Hay canciones que tienen un ángel especial. Gustan por razones que no se originan en una lógica profunda. Es el caso de Ahakuetévo ascrivíta. ¿La letra es la causa por la que se arraigó en el gusto popular? ¿Es la música el secreto de su éxito? ¿O son ambos elementos que, unidos, tocan las fibras más íntimas de quienes ‘lo escuchan?. Es difícil hallar una respuesta. Lo irrefutable es que la melodía tiene su propio espacio ganado en el campo de la música popular de nuestro país. Saturnino Ramírez Grance —nacido el 7 de abril de 1947 en Barrial, jurisdicción de San Pedro de Ykuamandyyú—, en San Lorenzo, en medio de una noche lluviosa de festival en la explanada del templo local, cuenta que a mediados de 1976 él, siendo empleado del Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones —era ayudante del conductor de una motoniveladora—, trabajaba en la construcción de una ruta en la zona de Puerto Irala (Alto Paraná), más conocido aún entonces como Puerto Pira Pytâ.
La hija de los dueños de la pensión donde se hospedaba era Graciela Cuéllar. Tenía entonces 14 años. Ramírez Grance ya tenía musicalizadas Narremediái che mala suerte —música de Néstor Damián Girett—, y Adiós che esperanzami —música de Eligio Mujica—. Él contó que ésas eran sus obras. Las tapas de dos discos que había en el bar así lo testificaron.
Cuando él dijo que era el autor delas letras de esas canciones le miraron con ojos incrédulos. Tuvo que exhibir su cédula de identidad para que no quedaran dudas al respecto. En el acto, prometió escribirle una poesía a Graciela. Esa misma noche, en la hoja de un cuaderno, dio vida a la letra. Concluida la tarea, le entregó a la destinataria y le dijo, ya al partir del lugar, que alguna vez iba a escucharla en una serenata, ya con música. “Ha de salir también en disco”, le prometió confiado.
“Jamás fue mi novia, fue nada más que mi reindy de la pensión donde me quedaba en los momentos en que no trabajaba”, dice Saturnino. La letra, sin embargo, denota que el amor le rondaba el corazón.
Terminó el poema y poco después se despidió de quienes le habían proporcionado albergue. Volvió a su casa, en San Lorenzo. “Néstor Damián Girett fue a visitarme a mi casa. Le mostré lo que había escrito. Y se dio la casualidad que él tenía luego una melodía que pensaba ponerle a una obra de Emiliano R. Fernández. Probó con la métrica y calzó perfectamente. De modo que de allí mismo ya salió la obra completada”, recuerda.
La composición, desde un primer momento, fue bien recibida tanto por el público como por los intérpretes que empezaron a grabarla. Los primeros en hacerlo fueron los hermanos Ramírez. A la canción, rebautizada por los co-creadores populares, se la conoce también como Puerto Irala poty. No hay grandes secretos en ella, pero lo cierto es que a la gente le gusta. ¿Qué más se puede esperar de una obra?