestionar el divorcio, y me mudé de ciudad para tenerla lejos... Ella siempre pensó que tarde o temprano volveríamos a estar juntos. Años de terapia no lograron eliminar los resabios amargos de esa relación...

—Esteeee... —dudó Rudy—. No tengo información al respecto. Ella puso un aporte doble en el año 2009 de tu calendario gregoriano, por ambos. Y aquí hemos organizado todo para reinsertarlos como pareja en nuestra sociedad... Ya tenemos una hermosa casa rentada para ustedes, trabajo para ambos, y todas las garantías que necesitan para vivir como marido y mujer... Los rejuveneceremos hasta llegar a los treinta años de edad, y serán pareja nuevamente... Tenemos reglas muy estrictas respecto a los retornos y no podemos cambiar las cosas, el sistema no lo permitirá...

—¿¡Qué?! ¿Estás bromeando? —gritó el hombre—. ¡Esto no es el futuro sino el infierno!

Entonces por un instante sintió un calor agobiante y vio la habitación transformada, con las paredes en llamas, y un fuerte olor a azufre... Rudy se había convertido en un pequeño diablillo alado, con tridente, uñas y colmillos, que reía socarronamente... Escuchaba en su mente frases como “¡Es lo que te mereces, cerdo!”, y cosas similares...

Luego de unos instantes, sin embargo, todo volvió a la normalidad de forma repentina. Rudy lo observaba consternado. Rogelio sudaba, respiraba con dificultad tomándose el pecho con fuerza y tenía la tez roja como si fuera a explotar...

—Señor —le dijo el muchacho luego de un instante—, llamaré a un doctor y luego voy a derivarlo al área administrativa, para que verifiquen su caso y se decida qué hacer. Siendo que ella es la que pagó por traerlo de vuelta a usted, en carácter de legítima esposa, como los papeles avalan, no podemos negarle el deseo, y no podemos engañarla. Si usted no quiere estar con ella... Tal vez deberíamos devolverlo a su tiempo, aunque eso implica una muerte segura... No conozco las reglamentaciones en ese caso y creo que no existen referencias anteriores a situaciones similares... Pase por favor, acompáñeme por aquí, estoy seguro de que alguna solución vamos a encontrar...

10/07/2009

 

 

 

JAVIER VIVEROS

 

UNA DE NOLLYWOOD


Diez éramos los que aguardábamos en aquella sala de espera. Diez escritores con nuestros respectivos guiones en las manos. Éramos todos nigerianos y nos encontrábamos en un general y expectante nerviosismo. No era para menos, pues del otro lado de la mampara estaba Wole Emenike, el director recientemente galardonado en el Festival de Cine de San Sebastián, rara avis dentro de la poderosa industria cinematográfica de Nollywood, motivo de orgullo para toda Nigeria. Los que caminan la noche estaba también nominada al Oscar a la mejor película extranjera, y aunque era muy difícil que triunfara, la sola nominación era ya un premio mayúsculo.

En la película de Wole, los silencios eran más importantes que los diálogos, las miradas y el lenguaje corporal decían mucho más que las palabras. El paisaje era también un personaje capital, omnipresente y verborrágico. Si bien el mensaje de la cinta apuntaba a otra parte, era posible leer entre líneas un intento de combatir aquello de que el odio a los nigerianos es el sentimiento común que une a toda África; un intento tan conmovedor como infructuoso de hacer tabla rasa. A mí la obra me pareció muy lenta, pero le doy crédito por ciertos logros parciales de poesía cinética.

Podía imaginar a Wole sentado en un sillón giratorio, ante un escritorio enorme, llevando anteojos oscuros y fumando una pipa exagerada, meneando la cabeza o haciendo un gesto afirmativo mientras oía una rápida sinopsis de la película que le proponía el guionista de turno. Lo de que cada texto estuviera colocado en una carpeta amarilla era una de sus extravagantes exigencias, requisito que todos cumplimos pues nadie quería perder la oportunidad de que el gran director convirtiera en mariposa a la crisálida de su guion. Yo estaba ubicado cerca de la puerta, por lo que podía oír bien lo que se decía adentro. El que ahora presentaba su guion le hablaba de una película “entre policial y de terror”. Básicamente se trataba de una fotografía puesta en la red social Facebook, una foto cualquiera pero que tenía la particularidad de que todos los que fueron etiquetados en ella terminaron asesinados. La protagonizaba una pareja de policías varones, la esposa de uno de ellos resultó una de las etiquetadas que terminó muerta, por lo que había una motivación personal en la investigación. A Wole parecía gustarle la idea, pedía más datos al guionista, quien por momentos vacilaba pero siempre lograba salir del brete. Era como si estuviera inventando el guion en tiempo real, acorde a la lectura que hacía de los gestos y muecas de su prestigioso interlocutor.

