—Nde Abente, vos sos el único que puede escribir así como yo quiero—, le decía una y otra vez, con terca insistencia, José Asunción Flores a Carlos Federico Abente (nacido el 6 de setiembre de 1915 en Isla Valle, Areguá), en Buenos Aires.
—Yo no tengo tiempo ni experiencia en estas cosas—, le contestó, una vez más, el joven médico.
El creador de la Guarania ya tenía la música de Ñemitỹ y andaba en busca del poeta que le diera vida final, a través de su poesía. Corría el año 1938. Quizá ya el ‘39. Si bien eran también sus íntimos de aquella hora Augusto Roa Bastos y Hérib Campos Cervera, el maestro se empecinaba en que el galeno fuese el autor de ese himno dedicado a los labriegos pero también al trabajo, a la concordia y a la tierra. Le decía que únicamente él era dueño de un léxico con fuerza y emoción, ideal para su obra.
El Dr. Abente, por entonces, no tenía antecedentes que le permitieran responder con altura a las exigencias del compositor. Al menos así lo creía, en su modestia proverbial. Ya había escrito, sin embargo, letras para músicas de Prudencio Giménez —que le escribiría a su hija Estela Caturí Abente, para arpa— como Noches de luna, Rosita e Islavaleña—.
“Péa ko osêvarâ ndéve”, le repicaba Flores cada vez que venía a comer a su casa los manjares que adoraba aunque torturaran su hígado: 10 ó 12 huevos fritos. Al llegar del hospital, en la puerta, lo aguardaba el que aprendiera las primeras notas en la Banda de Policía. Y le tarareaba la música.
Contagiado por el fervor y la constancia de su huésped, en el barrio Flores, una siesta Carlos Federico se tanteó a sí mismo. Ñamoakỹ ko yvy..., comenzó. Hubo allí un intercambio de pareceres. Y Abente cambió la primera palabra por Jahypýi...” Jahypyiva’erâ he’ô haguâ”, acotó Flores para quedarse con esa versión.
En los siguientes días, el poema fue cobrando cuerpo. Flores tarareaba. Abente buscaba las palabras que coincidieran con la idea a transmitir y el acento de la música. El guarani seleccionado era claro y contundente. Flores no quería saber nada del jopara. Le pidió sí que le agregara ocho versos en castellano, al final.
Flores, una vez concluida la obra, se puso feliz. Sentía que su amigo y compañero inseparable había leído su espíritu al pie de la letra. No había distancia entre la idea expresada en la melodía y el texto del poema.
Ñemitỹ, con los años, iba a convertirse en un himno de resistencia y combate. Los dictadores de turno no podían comprender el alcance de ese canto que llama a la unidad y a la concordia. Por eso la prohibieron. En 1940 era ya una canción proscripta. En tiempos de Stroessner, Juglares, Vocal 2 y apenas unos pocos más eran los que se animaban a romper el largo silencio al que había sido condenada la composición. Tras el Golpe de 1989, se convirtió en un símbolo que convoca a la construcción de la democracia desde los valores que con coraje y esperanza proclama.