Con su cargamento de risas, humor, canto, poesía, teatro breve y danza, las veladas recorrían el país desde la década de 1940. En los confines más remotos del país, después de viajes que duraban varios días con peripecias inolvidables, se presentaban los artistas. La fiesta se organizaba en las iglesias, en las escuelas, en las pistas de baile e incluso, en casas particulares.
Si bien el programa tenía una columna vertebral, un esqueleto básico, permitían a sus protagonistas improvisar dentro de su espíritu de celebración popular. Incluso, no pocas veces subían a los precarios escenarios los lugareños para expresarse a través de su arte.
Sorteando el polvo de los caminos y deteniéndose de pueblo en pueblo, en 1943 un elenco de velada había sentado por unos días sus reales en la andariega Villarrica del Espíritu Santo.
El poeta Teodoro Salvador Mongelós —nacido el 9 de noviembre de 1914 en Ypacaraí y fallecido en su exilio de San Pablo, Brasil, el 20 de mayo de 1966—, formaba parte del elenco. En el mismo también estaba el músico y compositor Diosnel Chase que se sentía a sus anchas porque estaba en su tierra. Allí había venido al mundo el 23 de junio de 1904.
En una de las noches de la actuación, Teodoro había visto en medio del público a una joven muy hermosa, deslumbrante. Sobresalía entre todas.
—Nde Diosnel, amo mitakuña pôrâ jajaipa piko máva. Nde oiméne reikuaa hína chupe (Diosnel: quién es aquella joven tan pero tan hermosa. Seguramente le conocés)—, le preguntó el vate a su amigo. Pensó que siendo del lugar, la conocería.
—Chamígo, ndaikuaái, pero jaikuaáta (Amigo, no sé ; pero lo sabremos)—, le respondió el que había aprendido las primeras lecciones de guitarra nada menos que con el caazapeño Carlos Talavera.
Unos diez minutos después del diálogo, Teodoro y Diosnel ya sabían que la espléndida mujer se llamaba Virginia Garcete y que era una maestra normal.
Cuando concluyó la velada, después de los aplausos y las felicitaciones a los artistas, Mongelós se apartó de sus compañeros y se acercó a la que le había encandilado desde el primer instante en que la vio. Como sabía ya que era una docente, extrajo de su galera verbal las palabras que consideró más adecuadas para la ocasión. Verla de cerca, contemplar sus ojos con aromas del Yvytyrusu y escucharla hablar fueron suficientes para que Teodoro quedara prendado de aquella profesora.
Volvieron a Asunción y el poeta escribió los versos de Virginia. En ellos vuelca sus sentimientos, admira sus cualidades y expresa su esperanza con respecto a ella. Posteriormente, el dúo Melga-Chase le puso la música. Y la grabó, para que el nombre de la profesora guaireña se hiciese universal.