Al concluir la entrevista, Wole pidió al guionista de turno que le dejara su carpeta, pero que antes anotara su teléfono en la primera página. Hubo apretón de manos y despedida. Se abrió después la puerta. El guionista fue el primero en salir, sonriente; lo seguía el propio Wole, sudoroso, sin anteojos, con un abanico en la mano y vestido con un traje típico yoruba. El clima de Lagos era normalmente infernal pero en estos días nos freía a todos con bríos redoblados.

—Quince —dijo el director.

Mi turno. La sala no era tan diferente a como la imaginé. Un lánguido y ruidoso ventilador que colgaba del techo era tal vez el detalle que más diferenciaba mi cuadro mental del que la realidad me ofrecía. “Te escucho”, dijo, luego del seco apretón de manos. En sus ojos se podía leer la soberbia típica de un nigeriano que ha conseguido algo a nivel internacional, aunque ese algo no fuera más que un vigésimo lugar.

—Mi película está ubicada en Tanzania, en la isla de Zanzíbar, allí donde nació el gran Freddie Mercury —dije, como quien tantea el agua con la punta del pie antes de hundirlo en su totalidad.

Con la actitud de un perdonavidas me hizo una seña con la mano, para que continuara hablando, echando por tierra mi teoría de que iba a encontrar en él a otro fanático de Queen. Le dije entonces que leí en el diario que un alemán a quien se le hizo un trasplante de médula ósea se curó por completo del sida que padecía. Los doctores investigaron y se dieron cuenta de que el donante de la médula tenía una mutación que creaba células inmunes carentes del receptor CCR5; ese receptor juega un papel vital para la invasión de las células por parte del virus del SIDA. Agregué que basándome en esa idea escribí el guion de la película que hoy le presentaba. Trazando repetidos círculos en el aire, la mano me indicó que adelantara, como si se tratara de un casette. En mi película hay una organización mafiosa que se encarga de detectar gente que tiene esa mutación, secuestrarla y vender su médula ósea a quienes puedan pagarla, dije. Hay demasiados millonarios sidosos en el planeta, añadí después y me dio la impresión de que desperté su interés, lo que me otorgó fuerzas para continuar.

—Se ubica en Zanzíbar porque al ser una isla hay poca variación genética en la población y en ese lugar se detectaron muchos individuos con la mutación. Owolabi, el personaje principal, es como un cowboy del siglo XXI, experto en armas y en logística, lidera las operaciones de captura de los portadores del gen mutado, que se constituyó en un diamante biológico para los seropositivos multimillonarios —dije casi sin tomar aire.

—¿Revisó el texto alguien que conozca de Biotecnología? —preguntó.

—Sí, señor. Tengo un amigo que casi terminó la carrera de Ingeniería Genética en Ciudad del Cabo —respondí presuroso.

La carpeta amarilla con mi guion estaba sobre la mesa. Yo le hablaba directamente sin recurrir al papel, consciente de que eso podría transmitirle el grado de compromiso con mi trabajo. Pareció satisfecho con mi respuesta, por lo que proseguí mi relato. En el hospital de Zanzíbar un doctor sierraleonés realiza una vacunación masiva contra la malaria porque según el gobierno se había desatado una epidemia gravísima. Pero lo que en realidad hacía era inyectar a los que acudían con un líquido que si bien contenía antígenos contra la malaria tenía también un reactivo especial que solo manifestaba sus efectos en los portadores de la mutación genética. Si este era el caso, el paciente se sentiría mal, con la piel enrojecida, y al día siguiente volvería al hospital a consultar. El doctor debía entonces apuntar los datos de los que se reportaran enfermos y suministrarles una medicina. Algo sospechó el doctor sierraleonés, el bueno de la película, y empezó a hacer preguntas a las autoridades del Hospital Central de Dar es Salaam.

—Donde la mafia tenía ya puestos sus tentáculos, ¿verdad? —inquirió el director.

—Sí, así mismo.

