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RAÚL SILVA ALONSO

  ALEJANDRO, DESPRECIO y NAVIDADES BLANCAS - Cuentos de RAÚL SILVA ALONSO - Año 2011


ALEJANDRO, DESPRECIO y NAVIDADES BLANCAS - Cuentos de RAÚL SILVA ALONSO - Año 2011

ALEJANDRO, DESPRECIO y NAVIDADES BLANCAS

Cuentos de RAÚL SILVA ALONSO

 

 

 ALEJANDRO

 

Alejandro, sentado sobre una roca semejante a un trono.

La altiva cabeza de ensortijados cabellos de oro viejo, ligeramente elevada. La mirada, seguramente lejana y azul, firme. La espalda, erguida, no se rinde al cansancio de la reciente batalla.

Sin embargo, las manos, una sobre la rodilla derecha y otra con  la palma abierta encima de la cadera, denotan el apoyo que su fatigosa jornada precisa. Pero una pierna flexionada y un poco echada hacia atrás del cuerpo, revela el estado de alerta en que se encuentra, aún después  de asegurada la aplastante victoria.

¡Qué diría ahora Demóstenes, que con traje de fiesta celebró en la asamblea popular la muerte de Filipo, refiriéndose a su hijo y sucesor, Alejandro, como a "un jovenzuelo inofensivo"!

Tebas, la ciudad de Epaminondas  y de la falange sagrada, con el combate recientemente concluido desapareció de la faz de la tierra. Nada semejante había ocurrido nunca en una ciudad griega. Sólo la mansión de Píndaro y sus descendientes fueron perdonados, en admirativo homenaje al poeta que cantó a los antepasados del gran macedonio.

A pesar de ser Atenas la inspiradora de la rebelión tebana, él otorga­ría una amnistía total, asegurando así su retaguardia.

Entonces cruzaría el Helesponto para liberar a los griegos de la domina­ción de Darío y... ¡vaya si conquistaría Persia! Para eso cuenta encontrar­se con Parmenión, el excelente general que fuera lugarteniente de su padre Filipo. Con seguridad lo secundará fielmente en la descomunal empresa.

Una paloma, totalmente ajena a la grandiosidad del héroe, se posó en la hierática cabeza, e irreverente, defecó sobre ella.

Alejandro no pestañeó. Ni tan siquiera movió un solo músculo.

Después de todo ¿cómo podría hacerlo una estatua?

En el instante en que la paloma volvía a emprender vuelo, pude congelar el momento con mi vieja Polaroid.

 

DESPRECIO

 

Tenía catorce años, entonces. Se llamaba Pedro Calabresse y se pasaba las horas leyendo sentado sobre un baúl, junto a la ventana abierta al jardín.

Leía con voracidad caníbal los libros de Salgari, Verne, Stevenson, Burroughs y obras de aventuras por el  estilo. Soñaba con tripular antiguos bergantines y cruzar tempestuosos mares siguiendo mapas de tesoros enterrados, o adentrarse en selvas impenetrables por algún sinuoso río, en un destartalado vaporcito que lo llevara al país donde se encuentra la ciudad de Opar, repleta de lingotes de oro.

Su realidad era bien otra.

Vivía con su abuela en una casita de los suburbios, desde que sus padres lo abandonaron yéndose cada uno por su lado. La relación con la anciana era casi la única ligadura con la realidad de la que-inconsciente y desesperadamente- intentaba escapar.

Su falta de habilidad para los deportes y su coeficiente intelectual muy por encimadel normal, hacían de él un sabiondo tragalibros a criterio de sus compañeros, más interesados en pequeñas raterías, juegos calleje­ros y chicas.

Para sus años estaba muy poco desarrollado aún. Su voz era fina, su cara aniñada y su piel pálida y lampiña. Tímido y obsesionado por no causar problemas ni molestar a los demás, aparentaba apocamiento y miedo.

No era pues tan raro no tenerlo en cuenta para las correrías y trapi­sondas tramadas por los chiquilines del barrio. Si se acordaban de él, y hasta lo buscaban a veces, era para hacerle blanco de bromas crueles y burlas humillantes.

En realidad no lo consideraban digno de ser tenido en cuenta para nada.

Pedro callaba estas cosas a la abuela, y en cuanto llegaba a casa se sumergía en su mundo, embarcándose como un argonauta en busca de sus propios vellocinos.

A veces se metía a leer dentro del baúl, dejando la tapa apenas abier­ta, para que por ese resquicio entrara un poco de luz y aire. Otras, dejaba su camarote y subía a leer a cubierta, o a contemplar el mar del jardín, acaso infestado de piratas.