Un amago de sonrisa que podía ser de satisfacción por haber acertado o por haber descubierto la llaga de un lugar común se bosquejó en su cara. No me amilané y seguí hablando. Ese doctor se había dado cuenta de que estaban seleccionando gente, no sabía para qué y sus esfuerzos se dirigieron a dilucidar el misterio. No llegó a saber la empezó a operar con eficiencia. La gente desaparecía de la isla, terminaban siendo donantes involuntarios de médula ósea, servían de pieza de repuesto que daba una segunda oportunidad a quienes tenían el dinero para comprarla. Todo estaba bien ensamblado, se contaba con una red de sanatorios privados de primer nivel donde se hacían los trasplantes y los cadáveres eran eliminados por medios químicos. El dinero mueve el mundo. ¿De qué sirven cien millones de dólares en una cuenta bancaria si uno está condenado a morir de sida en los próximos tres años?, pregunté con inocultable talento histriónico.

—¿Sucede todo en Zanzíbar?

La pregunta partió de un rostro que denotaba algo intermedio entre la despreocupación y el aburrimiento.

—Al principio sí —respondí—. Pero luego la escena se muda a la isla Gorée, en Senegal. La corrupción de nuestros gobiernos facilita las tareas de la organización mafiosa. Considerando las grandes ganancias que se obtenían, la inversión en sobornos era mínima, porque se sabe...

—¡Stop! —dijo entonces con la mano derecha en alto sin dejar que terminara mi intervención—. Tu historia es demasiado hollywoodense, peca de mainstrean. Vendés una Mamá África muy estereotipada, de corrupción y enfermedades a granel. Yo sintonizo otras frecuencias: lo mío es el cine–arte.

Quise replicarle que él preseleccionó el trabajo del anterior entrevistado, un guion para una película–basura típica del Hollywood más comercial. ¿A quién podía ocurrírsele que una foto en Facebook podía matar gente? Iba a contraatacarlo con ese y otros argumentos, pero tuve la certeza repentina de que no iba a servir de nada. Así que solo me levanté de la silla, le di las gracias por escucharme y me dirigí a la puerta.

—No te olvides de esto —agregó.

Mi carpeta amarilla estaba en su mano. La tomé y salí dando un portazo. En la sala de espera vi a nueve rostros mirarme con curiosidad. Cuando notaron que llevaba mi guion bajo el brazo pude detectar en todos los ojos una llamita como de maligna alegría, al fin y al cabo esa era una competencia. Escuché que la puerta se abrió, pero seguí transitando el pasillo de la sala de espera sin volver la cabeza. Por un brevísimo instante tuve la idea de que Wole me llamaría nuevamente, que me diría que en realidad estaba interesado en mi película, que lo de hace unos segundos había sido solo un ligero malentendido.

—Dieciséis —dijo el director.

Mientras caminaba en dirección al portón de salida escuché los pasos apresurados del guionista a quien le tocaba el turno y casi en simultáneo el quejido de la puerta al cerrarse.

 

 

 

 

TADEO ZARRATEA

 

LA CAÍDA DEL MARISCAL


Estaba en la cima de su carrera. Tenía el poder supremo para organizar a sus hombres en el campo de batalla. Su amplia popularidad era todo un fenómeno social, pero no era infundada. Razón tenía la gente porque era virtuoso en su arte e innegable su talento. El pueblo deliraba a su paso. Su figura era tan imponente al punto que todos creían que era poco menos que invulnerable. Tal vez por eso nadie se ocupó de su seguridad. Como siempre ocurre en nuestra cultura mediterránea, esta vez la gente creyó, una vez más, que estamos solos en el mundo; que lo de aquí no le importa a nadie. Pero la realidad manifestada en los hechos demostró que no es así y además, que nunca fue así. Hasta cuando el Paraguay estaba totalmente aislado del resto del mundo por decisión del dictador Francia, el mundo tenía sus ojos y oídos clavados en este país; y afuera se sabían todas las fechorías del Supremo.

e toda una conspiración contra los intereses del Paraguay, que se concretó en un sabotaje y, desgraciadamente, le tocó a él ser la víctima inocente. Esta teoría la sostuve desde el principio y los hechos posteriores no me han desmentido. Lastimosamente para el caso de él, soy un ciudadano común, sin ningún poder político; pero felizmente para mí, porque gracias a eso puedo pensar y escribir todo cuanto se me ocurre sin más responsabilidad que la personal ante la historia. A veces pienso que si en ese momento yo hubiera sido canciller o embajador en México, hubiera armado un gran alboroto, inútil tal vez, pero no hubiera dejado de hacerlo.

Evidentemente el mundo es más pequeño cada día porque ¿quién puede pensar que un grupito de jóvenes imberbes de un paisito de Sudamérica puede afectar grandes intereses europeos? Y sobre todo cuando el Paraguay jamás se ha propuesto afectar esos intereses. Si por casualidad sus dirigentes llegaran a pensar, se apartarían de la idea a la velocidad de un rayo, porque este es un pueblo respetuoso y por sobre todo, justo. Sin embargo estaba a un paso de tirar por la borda un sinfín de jugosos intereses ajenos, negocios legítimos e ilegítimos por doquier. La pena es que el Paraguay ni se daba cuenta antes de que ocurriera lo ocurrido y lo peor es que no se dio por enterado ni después de haber ocurrido los hechos. Así es. Este es el Paraguay.

La suerte del Mariscal fue decretada en Italia. Esto es lo que nadie sabe. Allí, en Sicilia, un sujeto de nombre Paolo Mafiodo recibió una llamada inesperada del representante de una persona con mucho poder, que se encontraba preocupada por un posible resultado adverso para Italia y para toda Europa, en la inminentemente próxima guerra mundial en miniatura. Le pidió una entrevista para que, en la brevedad posible, pueda entregarle personalmente un mensaje del presidente.

En la entrevista le dijo textualmente:

—Usted sabe que detrás del gran negocio que nosotros manejamos existen infinidades de negocios de todo tipo y que el negocio principal sólo pueden instalarlo los países europeos; de modo que si en estas confrontaciones pierde Europa, todas las expectativas quedarán frustradas. No habrán inversiones. Serían cuatro años de esfuerzos inútiles. Para evitar eso tenemos que ganar nosotros esta competencia y si nosotros no podemos, que gane Alemania; porque ni siquiera Francia garantiza las buenas inversiones. En último caso… que gane España por lo menos, para no ser tan decepcionante el resultado. Es lo último que podemos aceptar. Pero que la victoria vaya a parar en manos de un país sudamericano es intolerable.

—Y ¿qué hay de Brasil?

—Bueno, salvo Brasil, el único que puede concitar alguna inversión, porque si cae en manos de Argentina, es casi nada. Pero en este caso el panorama es mucho peor que todas estas conjeturas. La victoria final puede quedar en manos de un país sudamericano sin nombre ni renombre, sin trascendencia, sin condiciones para ningún realizadas y a realizarse caerán directamente en saco roto.

—Lo que usted me cuenta es aterrador —le contestó il capo.

—Celebro que comprenda nuestra preocupación, pero le digo más, ayer se confeccionó el fixture y algo nos falló. No pudimos direccionar los resultados y como consecuencia nuestro país tiene que enfrentar a dos países sin ninguna tradición guerrera y a un tercero que, aún cuando es un pueblo de gente descalza, pobre de solemnidad y desconocido por el turismo internacional, en el campo de la lid siempre ha demostrado garras y es francamente impredecible.

—Pero entonces no estamos tan mal; son dos flojos y otro que no tiene potencialidad cierta —comenta don Paolo.

—No, no, no. Usted no me entendió —replica el comisionado—; esos dos flojos liberan el camino para que nos enfrentemos al impredecible; a aquel país de morondanga que sin planificación técnica, sin dinero, sin disciplina, sin cultura ni conciencia de equipo, puede aguarle la fiesta a cualquiera, porque tiene una gran capacidad de lucha; se trata de un equipo que es puro corazón y pura improvisación en el teatro de operaciones, pero que a más de uno le ha dado dolores de cabeza.

—Ahora entiendo —contestó don Paolo—. Pero sigo sin entender qué se puede hacer ante lo irremediable.

—No esperaba de usted que venga a calificar esto de irremediable. Esto ES REMEDIABLE y usted puede llegar a ser una pieza clave en la solución.

—¿Yo? Pero... ¿qué tengo que ver yo en esos negocios, si nunca realicé inversiones, al menos directas, en esos eventos?

—Usted, si pone su buena voluntad en este asunto, puede salvar todos los negocios de los europeos.

—¿Buena voluntad? Bien, veamos cómo viene la mano. Al grano, pues.

—Es muy sencillo. Vea. El batallón que nos apeligra tiene un comandante; le dicen "el Mariscal"; y como en toda sociedad primitiva, la masa sigue al conductor; ese es el imán de su unidad, el factor de su disciplina y el motivador de su orgullo guerrero. ¿Capisci?

—Eeeco. Capisco —contesta don Paolo—. De modo que me quieren confiar una misión.

—Eco. De eso se trata.

—Entiendo que eso debe cumplirse en… ¿Paraguay?; pero allí nuestra organización no tiene amigos profesionales. Ellos están en pañales. Son todos aprendices de este oficio. Por tanto, me será difícil.

—No, no. No es allí. Esa misión debe llevarse a cabo en México, porque allá vive y trabaja el Mariscal.