La abuela lo dejaba hacer, feliz de que la riquísima biblioteca del finado abuelo, donde se encontraban todos los libros imprescindibles, la aprovechara alguien.

El tiempo pasó en ráfagas esporádicamente turbulentas para Pedro. Escapando de un mundo que no comprendía, se tragó la biblioteca del abuelo. Y ese amor a la lectura, sus buenas calificaciones y su respetuosa forma de ser, le valieron becas que supo aprovechar.

Paralelamente a sus estudios, empezó a volcar su exuberante imagi­nación, enriquecida por las lecturas de toda su vida, en cuentos que al principio se publicaron en periódicos estudiantiles. Un premio literario en un vespertino local, despertó el interés por él en diarios de mayor impor­tancia.

La culminación de su carrera de Letras coincidió con la adjudicación de un premio nacional por su primera novela. Siguieron otras. Empezó a trabajaren un diario de primer nivel y accedió a una cátedra en la Facultad de la que acababa de egresar. Se sucedieron premios internacionales por sus escritos.

Aquellos chicos que lo habían tratado con tanto desprecio ni se en­teraron. Eran ahora hombres grandes que seguían con sus buenas vidas: trabajando en una carnicería, dos de ellos. Con un kiosco, el más próspe­ro. Otro estaba en la cárcel por robo a mano armada, y había uno -el más influyente- que era ordenanza en la Municipalidad.

Los que estaban libres, continuaban encontrándose para emborracharse juntos o ir a alguna bailanta a levantar minas.

De Pedro ni se acordaban.

El relato podría terminar aquí. Pero ¿cómo callar el noviazgo de Pedro con una de sus alumnas, años después? ¿Cómo no compartir la felicidad del pobre y despreciado Pedro de la infancia, comprometido con tan bonita muchacha, heredera de una de las grandes fortunas del país y gran aficionada a la búsqueda de galeones y bajeles hundidos con sus riquezas en el Caribe?

Sí. La vida a veces compensa.

 

 

NAVIDADES BLANCAS

 

La primera reacción de Don Pedro al correr las cortinas y ver las plantas, los árboles y hasta la superficie de la piscina, cubiertas por todo ese polvillo como de nieve, fue maldecir.

Maldecir al jardinero, que de nuevo había desparramado sobre las hojas y no en la raíz de las plantas como le tenía dicho, las cenizas de  las  brasas que quedaron en la parrilla después del asado del domingo.

Pero luego, mirando con más detenimiento todo el césped del par­que, de más de tres hectáreas, y hasta la copa de los árboles, cubierta por esa microscópica curubica blanca, llegó a la conclusión de que el Zenón no podía ser responsable de aquel desparramo en todo el jardín sólo con las cenizas de la parrilla y una pala.

Entonces salió fuera de la lujosa casa a indagar.

Y decidió volver a acostarse porque todavía debería estar dormido, soñando.

Lo que parecía nieve, era nieve. En plena isla del Caribe.

A pocas calles de la mansión ubicada en un suburbio ahora cubierto de nieve, agonizaba un niño.

Agonizaba sonriente en la única habitación que hacía de dormitorio, cocina y comedor del ranchito.

Rodeado de su madre y sus cinco hermanos, quienes siempre lo

habían  considerado un poco raro, les decía exánime, cómo, si uno desea algo, cualquier cosa, con la suficiente fuerza, lo obtiene.

-¿Acaso no queríamos unas Navidades blancas, con nieve, como en los cuentos...? fue lo último que dijo.

Abandonó su cuerpo aferrado con las manos a la manta que lo cu­bría, y el débil cuerpecito quedó como esas cáscaras de las cigarras, pren­didas a la corteza de los árboles.

Ascendiendo cada vez más alto, pudo ver como una pelota de golf en el green, las casitas de tablas de su barrio y la gran mansión cubiertas por la nieve, en medio de la vegetación tropical.

Allá abajo, gritaban desconcertados los loros y las cotorras desde sus nidos y en los cocoteros.

Indiferentes papagayos de colorido plumaje volaban majestuosa­mente desde las palmeras a los árboles de palta ahora blancos de nieve, como si no les sorprendiera la extraña decoloración del paisaje.

Sólo una familia de monos permanecía silenciosa y casi inmóvil en el suelo, sentados en círculo como en sesión de emergencia, comiendo con gran concentración las congeladas bananas de un cacho.

 

DE: ALGUNOS CUENTOS  ASOMBROSOS Y MICROCUENTOS

(Asunción: Editorial Servilibro,2006)

 


Fuente: LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY. TOMO II (K – Z). TERESA MÉNDEZ-FAITH, INTERCONTINENTAL EDITORA S.A. Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py. Asunción – Paraguay, 2011.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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