—Ahh. Entonces es fácil. Allí sí tenemos amigos y muy buenos profesionales.

esta noticia.

—Dígale que acepto la misión. Y que le cobraré solamente un millón de euros.

—¿Tanto? ¿No puede ser menos?

—¡Ah! No, señor. Usted me habló de negocios de toda Europa que se encuentran en peligro; eso significa montos multimillonarios en juego, ¿no?

—Y bueno. La verdad es esa, pero no me esperaba este precio.

—Señor: usted lo toma o lo deja. Permiso.

—Espere. Le llevo la propuesta al presidente y luego hablamos.

—Cómo no. Como usted quiera.

Luego de recibir la aceptación y la prima, don Paolo tomó el teléfono y realizó su llamada a México.

—Dagoberto —le dijo a su colega—: tengo una misión que encomendarle. Un trabajo muy sencillo. Se trata de entregar boleto de viaje a un sujeto común, que no tiene poder ni está protegido. Un simple jugador de futbol. Los detalles se los dará mañana mi secretario. Por de pronto le aseguro 200 mil dólares si todo sale bien.

—Acepto la misión don Paolo pero no a ese precio. Aquí todo se ha encarecido y nuestros servicios también.

—Mire que usted puede necesitar del mismo servicio, en reciprocidad, en cualquier momento, amigo; no olvide eso.

—De acuerdo don Paolo, pero asegúreme 300 mil de esos verdes y deposítelos ya en mi cuenta bancaria que usted conoce, y no se preocupe, que todo saldrá bien.

Ocho días después Dagoberto puso en ejecución la misión recibida. Al día siguiente, don Paolo lo llamó para darle las gracias, felicitarlo y ofrecerle reciprocidad para casos análogos; pero dos días después todo cambió. La prensa dio cuenta de que la ejecución de la misión tuvo fallas; que no se logró el objetivo y para más no fueron borradas las huellas; no fueron neutralizadas ni retiradas del lugar de los hechos las cámaras filmadoras; la fiscalía las incautó porque intervino en el caso un joven fiscal que todavía no era parte del grupo; uno de esos locos que andan sueltos. Don Paolo montó en cólera y amenazó a Dagoberto, pero éste lo apaciguó diciéndole que si bien todavía estaba con vida, tenía la bala alojada en pleno cerebro, lo que significa que está fuera del mando de su batallón.

—No sabía que usted sigue siendo un chambón —le espetó—. ¿Cómo no va a tomar las precauciones debidas? ¡Chambón! —e gritó en el teléfono. Dagoberto, herido en su honor, explicó que sin embargo tomó todas las medidas de seguridad; que trabajaron para él esa noche en el Barlavar el gerente, los guardias que palparon a sus 141 hombres en la entrada, la mesera, la bailarina, la prostituta, el policía de guardia y el personal de limpieza.

—Cómo que chambón si lo llevé a mi propia guarida para asegurar el resultado —se disculpaba Dagoberto—. Contraté hasta a un periodista para dar las primeras noticias, presentando el caso como una riña entre borrachos —Finalmente le dijo—: Yo le aseguro don Paolo, que si dentro de tres días el médico principal que está a cargo del pasajero diagnosticara alguna posibilidad de recuperación, mis hombres llegarán de nuevo junto a él para entregarle personalmente el boleto.

Esto calmó a don Paolo, pero unos meses después se arrepintió de esta operación. Fue cuando comprobó que aquel dirigente del futbol mundial tenía toda la razón para realizar aquel encargo, porque la escuadra del Mariscal, sin su participación –naturalmente–, eliminó a Italia y luego de pasar a los cuartos de final estuvo a punto de aguarle la fiesta a la mismísima España, la cual, a duras penas y solo gracias a los arreglos de entretelones logró alzarse con la copa del mundo. Magro negocio para Europa. Pero mucho peor hubiera sido que este equipo anodino de Sudamérica se hubiera quedado con ella. Eso hubiera sido no sólo una vergüenza para Europa, sino toda una descomunal pérdida económica para los inversionistas. Don Paolo se sintió un héroe pero lamentó haber cobrado tan poco por tan importante servicio.

Por su parte el gobierno paraguayo se quedó con aquella primera crónica periodística. Nunca investigó las causas del atentado fulminante. El Mariscal fue abandonado en su desgracia por el Estado y por toda la supuesta hinchada. Con razón dice mi amigo Alberto: en este país, tener talento es correr peligro y el servicio a la nación no se premia, al contrario, se castiga.

 

 

 

 

 

 





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